Rosas

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miércoles, 30 de noviembre de 2016

LOS PARADIGMAS DE LA GENERACIÓN DEL “80” Y EL PRIMER CENTENARIO

Por José Luis Muñoz Azpiri (h) *

Contrariamente a la América morena que se extiende desde el sur del Río Bravo hasta el Cabo de Hornos, desde 1870 el predominio de la burguesía en Europa y Norteamérica era absoluto. La Gran Nación latinoamericana, que en los albores de la emancipación pretendía proyectarse como un sueño colectivo, constituía a mediados del siglo XIX una anfictionía de pequeños estados que rivalizaban entre si y que apenas superaban la categoría de feudos familiares. En Europa y los Estados Unidos, la clase social surgida de los escombros del antiguo Régimen, impondrá sus criterios en todos los aspectos de la vida por más de tres generaciones. La razón de su éxito no se apoya únicamente en la prosperidad de los negocios, sino también en la conciencia de ser una clase social benéfica, defensora de la libertad individual dentro de un orden: positivo en Europa y puritano en los Estados Unidos. Esta burguesía, que se enriquece de un modo extraordinario y defiende el capitalismo como único sistema económico que permite el progreso dentro de la libertad individual, construirá una falsa teoría antropológica para legitimar su dominación sobre el Tercer Mundo: el evolucionismo spenceriano y un edificio teórico que formule una “ciencia social” para justificar la defensa del capitalismo de libre competencia: el positivismo.
Fue precisamente en Francia, con Augusto Comte (1798-1857) donde se funda esta corriente filosófica y se da comienzo al desarrollo de la sociología, pero fundamentada como una ciencia exacta, fuertemente influenciada por el sistema de Newton, que intentaría formular las leyes tendientes a conservar el orden social, gravemente cuestionado por sucesos como la Comuna de París. El núcleo de esta filosofía lo constituye la ley de los tres estados en el desarrollo de la Humanidad: el teológico, el metafísico y el positivo. Comte procuró desarrollar un sistema de ideas generales de caracteres definitivos, que basó en esta ley de los tres estadios sucesivos, concebida a través de la experiencia histórica y de observaciones realizadas en el terreno de los procesos biológicos del hombre. Intentó asimismo sistematizar el desarrollo social con el aporte de todos los conocimientos científicos de la época, concibiendo de esta forma a la sociología como una ciencia “dura”, colocándola en el estadio supremo del saber y elaboró la doctrina del orden y el progreso. Revisionistas de Gral San Martín: REUNIÓN ANUAL DE CAMARADERIA ...  

Augusto Comte.  Alejandro Korn, positivista en sus primeros años pero más tarde crítico severo de esta corriente, fue quién mejor definió el credo que intentó convertirse en una religión laica. Consideraba que esta orientación filosófica había nacido y se había definido bajo el imperio de la situación histórica dada en Europa desde mediados del siglo XIX y que reemplazaba al clima de ideas propio del romanticismo. Constituía una teoría del saber y una doctrina de la ciencia. Esta corriente, más consagrada a los problemas científicos y sociales que a la especulación metafísica pura, nutrió a la generación que gobernó al país entre 1880 y 1900 así como también a las clases dominantes del resto del subcontinente. En el marco de la balcanización mencionada al comienzo, se modelan los Estados o mejor dicho los fallidos estados Nacionales de la década del 80: Rafael Núñez en Colombia, el general Roca en la Argentina, el coronel Latorre en el Uruguay, Porfirio Díaz en México, Santa María en Chile, Alfaro en el Ecuador, Guzmán Blanco en Venezuela y Ruy Barbosa en el Brasil instauran el reinado de la prosperidad agraria o minera y la hegemonía del positivismo.
Pero también la otra orilla del Canal de la Mancha nutrió con maestros al positivismo, tales como Herbert Spencer (1820-1903) y John Stuart Mill (1806-1873), cuya preocupación, basada en la tradición utilitarista del pensamiento británico, fue realizar la síntesis del pensamiento evolucionista. Ambos aplicaron las teorías de Carlos Darwin quién elaboró su famosa doctrina tras su conocido viaje por nuestro país y otras zonas del mundo a bordo de la fragata “Beagle”. Sería en la Argentina donde Darwin habría observado por primera vez el proceso de selección artificial de las razas ovinas – paradójicamente no lo había advertido en Inglaterra, uno de los países pioneros en el tema, ya que en esa época no estaba interesado en tales problemas. Según Sarmiento, “los inteligentes criadores de ovejas son unos darwinistas consumados y sin rivales en el arte de variar las especies. De ellos tomó Darwin sus primeras nociones, aquí mismo, en nuestros campos, nociones que perfeccionó dándose a la cría de palomas (…). (1)
Spencer se interesó particularmente por transportar a la sociología las categorías biológicas del concepto darwiniano de la evolución, tal como el de la “lucha por la supervivencia”, y no tardó en ser entusiastamente adoptado por Sarmiento. Al respecto hay que destacar que este clima de ideas favoreció la expansión imperialista europea en Asia y África y estadounidense en el Pacífico y el Caribe. En el caso de las repúblicas latinoamericanas donde los positivistas tuvieron larga influencia, sirvió asimismo para justificar el desarrollo desigual de las regiones del continente y el sistema político de gobierno no precisamente burgués, sino de castas parasitarias embebidas en veleidades aristocráticas.
El positivismo fue en la Argentina la expresión filosófica de un modelo de vida concebido para usufructo de sus sectores dirigentes, políticos e intelectuales; dado que hacia fines del siglo XIX las bases estructurales de la formación económico-social de nuestro país estaban prácticamente delineadas. Las mismas se asentaban en el atraso y la dependencia nacional que, a su vez, conformaban los fundamentos de un original “bloque histórico” comúnmente conocido como “factoría agro-exportadora”.
En lo esencial, ese modelo de nación ideado por los integrantes de la llamada “Generación del 80” sólidamente se asentaba en dos clases de pilares. Por un lado, la importación de capitales, de mano de obra barata y de productos industriales europeos mientras, por otra parte, en el plano interno se reforzaba el régimen latifundista de inspiración semi-feudal con el monopolio de grandes extensiones de tierra y de la renta agraria, por parte de una clase social hegemónica asociada estrechamente al imperialismo inglés: la oligarquía terrateniente.
Ahora bien: la conformación de una Argentina terrateniente y dependiente de las potencias imperialistas también suponía – y de manera especialmente significativa – la necesidad de proponer al conjunto de la sociedad nacional una ideología legitimizadora del “nuevo orden” impuesto. Y a tal fin, la doctrina positivista venía como anillo al dedo.   Era “la” ideología “para” el momento; que servía para justificar tanto el colonialismo interno con la llamada consolidación de las fronteras interiores, como legitimar el orden interno que comenzaba a ser cuestionado por las expresiones ideológicas que también desembarcaban de Europa, pero con los contingentes de los desahuciados del Viejo Mundo.   El positivismo, como “orden contrapuesto a la anarquía”; de aquí el lema del gobierno de Roca: “Paz y administración” y el lema de la bandera de la república del Brasil: “Orden y progreso”, y la idea de un “progreso indefinido” habían servido, no solo para liquidar las últimas resistencias populares, sino también para justificar de allí en más, el dominio oligárquico como necesario y expresivo de toda la sociedad. “En esa tarea de conformar la nación y consolidar la modernidad del Estado, la filosofía positivista resultó una poderosa herramienta ideológica. Sirvió para explicar las consecuencias del proyecto, señalar los obstáculos, delimitar el campo de lo moderno y disciplinar a los sectores renuentes – por atrasados o contestatarios – a incorporarse al proceso. Acorde con el espíritu positivista, a la ciencia se le acometió un contenido central…” (2).

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Dentro de ese contexto ideológico, el “europeísmo” y el “racismo” fueron elementos permanentes del pensamiento “oficial” y los instrumentos más adecuados para justificar la dominación imperialista como forma de integración de la Argentina al “progreso” (ahora, en estos tiempos globalizados cambiamos el término “progreso” por “mundo”, es decir, un nuevo artilugio semántico con que disimular el sometimiento) y a la “prosperidad capitalista”, a través de su integración al mercado mundial. La ideología cientificista y la utopía del progreso indefinido estaban presentes en el conjunto de la vida intelectual y política argentina; en los cuadros intelectuales del régimen conservador y en los profesionales que integraban los equipos con que los gobiernos finiseculares buscaban modernizar la acción del estado en la sociedad civil. También en las vanguardias obreras (socialismo, anarquismo) influenciadas por las tendencias racionalistas de la izquierda europea y que comulgaban con un cierto cientificismo crítico en su lectura de la realidad, pero con un criterio transformador: “La izquierda en la Argentina –escribió David Viñas – aparece como resultado mediato del impacto inmigratorio: con la entrada masiva de obreros europeos, y el proceso correlativo de concentración urbana, se darán las condiciones para la formación de partidos que a través de sus voceros formulen la necesidad de modificar la estructura social en su totalidad”.(3) Tanto más cuanto que a esta semejanza infraestructural se une el que los inmigrantes traían ya las ideas proletarias de Europa, siendo no pocas veces ellos líderes obreros voluntaria o forzosamente exiliados.
Concretamente, existe una relación ineludible entre la dominación cultural y el racismo, siempre – claro está – en perjuicio de los sojuzgados. Así, enmascaradas por el prestigio de las ciencias naturales; que a partir de las grandes clasificaciones y del reordenamiento del saber efectuado en el siglo XVIII habían perfeccionado sus métodos hasta alcanzar resultados notables, las potencias imperiales construyen el sofisma de “la pesada carga del hombre blanco” quién asume voluntariamente la “sagrada misión” de elevar a los pueblos colonizados de la “infancia de la humanidad a la cima del progreso social y tecnológico”. Cuando, en realidad, este falso “progreso” se reproduce gracias a la super explotación de las masas oprimidas y al irracional saqueo de los recursos naturales, que son las materias primas indispensables para asegurar la continuidad de la expansión imperialista.
A partir del siglo XIX y de la mano con la generalización del colonialismo europeo en todo el mundo, la cultura occidental desarrolló una ideología abiertamente racista y ampliamente aceptada, a la que Ernst Nolte llegó a definir como una «rama del pensamiento europeo», y George Mosse como “el lado oscuro de la Ilustración“. A mediados del siglo XX, L’Encyclopedia Universalis incluyó un artículo denominado “Razas”, escrito por De Coppet que finaliza con la siguiente conclusión:
“A fines del siglo XIX, la Europa ilustrada es consciente que el género humano se divide en razas superiores e inferiores.”
El racismo europeo recurrió a la ciencia y en especial a la biología para jusificar la superioridad de los propios europeos, o de algunas de sus etnias, germanos, anglosajones, celtas, etc. sobre el resto de los seres humanos, así como la necesidad de que éstos fueran gobernados por aquellos. Este modelo de racismo seudocientífico fue luego repetido también en algunos países extraeuropeos como Estados Unidos para imponer el dominio anglosajón, Japón para colonizar Corea, China y otros pueblos del sudeste asiático, Australia para impedir la inmigración asiática, y en América Latina con las políticas implementadas para “reducir el factor negro“, a través del mestizaje y otros mecanismos de “limpieza” étnica…
Más clara aún es la adopción del racismo como defensa de su clase por la oligarquía más tradicional de la Argentina, es decir, la terrateniente y dentro de ella a la que menos mano de obra necesitaba, la ganadera. La inmigración, en afecto, servia para fortalecer a sus competidores de clase y amenazaba con crear una nuava clase proletaria que la derrocara.
Contra esta inmigración se adujeron, pues, múltiples argumentos y se estrellaron las protestas de los grupos más tradicionalistas que denunciaban “las hordas apátridas” o las “masas iletradas” que “ya no saben servir”. Ya antes, incluso, los conservadores se replegaron en clanes, ofreciendo un sistema endogámico rígido como defensa de sus intereses económicos. Nadie lo dijo más claro que Cané: “Nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, cómodo y peligroso…. Salvemos nuestro predominio legítimo, no solo desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuando es posible, sino colocando a nuestras mujeres a una altura a que no lleguen las bajas aspiraciones de la turba”. Santiago Calzadilla recuerda nostálgico “aquellos lindos cuerpos de mujeres… productos de la raza española sin mezcla de gringo, o gringa. Eran criollas pur sang, como se dice hoy” y Julián Martel, indignado y decepcionado, anota: “da pena ver la facilidad con que estos aventureros encuentran aceptación entre las muchachas porteñas… Ellas posponen a cualquier hijo del país cuando se les presenta uno de esos caballeros de la industria que al venir a nuestra tierra se creen con los mismos derechos que los españoles de tiempos de la conquista”. (4)
Para intentar clarificar este panorama, Oscar Bosetti, en un artículo publicado en los albores del período democrático iniciado en 1983, remarca que este “corpus” de ideas y conceptos que él denomina “el concreto de pensamiento” se dio, efectivamente, en el plano de la realidad objetiva (el concreto real): la oligarquía terrateniente y sus más ilustres “intelectuales orgánicos” (abogados, dirigentes políticos de la partidocracia demo-liberal, escritores y, en fin, el grueso de los cuadros superiores de las Fuerzas Armadas) se sintieron social y culturalmente identificados con las élites metropolitanas y transfirieron, por ejemplo, el “racismo” de éstas a las poblaciones indígenas, mestizas y criollas del Interior y, más tarde, a los españoles, italianos y centroeuropeos que conformaban la mayor parte de la ola inmigratoria producida entre 1870 y 1890. (5) 
Y esto se inserta en uno de los puntos difíciles del nacimiento de la Antropología Argentina, con hombres preocupados por la cultura material de los pueblos originarios pero no tan preocupados por el aniquilamiento de los portadores de esa cultura. Así, algunos epígonos del “progreso” saludaron al alcoholismo y las enfermedades, como una forma “incruenta” de despejar los territorios que serían ocupados por los brazos laboriosos de una inmigración que, suponían, estaría compuesta por los arquetipos idealizados del conde de Gobineau. Al respecto, de una verdad insoslayable nos parecen las palabras de Miguel Cané, pronunciadas el 29 de agosto de 1899 en ocasión de debatirse la concesión fiscal a los salesianos de aquella misión, expresando: “Yo no tengo, señor Presidente, gran confianza en el porvenir de la raza fueguina. Creo que la dura ley que condena los organismos inferiores ha de cumplirse allí, como se cumple y se está cumpliendo en toda la superficie del globo…”
Aunque hay que reconocer que este período también produjo voces disidentes, aunque no lo suficientemente reconocidas. Tal, la de un gran argentino, un olvidado, Adán Quiroga (1863-1904) quién, desde una actitud apegada a lo telúrico y empeñada en la revalorización de las razas que poblaban nuestro territorio en el momento de la conquista, advertía sobre los peligros de un exagerado cosmopolitismo. Dice Quiroga en su obra “Calchaquí”: “los acontecimientos históricos han de hacer resaltar la virilidad de la nación calchaquí y la importancia del suelo catamarcano (sic) por sus recuerdos clásicos en la lucha de las dos civilizaciones y de las dos madres razas” Y agrega: “Apartar al indio de nuestra historia es desdeñar nuestra tradición, renegar de nuestro nombre de americanos.”
Hay que recordar que en ese momento histórico el pensamiento positivo había alcanzado una validez universal y sus concepciones abarcaban todas las disciplinas. A partir de 1860 las ciencias biológicas ganaron terreno sobre los estudios físicos y matemáticos: parecía que, de algún modo, los biólogos estaban en posesión de las leyes que rigen la vida, así como los sociólogos aparentaban señorear el desarrollo del cuerpo social. Así lo creyeron, al menos, hombres como Sarmiento quién, a lo largo de su obra plantea el modelo biocultural spenceriano de la irredimibilidad de las razas criollas hispanoamericanas para alcanzar el progreso, tal como está de manifiesto en el contexto de la teoría del hombre blanco, o en los textos de Carlos Octavio Bunge y José María Ramos Mejía.
Para la “oligarquía paternalista”, expresión que pertenece a Pérez Amuchástegui, son tiempos de optimismo, de fe profunda en el progreso indefinido. Y a medida que la naturaleza va dejándose arrancar sus secretos y la clave de su evolución, va creciendo en forma paralela el intento fáustico de llegar al estadio positivo de Comte, donde el poder espiritual pasa a manos de los sabios y el poder temporal a manos de los industriales. De ahí el afán fundacional de Museos, que oficiarían como “catedrales profanas” del saber y el científico ejercería la función de sumo sacerdote.
En la Argentina había honrosos antecedentes en este campo. En 1872 se constituyó la Sociedad Científica Argentina en el Departamento de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, por inspiración del entonces estudiante Estanislao S. Zeballos. Zeballos había expuesto la necesidad de “fundar una sociedad que sirviera de centro de unión y de trabajo para las personas que desearan servir al desarrollo de las ciencias y sus aplicaciones. Fue, como lo recuerda el matemático e historiador de la ciencia José Babini, la única tribuna científica argentina y el único centro de consultas sobre cuestiones de este tipo para los gobiernos de la Nación y de la provincia de Buenos Aires. La Sociedad Científica creó un Museo, organizó cursos y conferencias, promovió expediciones y viajes a territorios a un no sometidos al Estado nacional – Como los de Francisco P. Moreno y Ramón Lista a la Patagonia – y desde 1876 publicó sus Anales, que continúan apareciendo en la actualidad.
Pero, ya que de paradigmas hablamos, estos estudios se realizaron en el marco de un acentuado etnocentrismo, anterior aún al desembarco del positivismo en nuestras playas. Las terribles palabras de Alberdi son la prueba elocuente: “El salvaje del Chaco, apoyado en el arco de su flecha, contemplará con tristeza el curso de la formidable máquina que le intima el abandono de aquellas márgenes. Resto infeliz de la criatura primitiva: decid adiós al dominio de vuestros antepasados. La razón despliega hoy sus banderas sagradas en el país que no protegerá ya con asilo inmerecido la bestialidad de las razas” (6) Este párrafo, escrito en los años 50 se arraigará con fuera en el escenario político argentino de treinta años después. Ante la imagen didáctica de un indígena que observa pasar un ferrocarril, Alberdi desarrolla magistralmente toda la teoría cientificista desarrollada en 1880, cuyos máximos exponente fueron los intelectuales positivistas ya nombrados y en el campo de la literatura los representantes de otro paradigma de la época: el naturalismo.
Este género literario, cuyas fórmulas lograron la mayor precisión en las novelas y los ensayos teóricos de Emilio Zola, se introdujo en la Argentina en los mismos ambientes en que pudo prosperar el liberalismo librepensador, anti-clerical y cientificista, que alcanzaba en esos años una difusión considerable en las grandes ciudades. Más que una corriente política clásica el librepensamiento criollo fue un movimiento intelectual y cultural. Una verdadera subcultura que abarcó a gran cantidad de hombres y mujeres en la Argentina cosmopolita y devota del progreso de la transición entre dos siglos. En esta subcultura convivían distintos grupos con una identidad doctrinaria propia (masones, espiritistas, positivistas comtianos, teósofos, etc.) pero que encontraban un punto de convergencia alrededor de algunas ideas eje: laicismo anticlerical, la aplicación de criterios científicos para la solución de todos los problemas de la sociedad y una ingenua fe en una reforma racionalista de la conducta humana. (7). No por casualidad Antonio Argerich (1862-1924) fue quién llevó más lejos los supuestos del naturalismo zoliano al convertir a su novela “¿Inocentes o culpables?” (1881) en una verdadera novela de tesis, con la exposición de un diagnóstico y la elaborada descripción de pretendidos morbos sociales. Médico como el naturalista Holmberg y Ramos Mejía, Argerich acepta algunos conceptos polémicos de la ciencia de su tiempo, sobre la presunta superioridad o inferioridad de las diversas razas, y pasa a demostrar en su novela que la inmigración de procedencia europea, que por entonces empieza a romper el equilibrio demográfico del país, será desastrosa para la sociedad argentina.
Prevenciones similares encontramos, tras la crisis del 90, en el llamado “Ciclo de la Bolsa” y su incipiente antisemitismo en el libro de Julián Miró. Eugenio Cambaceres, Segundo Villafañe y Carlos María Ocantos son los otros exponentes de este período literario. En realidad, la obra de estos autores reflejaba la desilusión del ideario forjado por Sarmiento, Julio A. Roca o José Ingenieros dado el escaso aporte cultural y científico de los obreros, artesanos y campesinos inmigrantes que no se compadecía con los técnicos e ingenieros que no llegaron a estos puertos, o que vinieron solo como gerentes o especialistas de las empresas europeas y, ciertamente, poco contribuyeron para la imperiosa transformación social y cultural del pueblo.
De ahí que la glorificación liberal del extranjero manifestada por Alberdi, que la burguesía asumía contra el conservatismo xenófobo, se pase después, cuando la burguesía esté en el gobierno, a un antiliberalismo contra la inmigración y los movimientos contestatarios ligados a ella. El tránsito de Leopoldo Lugones del mayor radicalismo a la extrema derecha no es sino otra manifestación de esta evolución de la élite burguesa; y lo mismo, en sentido parcialmente contrario, la de Ingenieros.
Dado que la población exigía cada vez más su participación en el manejo de los asuntos de gobierno y no quería ya una democracia cosmética sino real, la burguesía renegó – como la francesa de principios del XIX – de tan peligrosa doctrina y se fue entregando a las dictaduras militares, en un ejército ya blanco, como diría orgulloso Ingenieros, que la libre de la “chusma” que rodeaba a Yrigoyen. Cuando a partir de 1916, los sectores dominantes advirtieron el fracaso del liberalismo y se asustaron ante la corporización de la participación popular, volvieron a equivocar el camino, “en lugar de replegarse hacia la tierra y reivindicar la nacionalidad junto al pueblo, buscó la adopción de modelos europeos: renegaron de Rousseau y admiraron a Maurras, denostaron el plebeyismo de Yrigoyen y se embelesaron ante la rusticidad de Mussolini, denigraron a Marx y aceptaron a Goebbels”. (8)
Coherentemente, el esquema liberal positivista adoptado por la oligarquía terrateniente nativa es la base misma de la elaboración histórico-cultural argentina, que afirma el principio de dependencia como ineludible camino para “transitar el desarrollo hacia el progreso” y, en ese intrincado recorrido, ayer la industria inglesa y la cultura francesa y en nuestros días el poderío y la “modernización” de las transnacionales de la globalización; aparecen, según algunas corporaciones, como las metas a alcanzar mientras se mantengan abiertas las puertas del país a las corrientes económicas, políticas y culturales provenientes de estos nuevos “centros de civilización”.
No obstante, en el 80 se concreta para la Nación un proyecto que a muchos puede no gustarle, aunque en su momento pudo ser aceptable. Un proyecto cuyos representantes no fueron un grupo homogéneo sino un conjunto que el historiador Jorge E, Sulé definió como “Los heterodoxos del 80” caracterizado por sus contradicciones y, a la vez, por la riqueza de sus expresiones. Si bien se definió por su tendencia europeizante, albergó al mismo tiempo un entrañable amor por el terruño (Lucio V. Mansilla). Existió, como dijimos, adhesión al naturalismo de Zola, pero sus expresiones en el Plata (Cambaceres, Martel, Sicardi) no fueron dóciles remedos de postulados científicos ni de la ley de la herencia. Cierto es que muchos fueron injustos con el gauchismo y con su desdén al Martín Fierro, pero otros como el nombrado Quiroga, también censuraron la inmigración masiva que menoscababa las esencias nacionales. Se habla de un descreimiento religioso, por haberse entonces sancionado la educación laica y el registro y matrimonio civil. Pero existía en muchos un deísmo, quizá no ajustado a dogmas, pero sincero y vivencial. En Wilde y Cané se advierte cierta nostalgia de Dios, así como en Estrada y Goyena hay fervorosa adhesión a la libertad de la mente.
La Argentina que nace en el 80, se proyecta en el siglo XX y XXI, se renueva en 1916, entra en crisis en el 30, estalla en la década del 40 (tiene una fecha liminar en el 17 de octubre de 1945), se empantana en el 55, sufre su hecatombe en el 76 y eclosiona en el 2001. En suma, hemos recorrido un tortuoso camino para llegar al Bicentenario, pero los acontecimientos que se avecinan auguran ser venturosos, con una Argentina tajantemente insertada en Hispanoindoamérica, que rompa definitivamente con la colonización cultural y la dependencia económica. Solidaria con el dolor y la esperanza de todas las naciones de la América morena “que aún reza a Jesucristo y aún habla el español.”
Notas:
(1) Orione, Julio y Rocchi, Fernando A. “El Darwinismo en la Argentina”. En: “Todo es Historia” N° 228. Bs. As. 1986
(2) Pérez Gollán, José A. “Mr. Ward en Buenos Aires”. En: “Ciencia Hoy” V. 5 N° 28 Bs. As. 1995
(3) Viñas, David “Literatura argentina y realidad política” Jorge Álvarez. Bs. As. 1964
(4) Onega, Gladys “La inmigración en la literatura argentina: 1880-1890” Ed. Galerna Bs. As. 1969.
(5) Bosetti, Oscar “Las variables del pensamiento dependiente”. En “Crear en la Cultura Nacional” Nº 15 Bs. As. 1983
(6) Alberdi, J.B. “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina” En: Alberdi, J.B. “Organización política y económica de la Confederación Argentina”. Bezanzon, 1856, p.54
(7) De Lucía, Daniel Omar “Buenos Aires 1900. Imaginario cientificista y utopía de progreso”. En: “Desmemoria” Año 7 Nº26 Bs. As. 2.000
(8) D´Atri, Norberto “Del 80 al 90 en la Argentina”. A. Peña Lillo Editor. Bs. As. 1973.
(*) Prosecretario y Académico de Número del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”
(**) Comunicación para el Segundo Encuentro de Historia Revisionista “José
Gervasio de Artigas” realizado en la Universidad Nacional de Lanús el 12 de noviembre de 2011.

martes, 29 de noviembre de 2016

Arturo Frondizi: "De Petróleo y Política" a "Laica o Libre"


Por el Prof. Jbismarck 
Arturo Frondizi nació en Paso de los Libres, Corrientes, el 28 de octubre de 1908.  Era el decimotercer hijo de Julio Frondizi, constructor de caminos y puentes, y de Isabel Ercoli; ambos habían llegado al país a comienzos de la década de 1890 provenientes de la región de Umbría, Italia.    Resultado de imagen para frondizi frases
En 1927 ingresó a la Facultad de Derecho. Tras una brillante carrera se graduó en 1930 con diploma de honor, que se negó a recibir porque le sería entregado por el dictador general José Félix Uriburu.  Frondizi tomó contacto en la clandestinidad con jóvenes radicales y en marzo de 1931 fue detenido por miembros de la temida sección Orden Social de la Policía Federal, a cargo del comisario Leopoldo Lugones hijoPasó veinte días en la cárcel de Villa Devoto. A poco de salir de prisión se afilió formalmente a la UCR.  El 5 de enero de 1933 se casó con Elena Faggionato, hija también de inmigrantes italianos de Umbría. Seis meses después, el 6 de julio, moría Hipólito Yrigoyen.   “El día del sepelio, todavía enfermo, fui junto con mi mujer a formar parte como un joven anónimo, de la gran columna popular. Desde la esquina de Tucumán y Callao vi pasar a miles de argentinos que acompañaban al gran caudillo. El espectáculo era imponente no solo por la multitud sino por su composición humana. Me emocionó profundamente ver a la gente humilde sollozante, y una nota totalmente inesperada para mí, la presencia de una multitud de negros…El caudillo era ya un mito de la Patria.     En diciembre del 33, Frondizi hizo su debut como abogado penalista defendiendo a los 300 detenidos por la fallida revolución radical originada en su pueblo natal, Paso de los Libres, aquella sublevación narrada magistralmente por don Arturo Jauretche en su libro que lleva el prólogo de Jorge Luis Borges.  Tras el golpe del 4 de junio de 1943 que puso fin a la «década infame», el radicalismo intentó una reorganización. Los sectores más progresistas del partido propusieron un replanteo programático que se expresó en la «Declaración de Avellaneda» de abril de 1945, redactada por Moisés Lebensohn y Arturo Frondizi.   En ella planteaban la «organización de una democracia económica […] al servicio del pueblo y no de minorías» la «nacionalización de los servicios públicos —energía, transportes, combustibles— y de los monopolios»   En las elecciones de febrero de 1946 que le dieron el triunfo a Perón, Frondizi fue electo diputado nacional. La derrota de la Unión Democrática produjo un profundo debate en el radicalismo y la renuncia de toda su conducción. En agosto del año siguiente, nuevamente en Avellaneda, se reunió el primer Congreso de la corriente interna radical Movimiento de Intransigencia y Renovación (MIR). Frondizi y Crisólogo Larralde redactaron las conclusiones, en las que reaparecen principios básicos del yrigoyenismo, como sus conceptos antiimperialistas.   Es evidente la necesidad de industrializar al país. Debemos industrializarnos para elevar técnica y culturalmente al hombre que vive al amparo del país. Solo pueden oponerse a la industrialización de nuestro país los sectores terratenientes regresivos interesados exclusivamente en vender al exterior sus productos agropecuarios. Resuelto el problema de la necesidad de la industrialización, se plantea un segundo interrogante que se refiere al alcance de esa industrialización.   A comienzos de 1948 fue reelecto diputado y el MIR se impuso en los comicios internos de la capital. Fue el vicepresidente del célebre bloque de los 44 diputados radicales desde donde desarrolló una intensa tarea legislativa. En ella se destacan los proyectos de Plan Siderúrgico, la construcción de la represa de Salto Grande, la nacionalización de la Unión Telefónica y muy particularmente el proyecto de monopolio estatal de la industria del petróleo.   En 1951 fue elegido por la Convención Nacional del radicalismo para acompañar a Ricardo Balbín en la fórmula presidencial en los comicios de ese año. A partir de entonces, la relación con Balbín y los sectores más recalcitrantemente antiperonistas se fue enfriando.  En enero de 1954 Frondizi fue elegido presidente del Comité Nacional de la UCR y escribió su famoso libro Petróleo y política, en el que se adelantaba al fuerte debate de ese año en torno a los contratos petroleros con la Standard Oil de California propuestos por Perón.  En su libro, Frondizi pone al petróleo en el centro de la dependencia imperialista de la Argentina, tema planteado en la introducción bajo el título «La lucha antiimperialista. Etapa fundamental del proceso democrático en América Latina». Ubicaba a la Argentina como un país dependiente que debía transformar la estructura agraria tradicional a través de la industrialización, en la que el Estado tendría un rol fundamental junto con factores de poder que se distinguían de los clásicos y que centraba en un partido nacional y popular, el movimiento obrero y las Fuerzas Armadas.  Gracias a los votos peronistas, Frondizi asumió la presidencia el 1ro de mayo de 1958, con 49 años de edad y 38 grados de fiebre, rodeado de una enorme expectativa popular y la sospecha de los factores de poder y de buena parte de las Fuerzas Armadas.   Entre los invitados especiales se destacaban el vicepresidente de los Estados Unidos, Richard Nixon (futuro presidente de su país y genocida del pueblo vietnamita); el presidente del Perú, Manuel Prado, y el de Uruguay, Carlos Fischer.    En el clave y flamante Ministerio de Defensa fue designado Gabriel Del Mazo, uno de los líderes de la Reforma Universitaria de 1918.    En el Ministerio de Hacienda, que en junio pasó a llamarse de Economía, fue designado el radical Emilio Donato del Carril. Para su principal socio político, Rogelio Frigerio, Frondizi creó el cargo de secretario de Relaciones Socio-Económicas en la Casa Rosada, algo así como un superministerio.  Durante la campaña electoral, Frondizi había dicho que «para corregir el estado actual de la educación y la cultura» era «necesario reconocer a los distintos sectores nacionales el derecho de enseñar y aprender». Y para ello tendría «que modificarse la estructura universitaria para ponerla al servicio del país».     La comisión de «notables» para analizar la cuestión, creada por Frondizi antes de asumir, apuntaba en el mismo sentido: estaba integrada por Aristóbulo Aráoz de la Madrid, de la UCRI, el peronista cercano a la Iglesia Raúl Matera y el rector del Instituto Superior de Filosofía del Salvador, padre Ismael Quiles. El triunvirato se expidió el 11 de junio de 1958 favorablemente al impulso de la actividad privada.   El Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires, cuyo rector era Risieri Frondizi, hermano menor del presidente, emitió un comunicado señalando que las universidades públicas eran la mejor garantía para la enseñanza «libre» y oponiéndose al otorgamiento de títulos habilitantes por las que calificaba acertadamente como «empresas privadas».

 Muy pronto, lo que parecía una simple medida de carácter educativo se convirtió en motivo de debate nacional. La sociedad argentina se dividió entre los defensores de la «laica» educación estatal y los de la llamada «enseñanza libre», partidarios del funcionamiento de establecimientos privados con facultad de otorgar títulos habilitantes. Y no faltaron quienes consideraban que la reglamentación del decreto era una cortina de humo lanzada por Frondizi para distraer a los sectores medios mientras se firmaban sin el debido control parlamentario los contratos petroleros.   La protesta no se limitó a emitir comunicados. Hubo multitudinarias marchas y ocupaciones de facultades, como las de Medicina y Ciencias Económicas, y colegios como el Nacional Buenos Aires, el Carlos Pellegrini, el Mariano Moreno y el Manuel Belgrano. En todos los casos la policía actuó con total brutalidad usando palos y gases lacrimógenos para desalojar a los estudiantes.  Mientras el proyecto de ley pasaba de una Cámara a otra, crecía la movilización de los partidarios de una y otra postura. La Iglesia movilizó a todos los estudiantes de sus colegios, a los que se les computaba doble falta si no concurrían a la «espontánea» demostración, y a los feligreses de sus parroquias, traídos en micros y trenes fletados por el gobierno nacional. Tras los discursos, los defensores de la universidad privada marcharon a la Plaza de Mayo en apoyo de Frondizi al grito de «Laika perra rusa» y «U U U / Risieri a Moscú». El presidente salió gentilmente a saludar a sus ocasionales simpatizantes. Parecía el mundo del revés.     Los partidarios de la enseñanza laica concretaron su mayor movilización marchando masivamente al Congreso. Iban encabezados por el rector de la Universidad de Buenos Aires y por el vicerrector, el reconocido pediatra y escritor Florencio Escardó. A pesar de todos los esfuerzos, la ley fue aprobada y la iniciativa privada pudo de ahí en más crear universidades con la oferta de otorgar títulos académicos. La habilitación profesional se obtendría a través de un examen en organismos estatales y se establecía que estos establecimientos no podrían recibir subsidios del Estado.     Al romper el histórico monopolio estatal en la enseñanza superior, Frondizi obtuvo un relativo respaldo de la Iglesia Católica pero perdió la simpatía de los sectores medios de tradición liberal y anticlerical y de la mayoría del movimiento estudiantil. Su hermano Risieri lo acusó de haber abandonado «el programa democrático, progresista y popular”    Las «62 Organizaciones» tienen la obligación de pronunciarse en favor de la enseñanza Estatal de acuerdo a los postulados de la Doctrina Peronista y convalidando los pronunciamientos ya realizados por la CGT de Córdoba, de La Plata, por el Movimiento Universitario Peronista de Santa Fe y por la Junta Coordinadora Provisoria Nacional de la Juventud Peronista. Deben también hacerlo porque vastos sectores estudiantiles, actualmente dirigidos por liberales y comunistas, esperan la solidaridad de los trabajadores en la lucha que están librando. Los trabajadores Peronistas no pueden dejarlos abandonados a merced de los comunistas. Debemos ganarlos para la causa de la Revolución Nacional demostrándoles que solo el Peronismo es capaz de luchar hasta el fin en defensa de una enseñanza Nacional abierta al Pueblo.  La realidad demostraría que las universidades privadas, en su mayoría propiedad de la Iglesia, no estaban a la altura de las circunstancias. Contrariamente a lo que pensaba Frondizi, no se dedicarán a producir los técnicos que el país necesitaba, que seguirán proviniendo de la universidad pública, sino a carreras humanísticas o empresariales.  Desgraciadamente las universidades privadas proliferaron como hongos tras la lluvia y todos pretendieron la propia. La situación hizo crisis durante el gobierno de Onganía por la falta de fondos disponibles y el consiguiente descenso de la calidad de enseñanza y de investigación, favoreciéndose la creación de carreras humanísticas —sin futuro real en el país— en desmedro de los cursos de alta tecnología de demanda efectiva y urgente. Arturo Frondizi falleció el 18 de abril de 1995 a los 86 años en el Hospital Italiano de la ciudad de Buenos Aires por causas desconocidas. Su muerte pasó tan desapercibida, que hasta hoy en día es muy difícil averiguar la causa exacta de ello. Sus restos fueron inhumados en el cementerio de Olivos . 

«Creo que Frondizi fue uno de los últimos grandes presidentes que tuvo la Argentina... Cuando algunos retrógrados querían volver al modelo económico agroexportador, Frondizi impulsó la integración productiva entre los distintos sectores y potenció la siderurgia, la industria pesada y la petroquímica dando protagonismo a las inversiones de capital y las tecnologías intensivas». 
Roberto Lavagna