Por José Luis Busaniche
En 1831 el general se trasladó a París donde fijó residencia con su hija, en las afueras de la ciudad. Vivía pobremente y muy quebrantado de salud, cuando encontró al banquero Alejandro Aguado, antiguo camarada suyo en la guerra peninsular. Sarmiento ha narrado el episodio con alguna dosis de fantasía, manteniéndose verídico en lo esencial.
"Durante la famosa guerra de la Península, que tan honda brecha abrió al poder, hasta entonces incontrastable de Napoleón, la juventud española, desprovista de otro teatro de acción para desarrollar las dotes del espíritu o la energía del carácter, acudía presurosa a los campamentos improvisados por la exaltación guerrera del pueblo y probaba a cada momento cuánta savia corre aún por las venas de aquella nación cuyo vuelo han contenido instituciones envejecidas.
La cordialidad fraternal que une fácilmente a hombres que tienen que partir entre sí iguales peligros y esperanzas, aumentábala el entusiasmo que exaltaba las pasiones generosas, haciéndola más expansiva la genial franqueza del carácter castellano.
Entre aquella juventud bulliciosa, ardiente y emprendedora, tan dispuesta a una serenata como a un asalto, tan lista para escalar un balcón como una fortaleza, partían habitación y rancho dos oficiales en la flor de la edad y llegados a los grados militares que son como la puerta que conduce al campo de los sueños de ambición.
Era uno el capitán Aguado, llamaban al otro el mayor San Martín. "Las vicisitudes de las campañas separaron los cuerpos en que servían los amigos; terminóse la guerra; el tiempo puso entre ambos su denso velo; transcurrieron los años y no se volvieron a encontrar más en el camino de la vida.
Quince años después, empero, hablábase delante de Aguado de los famosos hechos de armas en América del general rebelde San Martín: Es curioso, decía Aguado, yo he tenido un amigo americano de ese apellido, que militó en España. San Martín oyó nombrar al banquero español Aguado: ¿Aguado?, decía a su vez. He conocido a un Aguado, pero hay tantos Aguados en España...
"San Martín llegó a París en 1824 y mientras hacía una mañana su sencillo y rígido tocado, introdúcese en su habitación un extraño que lo mira, lo examina, y exclama, aún dudoso: -¡San Martín! - ¡Aguado! "le responde el huésped y antes de cerciorarse, estaba ya estrechado entre los brazos de su antiguo compañero de rancho, amoríos y francachelas - ¡Y bien! almorzaremos juntos... - Eso me toca a mí, respondió Aguado, que dejó en un restaurant pedido el almuerzo para ambos.
"Dirigiéronse luego de la Rue Nueve Saint- George hacia el Boulevard, y, andando sin sentir y conversando, llegaron, en la plaza Vendome, a la puerta de un soberbio hotel, en cuyas gradas, lacayos con libreas tenían en bandejas de plata la correspondencia para presentarla al amo que llegaba. San Martín se detuvo en el primer tramo, y, mirando con sorpresa a su amigo: - ¡Pues qué! le dijo, ¿eres tú el banquero Aguado? - Hombre, cuando uno no alcanza a ser el libertador de medio mundo, me parece que se le puede perdonar el ser banquero. "Y riendo de la ocurrencia, y echándole Aguado un brazo para compelerlo a subir, llegaron ambos a los salones casi regios, en cuyos muchos cojines aguardaba la señora de la casa.
"Desde entonces, San Martín y Aguado, el guerrero desencantado y el banquero opulento, se propusieron vivir y tratarse como en aquella época feliz de la vida en que ningún sinsabor amarga la existencia.
Establecióse San Martín en Grand-Bourg, no lejos de París, y a sólo algunas cuadras de distancia del Chateaux- Aguado, mediando entre ambas heredades el Sena, sobre el cual echó el favorito de la fortuna un puente colgado de hierro, don hecho a la comuna, servicio al público, comodidad puramente doméstica para el, y facilidad ofrecida al trato frecuente de los dos amigos.
Por algunos años, los paisanos sencillos del lugar vieron, sobre el Puente Aguado, en las tardes apacibles del otoño, apoyados sobre la baranda y esparciendo sus miradas distraídas por el delicioso panorama adyacente, aquel grupo de dos viejos extranjeros, el uno célebre por aquella celebridad lejana y misteriosa que ha dejado lejos de allí hondas huellas en la historia de muchas naciones, el otro conocido en toda la comarca por el don inestimable con que la había favorecido.
Murió Aguado en los brazos de su amigo y dejó encargada a la pureza y rigidez de su conciencia la guarda y distribución de sus cuantiosos bienes." D. F. Sarmiento EL HOGAR DE GRAND BOURG - MAYO DE 1838
Lo que no dice Sarmiento es que Aguado salvó a San Martín de una difícil situación, según escribió este último a un amigo de América: "Aguado, el más rico propietario de Francia..., sirvió conmigo en el mismo regimiento en España y le soy deudor de no haber muerto en un hospital, de resultas de una larga enfermedad".
San Martín contaba para vivir con una pensión del gobierno del Perú que se le pagaba tarde y en valores depreciados. También con el alquiler de una casa de su hija, en Buenos Aires. Cualquier imprevisto, causábale serios trastornos en la vida de aislamiento que llevaba. Por esos días, su hija Mercedes casó, muy joven, con Mariano Balcarce, agregado a la legación argentina.
En 1834, el banquero Aguado, facilitó la compra de la casa de Grand Bourg, a que se refiere Sarmiento, y allí se retiró San Martín en condición más holgada. El matrimonio Balcarce partió para Buenos Aires y estuvo ausente más de dos años, pero volvió después a Francia para habitar la casa de Grand Bourg. En 1838, Mercedes tenía dos hijas pequeñas. Florencio Balcarce, el poeta, hermano de Mariano, que se hallaba ese año en París, describe así, en carta íntima, la vida de la familia.
"Tengo el placer de ver la familia un día sí y otro no. Iría todas las semanas si los buques de vapor estuvieran del todo establecidos. El general (San Martín) goza a más no poder de esa vida solitaria y tranquila que tanto ambiciona. Un día lo encuentro haciendo las veces de armero y limpiando las pistolas y escopetas que tiene, otro día es carpintero y siempre pasa así sus ratos en ocupaciones que lo distraen de otros pensamientos y lo hacen gozar de buena salud.
Mercedes se pasa la vida lidiando con las dos chiquitas que están cada vez más traviesas. Pepa, sobre todo, anda por todas partes levantando una pierna para hacer lo que llama volatín; todavía no habla más que algunas palabras sueltas; pero entiende muy bien el español y el francés. Merceditas está en la grande empresa de volver a aprender el a b c que tenía olvidado; pero el general siempre repite la observación de que no la ha visto un segundo quieta." Florencio Balcarce"
Rosas
lunes, 29 de febrero de 2016
La importancia de Arroyo Grande (6/12/1842)
Por Julio Irazusta
Hecho decisivo en el delineamiento de las fronteras nacionales,
la batalla fue trascendental para la grandeza de la patria. Como la historia
oficial —que en estos días se pretende estereotipar en dogmas teológicos
defendidos con pretensiones inquisitoriales— ha tergiversado su esencia, su
recuerdo se hará para honrar a los vencidos que no querían su fruto y denostar
a los vencedores, que lo fertilizaron con su sangre. En la corriente versión
banderiza, la batalla de Arroyo Grande habría sido un episodio de la lucha
entre la civilización y la barbarie, entre la libertad —simbolizada por los antirrosistas—,
y la tiranía de Rosas; en suma, problema interno, mero aspecto de la lucha por
el desarrollo institucional del país. Pero en la realidad de los hechos el
sangriento combate en que se enfrentaron los rioplatenses repartidos en los dos
campos adversarios, fue la culminación de la campaña por el afianzamiento de la
soberanía argentina en la Mesopotamia y el rechazo de la invasión extranjera; y
el principio de otra contra la intromisión europea en el Río de la Plata. Ante todo, aclaremos la anécdota. Exaltado
al gobierno del Uruguay por los franceses que necesitaban el puerto de
Montevideo como base para seguir el bloqueo de Buenos Aires, Rivera había
declarado la guerra a Rosas el 10 de febrero de 1839, después de firmar una
alianza secreta con el gobernador de Corrientes, Berón de Astrada, el 31 de
diciembre de 1838. Prometiendo su ayuda
a todos los antirrosistas, el caudillo oriental no se la había prestado eficazmente
a ninguno, dejando derrotar a Berón de Astrada en Pago Largo, y a Lavalle en
Entre Ríos y Buenos Aires, sin enviar un soldado a este lado del Uruguay. Pero
cuando Paz derrotó a Echagüe, entonces general en jefe del ejército nacional,
se apresuró a cruzar el río limítrofe a la cabeza de sus tropas, para ocupar
Entre Ríos y reclamar el primer puesto en la dirección de la guerra contra
Rosas, que le correspondía por el tratado uruguayo-correntino de la fecha
citada, cuya vigencia refirmó Ferré, primer sucesor liberal de Berón de
Astrada, después de un nuevo pronunciamiento de Corrientes contra Rosas en
1840. Las ambiciones alentadas por
Rivera, de engrandecer el Uruguay a expensas de la Argentina, eran conocidas no
sólo de Rosas, sino también de los caudillos liberales que lo combatían, como
Lavalle y Paz. Y a ese conocimiento, y a la desconfianza que ellas suscitaban
en los auxiliares argentinos de Rivera, se debieron las disensiones que
trabajaron a la coalición antirrosista, para llevarla a fines de 1842 al
desastre de Arroyo Grande. Desde que se
insinuó la pretensión del caudillo oriental de dirigir la guerra, el gobernador
entrerriano Seguí, que había sucedido al derrotado Echagüe y entregaría poco
después el mando al general Paz, la había rechazado como “un crimen de traición
en el gobierno que consintiera en ella”. La autoridad nacional argentina,
proyectada por Derqui con la segunda intención de depositarla en su comprovinciano,
fracasó por oposición de Ferré. Y la candidatura del vencedor de Caaguazú a la
gobernación de Entre Ríos no fue sino el rodeo que los antirrosistas más esclarecidos
creyeron indispensable para sortear el obstáculo que la miopía de Ferré, partidario
de la jefatura militar de Rivera, oponía a los planes de nacionalizar la lucha
contra Rosas. Fracasada esa combinación,
al retirarse el ejército correntino a Corrientes y caer Paz de la gobernación
entrerriana, el antirrosismo perdió una oportunidad magnífica de atravesar el
Paraná antes de que Oribe y Pacheco volviesen de Tucumán y Cuyo
respectivamente, y de rematar en Buenos Aires la campaña tan brillantemente
iniciada en Caaguazú.
Una nueva tentativa de Rivera por arrastrar al jefe
cordobés en su estela no tendría mejor éxito que la primera, debido a los
mismos motivos. Paz se retiró de las conferencias de Paisandú, a las que fuera
invitado en octubre, como los demás cabecillas, por creer que la jefatura del
caudillo oriental amenazaba los objetivos nacionales en la lucha. Y el
conglomerado antirrosista, sobre ser heterogéneo, perdió así el único hombre
que hubiese podido equilibrar probabilidades con los vencedores de Lavalle y
Lamadrid, o llevarlo a la victoria. A
las torpezas políticas seguirían las militares. La coalición liberal esperó a
Oribe en el este de Entre Ríos, en vez de obligarlo a dividir sus fuerzas
contra Corrientes y el Uruguay, en invasión simultánea, o de invadir a
cualquiera de las dos teniendo un flanco amenazado por la que no fuera
invadida. Valentín Alsina, que aconsejaba esta última estrategia, señalaba que
la superioridad del propio bando en Entre Ríos consistía en poseer todas las
caballadas de la provincia y la inferioridad del enemigo en tener que recibir
de Buenos Aires 60.000 caballos para mover 10.000 hombres del occidente al
oriente del Uruguay, donde hasta la diferencia de los pastos perjudicaría ni
hipotético invasor. Al mismo tiempo advertía que Rosas no descansaba,
organizando el envío por tierra y agua de abastecimientos al ejército de Oribe,
mientras los liberales se lo pasaban disputando entre ellos la dirección de la
guerra. En tales condiciones el
resultado era previsible, felizmente, Y así, Oribe, al mismo tiempo que se
tomaba un desquite del rival que lo había derrocado con ayuda de los franceses,
daba a las ambiciones antiargentinas de Rivera un golpe de muerte, derrotando
el 6 de diciembre de 1842.
La soberanía nacional quedaba a cubierto de un
grave peligro en la Mesopotamia y el orden asegurado en Argentina. El tremendo
sacudimiento interno provocado en nuestro país por la agresión francesa y que
no había cesado con ella era definitivamente aquietado después de 4 años de
lucha, para no repetirse sino al cabo de una década, cuando la peor amenaza
implícita en las intromisiones europeas
contra la soberanía de los Estados rioplatenses había sido disipada, gracias a
la solidez que el régimen establecido adquirió en la campaña terminada por la
batalla de Arroyo Grande.
El carácter político del militar que mandaba las tropas de
Rosas permitía augurar de su triunfo frutos mayores de los que dio. El “general
en jefe interino del ejército unido de vanguardia de la Confederación
Argentina” era a la vez pretendiente a la presidencia oriental, con títulos
infinitamente más válidos que los de Rivera, exaltado al gobierno por los
franceses, o los de Paz, gobernador in partibus de Entre Ríos. Además de
justa, la guerra que la Argentina llevaría al Uruguay era altamente política.
Pues, sobre contestar a una agresión no provocada, aspiraba a basar la armonía
rioplatense en la amistad de los estadistas que representaban a ambos lados del
Río de la Plata la restauración de la ley, el respeto de las tradiciones
comunes y la independencia americana de toda dominación extranjera. Pero en
razón de esas mismas circunstancias las fuerzas foráneas empeñadas en impedir
el afianzamiento de esa soberanía en los nuevos Estados sudamericanos, para
someter estos territorios a un vasallaje similar al de los países colonizables
del globo, en Asia o en África, se pusieron en movimiento en cuanto vieron
probabilidad de éxito a la maniobra que Rosas ideaba para responder a la
intromisión europea que debió enfrentar a partir de 1838.
Mucho antes de que Oribe pasara siquiera el Paraná, mucho
antes de que el invasor del territorio argentino hubiese desistido de sus
propósitos anexionistas, mucho antes de que Rivera estuviese derrotado, los
agentes de Francia y de Inglaterra se agitan para evitar el choque en la
Mesopotamia. Ofrecen su mediación en el conflicto argentino-uruguayo a
principios de 1842, cuando Rivera ocupaba todavía la mitad de Entre Ríos y el
alzamiento correntino apoyado en la acción antiargentina de los franceses y los
uruguayos no había sido sofocado.
¿Cómo
podía Rosas aceptar la mediación en aquel momento? No sólo se lo impedía su
lealtad hacia Oribe, cuyas pretensiones legítimas apoyaba. Conocía
demasiado a Rivera para saberlo incapaz de quedarse mucho tiempo sin intrigar,
y, sobre todo, de resistir la intromisión europea en el Uruguay, a la cual estaba
enfeudado. Y dado el espíritu antiargentino de las potencias mediadoras, una
negociación iniciada cuando el invasor ocupaba aún Entre Ríos y los opositores
internos estaban aún con las armas en la mano no podía sino dar por consumada
de hecho la separación de la Mesopotamia, que todas las fuerzas antinacionales
aspiraban a erigir en Estado soberano e independiente. Decentemente, la
mediación debió ser ofrecida cuando Rivera se hubiese retirado al Uruguay. El
ofrecimiento formulado seis meses antes de Arroyo Grande revela a las claras
los fines divisionistas que perseguía. Esta
vez la potencia europea que dirigía la maniobra no era Francia sino Inglaterra.
La primera recordaba todavía lo que le
había costado entrometerse en nuestras cosas.
Y Guizot había aprendido prudencia. Pero la segunda creía llegado el momento de
imitar los métodos de intromisión que a los franceses les habían fracasado tan
lamentablemente. Y como el nuevo jefe del gabinete francés quería reconciliarse
a toda costa con la terrible rival que en 1840 la humillara, y en todo el globo
no había lugar en el cual los intereses de ambos países pareciesen más afines
en la época, se dejaría arrastrar a una política prepotente que los conversadores
ingleses, sucesores de Palmerston, habían ideado no ya por meras razones de
prestigio o de expansión política, sino en procura de un Nuevo sistema
económico consistente en la apertura de todos los mercados consumidores
posibles y la transformación de las islas británicas en país exclusivamente
productor de manufactura industrial. La política librecambista simbolizada en
el nombre de Peel, perfeccionada en 1846, se
inauguraba en 1842. Y los conservadores parecían dispuestos a abrir a cañonazos
el mercado ultramarino que aspirara a cerrarse, fuera en la India, en la China
o en Sudamérica. Desde principios de ese
año Inglaterra había echado el ojo al mercado paraguayo, Y no se puede creer
ajena su influencia a la declaración de independencia hecha entonces por
primera vez en la provincia secesionista. Al Brasil lo extorsionaba para imponerle la
renovación de los tratados de comercio y de la trata que el gabinete de Río
quería rever. A la Argentina le había arrancado, valiéndose del conflicto
franco-argentino, un tratado sobre
represión del comercio de negros que Rosas se había resistido durante cinco
años a concederle sino a cambio de la revisión del convenio del 25. Y así de lo
demás. ¿No era demasiado? ¿No había
un deber en resistir a la intromisión, aun en beneficio de todos los poderes
sudamericanos culpables de ella? La
influencia argentina en el Uruguay, fundada en la sólida amistad de los dos
estadistas rioplatensos más conocedores de los intereses materiales de la
región y los espirituales de la común tradición era la única valla que se le
podría oponer. Y ése pudo ser el más legítimo resultado de Arroyo Grande.
Los obstáculos que la operación halló en la voluntad de las potencias europeas
que lo estorbaron no habrían sido
invencibles, si no hubiesen existido argentinos y uruguayos que por “indigno
espíritu de partido”, como dijo San Martín, se unieron al extranjero “para
humillar a su patria”.
Los diez años de
valor rioplatense que siguieron a la victoria argentina del 6 de diciembre de
1842 no pudieron casi nada contra el extravío de muchos compatriotas
influyentes. Y por eso hoy se honrará más la memoria de los extraviados y de
los vencidos, que la de los esclarecidos vencedores.
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Recordando a Pancho Zeballos
Por el Prof. Jbismarck
Soldados
gauchos fueron los que pusieron el pecho a las balas, los primeros en padecer
la derrota y los últimos en tener el reconocimiento del triunfo, solamente
reservado a los jefes u oficiales que los mandaban. Apenas algún relato los ha salvado de la
sombra póstuma: ¿Por qué habría de sostenerse que Juan Bautista Cabral
fue “sargento” cuando en verdad era un simple soldado de raza negra que se jugó
por su jefe, el Teniente Coronel José de San Martín, en la batalla de San
Lorenzo en 1813? ¿Quién se acuerda del gaucho Lorenzo López que salvó la
vida de Juan Martín de Pueyrredón cuando las Invasiones Inglesas, en la batalla
de Perdriel.
En la época de Rosas, sobresale
nítidamente Francisco Zeballos, el captor del general unitario José María Paz ;
Sin embargo, no hay certezas sobre su fecha de nacimiento, ni de aspectos
de su vida. El tiro de boleadoras que
le propinó a Paz el 10 de mayo de 1831, en el paraje El Tío, provincia de
Córdoba, es casi la única referencia de este gaucho que modificó, con un acto criollísimo,
buena parte de los acontecimientos políticos de la primera mitad del siglo XIX. En efecto, el General Paz con su preparado
ejercito intento sorprender a los federales y atacar al Gobierno de Santa Fe. Francisco Zeballos se había incorporado como
soldado en el ejército santafecino del brigadier general Estanislao López,
federal, aliado y amigo del general Rosas, revistando en un Escuadrón que
estaba bajo las órdenes del capitán Esteban Acosta, hombre éste de la División
del comandante Reynafé.
Durante el año
1831, Zeballos fue parte de la avanzada de los ejércitos federales que se adentraron
en la provincia de Córdoba para expulsar y, en lo posible,terminar con el
peligro del ejercito unitario del Manco Paz. En las proximidades de El
Tío (Córdoba), se producen enfrentamientos entre avanzadas, al escuchar los
tiros, el General Paz quiso saber qué estaba pasando, se aproximó al lugar de
combate, compañado por un ayudante, un ordenanza y un vaqueano. Cuando caían las últimas luces del día se
vieron rodeados por un grupo de hombres con la divisa blanca y Paz creyó en
todo momento que eran hombres de sus tropas y avanzó hacia ellos, pero era una
trampa. Sorpresivamente, Paz dio media
vuelta a su caballo y se dirigió al galope hacia su propio ejército. Al
mismo tiempo, un certero tiro de bolas a las patas del caballo termina por dar
por tierra con el jinete, el que se rinde al verse rodeado.
El estratega cayó ante la picardía del
soldado Zevallos que le boleó el caballo.
En sus Memorias, Paz se refiere
al momento en que su caballo fue boleado, antes de ser tomado prisionero: “El
ordenanza que mandé no volvió, y la causa fue que, habiendo dado con los
enemigos, fue perseguido por éstos y escapó, pero tomando otra dirección, de
modo que nada supe. Mientras tanto seguía yo la senda, y viendo la
tardanza del ordenanza y del oficial que había mandado buscar, e impaciente,
por otra parte, porque se aproximaba la noche y se me escapaba un golpe seguro
a los enemigos, mandé al oficial que iba conmigo, que era el teniente Arana,
con el mismo mensaje que había llevado mi ordenanza, pero recuerdo que se lo
encarecí más, y le recomendé la precaución. Se adelantó Arana y yo
continué tras él mi camino; ya estábamos a la salida del bosque; ya los tiros
estaban sobre mí; ya por bajo la copa de los últimos arbolillos distinguía a
muy corta distancia los caballos, sin percibir aún los jinetes; ya, al fin, los
descubrí del todo, sin imaginar siquiera que fuesen enemigos y dirigiéndome
siempre a ellos. En este estado, vi al
teniente Arana que lo rodeaban muchos hombres, a quienes decía a voces: allí
está el general Paz, aquél es el general Paz, señalándome con la mano; lo que
robustecía la persuasión en que estaba de que aquella tropa era mía. Sin
embargo, vi en aquellos momentos una acción que me hizo sospechar lo contrario,
y fue que vi levantados, sobre la cabeza de Arana, uno o dos sables, en acto de
amenaza. Mil ideas confusas se agolparon en mi imaginación; ya se me
ocurrió que podían haber desconocido los nuestros; ya que podía ser un juego o
chanza, común entre militares; pero vinieron en fin, a dar vigor a mis primeras
sospechas, las persuasiones del paisano que me servía de guía, para que huyese,
porque creía firmemente que eran enemigos. Entretanto, ya se dirigía a mí
aquella turba, y casi me tocaba, cuando, dudoso aún, volví las riendas a mi
caballo y tomé un galope tendido. Entre multitud de voces que me gritaban
que hiciera alto, oía con la mayor distinción una que gritaba a mi inmediación:
párese mi General; no le tiren que es mi General; no duden que es mi General; y
otra vez, párese mi General. Este incidente volvió a hacer renacer en mí
la primera persuasión, de que era gente mía la que me perseguía, desconociéndome,
quizá, por la mudanza de traje. En medio de esta confusión, de conceptos
contrarios y ruborizándome de aparecer fugitivo de los míos, delante de la
columna que había quedado ocho o diez cuadras atrás, tiré las riendas a mi
caballo y, moderando en gran parte su escape, volví la cara para cerciorarme;
en tal estado fue que uno de los que me perseguían, con un acertado tiro de
bolas, dirigido de muy cerca, que inutilizó a mi caballo, me impidió continuar
la retirada. Este se puso a dar terribles corcovos, con que mal de mi
grado me hizo venir a tierra. En el mismo momento me vi rodeado por doce o
catorce hombres que me apuntaban sus carabinas, y que me intimaban que me
rindiese; y debo confesar que aun en este instante no había depuesto del todo
mis dudas sobre la clase de hombres que me atacaban, y les pregunté con
repetición quiénes eran y a qué gente pertenecían; mas duró poco el engaño, y
luego supe que eran enemigos, y que había caído del modo más inaudito en su
poder. No podía dar un paso, ninguna defensa me era posible, fuerza
alguna de la que me pertenecía se presentaba por allí; fue, pues, preciso
resignarme y someterme a mi cruel destino”.
Primero,
la felicitación del gobernador de Santa Fe, Estanislao López, quien en carta dirigida también a Rosas el mismo día que el Parte
anterior, pone que “El Soldado Francisco
Zeballos, a cuyo brazo debemos presa tan importante, remite como prueba de su
estimación, aunque no tiene el gusto de conocerlo el fiador y manea que usaba
el Protector (Paz), y las bolas con que le sujetó el caballo”. Los
objetos capturados al “manco” Paz son
ahora reliquias históricas, lo mismo las boleadoras que le han dado caza. Los Santafesinos lo trataron muy bien al General Paz y en lugar del pelotón de fusilamiento (como el mismo
Paz hacia cumplir con los prisioneros o jefes federales capturados según lo explicado por Alberto
Ezcurra medrano en las “Otras Tablas de Sangre”) lo envían detenido a
Santa Fe, convirtiéndose en el preso más ilustre. El 15 de mayo de 1831, a las
cuatro de la tarde -el Manco de Oncativo y La Tablada- ingresó a la prisión de
la Aduana. En la Aduana su habitación
era la tercera ventana del segundo piso, su vida en prisión fue relatada por el
mismo en sus Memorias Póstumas. Paz
estuvo preso en la Aduana de Santa Fe desde el 15 de mayo de 1831 hasta el 6 de
septiembre de 1835, fecha en que fue trasladado a Luján (Bs As) donde prosiguió su cautiverio. Juan Manuel de Rosas ordena a las autoridades
del Cabildo de Luján que le guarden consideración; le manda libros; le acuerda
el grado de General de la Provincia de Buenos Aires, y le paga su sueldo
íntegro, inclusive sus sueldos atrasados. Rosas,
lógicamente, ha debido fusilar a Paz, así como Lavalle fusiló a Dorrego. Es la
ley de los tiempos. Pero “el monstruo” no lo fusila y lo trata con la mayor
humanidad y hasta con excepcional consideración. En 1839 olvidando su promesa de no tomar las armas contra quien le perdona su
vida, rompe su palabra de honor y abandona la ciudad y se pone al frente del
ejército correntino, en contra de Rosas.
Zeballos fue ascendido al grado de capitán de
la Caballería del Ejército Federal Confederado, que mandaba el general
santafecino López. Como buen patriota y gaucho no dejó la lucha por los
honores, y por eso se halló dos años más tarde, el 14 de julio de 1833, en la
batalla de Piedra Blanca, provincia de Córdoba, donde cayó muerto en combate. Por
entonces en las postas y pulperías se escuchaba: Viva ese soldado Zeballos que al manco lo sujetó con un buen tiro de
bolas contra la tierra lo dio. Viva ese gaucho Zeballos que al manco aprisionó,
con un buen tiro de bolas a su caballo bolió.
Sierra Chica: Bartolomé Mitre es vencido por los Indios
Por el Prof. Jbismarck
El 30 de mayo de 1855 iniciaba el entonces coronel Bartolomé Mitre la crónica de sus reiteradas derrotas militares. En ese día, los indios ranqueles lo Cercaron en la Sierra Chica, le tomaron la mayor parte de la caballada, le mataron buen número de soldados y lo obligaron a retirarse con las monturas al hombro. Fue la derrota más grande que sufrió frente a la indiada un ejército regular cristiano en tierras argentinas.
El 30 de mayo de 1855 iniciaba el entonces coronel Bartolomé Mitre la crónica de sus reiteradas derrotas militares. En ese día, los indios ranqueles lo Cercaron en la Sierra Chica, le tomaron la mayor parte de la caballada, le mataron buen número de soldados y lo obligaron a retirarse con las monturas al hombro. Fue la derrota más grande que sufrió frente a la indiada un ejército regular cristiano en tierras argentinas.
Mitre, ministro de Guerra y Marina del Estado de Buenos Aires, debió redactar el parte de su propia derrota; hábil en los menesteres de la pluma historiográfica, disimuló en lo posible el infortunio. Es interesante leer el fragmento final de esta pieza, en la que Mitre cuenta la historia de la batalla de Sierra Chica, inauguración de sus actividades como Jefe con mando de tropa. "A LAS 8 DE LA MAÑANA estuvimos sobre las alturas que dominan los toldos, en el momento en que los indios recién alarmados por sus bomberos tocaban reunión con tres cornetas, montando rápidamente a caballo y reuniéndose en la costa del arroyo y al pie de la sierra, en número como doscientos. Antes de subir a las alturas ya indicadas habían formado tres columnas paralelas, una de infantería a lo derecha, y dos de caballería a izquierda, para desplegarlas y escalonarlas oportunamente y al pisar la cresta de una eminencia que se apoya en una sierra aislada y va a terminar perpendicularmente en la costa del arroyo, mande desplegar en el orden oblicuo ya convenido.
Los dos Escuadrones de Coraceros, desplegaron en línea para escalonarse sobre la marcha (lo que fue un error); los de milicias, que no habían tenido cuatro días de campamento, imitaron su ejemplo dejando a retaguardia a la infantería que acababa de echar pie a tierra. Viendo esto mandé tocar alto porque el terreno no prometía ya el escalonamiento hacia vanguardia, y para remediar este accidente, variando en el acto mi plan, mandé al escuadrón de indios amigos que cargasen por la costa del arroyo a la cabeza de los toldos, donde se veían reunidos como mil caballos y que la línea entera protegiese esta carga, apoyando su flanco derecho de la infantería en columna de ataque, la mayor parte de la caballada fue arrebatada espontáneamente por la confusión que reinaba en la toldería y contando con un triunfo fácil, inició sin la orden de sus jefes una carga, operando al mismo tiempo un cambio de frente avanzado de la ala derecha, maniobra que dio por resultado la desorganización de los escuadrones de milicias y de indios amigos que se hallaban a la izquierda, y de neutralizar la acción del 2do Escuadrón de Coraceros (mandaba el teniente Manuel López), sin embargo la lucha se trabó ventajosamente a la cabeza de los toldos, hasta donde penetraron dos compañías acuchillando cuanto encontraron por delante, y haciendo huir despavoridos a los indios, que abandonaron sus armas.
Fue en este momento que se arrebató la caballada de que hablé antes, y ocupándose en arriar algunos, en pelear aisladamente otros y en saquear no pocos, la línea fue rota y sesenta hombres quedaron aislados entre los toldos.
Desde este momento comenzó la reacción, los indios volvieron sobre sí y acudieron en mayor número al punto atacado, siendo preciso comprometer en una segunda carga un combate parcial para salvar el ala derecha cortada mientras yo procuraba reorganizar los Escuadrones de milicias para mantenerlos en reserva, pero este combate, a pesar de dar por resultado inmediato el salvar los sesenta hombres comprometidos, fue adverso a nuestras armas, y del entrevero que tuvo lugar resultaron varios muertos y heridos, entre ellos dos oficiales, envolviéndose la mayor parte de nuestra caballería, incluso el escuadrón de indios amigos. Entonces tuve que atender a la seguridad de nuestras caballadas, haciéndolas pasar detrás de la infantería; a este tiempo era decididamente cargada nuestra izquierda, que recibió el choque con gran valor, haciendo conmover la línea enemiga, pero cuando el triunfo parecía seguro nuestros soldados, volvieron la espalda, dejando en el campo algunos muertos y sacando algunos heridos, en cuyo movimiento retrógrado arrastraron nuevamente a todos los Escuadrones que desordenados se precipitaron a salvarse sobre la infantería que tuvieron que desorganizar ésta que había formado el Cuadro, caló la bayoneta a los fugitivos, y despejando su frente rompió un nutrido fuego graneado sobre los indios, alguno de los cuales se acercaron hasta veinte pasos del escuadrón, arrojando sobre él tiros de bolas perdidas, siendo rechazados con pérdidas de algunos muertos y muchos heridos por su parte.
El estruendo de este fuego hizo disparar la caballada que se había incorporado en la nuestra, arrastrando casi toda la de la infantería y los pocos caballos de reserva que conservábamos quedando por consecuencia casi a pie, pues es el caballo de reserva en que peleábamos habíamos hecho cuatro leguas de marcha a causa de la equivocación del baqueano, y con las diversas cargas y corridas se hallaban exaustos de fuerzas mientras que los indios se retiraban y volvían al combate cabalgando sobervios caballos de refresco. En tal estado, considerando que podía haber fallado la combinación con la división del Centro, y con una caballería que además de no ser apta para maniobrar en línea estaba desmoralizada por el contraste que había sufrido, era totalmente imposible emprender ya nada desicivo, por lo que me limité a un sistema puramente defensivo, tanto para esperar el resultado de las operaciones de la División del Centro, cuanto para salvar en todo evento las fuerzas confiadas a mi cuidado. De la masa informe que presentaba la caballería volvió a surgir el orden y pudo organizar de nuevo los Escuadrones, Haciéndoles echar pie a tierra de modo que el conjunto presentase una actitud que contuviese al enemiga; y así sucedió; para fortificar esta actitud se desalojó al enemigo con una compañía de infantería la pequeña Sierra aislada de que hice mención antes, y que era la llave del campo de batalla, la cresta de la Sierra fue coronada por la misma compañía, y con el resto de las fuerzas formé a su pie un gran cuadro, formando el Batallón el ángulo saliente de la cara más débil que era la opuesta al cerro, y en el centro coloqué las caballadas, mientras nuestros heridos eran atendidos dentro del cuadro particular de la infantería. En esta posición resolví esperar tranquilamente hasta la noche, pues en el caso en que hubiéramos intentado una retirada, a la inmediata señal de cobardía hubiera podido sernos funesta. Durante el día continuaron las escaramuzas, siendo hostigados de más cerca por algunos cristianos que viven con los indios y que estaban provistos de armas de fuego. Al ponerse el sol se oyeron algunos cañonazos lejanos del otro lado del arroyo por la parte de la Blanca Chica, lo que nos indicó en aquel punto la precensia de la 1er División del Centro sosteniendo un fuerte combate, pues los cañonazos eran repetidos; muy luego cesaron y habiendo hecho con nuestro cañón algunos disparos, estos no fueron contestados a pesar de ser el viento favorable.
El número de indios que nos circundaban, sus alaridos salvajes y su ardor redobló en aquel momento haciendo concebir la idea de un contraste. La prudencia aconsejaba la retirada pero el deber aconsejaba la permanencia en el campo y fue esta la resolución que adopté, permaneciendo en la incertidumbre y sobre las armas durante toda lo noche opaca y lluviosa en que no cesaron un solo instante los alaridos de los bárbaros que nos circundaban. Al día siguiente todo presentaba el mismo efecto; los indios permanecían en sus puestos firmes y amenazadores y más de cincuenta mil cabezas de ganado, pacían tranquilamente a sus espaldas, mientras que nosotros nos veríamos reducidos por todo alimento a la carne de yeguas sin más agua la que brotaban algunas vertientes de la Sierra pero resueltos todos a sostener el puesto hasta último trance, sin embargo de que los cristianos andaban entre los indios gritaban que a Benítez lo habían derrotado y que a la noche iban a ser pasados a cuchillo. La indiada que nos cercaba se retiró de nuestro frente y se reconcentró a la margen izquierda reuniéndose todos los ganados; sospechando que pudiese ser un ardid de guerra para burlar nuestra vigilancia, hice hacer dos disparos que no fueron contestados por la columna que teníamos a la vista por el contrario detuvo su marcha y pronto vi husmear sus fuegos, lo que me hizo persuadir fuesen los quinientos indios que debían reforzar a Catriel. Para Salir de la incertidumbre se despachó cinco bomberos más después de otros, y mientras tanto se suspendió la retirada, continuando sin embargo sus preparativos. A la siete y media de la noche volvieron dos hombres con la noticia de la columna que habíamos visto eran los indios de CalfúCurá; no había ya que trepidar, mucho desde que debíamos esperar ser asaltados en madrugada en nuestro propio campo, lo que en el tuvo lugar después según es sabido, creyendo aún permanecerían en él, lo que es debido a antes de marchar se ordenó dejar encendidos los los fogones dándoles pábilo con grasa de potro para que durasen más y dejando en pie dos tiendas de campaña, lo que unido a la mancha negra producida por los mil doscientos caballos que encerraba el cuadro formaba una ilusión completa las ocho y media estubo formado el cuadro cubriendo cada costado dos escuadrones de caballería paralelos, al frente una compañía de infantería, en el centro la artillería, los heridos y bagajes, al costado derecho las caballadas y teniendo la retirada el Batallón N 2 de línea, la compañía del Batallón primero agregada a en este orden se emprendió la retirada a las ocho y media de la noche, marchando todos a pie desde el primer Jefe hasta el último soldado, observando el mayor orden y silencio, y descendimos al llano para tomar el camino derecho del Azul, que era más corto pero más peligroso que el de la Sierra razón por la que elegí pues no debían suponer que por allí saliésemos, a lo que debe atribuirse que hayamos sido sentidos. A las tres de la mañana llegamos al arroyo de Nievas, distante cinco leguas y media; allí montamos a caballo y tomando cada uno un infante a la grupa, estuvimos en el Azul a las ocho de la mañana del día trayendo todos nuestros heridos, en cuyo momento oficié a V. dándole una noticia en globo de los sucesos ocurridos. Ahora volviendo a la División del Centro, tengo la satisfacción de adjuntar original a V. E. la comunicación del Coronel Don Laureano Díaz, por lo que se instruirá a V.E. del cúmulo de circunstancias fatales que han hecho malograr la expedición combinada, cuyos resultados hubieran sido asegurar la línea de frontera destruyendo lo vanguardia de los bárbaros del desierto, los cuales penetran por la parte de frontera cuya guardia estaba encomendada a sus chuzas. Le he ordenado al Coronel Don Laureano Díaz que se retire con la División a Santa Catalina (dos leguas del Azul arriba) donde a la fecha se encuentran, así como el Comandante Otamendi y Mayor Sanabria, lo que reunido a lo División que existe ya en ese punto y a la fuerza que traerá el General Hornos formará un pie de ejército respetable que podrá muy pronto escarmentar a los salvajes, siempre que sea provisto de caballadas buenas y numerosas, sin lo cual todas las operaciones militares se estilizarán combatiendo contra enemigos tan superior en medios de movilidad, sea para marchar, sea para batirse. Cómo acaba de verse prácticamente. Por ahora me ocupo principalmente en aglomerar caballadas en este punto, y así que llegue el General Hornos lo haré cargo de todas estas fuerzas, dándole Ias instrucciones convenientes para impulsar con éxito las operaciones que demanda urgentemente la Seguridad de la frontera, seriamente comprometida por la Confederación más vasta de tribus del desierto que haya tenido lugar desde el tiempo de la conquista, pues aunque hayan disminuido mucho en su número, hoy por la primera vez están unidas, y esto explica su audacia y es sistema que se observa en sus excursiones vandálicas."
Mitre consiguió disimular su derrota y fue recibido de vuelta en festejos y con banquete organizado por Sarmiento. Tras su desastrosa campaña Mitre pronuncio la frase "el Desierto es inconquistable".
Tras su victoria Calfucurá recibió desde entonces el mote de Napoleón del Desierto. En septiembre de ese año derrotó y mató al comandante Nicanor Otamendi junto a 125 de sus soldados en la estancia de San Antonio de Iraola y después saqueó el pueblo de Tapalqué. Mitre organizó el Ejército de Operaciones del Sur con 3.000 soldados y 12 piezas de artillería al mando del general Manuel Hornos. Calfucurá derrotó a Hornos en San Jacinto, muriendo del lado gubernamental 18 oficiales y 250 soldados.
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Combates de Venta y Media (20 de octubre de 1815) y Sipe Sipe (29 de Noviembre de 1815)
Por Vicente D. Sierra
Por oficio de 26 de setiembre el Jefe del Ejército del Norte José Rondeau informó desde Ayohuma que, a raíz de la retirada de Pezuela a Sora-Sora, había considerado conveniente dirigir sus fuerzas rumbo a chayanta, hacia donde había enviado las divisiones de Arenales y del comandante Camargo, compuestas por fuerzas de caballería, más el cuerpo de Dragones y los N° 1 y 7 de infantería, con el “objeto de apurar a los conflictos del enemigo, cuanto para descubrir el plan que se ha propuesto, obrando según lo exijan las circunstancias”. Pezuela había tenido noticias de movimientos e intenciones de los patriotas, los que le indujeron a suponer que preparaban un acordonamiento por Yocalla a Paria, por Macha y chayanta, con el objeto de privarlo de recursos, atacar a Oruro y llevar más tarde una ofensiva general.
Batalla de Viloma o Sipe-Sipe (29 de noviembre de 1815). Pezuela condujo el grueso de sus fuerzas por Sora-Sora, Sepulturas, Paria, Ventilla, Iruventilla, Japo, y el 19 de noviembre pernoctaba en la angostura de Chala; el 21 ocupó la quebrada de Tapacarí y el 24 continuó por ésta para cruzar al día siguiente las lomas del norte de la quebrada de Calliri y llegar el 26 a los altos de Charapaya, a dos leguas de Sipe-Sipe, ancha llanura bordeada de altas y escabrosas montañas, en cuyo centro se levantan algunas lomas aisladas al pie de un suave plano inclinado, que domina la planicie. Mediante una hábil maniobra Pezuela había dado alcance a Rondeau, haciéndole imposible una retirada hacia el Sur. Por su parte, Rondeau hizo alto en la llanura de Sipe-Sipe a la espera del enemigo, considerándose en una posición inexpugnable. Pezuela amagó un ataque por la quebrada, pero, encontrándola bien defendida, se corrió por su izquierda hasta coronar las altas montañas de aquella parte, que se consideraban impracticables y que se conocen con el nombre de Viloma, desde cuyas alturas pudo abarcar a todo el ejército patriota y advertir, por su colocación, que el plan de Rondeau era defender la boca de la quebrada, por donde se creía que solamente podía ser atacado. Por oficio de 22 de noviembre Rondeau explicó los motivos que le habían obligado a retirarse hacia Sipe-Sipe. Dijo en él: “Entre los motivos que me decidieron a mover el ejército a esta provincia... fue uno de ellos (y acaso el principal) la necesidad de evadir una acción general a que se empeñó a disponer el enemigo desde el momento que obtuvo la pequeña ventaja de Venta y Media, reuniendo y acercando todas sus tropas a dicho punto con el decidido objeto de marchar a Chayanta. Con el movimiento indicado creí desde luego, a más de lograr las ventajas de mejorar de posición y clima, aprovechar los recursos de esta Provincia para la subsistencia de nuestras tropas y rehacer las cabalgaduras, procurando las que se necesitan para montar los escuadrones de caballería que, por falta de ellas, han tenido que hacer sus marchas a pie. .. Mas a pesar de mis esfuerzos creo que, informado el enemigo de que se acercaban las tropas auxiliares de esa Capital, o por alguno de los prisioneros que tomaron en Venta y Media, o por los avisos que, a pesar de mi vigilancia, no dejan de comunicarle sus ocultos parciales, se ha empeñado en perseguirnos en tal manera que no puedo ni tengo ya a dónde retirarme”.
El 27 de noviembre las fuerzas de Pezuela comenzaron a descender las fragosidades de las cumbres de Viloma hacia el valle de Sipe-Sipe, bajo la protección de una batería colocada en la meseta a media cuesta. En ese ancho escalón de la montaña la tropa pasó la noche y al día siguiente continuó su descenso bajo el fuego de los batallones patriotas. hasta que consiguieron establecerse en el valle, sobre la boca interior de la quebrada, donde tendieron su línea casi paralelamente a la que ocupaba Rondeau. Este había coronado con artillería las lomas aisladas del centro de la llanura, y se había colocado al pie del suave plano inclinado que la domina, emboscado en las huertas de la hacienda del lugar y parapetado en parte por algunas tapias. A su derecha tenía el cauce seco de un río, de manera que un ataque frontal corría el riesgo de ser destruido.
En la mañana del 29, Pezuela inició un movimiento de flanqueo fuera del alcance de la artillería, corriendo en columna sucesiva por su izquierda hasta formar cuadro. Después de arengar a sus hombres, se desplegó en línea de batalla dando frente al cauce del río seco antes señalado. Este movimiento, que lo colocó sobre la derecha de Rondeau, neutralizó en parte las ventajas de la posición de los patriotas, por lo que se dispuso un cambio de frente, de manera que la loma principal quedó colocada al centro, dominando el llano del otro lado del barranco o cauce seco, el cual fue cubierto con guerrillas de infantería apoyadas por la artillería que atacaba los despliegues de las columnas de Pezuela. Cubierta por los accidentes del terreno la infantería fue puesta a retaguardia, y la caballería entre ambos flancos, en actitud de cargar en el momento oportuno. Pezuela avanzó resueltamente, y desplegado en batalla sufrió el fuego de la artillería, pero logró desalojar a las fuerzas situadas en el cauce seco, lanzándose sobre la derecha de la posición, que fue tenazmente defendida, pero debió ceder al fin; a tiempo que la derecha de Pezuela se corría en desfilada a lo largo de dicho cauce, a la vez que amagaba la izquierda patriota. Rota la derecha y en inacción la izquierda batalla estaba perdida para Rondeau bien lo estaba aun antes de darse, pues lo suyo no pasaba de ser un ejército desmoralizado, sin dirección, sin nervio, con una posición puramente defensiva en lugar estimado como inexpugnable. Atacado por donde no se lo esperaba, se vio obligado a seguir los movimientos que le impuso la inacción del adversario.
Fue un combate en el que los granaderos a caballo al mando de Lamadrid llevaron una de las cargas que honran al historial de la caballería argentina pero inútil, “pues ya el pavor se había apoderado de nuestros soldados infantes y no hacían sino huir desesperadamente”, dijo Rondeau en su parte de la batalla. La derrota de Sipe-Sipe fue el broche de una campaña mal dirigida, y el desastre más grande sufrido por las armas de la Revolución después del de Huaqui. El general español García Camba escribió “Fue tan mal organizada la marcha de Pezuela y tan desacertado su plan, que nuestra linea entro en batalla desordenadamente y haciendo fuego sin orden. Si Rondeau hubiese empleado su columna bien dirigida, es muy probable que el resultado hubiese sido distinto. Pero el General enemigo enemigo acreditó toda su insuficiencia, y la gente que mandaba, su inferioridad a la nuestra". Confirma esta opinión el general José María Paz al decir: “El ejército, [de Rondeau] estaba vencido antes antes de combatir, por la anarquía e insubordinación en que se hallaba. Reinaba tal desorden que nadie regía las marchas.”
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