Rosas

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sábado, 29 de junio de 2019

La Revolución de Mayo y el Pueblo....

Por Hugo Wast
La Revolución de Mayo fue una revolución militar y católica, sin ninguna intervención popular.  Saavedra fue el jefe militar de la revolución al tiempo que Moreno es una construcción historiográfica liberal;   5 verdades que todavía parecen blasfemias:
I. La Revolución de Mayo fue exclusivamente militar y realizada por señores.
IL Nada tiene que ver con la Revolución Francesa.
III. El populacho no intervino en sus preparativos, ni comprendió que se trataba de la independencia.
IV. Mariano Moreno tampoco intervino en ellos y después su actuación fué insignificante cuando no funesta.
V. Su principal actor fue el jefe de los militares don Cornelio Saavedra.
Para comenzar digamos algo que probablemente nunca se ha dicho: los patriotas del año X no entendían la palabra 'pueblo' como quieren entenderla cienos admiradores de la revolución francesa, falsificadores de la nuestra ahora.
Los demagogos mutilan el sentido de esa palabra. Para ellos solamente es 'pueblo' la masa plebeya, informe y enorme, caprichosa, infalible, sacrosanta, poseedora de todos los derechos y no atada por ninguna obligación. Es decir, la parte primitiva de la sociedad, más fácil de ser manipuleada, engatusada con discursos y ganada con donativos.
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Para los patriotas de! año X 'pueblo' no era solamente la plebe, sino el conjunto de los habitantes del país, ignorantes e instruidos, ricos y pobres, capaces e incapaces de pensar por su cuenta, sacerdotes, militares, hacendados, abogados, comerciantes, artesanos, menestrales, pulperos, sirvientes, esclavos... iguales todos en sus derechos específicos, a los ojos de Dios, que los había creado y redimido con la Sangre de Jesucristo, pero desiguales en sus aptitudes y en sus derechos sociales, conforme a las circunstancias en que vivían.
Los hombres de Mayo, que sabían su catecismo y por ello conocían esa igualdad esencial y esa desigualdad accidental, cuando mataban de resolver problemas de gobierno, que en aquellos tiempos se resolvían a menudo en asambleas del pueblo o cabildos abiertos, jamás convocaban a la plebe, a los esclavos, los sirvientes, los menestrales, casi siempre analfabetos y a quienes tampoco les atraía meterse en tales honduras.
Convocaban a los que las solemnísimas actas de dichas asambleas llaman 'vecinos de calidad', o Vecinos de distinción', o como reza la más solemne de todas, la del 25 de Mayo de 1810, 'la parte sana y principal del vecindario', que representaba por derecho natural, no por elección de nadie, a la totalidad del pueblo. (...)
Los patriotas del año X, cuyo espíritu buscan afanosamente ciertos historiadores, deseándolo hallar distinto de cómo fue, no creían que las discusiones y resoluciones de aquellas asambleas de vecinos de distinción, pequeña minoría en comparación de los vecinos que no habían sido convocados, habrían de mejorar por que interviniera en ellas la parte menos principal del vecindario, es decir la turbamulta, que es la inmensa mayoría.
Esa inmensa mayoría sentíase perfectamente representada por aquella minoría selecta, que conocía sus problemas y sabía defender sus intereses.Se ve, pues, que los hombres de Mayo, aunque tenían un concepto del 'pueblo' más amplio y generoso que el que tienen los demagogos actuales, no eran partidarios del sufragio universal sino del voto calificado.
Es que la Revolución de Mayo no la hizo el pueblo, la hicieron los Comandantes de los cuerpos militares, con un grupo de eclesiásticos y de civiles, que venían conspirando secretamente.
El pueblo —lo que ahora llamamos pueblo—, no tuvo intervención en ello: ni conocía el complot, ni convenía que lo conociera. El pueblo nunca es motor, sino movido y siempre marcha disgregado, buscando instintivamente la gran personalidad que lo guíe. Cuando halla un jefe se convierte en una fuerza orgánica.
Es verdad que ese jefe que lo subyuga y lo fanatiza, a cada paso lo invoca como si su poder le viniera del pueblo. Es que con esto legaliza su situación y mantiene su prestigio, haciendo creer que no trabaja en provecho propio, sino por el bien común; pero sabe que el amo es el mismo, porque es la idea y la voluntad.
Si alguna vez un pueblo se ha manifestado apático para un gran movimiento ha sido el pueblo de Buenos Aires en los días de Mayo.
No importa que pintores complacientes nos muestren una muchedumbre frenética, agolpada bajo la lluvia ante el Cabildo y armada no con fusiles, sino con paraguas.
Mentira histórica. Nuestro pueblo de antaño nunca se defendió de la lluvia con otra cosa que con el poncho criollo. Le repugnaba el paraguas como un adminículo afeminado, especie de bastón con polleras.

viernes, 28 de junio de 2019

La Representación de los Hacendados de Mariano Moreno y su ninguna influencia en la Revolución de Mayo

 Por Diego Luis Molinari
Consecuencias de las disposiciones de 1778 que liberan, en parte, el comercio; auge de la burguesía y emergencia de la dase media.  No fueron las que se traducían por un mayor ó menor número de bajeles, que entraban ó salían, ni en el saldo favorable no de las importaciones y exportaciones, sino, en la influencia que todos estos fenómenos tenían, en la organización social de la época.
El comercio experimentó un vuelco completo en sus. antiguos métodos. Los capitales se distribuyeron en proporción diversa. La clase burguesa fue consolidándose y se convirtió en una verdadera fuerza dentro de la organización social. La generación que surgía aprovechaba los resultados benéficos que resultaron de aquella medida, sea en favor del mayor adelantamiento material, sea en favor del mayor progreso en la cultura. Los individuos de mayo de 1810 eran los. que se habían educado en el ambiente fomentado por este decreto.  Belgrano era hijo de un comerciante que se había enriquecido bajo el amparo de las disposiciones de 1778; Moreno había podido desenvolverse en la situación económica creada por el mismo.  
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Las fuerzas económicas, libertadas por el decreto, fomentarían, en último análisis, la creación de una dase media, ávida, vanidosa, amiga del fasto y pagada de los honores, que estaba destinada á desempeñar el papel principal en la revoluciones del principio del siglo XIX.  La separación de los procesos históricos americanos de los europeos, no obedece sino á un criterio equivocado acerca de la verdadera naturaleza de la vida política y económica internacional. 
El centro de la monarquía estaba en Europa. Sus destinos se jugaban desde la corte, estuviese ésta en Aranjuez o en Bayona. La repartición de sus dominios se verificaba en base al concepto patrimonial de la soberanía: y .como los pueblos no habían tenido tiempo para acostumbrarse á otro, acataban, si no voluntaria a los menos resignadamente, la fijación de sus amos y de sus destinos.
Toda nuestra historia del año 10 al 16, se ve influenciada  por los sucesos de Europa; y querer hallar solamente en los episodios que se producen en nuestro país, la clave de ellos, es olvidar lamentablemente la interrelación necesaria que suponían con los que allá se producían.  La función económica que desempeñaba el virreinato el Río de La Plata era la de enviar al mercado mundial cueros, harinas y carne salada ó en tasajos. Las continuas guerras por las que atravesó la Europa á fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, produjeron gran demanda de tales artículos; y cada paz formalizada, que no era sino el preludio de una nueva guerra por iniciarse, daba ocasión,  á que los artículos que no habían podido salir por el régimen de las licencias, siguieran su flujo al exterior de un modo repentino.
Mientras Inglaterra necesitaba de las materia primas, requería al mismo tiempo un mercado para las suyas manufacturadas.
Es inútil querer señalar la enorme literatura que sobre el carácter comercial de la lucha entre Inglaterra y Francia se produjo en esa época. Lo interesante es saber que Inglaterra llevará la mejor parte.  Durante el siglo XVIII experimenta un gran cambio en su vida económica y su constitución social. La industrial revolution la convierten, de agrícola y comerciante, en industrial por excelencia é imperialista por necesidad
Las consecuencias finales del sistema continental vinieron á ser, en lo que nos interesa, las siguientes: situación privilegiada de Inglaterra para apoderarse de los mercados hispanoamericanos, que le era impuesta por imperiosa necesidad,; y que aprovechaba con todos los medios, y métodos de comercio más atrevidos: situación que vinieron á resolver de un modo imprevisto los sucesos de 1808 y de 1809. 
El 1ro de mayo de 1807 Castlereagh preparó un memorándum sobre los asuntos de la América española. Establecía que no quedaban otros caminos que el conquistarla ó el de independizarla y que esto último era lo único factible.
Esta opinión, determinada por el triste fin que habían tenido las fuerzas invasoras en el Río de la Plata y la expedición de Miranda en Caracas, no fue lo suficientemente poderosa como para que el gabinete inglés, ante el dilema «emancipación ó conquista», se decidiera preferentemente por lo primero. En ese mismo momento, en efecto, se producía la segunda invasión inglesa á Buenos Aires, con el fin de consolidar una conquista, y se preparaba sigilosamente en Cork una expedición que parecía destinada a emancipar á Venezuela.
Esta expedición, en lugar de dirigirse a América, se dirigió á España. En vez de ir á desintegrar la monarquía española, pasó á defender esta misma integridad territorial, al lado de las juntas que se formaban en la metrópoli. 
El cambio teatral de frente tiene una explicación. El interés primordial de Inglaterra era comercial. Lo que buscaba eran mercados para sus productos; mercados que no había podido conquistar ni que estaba'directamente interesada en emancipar. En cambio la situación anárquica de la península, con una serie de gobiernos híbridos, le presentaba la oportunidad de conseguir fácilmente por medio de tratados leoninos, lo que no hubiera conseguido sino muy á duras penas por medio de la fuerza.

miércoles, 26 de junio de 2019

Los Desertores

Por Gabriel Di Meglio
«A las diez de la mañana de este día ha sido pasado por las armas el húsar de la Unión Juan Bautista Quevedo, conforme a la sentencia pronunciada por la Comisión Militar». Era el 27 de enero de 1816 y el sumario fue enviado al director supremo, que había aprobado la condena. Así terminó el rápido juicio al soldado Quevedo: había desertado el 19 de diciembre anterior y lo apresaron cuatro días más tarde. La filiación de Quevedo —la ficha donde se volcaba toda la información militar sobre él— detallaba que había nacido en San Luis, era de piel morena, tenía veintiséis años, era soltero y su oficio era «del campo». No sabía firmar y por eso hizo la señal de la cruz al ser enrolado. Es decir, era un típico exponente de los soldados que pelearon la guerra de la independencia: joven, pobre y analfabeto. Había estado anteriormente en los Granaderos a Caballo y de allí pasó en 1814 a los Húsares. Al año siguiente lo condenaron a recibir 200 palos porque le robaron un caballo ensillado mientras estaba de centinela. A continuación desertó llevándose todo su vestuario militar, pero más tarde regresó y volvió a irse en diciembre. Además de esas dos deserciones, en una nota complementaria se aclaraba que había tenido otras más y que su conducta fue «siempre bastante mala». Su caso no era para nada extraño. Las deserciones eran enormes en todos los ejércitos de la
época y constituían una preocupación central para las autoridades y los oficiales.
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Las Provincias Unidas tenían en 1816 tres ejércitos principales: el Auxiliar del Perú, el de Cuyo que preparaba San Martín en Mendoza con intenciones de cruzar a Chile y el que operaba sobre Santa Fe desde Buenos Aires. Esos ejércitos «regulares» estaban integrados por hombres dedicados en tiempo completo a la vida militar. Los soldados ingresaban en los ejércitos de tres modos diferentes: los «enganchados» eran voluntarios que se alistaban a través de un contrato que detallaba el tiempo de servicio y cuánto cobrarían por él; es decir que tomaban un trabajo. Dependía del momento y del lugar, pero en los años revolucionarios alrededor de la mitad de los efectivos de los ejércitos eran voluntarios. En segundo lugar estaban los «destinados», los que eran obligados a alistarse o que directamente eran reclutados por la fuerza a través de las levas. Un trabajador que era detenido por una patrulla y no podía mostrar ni domicilio fijo ni papeleta de conchabo era considerado «vago» y llevado contra su voluntad al «servicio de las armas». Muy pocos tenían papeleta de conchabo, una prueba de relación laboral, porque era habitual la movilidad de un trabajo a otro buscando mejor paga o condiciones más ventajosas, especialmente en la región pampeana; por lo tanto, había muchos hombres que podían ser perseguidos por los reclutadores. Entre 1812 y 1815, las levas habían sido particularmente intensas y buena parte de la población ya estaba hastiada, por lo que las autoridades fueron más cuidadosas al respecto después de la caída de Alvear. Una tercera cantera de soldados eran los «rescatados», esclavos enviados al ejército. En las Provincias Unidas, muchas veces los reclutas eran enviados primero a Buenos Aires para entrenarse y desde allí partían a los distintos frentes. La estructura militar se completaba con la milicia, una organización que reunía a los adultos con un domicilio fijo para defender su ciudad o región. Era fundamental en la época, y en la guerra iniciada en 1810 el papel de las milicias fue importante como complemento de los ejércitos. Incluso eran mayoritarias en algunas fuerzas, como las de Güemes en Salta y también en la Liga de los Pueblos Libres, aunque allí también había destacamentos regulares. En todos lados los milicianos estaban protegidos de las levas y defendían celosamente su diferencia con los «veteranos», como se llamaba a los soldados del ejército. En teoría, las milicias no marchaban al combate lejos de su territorio, pero durante la guerra hubo ocasiones en que sí fueron movilizadas a grandes distancias y, cuando eso ocurría, también había deserciones entre sus miembros. Entre todos los motivos de enjuiciamiento de los integrantes de las tropas —es decir, soldados, cabos y sargentos— desde la revolución, la deserción era el más recurrente. Los soldados desertaban por distintas razones: desde algunos que cobraban su primer sueldo o recibían el uniforme y se marchaban —la ropa era muy cara en esos tiempos en los que aún no había industria— hasta quienes lo hacían por hartazgo con las malas condiciones cotidianas en el ejército, la carencia de vestuario, los atrasos en los pagos de sus sueldos, los malos tratos de los oficiales. Cuando los desertores eran capturados, estos últimos motivos eran tomados como grandes atenuantes por los jueces si podían probarlos. Aunque sabían que era un delito, muchos soldados consideraban que era justo desertar si no recibían lo que les correspondía y de hecho eran numerosos los desertores reincidentes.
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 Por dar solo un caso: el soldado montevideano Juan Castro, que había ingresado al ejército como voluntario en 1806, llevaba ocho deserciones una década más tarde… También podía ocurrir que quienes desertaban lo hicieran porque no estaban convencidos de una misión que les encomendaban o que simplemente quisieran volver a sus hogares. Un ejemplo es el de Andrés Muñoz, quien desertó en la expedición de Belgrano a Santa Fe en marzo de 1816 y regresó lentamente hacia Buenos Aires, «trabajando disfrazado» en el campo. Pero eran sociedades pequeñas y cuando llegó a la Capital fue reconocido y terminó en la cárcel. Con el correr de los años las deserciones fueron en aumento, pero eso no quiere decir que quienes las efectuaban no apoyaran la causa de la revolución. Aunque es difícil saber qué pensaban políticamente los soldados porque eran mayoritariamente analfabetos y no dejaron testimonios escritos, hay indicios de que la adhesión a la causa antiespañola era mayoritaria, si bien en algunos lugares se había enfriado un poco después de la efervescencia de los primeros años y debido al malestar de muchos trabajadores que habían entrado al ejército, por culpa del abuso de las autoridades. Las deserciones mostraban que muchos de los más pobres se oponían a tener que ser ellos los que llevaran lo peor del conflicto. Y sus mujeres e hijos sufrían las largas ausencias o la muerte de los combatientes, que dificultaban su supervivencia (por eso muchas peticionaban frecuentemente ante los gobiernos para atenuar su miseria). Para 1816 había un gran cansancio con la guerra en el mundo popular.  En la mayoría de los casos, desertar era una decisión tomada por pequeños grupos o individualmente. Era más raro que hubiera deserciones de grandes contingentes, que en general tenían que ver con descontentos masivos. Las unidades del ejército regular solían reunir a personas que provenían de distintas provincias, con gran diversidad étnica, a las que no era fácil conducir: los oficiales exitosos eran aquellos que, además de asegurar la disciplina, conseguían garantizar ingresos a la tropa. Pero si los oficiales no eran queridos, no eran capaces de asegurar los suministros o no mostraban mucha preocupación en evitar las fugas, las deserciones se multiplicaban.
En marzo de 1816, conducidos por algunos sargentos y soldados, desertaron cerca de Córdoba unos doscientos miembros del Regimiento de Dragones que había sido enviado para reforzar al Ejército Auxiliar del Perú, en una expedición que había ido perdiendo hombres por el camino desde Buenos Aires. Los miembros de la comisión militar a cargo del sumario culparon al comandante, a causa del malestar que había mostrado cuando le ordenaron ponerse en marcha. Pero los desertores —que se beneficiaron con un indulto y volvieron a la Capital— dieron otras razones. Baltasar Altamirano dijo que reaccionó al maltrato de sus tenientes, que «los conducían con el mayor rigor como si fueran presos, pues no les daban licencia para pedir agua, comprar pan, tabaco, y otras cosas que se les ofrecían». Cuando se acercaban a las casas por agua o alimento, sostuvo Altamirano, un teniente les pegaba con las riendas. En los fogones nocturnos los soldados comentaron esos hechos y él decidió desertar y aprovechó la promulgación de un indulto para presentarse otra vez en Buenos Aires. El soldado Joaquín Manuel dio como justificativo de su deserción que «iba en pelota»; Felipe Ochoa, que «el amor de sus hijos lo puso en el caso de desertarse»; otros sostuvieron que lo hicieron por imitación a desertores previos. El soldado Miguel Rodríguez contó que en Córdoba un sargento dijo: «Muchachos, yo me voy, el que quiera seguirme voluntariamente que me siga», y varios se plegaron llevándose sus armas. El caso no era para nada excepcional: habitualmente en los trayectos desde Buenos Aires al norte pasaban cosas similares. Por eso, poco después de esta deserción surgió una propuesta formal para modificar lo que en la práctica era común: se trataba de evitar el largo traslado desde la Capital, haciendo los reclutamientos en el norte, a donde debían remitirse armas y vestuario.  A veces los desertores regresaban a la zona en la que vivían y se refugiaban en casas de familiares o conocidos. Otros se marchaban con los indígenas del otro lado de las fronteras pampeana o chaqueña para evitar ser capturados. Podían también dirigirse a territorio enemigo —y en el caso del litoral, pasarse al bloque revolucionario rival— o sumarse a las partidas de bandidos que crecieron a lo largo del conflicto. También podían esperar un tiempo hasta que las autoridades sancionaran un indulto.  Preocupados, los sucesivos gobiernos y las autoridades militares fueron implementando premios por delación y por la captura de los desertores. Pero una vez que apresaban a uno, no había una política uniforme de qué hacer con él. Según la reglamentación colonial, quien reincidiera debía ser condenado a muerte; la norma se cumplía pocas veces porque los ejércitos necesitaban brazos permanentemente y los jueces preferían recargar el tiempo de servicio o castigar a los que hallaban culpables con tareas como limpiar un cuartel cargando cadenas durante algunos meses, para luego devolverlos al frente. En algunas ocasiones había penas más duras, como años de presidio o sufrir golpes con un palo. A la vez, los gobiernos promulgaban indultos de tanto en tanto para permitir que los desertores volviesen a ser soldados activos. Un desertor, entonces, no podía conocer las reales consecuencias de su acción, aunque al alistarse les leyeran las penas formales, porque ellas siempre cambiaban. Juan Bautista Quevedo, el soldado ejecutado en enero de 1816, tuvo por lo tanto la peor de las suertes. De hecho, en el mismo mes que Quevedo cayó preso también lo hizo el soldado Juan Ocampo, desertor del Regimiento de Dragones. Tenía veintidós años y era porteño, soltero, blanco y albañil. Su causa se agravaba porque había resistido su arresto con el cuchillo en la mano, de lo que se excusó afirmando que estaba ebrio. El sumario se fue dilatando por meses y finalmente quedó en libertad al ser incluido en un indulto general.  ¿Por qué en cambio Quevedo fue fusilado? Él sostuvo que desertó por miedo a un castigo, porque al llevar «a cuatro reclutas a lavar su ropa se le escaparon». No lo habían maltratado sus superiores ni le había faltado dinero o comida, es decir que no tenía atenuantes. Era puntano, sabemos que pobre, y excepto el abogado defensor —de oficio— nadie más respondía por él en Buenos Aires. Su jefe en los Húsares sostuvo que se había hecho «digno de todo el rigor» y aplicarlo serviría para detener «la frecuencia y confianza con que se hacen las deserciones. Ya se hacen sin el menor rubor, sin miedo». El 30 de septiembre de 1815 se había decidido otra vez aplicar la pena de muerte a los desertores, y él fue el elegido para escarmentar a otros. Pero las deserciones, por el contrario, aumentaron, y pronto volverían los indultos. Ya era tarde para Quevedo.

lunes, 24 de junio de 2019

Presentación de "Perón Intimo" de Ignacio Cloppet

Tengo el agrado de invitar a la presentación de mi nuevo libro: PERÓN INTIMO. HISTORIAS DESCONOCIDAS, con prólogo de Raanan Rein.
Me acompañarán Ricardo Roa y Rosendo Fraga.
El acto se realizará el jueves 11 de julio a las 19 horas, en el Salón Auditorio del Colegio Público de Abogados, Av. Corrientes 1441, 1º piso, CABA.


Se adjunta tarjeta de invitación.

Las "memorias" de Cornelio Saavedra

Por el Prof. Jbismarck
Cornelio Saavedra escribió sus Memorias en 1829, poco antes de morir, con el objetivo de legar a sus hijos una biografía de su vida política que les permitiera conocer su historia y poder defender su honor, en caso de que volviera a ser cuestionado después de su muerte.  Saavedra se presenta a sí mismo como un Líder que fue capaz de comprender y aprovechar las situaciones con el propósito de iniciar el movimiento emancipador. Respecto de la legitimidad de dicho movimiento, Saavedra la encuentra en la voluntad emancipatoria del pueblo de Buenos Aires (representado fundamentalmente por las milicias) así como en la idea, propia del lenguaje pactista, de la legítima reasunción de los derechos de los americanos posibilitada por la ausencia del monarca.  La otra cuestión que ocupa las Memorias es el intento de Saavedra de restaurar su honor y dignidad frente a las afrentas y persecuciones sufridas a lo largo de su vida por los gobiernos que le sucedieron en la dirección de la revolución. Con este objetivo, sostiene que no tuvo ningún vínculo con los acontecimientos del 5 y 6 de abril de 1811 y que, independientemente de las intenciones, éstos produjeron un gran daño a la revolución.  En la búsqueda de explicaciones a la difamación y persecución que debió padecer, Saavedra hace referencia a la lucha facciosa desatada a partir de la revolución. Sostiene que estas conductas facciosas no sólo afectaron a su persona, sino también desvirtuaron los verdaderos propósitos de la revolución, vinculados originariamente a la legítima lucha por la libertad de los americanos. Saavedra  y los problemas que produjo la solicitud de disolución de las milicias formadas durante de las invasiones inglesas
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"Este también fue el origen de los celos y rivalidades que asomaron entre patricios y europeos. Acostumbrados éstos a mirar a los hijos del país como a sus dependientes y tratarlos con el aire de conquistadores, les era desagradable verlos con las armas en la mano, y mucho más el que conque
:ellas se hacían respetables por sus buenos servidos y por su decisión a conservar el orden en la sociedad."  "Los franceses por aquella época, activaban con fuerzas muy respetables la ocupación y conquista de la España. Las gacetas nos anunciaban batallas ganadas todos los días por los españoles, mas ellas mismas confesaban que gradualmente las provincias enteras estaban ya subyugadas. A la .verdad, ¿quién era en aquel tiempo el que no juzgase que Napoleón triunfaría y realizaría sus planes con la España? '.Esto era lo que yo esperaba muy en breve, la oportunidad o tiempo que creía conveniente para dar el grito de libertad en estas partes. Esta la breva que decía era útil esperar que madurase. A la verdad, no era dudable que separándonos de la metrópoli cuando la viésemos dominada por sus invasores ¿quién justamente podía argüimos de infidencia o rebelión? En aquel caso nuestra decisión a no ser franceses, de consiguiente quedaba justificada ante todos los sensatos del mundo nuestra conducta."
Saavedra se refiere a la reunión celebrada el 19 de mayo entre los jefes de la fuerza armada y el virrey Cisneros, a propósito de la solicitud de convocatoria a un Cabildo Abierto, realizada por los criollos
"Viendo que mis compañeros callaban, yo fui el que dijo a S.E.: «Señor, son muy diversas las épocas del 1ro de enero del año 1809, y la de mayo de 1810, en que nos hallamos. En aquélla existía la España, aunque ya invadida por Napoleón, en ésta toda ella, todas sus provincias y plazas están subyugadas por aquel conquistador, excepto sólo Cádiz y la isla de León, como nos aseguran las gacetas que acaban de venir y V.E., en su proclama de ayer. ¿Y qué señor? —¿Cádiz y la isla de León son España? —¿Este territorio inmenso, sus millones de habitantes, han de reconocer soberanía en los comerciantes de Cádiz y en los pescadores de la isla de León? —¿Los derechos de la corona de Castilla a que se incorporaron las Américas, han recaído en Cádiz y la isla de León que son parte de una de las provincias de Andalucía? —No, señor; no queremos seguir la suerte de la España, ni ser dominados por los franceses: hemos resuelto reasumir nuestros derechos y conservamos por nosotros mismos. El que a V.E. dio autoridad para mandarnos,, ya no existe; de consiguiente tampoco V.E. la tiene ya, asi es que no cuente con las fuerzas de mi mando para sostenerse en ella». Esto mismo sostuvieron todos mis compañeros. Con este desengaño concluyó diciendo: «Pues, señores, se hará el cabildo abierto que se solicita». 
"La destitución del virrey y creación consiguiente de un nuevo gobierno americano, fue a todas luces el golpe que derribó el dominio que los reyes de España,habían ejercido en cerca de 300 años en esta parte del mundo, por el injusto derecho de conquista y sin justicia: no se puede negar esta gloria a los que por libertarla del pasado yugo que la oprímía, hicimos un formal abandono de nuestras vidas, de Y.nuestras familias e intereses, arrostrando los riesgos a que Con aquel hecho quedamos expuestos. Nosotros solos, sin precedente combinación con los pueblos del interior, mandados por jefes españoles que tenían influjo decidido en ellos, confiados en nuestras pocas fuerzas y su bien acreditado valor y en que la misma justicia de la causa de la libertad americana, les acarrearía en todas partes prosélitos y defensores. Nosotros solos, digo, tuvimos la gloria de emprender tan abultada obra. Ella por descontado alarmó al cúmulo de españoles que había en Buenos Aires y en todo el resto de las provincias, a los gobernadores y jefes del interior, y a todos los empleados por el Rey, que preveían llegaba el término del predominio que ellos les daban entre los americanos. En el mismo Buenos Aires, no faltaron hijos suyos, que miraron con tedio nuestra empresa: unos le creían cable por el poder de los españoles: otros la graduaban de locura y delirio, de cabezas desorganizadas: otros en fin, y eran los más piadosos, nos miraban con compasión, no dudando que en breves días seríamos víctimas del poder y furor español, en castigo de nuestra rebelión e infidelidad contra el legitimó soberano, dueño y señor de la América, y de las vidas y haciendas de todos sus hijos y habitantes, pues hasta estas calidades atribuían al Rey en su fanatismo.
"La historia de este memorable suceso, arranca su origen de las anteriores: Que la América marchaba a pasos largos a su emancipación, era una verdad constante, aunque muy oculta en los corazones de todos. Las tentativas de Tupac-Amaru, de La Paz y de Charcas, que costaron no poca sangre, y fueron inmaduras, acreditan esta idea. No creíamos se aproximaría tan pronto tan deseada época; mas los sucesos la trajeron a las manos, y no quisimos dejarla pasar. Las dos invasiones inglesas nos pusieron las armas en la mano para defendernos. Esto ocasionó se avivasen los celos y las rivalidades entre americanos y españoles, y esto nos dio a conocer que los leones de Iberia devoraban corderos indefensos pero no hombres: esto finalmente fijó el 1ro de enero de 1809, la superioridad de las nuestras sobre las de aquéllos. La invasión de Napoleón a la España; la destitución del rey Fernando, sus abdicaciones a favor de su padre el rey Carlos IV, y las de éste en la dinastía del mismo Napoleón: el reconocimiento que se hizo del nuevo rey José, hermano de aquel en la misma Corte de Madrid, y obediencia que le tributaron los grandes y nobles del reino en la mayor parte; la ocupación de casi toda la Península, excepto Cádiz y la Isla de León: el abandono que experimentamos de aquella corte cuando se le pidieron auxilios de tropas y armas para repeler la segunda expedición inglesa, y su insultante contestación de «defiéndanse ustedes como puedan, etcétera, etcétera», ¿qué otro resultado habían de tener que el de desenrollar y hacer salir a luz el germen de nuestra libertad e independencia? Es indudable en mi opinión, que si se miran las cosas a buena luz, a la ambición de Napoleón y a la de los ingleses, en querer ser señores de esta América, se debe atribuir la revolución del 25 de Mayo de 1810... Si no hubieran sido repetidas éstas, si hubieran triunfado de nosotros, sí se hubieran hecho dueños de Buenos Aires: ¿qué sería de la causa de la patria, dónde estaría su libertad e independencia? Si el trastorno del trono español, por las armas o por las intrigas de Napoleón que causaron también el desorden y desorganización de todos los gobiernos de la citada Península, y rompió por consiguiente la cana de incorporación y pactos de la América con la corona de Castilla; si esto y mucho más que omito por consultar la brevedad no hubiese acaecido ni sucedido, ¿pudiera habérsenos venido a las manos otra oportunidad más análoga y lisonjera al verificativo de nuestras ideas, en punto a separarnos para siempre del dominio de España y reasumir nuestros derechos? Es preciso confesar que no, y que fue forzoso y oportuno aprovechar la que nos presentaban aquellos sucesos. Sí, a ellos es que debemos radicalmente atribuir el origen de nuestra revolución, y no a algunos presumidos de sabios y doctores que en las reuniones de los cafés y sobre la carpeta, hablaban de ella, mas no se decidieron hasta que nos vieron (hablo de mis compañeros y de mí mismo) con las armas en la mano resueltos ya a verificarla. Haré justicia en esta parte,y doy a cada uno lo que es suyo y así se conservarán los derechos de todos."
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Saavedra nació en Potosí en 1759. A los ocho años se trasladó a la ciudad de Buenos Aires junto, a su familia y a los catorce ingresó al Real Colegio de San Carlos.  Su camera militar comenzó durante las invasiones inglesas. En 1806 fue nombrado jefe del Regimiento de Patricios y a partir de entonces su figura adquirió una gravitación en el seno de los sectores criollos. Defendió al virrey Líniers en la jornada del 1ro de enero de 1809 y posteriormente alcanzó un papel decisivo en los acontecimientos revolucionarios, siendo elegido presidente de la Junta de gobierno instaurada el 25 de mayo de 1810.
Apenas establecido el nuevo gobierno surgieron tensiones acerca de la dirección que debía tomar la revolución, que cristalizaron en la formación de las tendencias saavedrista y morenista. Dichas tensiones alcanzaron su punto de ruptura con la formación de la Junta Grande que incorporaba a los diputados del interior, en su mayoría aliados a Saavedra, al gobierno provisional formado en Buenos Aires, Moreno se opuso a esta decisión, renunció a su cargo de secretario de la Junta y marchó en misión diplomática a Londres, en cuyo viaje falleció el 4 de marzo de 1811.
Aunque el alejamiento de Moreno fortaleció a los saavedristas, la figura de su líder fue muy cuestionada debido a su supuesta vinculación con la asonada del 5 y 6 de abril de 1811. En esas jornadas, grupos de habitantes de los suburbios movilizados por varios alcaldes de barrio y jefes militares produjeron un levantamiento y exigieron al gobierno una serie de medidas que fortalecieron a los saavedristas en detrimento de la Sociedad Patriótica compuesta por grupos morenistas. Ese mismo año Saavedra fue enviado al norte para reorganizar el ejército que había sido recientemente derrotado por los realistas. Allí permaneció hasta que, poco tiempo después, el Primer Triunvirato lo excluyó del gobierno acusándolo de haber liderado la asonada de abril.
En 1814, la Asamblea del año XIII, mediante un juicio de residencia, lo condenó a destierro perpetuo y pidió su captura pero Saavedra se fugó a Chile, donde las autoridades le dieron asilo. En 1818 el directorio declaró la nulidad de procedimientos del proceso realizado contra Saavedra y lo reincorporó al ejército con el grado de brigadier. Al año siguiente se desempeñó como delegado directorial en la campaña de Buenos Aires. En 1822 se acogió a la ley de retiro militar sancionada por el gobierno de Martín Rodríguez. Sus últimos años transcurrieron en su estancia de Zarate junto a su familia, donde escribió sus Memorias. Murió el 29 de marzo, de 1829.

domingo, 23 de junio de 2019

Rosas recomienda a Facundo un remedio contra el reumatismo

Extraido del "Desvan de Clío" TEH Nro 1
Juan Facundo Quiroga -el temido y también admirado caudillo riojano- salia sufrir de ataques reumáticos, producto de su intensa vida en campaña a la intemperie.  El 25 de febrero de 1835. Juan Manuel de Rosas le envió una carta con una receta para curar el reumatismo, carta que el destinatario no llegó a recibir. pues fue asesinado en Barranca Yaco nueve dias antes, el 16 de febrero a eso de las once de la mañana.  De cualquier manera, la carta de Rosas, que conserva su interés, dice, incluso con sus particularidades ortográficas: 
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"Mi querido compañero, Señor Dn. ,Juan Facundo Quiroga - Haviendo mi primo el Señor Dn. Tomás Anchorena adquirido la noticia del remedio siguiente me ha parecido conveniente comunicarlo a V. S. por si de algo le sirve su conocimiento, pues en la clase de males que V. padece, generalmente, donde menós se piensa suele encontrarse el alivio de la Divina Providencia.  Pero yo sería de opinion q. V. Resolviera intentarlo. no debía ser hasta qe. regresace y gosace ya de un completo sosiego.  "Un griego qe. tiene Fonda en Sn. Isidro, muy hombre de bien me ha referido qe. siendo el joven cuando Napoleon fue al Egipto, su padre fue salvado con este remedio.
"Tomó una porción de ajos, los peló y colocó sobre un pedazo de lienzo de camisa de ilo usada: en seguida pulverizó aquellos ajos con polvo de mercurio dulce en una dosis como de dos narigadas de rape, y doblando el lienzo lo coció en forma de bolsa o saco cerrado por todos lados - Después tomó una olla de dos orejas en qe. cabrían como cinco o seis botellas de agua y colocó en ella la bolsa pendiente por unos ilos de las dos orejas de modo qe. estando dentro de la olla, se manitubiese el aire como en una maroma: Acto continuo le echó agua fría en la olla, pero cosa que la bolsa no tocase en la agua; la tapó con un plato y engrudó por las orillas para que qúedase ermeticamente cerrada la olla; puso un peso sobre el plato para qe. no se moviese, v colocó la olla asi tapada y cerrada con fuego de carbon fuerte en donde la tubo irviendo como hora y media, cuidando mucho de reponer y pegar el engrudo donde se desprendía para qe. no saliera ningún vapor de la olla.  "Después de esta operación separó la olla del fuego y cuando había aflojado el calor la destapó, sacó la bolsa, y cerrada y caliente cuanto podía sufrirse en las manos, las exprimió con las mismas manos sobre una fuente haciendole echar una especie de: aceite que lo acomodó despues en un frasco o botella.  Con la brosa de los ajos exprimidos le frotó los miembros enfermos para aprovechar el jugo o aceite qe. tenían dejando en ellos las brasas que se qedaban pegadas; y las envolvió después con unos lienzos usados -  Concluida la primera cura, lo despidió entregándole, el frasco del exprimido aceite para qe. se diese con él a mano caliente dos frotaciones al día, una al acostarse a la noche y otra al levantarse por la mañana, y le previno qe. cuando se acavase volviese por más - observó exactmte. la instruccion y a los tres días ya movía los miembros qe. se le habían
adormecido del todo, a los nueve días caminó por sus pies sin muleta, y sanó del todo hasta el presente, sin necesidad de repetir la confección del medicamento - No le quedó otro defecto que cierta desigualdad a la vista, y entre el nudo de una muñeca y el la otra qe. me lo hizo notar, y qe. cuando quiere hacer mucha fuerza, le flaquea al rato el brazo izqdo. qe. fue el enfermo. Siempre de Ud. affme Amigo.  Juan Manuel de Rosas

domingo, 16 de junio de 2019

La historia de Riquelme, antes de que fuera Román.

La hicimos para Don Julio #1.
 Lo descubrieron en un torneo que jugaba su viejo. Un entrenador de baby se obnubiló y le ofreció jugar en su equipo. El niño, tímido, le dijo que no. Ésta es la historia de ese niño. 
José C. Paz, San Miguel, Polvorines, Villa de Mayo, Don Torcuato: cuatro horas pateando barrios, clubes, potreros y villas de la Provincia de Buenos Aires para encontrarse, ahora, ante un eterno descampado y una vía de tren que lo cruzaba con la naturalidad de una cicatriz. Un solo dato tenía el loco, tipo loco, y con ese dato había cerrado la puerta de su casa por última vez.
—Me habían dicho que el equipo se llamaba San Jorge. Y que al padre le decían Cacho. Cacho, o Piturro, le decían también.
San Jorge era un equipo que el fin de semana había jugado un torneo en el club 9 de Julio, a una cuadra de su casa, en José C. Paz. Un amigo le había dicho que se pegara una vuelta, para chusmear, y el loco, tipo loco, lo vio:

—Seis, siete años tenía. Estaba ahí, con unos amiguitos, pateando al arco. Me acuerdo de eso: cada tanto se ponía a hacer jueguitos, pero lo que más me acuerdo es que pateaba mucho al arco. Es más, fijate que un amigo me dijo: “¿Lo viste? Para mí es mejor que Juan Pablo y Estrellita”. Juan Pablo y Estrellita eran dos chicos que tenía yo. No me acerqué, no le pregunté el nombre, nada. Esto fue un domingo. Y el lunes lo salí a buscar.
Lunes, entonces, seis de la tarde. A un lado de la vía del tren, una villa. Al otro, árboles, matas, un mural de ligustrina y dos o tres casas alejadas que alguien, seguro, se olvidó de guardar. El Conurbano es así: un pibe vago, o despelotado, o colgado, que jamás ordena su habitación. El tipo se había acordado que ahí, a la espalda de Campo de Mayo, había una villa que se llamaba San Jorge, y fue. Como había hecho con decenas de barrios durante cuatro horas, se rascó el peinado y fue.
Más que la entrada, el tipo bordeó la vía calculando la salida: seis de la tarde, el sol que se ensombrecía, un océano verde custodiando el frente de la villa y otro, más grande todavía, detrás. El tipo cruzó la vía y se mandó por uno de los pasillos de la villa. Casas fraternales, casas apretadas, la sensación de que vaciaron un balde de juguetes y todo quedó así, como cayó. Y, por supuesto, la estrechez: el pasillo largo y angosto de los que tienen -muchas veces- un solo camino, nomás.
El tipo se frenó ante un grupito de pibes sentado en el cruce de dos pasillos.
Hola, disculpen: ¿hay acá un chiquito que juega muy bien? El padre tiene un equipo de fútbol, creo.
—El hijo de Cacho debe ser –le dijo uno de los pibes, cabeceando hacia atrás–. Sí, vive para allá.
—¿Para allá para dónde?
—Segundo pasillo. Al fondo.










—¿Uno chiquitito así es, no?

—Sí, sí. La rompe.
—¿Y cómo se llama?
—Román.
Segundo pasillo, entonces, al fondo. Del maremoto de los juguetes a la pampa argentina: césped, tierra, más césped, más tierra y la insólita manera de darle otro nombre y otra historia al anonimato de esa forma.
Un arco acá.
El otro, allá.
—Estaba ahí, pateando. Eran tres. La forma en que se movía, lo fino que era, por Dios. Quedé eclipsado.
El loco, tipo loco -Jorge Rodríguez, 25 años, ex Cebollita, ex Combatiente de Malvinas-, se le acercó, se agachó, le sonrió, le preguntó:
—Chiquito, vení… ¿vos sos Román?
Román vestía, apenas, un pantaloncito de fútbol. Apenas, también, le asintió.
—Y escuchame… –insistió Jorge– ¿dónde vivís?
—Flaco, ¿a quién buscás?
Un tipo de unos 27, 28 años, estaba sentado con dos amigos, tomando una coca, en un cordón.
—No, digo… – se trabó Jorge – ¿la casa de este nene?
—¿Y para qué la buscás?
—Quería hablar con el padre del chico.
Ese chico que no se movía, que ni miraba, que seguía, los ojos bajos, quietito ahí.
—Soy delegado de Ferro. Busco chicos para llevarlos a jugar al baby –se destrabó Jorge, señalando al niño con el mentón–. ¿Román, no?
El tipo le pegó un sorbo a la coca.
—Sí.
—¿Y el padre?
—¿Qué?
—Cacho, me dijeron, ¿puede ser?
—Ernesto.
—Ernesto — repitió Jorge, dilatando el tiempo.
—¿Podré… digo… su casa… o sea, digo: hablar con él?
—Está hablando con él.
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Jorge Rodríguez no laburaba en Ferro : laburaba en un club de baby que se llama Bella Vista. Jorge Rodríguez había dicho Ferro por decir, para no demorar la explicación y que la noche aplastara todo. Ernesto Riquelme – o Cacho, o Piturro – desconfiaba de Jorge, de Bella Vista y del Ferro que nunca existió. La mañana del primer sábado, Jorge volvió a los pasillos de la villa y aplaudió a la puerta de la casa de Román.
Salió Ernesto. O Cacho. O Piturro.
—No quiere jugar, Jorge. No quiere ir.
Jorge sintió en las piernas el cansancio de José C. Paz, Malvinas Argentinas, San Miguel, Polvorines, Villa de Mayo, Don Torcuato.
—No quiere – se afirmó Cacho –. Le da vergüenza, es así.
Cacho le había preguntado a Román qué quería y Román no le había dicho nada. Cada tarde de cada sábado, Cacho jugaba en el equipo que Jorge había visto antes y después de haber visto, por primera vez, a Román. “San Jorge”, le habían dicho, equivocándose con el nombre de la villa, pero no: el equipo se llamaba El Ciclón.
Jorge no pudo verlo, aquella mañana, a Román: el niño de los Riquelme se había escondido en uno de los pasillos de su casa. Eso hizo entonces, y eso hizo cada vez que oía los aplausos del entrenador: refugiarse, fugarse, con el sigilo de un gurkha.
Al primer sábado, Román hizo lo que hacía todos los sábados: acompañar a su viejo a los torneos que jugaba El Ciclón.
—Convencelo, dale —le pidió Jorge a Cacho—. Traémelo a Bella Vista. Una vez, nada más.
El primer número que Román usó en Bella Vista fue el 5.
—Llegó con el padre, calladito, y no se movió de su lado hasta que le dije que había que ir al vestuario —recuerda Jorge—. Le había ofrecido una coca: nada. Un sánguche: nada. Y no habló nunca. Entramos al vestuario, lo presenté a los compañeritos y se cambió en una esquina, en silencio, solo. Jugó, volvió a cambiarse solo y se sentó al lado del padre, otra vez. Y tampoco me aceptó la coca.
Como tampoco aceptó jugar, definitivamente, en Bella Vista. En la villa ya se sabía que Román la pisaba, cada tanto, en un club. Y Román ya sabía que los sábados iría, cada tanto, a los potreros en los que barrenaba El Ciclón.
—Ocho, nueve, diez años y ya nos toreaba. Nos veía salir a todos en fila y nos decía: “¿Cómo van a perder con unos muertos así?”.
El que habla es Cacho, amigo de Cacho, el papá de Román. Cacho al cuadrado, digamos, porque los dos jugaban en el equipo y los dos laburaban de albañiles, también.
—Nos decía qué cagadas nos habíamos mandado, qué cosa habíamos hecho mal, el pendejo.
A los 13 años, Román les dijo de otra manera cómo hacerlo, qué hacer: empezó a jugar con ellos. Los rivales tenían 30 años y dos reflejos obvios: se le cagaban de risa, primero, y lo cagaban a patadas, después.
—Lo mataban —insiste Cacho—. Después aprendió a soltarla más rápido, y cuándo gambetear. Pero le daban, le daban mucho. Al principio lo buscaban, se reían, y después se daban cuenta de que era bueno en serio, el pendejo.
Cacho recuerda aquellas patadas justo al costado de la primera cancha en la que jugó Román, el campito lunar -pozo, piedra, piedra, pozo, ay- en el que su viejo gritó: “Flaco, ¿a quién buscás?”.
—Dejó de jugar con nosotros cuando ya estaba en Argentinos —precisa Cacho—, porque se tenía que cuidar. Pero antes, una bestia. Escuchame, pateaba los penales: 14 años y pateaba los penales. Con un fierro le daba, Román.
En Bella Vista, mientras tanto, algunos padres lo celaban. Bajito se decía que ahí viene el villero, mirá, hasta que a Jorge Rodríguez lo echaron del club y se fue a La Carpita, un club de baby que está a dos cuadras de la estación de tren de El Tropezón. Román no quiso ir más a Bella Vista. Nicolás Alfaro y Rafael Scandolo, dos compañeritos, tampoco. Una noche, Jorge se decidió: ya había convencido a Rafael, a Nico, y le faltaba Román.
La noche es un agujero de ozono en la villa. Jorge caminó por el ahogo del segundo pasillo y aplaudió a la puerta de la casa de Román.
Televisores gritando, cumbia al palo, algunos chicos tomando coca en una esquina. Y por primera vez, abrió Román:
—¡Papi, vino Jorge!
La última imagen hay que observarla desde arriba: Campo de Mayo, la noche, la vía y un desubicado cantando, saltando:
—¡La Carpita va a salir campeón, La Carpita va a salir campeón…!
El tipo estaba loco. Y el futuro -siempre canchero, enigmático – se asomó tras el telón: a la cancha de La Carpita le decían la Bombonerita.
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En La Carpita no hay fotos de Román. Afuera brilla el sol del mediodía, y entrar al club es como dejarse anochecer: lo primero que se siente es la pesadez de la sombra y lo primero que se ve es un buffet que tiene la inmensidad de un galpón y cinco o seis mesas, nomás. En una, dos viejos y una gaseosa; en otra, un hombre, sin gaseosa. Detrás del mostrador, una chica -la moza, hija o sobrina, seguro, del presidente del club- se evade con la hipnosis de un televisor. El escritor italiano Ermanno Cavazzoni tenía razón: son maquetas los mundos, y basta que nos vayamos de ahí para que los tipos levanten todo y se escondan nuevamente, satisfechos de su actuación.
La única pista de que Román jugó ahí se ve en la puerta de La Bombonerita. Arriba del marco quedó un pedazo de póster, pero justo el pedazo que no tenía que quedar: “(…) ídolo de La Carpita…”.
—Lo arrancaron los dirigentes que estaban antes. “Juan Román Riquelme, ídolo de La Carpita”, decía. Pero como Román se había peleado con esa dirigencia, los tipos sacaron todo lo que había de él. Hincha de River, el presidente, imaginate.
Daniel acomoda una mesa al lado de la puerta de La Bombonerita. En un rato acomodará su silla, una caja de cartón con las entradas y acomodará, también, las planillas con los nombres y los apellidos de los chicos que están por llegar.
—La foto de Román tocaba el techo, más o menos.
Daniel no se acuerda quién bautizó La Bombonerita a La Bombonerita, pero el arte nos acostumbró así: una obra más que trasciende al autor. La cancha de La Bombonerita es un océano de cerámica azul, todo un flash luego de la caverna del buffet. Un azul brillante cielo, con la canchita delimitada por líneas blancas y un balcón que aprieta uno de los laterales hasta la intimidación. Se ve la baranda, la platea detrás, y la imagen cae como piña: el Maradona de las cejas depiladas infla el pecho en su palco de La Boca.
—Acá… —dice Daniel, cerca de un córner— le tiró un caño tremendo a Mirko Saric, el chico que jugó en San Lorenzo. Se anunció durante semanas ese partido: Román contra Saric. La Carpita ya ganaba 3-0 y el partido terminó con un bochazo que Román durmió acá, contra este córner. Saric lo apretó, lo ahogó desde atrás, y mirá lo que hizo Román.
Daniel debe imaginarse los gritos de los padres, los nervios de los chicos, la pelota ahí:
—Román se la pisó, se la alejó y le tiró un caño de rabona. Y cuando Saric volvió a marcarlo, desesperado, se la pisó otra vez, volviendo al mismo lugar.
Lo dicho: ni el tiempo -ni la pelota- han avanzado. Caminar la cancha azul de La Carpita es caminar por un sendero de historias cuasi bíblicas. Una vuelta, cuentan, quedó mano a mano con el arquero: lo revolcó, la pisó, le amagó un globo, el arquero se recuperó, se la volvió a pisar, lo gambeteó y se metió al arco con pelota -y gloria- y todo.
Otra tarde, porfían, bailó tanto a Tradito, Martín Tradito, un chico de Parque, que Ramón Maddoni, el entrenador, lo sacó al pibe arrastrándolo de una oreja.
Un sábado, juran, no podía jugar una final por una hinchazón en el dedo gordo del pie derecho. El ex presidente del club entró al vestuario. Se preocupó, lo animó, lo mimó. Reservamos su nombre porque la historia concluye con el ex presidente haciéndole masajes y chupándole el dedo del pie.
Y La Carpita perdía 3-0, y entró Román, y en cinco minutos lo dio vuelta: 4-3.
Y amén.
***
Román silbaba: siempre silbaba. Silbaba acodado a la ventanilla del bondi, mientras volvía por la Ruta 202, sábados doce de la noche, desde La Carpita, y silbaba mientras desanudaba sus botines, seis y media de la mañana, antes de ir al entrenamiento de Argentinos. La vieja se los dejaba colgados en una soguita, en el patio delantero de la casa. Román los desanudaba, entraba otra vez y se sentaba a la mesa de la cocina, o en la cama de su habitación. Y empezaba: estiraba un cordón, le apuntaba al ojal de un botín, lo pasaba, lo miraba, lo volvía a estirar.
—La concha de tu madre, Román, que no llegamos —le susurraba Jorge, siempre a su lado. El mundo dormía. Y Román, silbando, se reía.
Luego, nueve cuadras, bondi, tren, bondi otra vez. Argentinos se entrenaba en su cancha o en la de Lamadrid, pero daba igual: el viaje era un Vía Crucís hasta Jerusalén. Estamos en 1990. Román todavía jugaba en La Carpita, así que el fútbol no gozaba del descanso del Señor, y su cuerpo tampoco: baby, once, baby, once, uf. En Argentinos detectaron que no recuperaba su peso. Román tenía 12 años y la delgadez de un wing.
—Nos sometieron a un plan alimenticio. A él y a mí. A los dos. Régimen estricto, vitaminas —avala Cristian Ezquerra, delantero de La Carpita y compañero de Román, también, en La Paternal. La vida es maravillosa: Ezquerra es, ahora, gerente general de un restorán. Un restorán que queda en Miami.
—Eramos flaquitos, súper flaquitos. Pero bueno, yo era wing, él jugaba en el medio o lo tiraban atrás, no tenía nada que ver.
Dato fácil de encontrar en cualquier biografía: al ídolo, de niño, no lo ponían. No jugaba. Lo cuidaban o lo subestimaban. El ídolo, de niño, era relegado por adultos que hoy se rascan su panza mientras manejan el remís.
—Ya te digo: lo movían fácil. Trababa la pelota y la perdía. Le costaba gambetear.
Ramón Maddoni es una foca blanca a la mesa de un café. Lo de blanca es porque viste una chomba de Boca – blanca – y lo de foca es por la actitud pesada, desparramada.
—No tenía continuidad de trabajo, Román —sentencia ante Don Julio—. Entraba, salía, no jugaba siempre, no.
Y no sólo no jugaba, sino que a veces ni se concentraba. Argentinos no lo había querido fichar. Los repeló lo flaquito que era, y algunos entrenadores hasta decían que no jugaba bien. En Infantiles, Pre-Novena y Novena había 17 chicos en la planilla y el 18 – casi siempre- era Román. Lo ponían de titular cuando Argentinos jugaba en Rosario, por ejemplo, porque otros compañeritos no podían, no querían o no los dejaban viajar. Y Cacho, su viejo, se empezó a fastidiar.
—¿Lo va a tener en cuenta, Ramón?
Riquelme Padre y Maddoni Entrenador, frente a frente en la práctica de Argentinos.
—El viejo sabía lo que tenía en sus manos –recuerda Ramón–. Caía a preguntarme y yo le decía que sí, obvio que sí, pero que había que esperar.
Cacho le retrucó de otra manera: intentó llevar a Román a Platense. Se lo dijo a Jorge. Jorge llamó a un técnico amigo suyo que laburaba en Platense y lo llevó a ver un Chacarita-Argentinos.
—Mirá, es ése.
Jorge cabeceaba y señalaba a un flaquito con cubana y piernas de garza.
—Si te gusta, mañana lo tenés practicando allá — le canchereó. El amigo le sonrió, se tiró hacia atrás:
—Si sabés, Jorge, que lo tengo a Rondinone, que es un crack.
Rondinone. Ron, di, no, ne.
Así que Román siguió jugando, o no jugando, en Argentinos. Fue 8, 5, 11, 10 y pseudo central, entre el medio y la zaga. Jugó con Esteban Cambiasso, Emanuel Ruiz, Mariano Herrón; le nació la voz: en La Carpita se la pasaba ordenando y aconsejando a los compañeros, y en Argentinos, finalmente, también. Con el tiempo y el talento se asentó, y entonces llegó lo inevitable, el viaje de egresados de todo niño jugador. El primer retiro. Un viaje inmóvil, sin la obviedad de viajar.
—Había como 200 personas, una locura –se entusiasma Cristian Ezquerra, el ex wing de La Carpita. Él también tenía 12 años cuando el club los despidió. Los homenajeó, en realidad, por tener que despedirlos. Las cartulinas, las pancartas, el fibrón: “Categoría 78. Hasta siempre”.
Doscientas personas, entonces. Repleta, luminosa, La Bombonerita. Jugaron todas las categorías, las siete categorías, y luego desenfundaron los tablones para armar las mesas en la canchita azul. Familiares, abrazos, comilona, un escenario (o tarima) del lado de la platea, y el animador. La entrega de premios. El mejor compañero. El goleador. El mejor jugador.
—Terminamos a las seis de la mañana. Cuando salimos era de día –recuerda Jorge Rodríguez, aún técnico de La Carpita y ex entrenador de las Inferiores de Argentinos, Platense, Acassuso, Boca y San Miguel –. Empezó como a la una y se estiró, se estiró. El último premio fue al mejor jugador.
El mundo se hipnotiza con el balón de bronce que alza el animador. Debajo del escenario, los padres y los niños erigen un silencio de fe. Sentaditos, anónimos a un costado, Cristian Ezquerra y Román:
—Es para vos.
—Mirá si va a ser para mí.
—Es para vos, boludo —le insiste Román—. Te digo que es para vos.
—No, Román, éste no.
—Haceme caso, te lo dan a vos.
El animador dice un nombre. El mundo lo mira a él, que llora; llora y se queda sentado, aturdido por los aplausos, sin querer pararse, sin saber qué hacer.

La verguenza mitrista en "La Verde"

 Por el Prof. Jbismarck
La batalla de La Verde sucedió dentro de la denominada Revolución Mitrista de 1874. Esta revolución se originó a raíz del resultado de la elección presidencial en la que se impuso Nicolás Avellaneda como sucesor de Domingo Faustino Sarmiento. El escrutinio no fue aceptado por Bartolomé Mitre y sus lugartenientes golpistas quienes se levantaron en armas contra el gobierno nacional. Este alzamiento estalló en dos grandes teatros de operaciones:
1- Cuyo y Córdoba, en donde las fuerzas rebeldes al mando de José Miguel Arredondo, luego de sucesivos avances fue vencida por Julio Argentino Roca en la Batalla de Santa Rosa (7 de diciembre de 1874)
2- La provincia de Buenos Aires donde Mitre desembarco en la zona del Tuyú y fue recorriendo la zona de fortines comandados por sus seguidores (Ignacio Rivas, Francisco Borges y Benito Machado, entre otros) levando las tropas a su cargo, al gauderío local y a los guerreros pampas de Cipriano Catriel
Así Mitre logró poner en pie un ejército de 7000 hombres.  Cuando las fuerzas mitristas  se encontraron con exploradores de la vanguardia del ejercito leal al gobierno al mando del teniente coronel José Inocencio Arias. 
Sorprendido por la cercanía del ejército rebelde, Arias procedió a parapetarse con sus 800 hombres en la estancia de La Verde, donde se aprovechó las instalaciones rurales como un edificio con terraza y los extensos fosos de los corrales que según las fuentes podían albergar hasta 2000 caballos.
La gran desventaja numérica de Arias fue compensada por:
 la mejor capacidad de fuego de su infantería (armada exclusivamente de fusiles y carabinas Remington)
 la posición defensiva tomada
 el disciplinamiento de sus hombres.
El 26 de noviembre de 1874, a la madrugada Mitre supuso que la diferencia numérica era suficiente como para asegurarle la victoria, y ordenó cargas sucesivas de caballería por todos los flancos .
La batalla fue encarnizada, la infantería de Arias realizó fuego continuo en varias hileras (de pie y rodillas) llegando a detener las cargas de caballería a pie de trinchera. Tras tres horas de lucha, “el enemigo ha tenido bajas de 300 á 400 hombres entre muertos y heridos, ellos varios Gefes y oficiales” entre los cuales el más destacado fue el coronel Francisco Borges (abuelo de Jorge Luis Borges).
En definitiva, la importancia de este evento histórico reside en que su concreción produce un auténtico cambio en las estructuras de poder “blanco”: el paso de las jerarquías militares que respondían al General Bartolomé Mitre a las jerarquías militares que quedarían bajo el mando de Julio Argentino Roca  
 

viernes, 7 de junio de 2019

Científicos del Conicet descubren que la primera bandera de Belgrano fue azul

En el día que se celebra el Día de la Bandera, investigadores del Conicet de La Plata dieron a conocer el color original de la denominada Bandera de Macha, una de las dos que dejó ocultas en el actual territorio de Bolivia el Ejército Auxiliar del Alto Perú al mando del general Manuel Belgrano luego de las derrotas en las batallas de Vilcapugio y Ayohuma de 1813.
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Los expertos analizaron la composición química determinaron el origen del colorante usado. Los resultados de los estudios espectroscópicos y químicos fueron publicados en la revista ACS Omega y concluyen que el pabellón que se conserva hoy en la Casa de la Libertad de la ciudad boliviana de Sucre –junto a los restos de Juana Azurduy– tenía dos franjas horizontales blancas y una central de color azul índigo. La historia relata que, respaldado por las victorias que había obtenido frente a las tropas realistas en las batallas de Tucumán y Salta en septiembre de 1812 y febrero de 1813 respectivamente, el Ejército de Belgrano emprendió camino hacia Potosí. Un año antes, a orillas del Río Paraná, el por entonces jefe del Regimiento de Patricios había enarbolado por primera vez la bandera argentina, a la que luego juraría fidelidad en Salta, a los márgenes del Río Pasaje (hoy denominado Juramento por ese singular acontecimiento). En la retirada tras las derrotas en Vilcapugio y Ayohuma, Belgrano le indicó al coronel Cornelio Zelaya que oculte las dos banderas que portaban para evitar que caigan en manos enemigas. Así, fueron guardadas con la colaboración del párroco local Juan de Dios Aranibar en una capilla del paraje Titiri, a 4.350 metros sobre el nivel del mar, cerca de Macha. Setenta años después, en 1883, fueron halladas: una, la de Macha, y la otra –se la conoce como la Bandera de Ayohuma– que está actualmente en el Museo Histórico Nacional ubicado en Buenos Aires. Carlos Della Védova, investigador superior del CONICET, director del CEQUINOR y primer autor del trabajo, aseguró que "este trabajo se enlaza con el estudio anterior sobre la bandera de Tucumán. Con esos resultados y sabiendo que la bandera preservada más antigua estaba en Sucre, comenzamos con las formalidades necesarias en la embajada de Bolivia para conseguir un fragmento que nos permitiera estudiarla. En 2018 viajamos a esa ciudad y obtuvimos unas pequeñas hebras que permanecían en los paños donde se la conservó en la Iglesia de Titiri”, “Nosotros teníamos algunas ideas iniciales respecto de cuáles podían ser los posibles colorantes con los que se había teñido la bandera, tomando en cuenta aquellos que eran más accesibles de conseguir en aquella época. De todas formas, lo que pudimos establecer es independiente de ese tipo de prejuicios. Fueron determinaciones científicas que precisaron la clase de planta de la que se extrajo el colorante. Podríamos haber encontrado pigmentos actuales y eso nos hubiera dado la pauta de que se intervino la tela para conservarla, por ejemplo”, comenta la también autora del estudio Rosana Romano, investigadora principal del CONICET y vicedirectora del CEQUINOR. Para el estudio de las hebras obtenidas, los expertos recurrieron a distintas metodologías que permitieron dar la pauta de color, composición y tipo de tela. "Uno de los problemas para determinar el colorante empleado es que la bandera no tiene actualmente su color original, como pasa con cualquier tela añeja. En este caso más aún porque hablamos de una que tiene más de 200 años", apuntó Romano. "Entonces tuvimos que combinar técnicas y equipamiento, desde lo más sencillo como análisis químicos hasta fluorescencia de rayos X y espectroscopía Raman", explicó. "Con estos análisis pudimos establecer que para teñirla se utilizó el índigo, un colorante natural. Dentro de él existe una relación de indigotina –un pigmento azul que se produce de forma natural en la savia de la planta Isatis tinctoria, de la que se lo extrajo– e indirubina, un compuesto químico que surge como subproducto del metabolismo bacteriano de la planta. Se sabe que la proporción de indigotina es mayor en los textiles coloreados europeos que extraen su colorante de la I. tinctoria. Esto significa que el índigo empleado proviene de la I. tinctoriaoriginaria de Europa y no de Sudamérica o de India. Todo esto lleva a afirmar que el paño con el que se confeccionó la bandera ingresó por el puerto de Buenos Aires”, resaltó Della Védova. 

Fuente:
https://www.perfil.com/noticias/sociedad/cientificos-conicet-descubren-la-primera-bandera-manuel-belgreno-azul-indigo.phtml