10 DE MAYO DE 1831 … Cuando, a mi juicio, me hallaba a una distancia proporcionada del teatro del combate, lo que podía calcular por la proximidad del fuego que le sostenía, mandé adelantar a mi ordenanza para que, haciendo saber al oficial que mandaba la guerrilla, que yo me hallaba allí, viniese a darme los informes que deseaba. Creía que por su orden natural, la fuerza que me pertenecía, estaría en aquella dirección, pero era de otro modo. El comandante de la guerrilla sabía que debía aparecer una fuerza que, cooperando con él, exterminase completamente a la enemiga, para lo cual le había dado orden de que entretuviese el fuego mientras esto sucedía. Él, para lograr mejor lo que se le había prevenido, había colocado su partida dentro de un cerco, cambiando el frente de su línea de guerrilla, avanzando su ala izquierda; el enemigo, por un movimiento contrario, había tomado una situación paralela, de modo que ambas fuerzas contendientes presentaban un flanco a la dirección que yo traía; es decir, la fuerza que me pertenecía, el derecho, y la enemiga, el izquierdo, y apoyados ambos en el bosque; allí mismo terminaba para hacer lugar a un escampado que servía de teatro a la guerrilla; había, sin embargo, una diferencia, y era que el camino principal que yo había dejado por insinuación del guía iba a tocar el flanco derecho de mi guerrilla, y la senda por donde iba, tocaba, sin pensarlo yo, con el izquierdo de la enemiga.
Debe también advertirse que el ejército federal tenía divisa punzó y no sé hasta ahora por qué singularidad aquella partida enemiga, que sería de ochenta hombres y pertenecía a la división de Reinafé, había mudado en blanca, se ponían las partidas de guerrilla mías, que eran en gran parte de paisanos armados. Es también de notar que, en el mismo día, habiendo empezado a arreciar el frío, había cambiado yo de ropa, poniéndome un gran chaquetón nuevo, con cuyo traje nunca me habían visto, lo que contribuyó después a hacerme creer que me desconocían a mí los míos, como yo los desconocía a ellos. Éstas fueron las causas de las fatales equivocaciones que produjeron mi pérdida. El ordenanza que mandé no volvió más, y la causa fué que, habiendo dado con los enemigos, fué perseguido de éstos y escapó, pero tomando otra dirección, de modo que nada supe. Mientras tanto seguía yo la senda, y viendo la tardanza del ordenanza y del oficial que había mandado buscar, e impaciente, por otra parte, de que se aproximaba la noche y se me escapaba un golpe seguro a los enemigos, mandé al oficial que iba conmigo, que era el teniente Arana, con el mismo mensaje que había llevado mi ordenanza, pero recuerdo que se lo encarecí más, y le recomendé la precaución. Se adelantó Arana y yo continué tras él mi camino: ya estábamos a la salida del bosque; ya los tiros estaban sobre mí; ya, por bajo la copa de los últimos arbolillos, distinguía a muy corta distancia los caballos, sin percibir aún los jinetes; ya, en fin, los descubrí del todo, sin imaginar siquiera que fuesen enemigos, y dirigiéndome siempre a ellos. En este estado, vi al teniente Arana que lo rodeaban muchos hombres, a quienes decía a voces: Allí está el general Paz, aquel es el general Paz, señalándome con la mano; lo que robustecía la persuasión en que estaba, que aquella tropa era mía. Sin embargo, vi en aquellos momentos una acción que me hizo sospechar lo contrario y fué que vi levantados, sobre la cabeza de Arana, uno o dos sables, en acto de amenaza. Mil ideas confusas se agolparon a mi imaginación; ya se me ocurrió que podían haberlo desconocido los nuestros; ya que podía ser un juego o chanza, común entre militares; pero, vino en fin a dar vigor a mis primeras sospechas, las persuasiones del paisano que me servía de guía, para que huyese, porque creía firmemente que eran enemigos. Entretanto, ya se dirigía a mí aquella turba, y casi me tocaba, cuando, dudoso aún, volví las riendas a mi caballo y tomé un galope tendido. Entre multitud de voces que me gritaban que hiciera alto, oía con la mayor distinción una que gritaba a mi inmediación: Párese mi general; no le tiren que es mi general: no duden que es mi general; y otra vez: Párese, mi general. Este incidente volvió a hacer renacer en mí la primera persuasión de que era gente mía la que me perseguía, desconociéndome, quizá, por la mudanza de traje. En medio de esta confusión de conceptos contrarios y ruborizándome de aparecer fugitivo de los míos, delante de la columna que había quedado ocho o diez cuadras atrás, tiré las riendas a mi caballo, y, moderando en gran parte su escape, volví la cara para cerciorarme; en tal estado fué que uno de los que me perseguían, con un acertado tiro de bolas, dirigido de muy cerca, inutilizó mi caballo de poder continuar mi retirada. Éste se puso a dar terrible corcovos, con que, mal de mi grado, me hizo venir a tierra.
En el mismo momento me vi rodeado de doce a catorce hombres que me apuntaban con sus carabinas, y que me intimaban que me rindiese; y, debo confesar, que aun en este instante no había depuesto del todo mis dudas sobre la clase de hombres que me atacaban, y les pregunté con repetición Quiénes eran, y a qué gente pertenecían; mas duré) poco el desengaño, y luego supe que eran enemigos y que había caído del modo más inaudito en su poder. No podía dar un paso, ninguna defensa me era posible, fuerza alguna de la que me pertenecía se presentaba por allí; fué, pues, preciso resignarme y someterme a mi cruel destino. Me dijeron que montase a la grupa de uno de los soldados que me rodeaban, que era precisamente el que había servido antes a mis órdenes, me había conocido y me gritaba que parase, dándome el dictado de general: yo mostré alguna repugnancia, y él, accediendo a mi muda insinuación, dijo, resueltamente, que no lo consentiría; se le ordenó entonces que me diese su caballo, y que pues no quería que yo subiese a la grupa, que la ocupase él, en lo que convino y se hizo al instante. Así dejamos aquel lugar, mientras dos o tres se ocupaban en desenredar las bolas de mi caballo, los que se nos reunieron luego con él, de diestro, y siguieron hasta cierta distancia, en que considerándose libre de una persecución inmediata, se ordenó la marcha de otro modo. He empleado más tiempo en referir este lance y se ocupará más en leerlo, que el que se invirtió en realizarse. Todo fué obra de pocos instantes; todo pasó con la rapidez de un relámpago; el recuerdo que conservo de él, se asemeja al de un pasado y desagradable sueño: por lo pronto, era tal la multitud de consideraciones que se agolpaban a mi espíritu, tal la confusión de ideas, tal la diversidad de sensaciones, que si no era casi insensible, era menos desgraciado de lo que puede suponerse. No obstante, pude admirar la decisión de aquellos paisanos que se habían armado para sostener una opinión política que no comprendían. ¡Qué actividad! ¡Qué brevedad y armonía en sus consejos y consultas, que se sucedían con frecuencia! ¡Qué rapidez en sus movimientos! ¡Qué precauciones para no dejar escapar su presa! ¡Qué sagacidad para evadir los peligros que podían sobrevenirles! Se creería que habían sido bandidos de profesión; sin embargo, como hasta ahora, que eran más bien impelidos por influencias personales que por otra consideración, advertí que cuando raciocinaban sobre aquella guerra y las causas que la habían producido, se entibiaba notablemente su ardor; además, estaban imbuidos en los errores más groseros sobre la administración que regía la provincia y sus oficiales tenían un gran esmero en que no les desengañasen. En lo general fui considerado, hasta cierto punto, y con pocas excepciones no les merecí ni vejámenes ni insultos. Lo que he dicho, acaeció el 10 de mayo de 1831, como a las cinco de la tarde.
Rosas
jueves, 31 de octubre de 2019
miércoles, 30 de octubre de 2019
EL "MOTÍN DE LAS TRENZAS"
Por el Prof. Jbismarck
La guerra
contra el Consejo de Regencia, que comenzó
a complicarse durante 1811, generó un
proceso de profesionalización militar que dio lugar al primer motín de un
cuerpo miliciano: el del regimiento de patricios. El gobierno -ahora el
Triunvirato, que había reemplazado a la Junta- buscaba limitar el poder de las
milicias urbanas. Belgrano, quien había sido
sargento mayor del cuerpo cuando éste se formó en 1806, fue nombrado comandante
de los patricios e inició cambios disciplinarios. El resultado fue que, el 7
de diciembre de 1811, se levantaron los sargentos, cabos y soldados,
desobedecen a sus oficiales, los arrojan del cuartel, insultan a sus jefes, y
entre ellos mismos se nombran comandantes y oficiales, y se disponen a sostener
con las armas, sus peticiones, que hicieron al gobierno por un escrito
presentado, en donde pedían una tracalada de desatinos, imposibles de ser
admitidos, siendo entre ellos la mudanza de sus jefes, y nombrando a su arbitrio otros. El motín fue llamado "de las
trenzas" por la historiografía, tomando las afirmaciones de uno de los generales
que dirigió su represión, quien sostuvo
que la sublevación obedeció a la orden de Belgrano de que "se les cortase
a todos sus individuos la trenza de cabello, pues era el único de todos los
Regimientos y Batallones que aún la conservaba".
Las interpretaciones
de los historiadores sobre sus causas han sido diversas. Algunos siguieron la
opinión que enarboló en ese momento el gobierno y consideraron que la razón se
hallaba en una instigación del levantamiento por parte de la facción conducida
por Saavedra, que había sido desplazada del poder en septiembre de 1811.
Otros
compartieron la idea de una identificación del motín con ese grupo, pero
difirieron al suponerlo producto de la espontánea voluntad de los patricios y no
fruto de una conjura. En ambos casos las
trenzas aparecían como una excusa. Algunos
autores de historia militar descartaron de plano la importancia del corte de
pelo y centraron el conflicto en la pérdida de la mística del cuerpo y el relajamiento
de la disciplina.
El
episodio comenzó cuando, ante la ausencia de varios soldados en la lista
realizada en el cuartel del cuerpo la noche del 6 de diciembre, el teniente don
Francisco Pérez anunció que cortaría el pelo de aquel que faltase a otra lista.
La trenza era un distintivo exclusivo del cuerpo y cuando el teniente lanzó su
amenaza un soldado dijo que "eso era quererlos afrentar", otro que
"primero iría al Presidio" y algunos gritaron que "más fácil les
sería cargarse de cadenas que dejarse pelar". Informado, Belgrano recorrió el cuartel,
hallando todo en calma, y dijo a Pérez que "si se movían los acabasen a balazos", pero no pudo evitar que
a poco de haber partido estallara la sublevación.
En el
cuartel había unos 380 integrantes de un cuerpo que contaba con un total de
1.176 miembros de tropa. Belgrano
regresó pero fue repudiado; tras su retirada los soldados se armaron, tocaron
el tambor para congregarse en el patio y liberaron a los presos que estaban en
el cuartel, al tiempo que obligaron a los oficiales a abandonarlo. Fueron exclusivamente sargentos, cabos y
soldados los que dirigieron los reclamos. Los amotinados alcanzaron a las
autoridades un petitorio redactado por algunos cabos del regimiento. El obispo de
Buenos Aires primero, y luego algunos miembros del gobierno iniciaron
negociaciones, exigiendo para tratar el petitorio que abandonaran las armas.
Pero los sublevados se mantuvieron férreos en su posición. El soldado Juan Herrera
sostuvo "que no se dejaban engañar" y que si no les aceptaban el
petitorio era mejor "morir como chinches". En un momento se empezaron
a intercambiar disparos y las tropas leales al gobierno que sitiaban el cuartel
comenzaron un muy violento ataque; en un cuarto de hora los patricios se rindieron
y al menos ocho de los rebeldes murieron en el combate y cuatro sargentos, tres
cabos y cuatro soldados fueron "degradados, pasados por las armas, puestos
a la espectacion pública"; ninguno de ellos era
llamado don, título que sí recibían los oficiales del cuerpo. Otros diecisiete
integrantes de la tropa fueron penados a diez años de presidio (sólo un
oficial, alférez, fue condenado a dos años de prisión por una participación
menor). Sus jueces fueron los mismos miembros del Triunvirato, quienes
justificaron la pena capital como modo de evitar la anarquía. Dos compañías de granaderos y una de
artilleros del cuerpo fueron disueltas por haber iniciado el movimiento. El
regimiento, el más prestigioso de Buenos Aires, pasó de ser el número uno del
ejército a la quinta posición y el término patricios fue extendido a todos los
cuerpos militares.
Para
entender la férrea determinación de los dirigentes del motín es necesario
examinar el petitorio redactado por los cabos que se elevó al gobierno. En su
primer punto se define la clave de la protesta: "Quiere este cuerpo que se nos trate como a fieles ciudadanos
libres y no como a tropa de línea". Los implicados actuaron al sentir que sus
derechos como milicianos no eran respetados, lo que permite explicar su
intransigencia en las negociaciones pese a estar rodeados de fuerzas mucho más
numerosas. El cuerpo era el más importante de la ciudad hasta ese momento, pero
era miliciano, es decir integrado por los habitantes de la ciudad y no por
soldados veteranos. El entusiasmo despertado por las victorias sobre los
británicos y por la Revolución, que había permitido movilizar a parte de los patricios
en las primeras campañas de 1810, se había ido evidentemente apagando
cuando la guerra empezó a alargarse. El
proceso de profesionalización del ejército implicaba una homologación creciente
de los cuerpos militares y el lugar privilegiado que los patricios habían
detentado hasta ese entonces se perdía gradualmente. De ahí que el cortarles
las trenzas, distintivo del regimiento, fuese una afrenta para sus integrantes.
Si los oficiales parecen haber aceptado los cambios, que de todos modos les
garantizaban su posición en la nueva estructura, entre la tropa la percepción
parece haber sido muy diferente y sus integrantes se sintieron atacados en sus derechos. En los
puntos siguientes del petitorio, los rebeldes solicitaban un cambio en la
oficialidad, proponiendo principalmente al capitán Juan Pereyra, quien había
integrado el cuerpo, como coronel en lugar de Belgrano. Más que señalar que
aquel organizara el movimiento -no fue siquiera sospechado por el gobierno la
demanda indica la misma situación: recuperar a un oficial respetado, que "tenía
en el cuerpo de Patricios más prestigio que Saavedra", como forma de
volver al pasado reciente. Elegir
oficiales era precisamente lo que los milicianos habían hecho en el momento de
la formación de los cuerpos, con lo cual no había nada novedoso en el reclamo.
Un último
aspecto a resaltar del motin de las trenzas es que en el
conflicto apareció fugazmente en juego la diferencia social entre oficiales y
tropa, a través de la vestimenta. Cuando el teniente Pérez replicó a un soldado
que si cortarles el pelo era una afrenta "él también estaría afrentado
pues se hallaba con el pelo cortado", otro soldado, "en tono
altanero", le gritó "que él tenía trajes y levitas para disimularlo". El autor de esta frase fue arrestado y el eje
del posterior motín estuvo en el otro aspecto recién consignado, pero el
episodio llama la atención acerca de otro antagonismo velado, de corte social y
expresado aquí en la vestimenta. Indudablemente, el hecho de que fuera la
tropa, sin intervención de la oficialidad, la que dirigiese el motín tuvo mucho
que ver con la velocidad de la respuesta gubernamental y el ataque furibundo a
poco de haber empezado el problema; de ahí también la fuerte represión a los
cabecillas. El episodio marcó el final
de las formas de militarización urbana creadas durante las invasiones inglesas,
y por ende del relativo grado de democratización que había acompañado a su surgimiento
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Motín de las trenzas
martes, 22 de octubre de 2019
Hallazgo histórico acerca de los cañones de la Batalla de Obligado
El Grupo Conservacionista de San Pedro identificó tres manuscritos en los que el general Lucio Mancilla, el oficial de alto rango Francisco Crespo y Juan Manuel de Rosas, aporta este dato sobre las baterías de cañones utilizadas durante la Guerra del Paraná. El Grupo Conservacionista de San Pedro reveló nueva información que permite agregarle color a dicho momento histórico y a los futuros manuales. Los tres documentos están depositados en el Archivo General de la Nación. El director del Museo San Pedro José Luis Aguilar comentó a la Agencia CTyS-UNLaM que las tres cartas tienen una fecha posterior a la Batalla de Obligado y, en dos de ellas, le solicitan a la Comandancia de Rosas en Santos Lugares las partidas de pintura para pintar y repasar los soportes de su artillería.
Aguilar, también fundador del Grupo Conservacionista de San Pedro, relató la sensación que tuvo al realizar este descubrimiento sobre el color de la artillería: “Es como si la historia, de repente, cobrara vida”. La recordada batalla en Vuelta de Obligado se produjo el 20 de noviembre de 1845, en tanto que la primera de las notas tiene fecha posterior, del 29 de diciembre de ese mismo año, y fue escrita en San Nicolás por el oficial de alto rango Francisco Crespo.
En esta primera nota, se solicita provisión de pintura para “pintarse y repasarse las cureñas y el armón de la artillería volante”. Crespo pide con urgencia pintura colorada, blanca y negra, junto a aceite de linaza, aguarrás, lona, tachuelas y los pinceles necesarios.
La segunda nota fue realizada en enero de 1846, desde Rosario, por el general Mancilla. Respecto a su apellido, se suele escribir “Mansilla”, en tanto que desde el Museo de San Pedro prefieren respetar la voluntad de quien firmaba sus mensajes con la letra “c”, iniciativa respaldada por la Ordenanza 6.027/12 del HCD de San Pedro.En su carta, Mancilla solicita expresamente “los artículos que son necesarios para pintar los cañones nuevamente montados”. Que eran: dos barriles de pintura punzó (rojo fuerte); un barril de pintura negra, de una arroba; dos garrafones de aceite de linaza; un garrafón de aguarrás; dos arrobas de tiza para macilla y cuatro pinceles. Desde el Grupo Conservacionista de San Pedro explicaron que la arroba equivale a unos once kilogramos como unidad de masa en el caso de la tiza solicitada. En tanto, para la pintura, equivale a unos 12,5 litros como unidad de volumen.
La tercera carta fue escrita en Buenos Aires y es la resolución del Gobernador Juan Manuel de Rosas respecto al pedido hecho por Mancilla, en la cual ordena al Edecán Antonino Reyes, en Santos Lugares, el envío de los materiales solicitados. “En este documento, se reiteran, uno por uno, los materiales pedidos por Mancilla”, describió Aguilar a la Agencia CyS-UNLaM.
Habrá quien diga que guapos eran los de antes, capaces de ponerle el pecho a las balas o a los cañonazos. Porque, ahora, quienes van a las batallas, utilizan vestimentas que les ayudan a camuflarse con el entorno, mientras que, en aquel entonces, aquellos patriotas usaban colores llamativos y hasta furiosos.
El director Aguilar opinó que “indudablemente, el pedido de unos litros de pintura por parte de un oficial de alto rango y del comandante en jefe, y la respuesta del gobernador mismo, denota la relevancia que se le daba a los colores con los cuales se destacaban las fuerzas desplegadas en combate”.
“Al contrario de la lógica militar surgida en el siglo XX y perfeccionada en la actualidad, donde el camuflaje debe ser lo más perfecto posible, en la Guerra del Paraná, sin escapar a la usanza de la época, primó todo lo contrario”, analizó Aguilar. No sólo los uniformes estaban confeccionados con colores fuertes y vivos (Patricios, Colorados del Monte) sino, como lo demuestran estas cartas, también las piezas de artillería emplazadas en el campo de batalla.
Aguilar consideró que en algunos casos, el rojo en la ropa de los soldados también servía para disimular la sangre de las heridas. “En este caso, el pintar de rojo, negro y blanco a la artillería utilizada, tal vez buscaba sobredimensionar el poder de fuego que se tenía haciéndolas bien notorias a los ojos de los enemigos”.
El equipo del Museo Paleontológico de San Pedro trabajó con el ilustrador Miguel Lugo de la ciudad de Ramallo para realizar una interpretación de cómo habría distribuido Mancilla esos colores en su artillería. De acuerdo a esas estimaciones, el rojo, como color principal del ejército federal, habría sido utilizado en las cureñas o cuerpos de madera que poseían los cañones. Y el negro, recubriendo el cuerpo cilíndrico del cañón en sí.
El color blanco podría haber estado reservado para destacar accesorios metálicos de las piezas de artillería, como las masas de las ruedas, sus llantas, el gancho de arrastre y el calibrador de ángulo de tiro. Esta interpretación brinda una imagen muy llamativa de la artillería que la destacaría entre el verde circundante de la vegetación presente en las barrancas de la Vuelta de Obligado.
Según indican desde el Museo de San Pedro, estas tres cartas representan un caso prácticamente inédito en la historia argentina donde se pueden conocer los colores utilizados para pintar las piezas de artillería en una batalla y son el primer registro, asociado a la Guerra del Paraná, en el que aparece expresamente documentado el uso de pintura para resaltar las baterías.
miércoles, 16 de octubre de 2019
Defendieron la Soberanía
Por Elisa Corina Bacigaluppi
Río Paraná, litoraleño, rumoroso y territorial,
testigo tutelar en las albóreas contiendas,
por el ser o el no ser de nuestra incipiente nacionalidad.
Allí fue, en ese recodo, donde ambas márgenes se estrecharon
rubricando un abrazo federal,
enfrentamiento sin deseos de propia agresión, sino agredidos,
fantasmas corporizados con aires de cautivar,
nutrida flota comercial y guerrera,
inquisidora y temida en todos los mares del mundo,
anglofrancesa, invencible armada imperial.
Llegando a la canícula de 1845 se reafirmó la argentinidad,
don Juan Manuel de Rosas, elegido por voluntad popular,
con magnetismo, valor y diplomacia, al enemigo supo disipar.
Fugazmente adiestró a sus valientes,
para dar escarmiento al insolente invasor.
Ruido de metales, relinchos victoriosos,
humildes cadenas, con fortaleza criolla y colosal,
metrallas y cohetes a la Congreve con alas de libertad,
y desde las mutiladas baterías ' Manuelita' y 'Restaurador',
volvían con fiereza sus ojos hacia occidente,
mágicos titanes como Mansilla, Thorne, Crespo y otros más
dejando a la Confederación Argentina en un idilio infernal,
pero seguros de un milagro ejemplar.
Una bandera hecha jirones, pero no rendida.
Una salva de artillería, saludándola.
Arificios protocolares y como epílogo triunfal
firmados con solemne firmeza y dignidad,
Arana - Southern y Arana - Lepredour, sendos tratados de paz.
Custodiados por brillante canciller,
lacres y sellos, en cofre de oro y de marfil están,
blasones de aquella jornada,
donde la piel gaucha se legó a la inmortalidad.
Vuelta de Obligado, enclave defensivo, rincón patrimonial,
tierra bendita, aura soberano y coro secular,
legendario y joven pueblo americano,
que hoy funde en el bronce, enmienda, reconoce y venera,
al supremo Brigadier General.
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Vuelta de Obligado
sábado, 12 de octubre de 2019
Santiago de Liniers, de héroe a villano
Por Alberto Lettieri
El 12 de agosto se conmemora la
Reconquista de Buenos Aires, gesta en la que jugaron un papel destacadísimo un
oscuro y controvertido oficial de origen francés, Santiago de Liniers, y el
pueblo rioplatense movilizado. Pese a su importancia, esta lucha no se cuenta
ya entre las más recordadas por las instituciones ni por la historia nacional,
e incluso la figura de Liniers ha sido objeto de encarnizados cuestionamientos
por parte de los unitarios primero, y el liberalismo oligárquico y su “historia
oficial” más adelante. Liniers, así, es otro de los
“malditos” de la historia oficial, y recuperar su verdadera dimensión histórica
y poner en valor sus méritos y sus debilidades constituye una tarea
imprescindible, para reconciliarnos con nuestro pasado y comenzar a analizarlo
con una mirada limpia, despojado de la parcialidad que ha caracterizado a la
historiografía nacional.
Para eso, he decidido segmentar
mi análisis sobre Liniers en dos entregas: la primera, referida a la etapa de
ascenso y consagración de Liniers como héroe popular, y la segunda, a su
vertiginosa declinación y al examen de los juicios históricos vertidos sobre su
figura y desempeño.
Cambio de suerte: las
Invasiones Inglesas y el ascenso de Liniers
Liniers comunicó al Virrey el
avistaje de la flota británica, pero no recibió orden de presentar
resistencia. Sobremonte, siguiendo
instrucciones, huyó a Córdoba con parte del tesoro real, que debía ser
preservado para pagar armas y mercenarios en España, que experimentaba por
entonces la invasión napoleónica. De este modo, la conquista de Buenos Aires
fue prácticamente un paseo para los ingleses. Se trataba, en realidad, de la
crónica de una muerte anunciada. Desde hacía al menos 30 años que había
comenzado a imaginarse la expedición, propiciada por exiliados americanos y el
gobierno británico, con el amparo de la masonería. Para 1804, el venezolano
Miranda y el comandante Popham, con la aprobación del canciller George Caning, habían avanzado muchísimo en la elaboración de
una estrategia para liquidar el dominio español en América, y el general
escocés Thomas Maytland había acercado su "Plan para capturar Buenos Aires
y Chile y luego emancipar Perú y Quito". Más aún, algunos
historiadores han confirmado la existencia de alrededor de 50 agentes
británicos reclutados entre la clase acomodada porteña que operaban a favor de
la inclusión del Río de la Plata dentro de la órbita británca, algunos de ellos
miembros destacados de la Primera Junta de Gobierno, que no dejarían de prestar
sus servicios al monarca inglés en las décadas siguientes. De este modo, con el visto bueno
de una fracción considerable de comerciantes porteños, el gobernador británico
de Buenos Aires, William Carr Beresford, se apropió del tesoro virreinal,
enviándolo inmediatamente a Londres. Para 2008, el economista Néstor Forero
estimó su monto en alrededor de U$D 87.000 millones de dólares actuales, que
nunca serían recuperados. Liniers, mientras tanto, se ponía en contacto con
Martín de Álzaga, quien se encontraba abocado a la tarea de organizar grupos
armados para tratar de expulsar a los ingleses y, aprovechando su condición de
francés, se trasladó a Montevideo, donde el
Gobernador Pascual Ruiz de Huidobro le proveyó de armas, hombres y una flotilla de lanchas. En vistas
de que el Cabildo de Buenos Aires había jurado su sujeción al monarca
británico, inmediatamente el de Montevideo consagró a Ruiz de Huidobro como
máxima autoridad española del Virreynato, y se ordenó reclutar un ejército de
1600 hombres. Casi simultáneamente se
avistaron naves inglesas aproximándose a Montevideo, por lo que se decidió que
Huidobro permaneciera allí organizando la defensa, mientras que Liniers
intentaría la hazaña en Buenos Aires.
En Colonia del Sacramento, Liniers fue
recibido por el Capitán Juan Gutiérrez de la Concha, quien había reunido una
flotilla, con la que se desplazarían hasta Buenos Aires. Hubo, sin embargo, una
parada intermedia, el 4 de agosto, en el entonces Puerto de las Conchas
–actualmente el Partido de Tigre-, donde se aprovisionarían de alimentos y
engrosarían considerablemente sus efectivos. Esta etapa estratégica en la
Reconquista ha quedado habitualmente fuera de los libros de texto.
Lo demás es historia conocida. El
12 de agosto Liniers inició las operaciones, y tras sostener encarnizados
combates, obligó a Beresford a una rendición incondicional, apropiándose además
de 26 cañones y de las banderas e insignias de su regimiento, que serían
expuestas en la Basílica de Santo Domingo, con la leyenda: ”Del escarmiento del inglés, memoria, y de
Liniers en Buenos Aires, gloria”. La Reconquista convirtió a
Liniers en héroe porteño, y el Cabildo, sobrepasando sus atribuciones,
inmediatamente lo designó Gobernador militar, en reemplazo de Sobremonte.
También asumió funciones de administrador civil. El Virrey desplazado se
trasladó a Montevideo, pretendiendo ejercer desde allí su autoridad, y ponerse
a la cabeza de la defensa ante la inminente invasión por parte de la flotilla
inglesa que acechaba la ciudad. Sin embargo, también el Cabildo local lo
rechazó, y consiguió alejarlo rápidamente de su territorio.
Mientras tanto, Liniers decidió
enviar a los prisioneros al interior. Simultáneamente se reunió con Beresford,
y evaluando sus lamentos sobre el riesgo para su vida que significaba su
derrota, más la inconveniencia de tomar una actitud más drástica con los
oficiales británicos, con un Imperio Español en crisis, un posible intento de
nueva invasión británica y la conspiración a favor del monarca inglés de buena
parte de la clase acomodada porteña, decidió acordar una Capitulación honrosa
al vencido, confinándolo a la localidad de Luján. Pocos días después, dos
reconocidos referentes de la autodenominada “gente decente” porteña, con
engaños y sobornos consiguieron liberar a Beresford, y conducirlo a la flota
británica.
La tarea de Liniers era, por
entonces, incansable. El contraataque inglés era inminente, y no había tiempo
para perder. Una vez más salieron a
relucir sus dotes de gran organizador y estratega. Así, dispuso la organización
de una decena de regimientos, organizados según su origen territorial, entre
los que se destacaban el de Patricios, liderado por Cornelio Saavedra, y el
conformado por nativos de las provincias del Noroeste, al que se denominó
“Aribeños”. Las milicias sumaron casi 8000 efectivos.
En enero de 1807, los ingleses
desembarcaron en Montevideo. Sobremonte fue derrotado el 20 en el Buceo y sus
tropas se dispersaron. Liniers, que se había trasladado a Colonia con 1500
hombres, no llegó a intervenir. El 10 de febrero se reunió una Junta de Guerra
que decidió destituir a Sobremonte, detenerlo bajo custodia, y pso las fuerzas
militares a cargo de Liniers, en su condición de oficial de mayor rango en el
Río de la Plata. El 30 de junio, la Real Audiencia lo invistió como Virrey
interino, el primero designado en territorio americano.
Unos días después, se produjo la
nueva y anunciada invasión inglesa, compuesta esta vez por 10000 hombres que
desembarcaron en la zona de Qulmes. Los primeros combates fueron desfavorables
para los defensores y, tras la derrota en los Corrales de Miserere, Liniers
consideró capitular ante el General Whitelocke. La iniciativa fue desautorizada
por el Alcalde de Primer Grado Martín de Álzaga, por lo que se descartó. Sin
embargo, el retraso en iniciar la ofensiva final por parte del General Inglés,
a la espera del arribo del resto de sus tropas, favoreció la organización de la
Resistencia.
Llamativamente, la ofensiva
inglesa fue bastante defectuosa, y ese 5 de julio el pueblo en armas consiguió
infringirle una drástica derrota en pocas horas. Liniers entonces pudo imponer
la rendición de los ingleses y, a instancias de Álzaga, la obligación de
retirarse también de Montevideo, exigencias que fueron aceptadas sin
dilación. Para entonces Santiago de Liniers
se había convertido en héroe. Al año siguiente, el monarca español lo
confirmaba como Virrey, y un año y medio más tarde, una Real Cédula fechada el
11 de febrero de 1809 le adjudicó un título de nobleza, como Conde de Buenos
Aires: “Deseando la Junta Suprema Gubernativa del Reino premiar debidamente
los sobresalientes méritos que ha contraído el mariscal de campo don Santiago
Liniers, mientras ha estado en Buenos Aires de Virrey y Capitán General, se ha
servido concederle, en nombre del Rey nuestro señor don Fernando VII, la gracia
de título de Castilla, libre de lanzas para sus hijos, herederos y sucesiones.”
Sin embargo, una vez alcanzado el
punto máximo de su fama, Liniers experimentó una caída tan vertiginosa como lo
había sido su ascenso y en poco menos de dos años, el héroe de la Reconquista y
la Defensa sería ejecutado, acusado de traición, en Cabeza de Tigre. La
Revolución comenzaba así a imponer
destinos fatales a muchos de los actores que la habían propiciado.
miércoles, 9 de octubre de 2019
Palabras del Contador Ricardo Pousa el "Día de La Soberanía" 20/11/2019
Hoy recordamos el “Día de la
Soberanía Nacional” en homenaje a nuestros héroes de la Vuelta de Obligado,
batalla que da inicio a esa Epopeya sin
igual, que fue la “Guerra del Paraná” y que termina 4 años después con
Tratados Internacionales, con las máximas potencias mundiales y que incuestionablemente reflejan los más
grandes triunfos de la Diplomacia Argentina en toda su Historia. Y obviamente
del Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina:
Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas.
20 de Noviembre de 1845, Vuelta
de Obligado, recodo del río Paraná en las afueras de San Pedro: Cuando sonó el
primer cañonazo enemigo, una verdadera ciudad flotante con 20 inmensos barcos
de guerra y 110 barcos mercantes, Mansilla se dio cuenta que la cuarta guerra
exterior del país comenzaba. El héroe dio la señal y el Himno Nacional Argentino estalló en la barranca, la Banda del
Regimiento Patricios se esmeró como nunca y los cientos de pechos de acero cantando jurando “con gloria morir”. Cantaban los artilleros, los infantes,
los marineros, los jinetes, los jefes, los oficiales y los soldados, los
veteranos de cien encuentros y los novicios que por primera vez, olían la
sangre y la muerte. Veteranos que
cruzaron los Andes, otros que se habían batido con gloria contra el Imperio del
Brasil, marineros héroes del río al mando de Brown. Todos habían
hecho la patria y no deseaban vida, que no se dedicase a sostenerla, todos
cantando religiosamente esa canción que hablaba de cadenas rotas y eternos laureles
conseguidos. La superioridad del
enemigo era abrumadora. Los proyectiles franceses e ingleses hacían estragos,
la tecnología era avasallante…los cañones de 80 golpeaban el vacío, asesinaban
la nada; las granadas explosivas no acallaban la música ni podían matar la
poesía. Oficiales Británicos y franceses,
con sus uniformes de gala, cubiertos de entorchados, dirigían con el catalejo el bombardeo implacable e impune. ¿Quiénes eran esos locos vestidos de rojo
punzó? Que morían cantando y luchando…
Las barrancas de Vuelta de
obligado ardieron en llamas y la lucha se prolongó durante ocho largas
horas…las escuadras a pesar de sufrir grandes daños y barcos hundidos logró
cruzar Pero la hazaña principal estaba
cumplida, con el Himno entonado frente al adversario y que escucharían después
los siglos. Fue la primera gran batalla
de la “Guerra del Paraná”, vinieron otras: Tonelero, Acevedo, San Lorenzo y
culmina con la gran victoria Argentina en la Angostura del Quebracho el 4 de
junio de 1846. Los tratados
posteriores confirmaron la gloria de la Confederación Argentina….el
reconocimiento a la Soberanía sobre los ríos interiores.
Pero no podemos hablar de Vuelta
de Obligado sin mencionar al gran Estadista, a ese gran patriota que fue Don
Juan Manuel de Rosas y cuya gloria está íntimamente ligada a nuestra patria
chica, a estas paredes, a estos gloriosos “Santos Lugares de Rosas”, desde
donde Juan Manuel organizó, preparó y condujo la Guerra del Paraná, hoy día convertido en nuestro Museo Juan
Manuel de Rosas, que se encuentra en magníficas condiciones y donde hace tantos
años se desarrollan cursos, conferencias y actos buscando rescatar las raíces
de la nacionalidad Argentina. Rosas luchó y perdió. La Argentina no fue la
Confederación popular, dueña de sus destinos y con un ideal en América que se
propuso el Restaurador. Fue otra cosa, de la que estamos intentando salir
dificultosamente. Pero nos dejó una lección insuperable de patriotismo, de
genialidad política, de fe en los destinos de la Argentina, de energía
conductora. Parece una paradoja, pero nuestra Argentina estará a la altura del
tiempo que vivimos cuando los valores que le quiso dar Rosas – gobiernos de
raíz popular, independencia plena, soberanía, integración continental,
resistencia a las imposiciones – vuelvan a conducirnos. Rosas no murió, vive en los viejos papeles,
que cobran vida y pasión en las manos de los modernos historiadores y que
convierten en defensores de Rosas a cuantos en ellos sumergen honradamente en
busca de la verdad, extraños a esa miseria de la historia oficial…o peor aún,
de quienes quieren eliminarla y reemplazarla por animalitos….Rosas vivió en
épocas excepcionales, épocas violentas, donde la vida humana tenía una
consideración distinta a la actual y donde ambas
facciones: federales y unitarios actuaban de la misma manera.. y mientras
libraba al mismo tiempo, dos guerras Internacionales con las potencias
hegemónicas. Murió pobre y calumniado
en el exilio... Justamente Juan Manuel quien era el hombre más rico del país al
asumir el poder muere en la pobreza absoluta y hasta los 84 años laboró duro en
modestas faenas rurales. Jamás la
calumnia o la injuria le importó; y si
alguna vez pudo abatirse, le bastaría con mirar el sable legado a él Por el
Libertador, pendiente de su chimenea. ¡Qué podían importarle los aullidos de la
jauría al legatario de la gloria de San Martín!
Nada más y muchas gracias.
lunes, 7 de octubre de 2019
Caseros y la trilogía de la entrega
Por Marcelo Gullo*
Quizás, el 3 de febrero de 1852,
momento histórico en que tuvo lugar la batalla de Caseros -a través de la cual Inglaterra y el Imperio
del Brasil, utilizando como mascarón de proa al gobernador de Entre Ríos Justo
José de Urquiza, derrotaron a las tropas de la Confederación Argentina-
conforme junto al 16 de septiembre de 1956 y, el 24 de marzo de 1976, una de las fechas más negras de la historia
argentina. En cada una de esas nefastas fechas fue derrotado el proyecto de
construir una patria justa, libre y soberana. En cada una de esas infaustas
fechas fue derrotado el proyecto de construir una Argentina industrial.
El
primer acto de gobierno de la administración que sucede a Rosas fue la derogación
de la Ley de Aduanas. Esto significó la ruina de la naciente industria nacional
y la entrega de nuestro mercado interno al poder económico británico. A partir
de allí recorreremos un acelerado camino hacia un sombrío destino de colonia
económica informal del imperio inglés. .
“Cuando
cayó Rosas – afirma Manuel Gálvez- y con
él su ley de Aduanas, nuestras industrias se arruinaron. Ya he dicho que
solamente en Buenos Aires había ciento seis fábricas y setecientos cuarenta y
tres talleres y que la industria del
tejido florecía asombrosamente en las provincias. El comercio libre significó
la entrada, con insignificantes derechos aduaneros, de los productos
manufacturados ingleses, con los que no podían competir los nuestros. Y la
industria argentina murió.”
Con la derrota de Juan Manuel de Rosas ocurrida
en la batalla de Caseros se instaló en
la Argentina un régimen
seudo-democrático. Después de Caseros Argentina se transformó una
república oligárquica cuyos representantes fueron meros gerentes del imperio
británico. “La Argentina –escribe el
historiador brasileño Luiz Alberto Moñiz Bandeira- desde la segunda mitad del
siglo XIX, se convirtió en una especie de colonia informal de Gran Bretaña, el
llamado quinto dominio, ocupando un posición de dependencia para la cual no
existía paralelo exacto fuera del imperio.”
Analizando
el significado histórico de la derrota de Rosas en la batalla de Caseros,
Arturo Jauretche afirma: “Caseros
es la victoria de la
PATRIA CHICA , con todo lo que representa desde la desmembración
geográfica al sometimiento económico y cultural: la historia oficial ha
disminuido su carácter de victoria de un ejército y una política extranjera, la
de Brasil. Si para los liberales y unitarios la caída de Rosas y la
confederación significaba un cambio institucional y la posibilidad de un nuevo
ordenamiento jurídico, para los intereses económicos de Gran Bretaña significó
la destrucción de todo freno a su política de libertad de comercio y la
creación de las condiciones de producción a que aspiraba. Para Brasil fue cosa
fundamental. Derrotado siempre en las batallas navales y terrestres, Brasil
tenía conciencia clara de que su marcha hacia el sur y hacia el oeste estaría
frenada mientras la política nacional de la PATRIA GRANDE
subsistiera en el Río de la
Plata. Era necesario voltear a Rosas, que la representaba, y
sustituirlo en el poder por los ideólogos que odiaban la extensión y que serían
los mejores aliados de la política brasileña, destruyendo al mismo tiempo toda
perspectiva futura de reintegración al seno común de los países del antiguo
virreinato.”
En la década de 1950, Perón, como escribiendo una amonestación a
algunos historiadores que hoy en día, desde el campo nacional y popular, reivindican la figura del general Urquiza, premonitoriamente, sentenció tajantemente:
“Urquiza había de ser el brazo
ejecutor de la intriga contra la
Patria , asumiendo una actitud que la historia no puede juzgar
con indulgencia ni debilidad”. Cuando Urquiza entró a Buenos Aires asesinó
a más de cuatrocientos federales y
procedió a colgar sus cuerpos en el bosque de Palermo.
sábado, 5 de octubre de 2019
Acto Oficial "Día de la Soberanía en Gral San Martín" 20/11/2019
20 de Noviembre de 1845, Vuelta
de Obligado, recodo del río Paraná en las afueras de San Pedro: Cuando sonó el
primer cañonazo enemigo, una verdadera ciudad flotante con 20 inmensos barcos
de guerra y 110 barcos mercantes, Mansilla se dio cuenta que la cuarta guerra
exterior del país comenzaba. El héroe dio la señal y el Himno Nacional Argentino estalló en la barranca, la Banda del
Regimiento Patricios se esmeró como nunca y los cientos de pechos de acero cantando jurando “con gloria morir”. Cantaban los artilleros, los infantes,
los marineros, los jinetes, los jefes, los oficiales y los soldados, los
veteranos de cien encuentros y los novicios que por primera vez, olían la
sangre y la muerte. Veteranos que
cruzaron los Andes, otros que se habían batido con gloria contra el Imperio del
Brasil, marineros héroes del río al mando de Brown. La superioridad del
enemigo era abrumadora. Los proyectiles franceses e ingleses hacían estragos,
la tecnología era avasallante…los cañones de 80 golpeaban el vacío, asesinaban
la nada; las granadas explosivas no acallaban la música ni podían matar la
poesía. Oficiales Británicos y franceses,
con sus uniformes de gala, cubiertos de entorchados, dirigían con el catalejo el bombardeo implacable e impune. ¿Quiénes eran esos locos vestidos de rojo
punzó? Que morían cantando y luchando…Las barrancas de Vuelta de
obligado ardieron en llamas y la lucha se prolongó durante ocho largas
horas…las escuadras a pesar de sufrir grandes daños y barcos hundidos logró
cruzar Pero la hazaña principal estaba
cumplida, con el Himno entonado frente al adversario y que escucharían después
los siglos. Fue la primera gran batalla
de la “Guerra del Paraná”, vinieron otras: Tonelero, Acevedo, San Lorenzo y
culmina con la gran victoria Argentina en la Angostura del Quebracho el 4 de
junio de 1846. Los tratados
posteriores confirmaron la gloria de la Confederación Argentina….el
reconocimiento a la Soberanía sobre los ríos interiores.
miércoles, 2 de octubre de 2019
Los últimos años de Rosas
Por Tomás Eloy Martínez (1969)
El 14 de marzo de 1877 moría en Southampton, Inglaterra, Juan Manuel de Rosas, quien dirigiera y condicionara los destinos de la provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1852. El Restaurador de las Leyes asumió, además, el manejo conjunto de las relaciones exteriores de las provincias en un régimen confederativo. Rosas tuvo la más desenfrenada devoción de sus adeptos o un odio visceral de sus adversarios. Las fugas que preceden a los exilios políticos suelen comenzar de un mismo modo en América; también son idénticas las escaramuzas del retorno, la soledad, las melancolías. Juan Manuel de Rosas no escapó a esos azares: su aventura final nació de una derrota, la de Caseros, el 3 de febrero de 1852. Aquella tarde, hacia las 3, se refugió en casa de Robert Gore, encargado de negocios inglés (Bolívar entre México y Venezuela), y mandó llamar a su hija Manuela, que había quedado en la quinta de Palermo. Con uno de los dedos heridos (el pulgar de la mano derecha), Rosas se quitó el poncho de su asistente, vistió de negro, y al filo de la medianoche, embarcó junto a Manuela en la fragata de guerra Centaur. El 7, ambos fueron trasbordados al vapor Conflict y zarparon hacia Inglaterra, mientras desvelaban a Buenos Aires las fiestas y los juicios sumarios.
La espléndida cúpula neogótica de Saint-Joseph, que Augustus Pugin había diseñado en 1792, cayó desmembrada siglo y medio más tarde, durante una incursión de bombarderos alemanes. Los vitrales que vieron entrar a la ajada Manuela el 23 de octubre de 1852, vestida de raso blanco, sin padre ni amigos que la acompañasen, han sido sustituidos por cristales de monótono color celeste. (…) El párroco John Francis (…) no sabe quién es Rosas… (…) no quiere saber, tampoco, que sobre las mismas losas del atrio, la hija del Restaurador desobedeció por primera vez a su padre, a los 36 años, y se casó sin que él lo consintiera ni aceptara verla.
Hasta 1864 el Restaurador alternó sus días entre la casa de Rockstone Place y la granja de Burgess, en Swaythling —unos diez kilómetros al norte de la ciudad, sobre la carretera de Londres—. El casco de la finca estaba casi derruido cuando Rosas tomó la decisión de arrendarla. Empleó parte de los cien mil patacones enviados por Terrero en techar la casa de nuevo y en levantar tres ranchos a su alrededor, para que asumiera el aspecto de una estancia bonaerense. Construyó corrales, galpones y bebederos, plantó robles y castaños, compró vacas, gallinas, caballos y cerdos, sembró algunas hortalizas. Eran 50 hectáreas en total, pero le bastaban para sentir cierto perfume de resurrección dentro de su cuerpo.
No lanzó al aire otras señales de humo: el 10 de marzo de 1877, al atardecer, salió de la casa para vigilar el encierro de un par de ovejas. Cuando volvió e intentó acostarse, un ataque de tos lo doblegó durante media hora. A medianoche, vencido por la fiebre, hizo llamar a su vecino el doctor John Wibblin, que lo había asistido un par de veces. Le diagnosticaron congestión pulmonar. Wibbliln envió un telegrama a Manuelita, instándola a que viajara cuanto antes desde Londres. El 13 a la mañana, cuando la hija y los dos nietos llegaron, la temperatura había subido a los 41 grados y los golpes de tos se convirtieron en vómitos de sangre. Por la tarde, la fatiga y la fiebre empezaron a disipársele. Manuela durmió a su lado, sin soltarle las manos, y cuando despertó, en la madrugada del 14, lo descubrió despierto, con los ojos vueltos hacia la luz azul que entraba por la ventana. «¿Cómo sigue, tatita?» le preguntó. «No sé, niña», dijo el general. Y respiró profundamente, por última vez.
A nadie parecía importarle aquella muerte. Cuando el cortejo fúnebre salió de la iglesia católica de Saint-Joseph, en Bugle Street —después de un responso que duró doce minutos—, el alcalde de Southampton estaba en los muelles del río Test, apadrinando la botadura de una fragata, y una cuadrilla de peones demolía el primer piso del hotel Windsor, donde el difunto había vivido su primer año de exilio. Era el 15 de marzo de 1877, y en el Southampton Times & Hampshire Express (que dedicaba treinta y dos líneas en su edición del día a trazar una indiferente semblanza de Juan Manuel de Rosas) se anunciaba para el anochecer una tormenta que avanzaba desde Escocia y amenazaba con interrumpir la adelantada primavera de la costa.
El cortejo se desvió lentamente hacia la catedral normanda de Saint-Michael, alcanzó la Calle Mayor y siguió rumbo al norte… En un carruaje descubierto —»un landó reformado para las aventuras funerarias», según narra Elsie Sandell, la historiadora oficial de la ciudad — iba el ataúd de roble, cubierto por una bandera argentina. Detrás, en el pequeño brougham, viajaban Manuela Rosas de Terrero, hija del muerto; Augusta Gordon, hermana del héroe de la campaña de China, y Elizabeth Adams, un ama de llaves que servía a Manuela desde su casamiento, en 1852. Las escoltaban quince jinetes, con las monturas tocadas por crespones; dos de ellos se acercaban a intervalos a las ventanillas del brougham y hablaban con las mujeres: eran Máximo Manuel y Rodrigo Thomas Terrero, de 20 y 19 años, nietos de Rosas.
(…) Los cocheros apuraron la marcha, tomaron la carretera de Londres y enfilaron hacia el Cementerio Común, donde una fosa esperaba abierta desde las 9 de la mañana.
A partir de ese momento, los archivos difieren en los detalles: el Hampshire Echo informa que un capellán tomó la bandera que abrazaba el féretro, la roció con agua bendita y la entregó a Manuela; la señora Sandell asegura que la bandera descendió a la fosa y que Máximo Manuel depositó sobre ella el sable corvo de las campañas de la Independencia que José de San Martín le había regalado a su abuelo. Pero la tumba sigue emplazada en el mismo sitio, cincuenta metros a la derecha de las verjas de entrada, en las que alguien forjó, dos siglos atrás, las rosas de los Lancaster y de los York.
De otras mudanzas se han alimentado los años, sin embargo: a partir de 1880 empezó a crecer en torno de la sepultura el cementerio judío de la ciudad; Rosas descansa ahora en un vértice flanqueado por lápidas con inscripciones hebreas, apenas separado de ellas por un cerco bajo y espinoso. Sobre el antiguo túmulo fue erigido en 1938 un pedestal de mármol rojizo, coronado por una cruz. La cara frontal del monumento recuerda al brigadier general, «nacido en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793, llegado a Inglaterra en 1852 y muerto en Southampton el 14 de marzo de 1877». Debajo de esa leyenda hay otra que conmemora a Manuela, «la amante hija». Detrás está Máximo, el yerno; hacia la izquierda, Rodrigo Thomas, que sobrevivió 60 años al abuelo. Un castaño de las Indias, ya despojado de follaje por el otoño, deja caer sus ramitas secas sobre el mausoleo y la balaustrada que lo circunda. Separada de sus amos por un par de cruces celtas, yace «la fiel Elizabeth Adams». Treinta pasos hacia el norte, de espaldas a la capilla anglicana, asoma la sepultura de Manuel Máximo, «muerto en 1926 y nieto del ex dictador de la Argentina» (sic). El guardián del cementerio, George Everton, ha visto detenerse ante el sepulcro «a más de varios centenar de visitantes, en los últimos cinco años». Ruby, su mujer, y su hijo Raúl —que aprendió a leer debajo del castaño— suelen tropezar los 14 de marzo con ramos de flores silvestres, «que alguien deja caer detrás de la balaustrada». «Sólo eso: flores —dice Everton—. No han molestado a estos difuntos con servicios religiosos ni placas de homenaje.» (…)
La travesía del Atlántico fue retardada por la explosión de una caldera al salir del puerto de Santos: Máximo Terrero, el novio de Manuela, pudo así adelantarse al Conflict y esperar su llegada en Plymouth. El vapor atracó a fines de abril, entre sones militares y saludos oficiales. La recepción jubilosa al dictador caído provocó una interpelación en la Cámara de los Lores que fue zanjada por el duque de Northumberland, jefe del gabinete, cuyos elogios a la política exterior de Rosas acallaron toda protesta. El 1º de mayo, los emigrados partieron en diligencia hacia Southampton y se alojaron en los hoteles Dolphin y Windsor. Tardarían dos años en descender sobre ellos las traiciones y las desgracias.
Trece días después de la fuga, Vicente López y Planes –gobernador provisional de Buenos Aires— ordenó la confiscación de los bienes de Rosas, para «resarcir al Estado de las malversaciones» en que habría incurrido. Las protestas de Juan N. Terrero —apoderado del fugitivo— fueron al fin oídas el 7 de agosto, cuando el propio Justo José de Urquiza, recién ungido director de la Confederación, anuló el decreto de López. La contramarcha fue providencial para Rosas, que había llevado consigo sólo 900 pesos fuertes, recogidos por Manuelita de las gavetas de Palermo, y que los había gastado casi por completo durante el viaje y los dos primeros meses de estada.
Pero los remolinos históricos no concedieron sino un corto respiro a los amigos del viejo brigadier general. El 11 de septiembre, cuando Terrero acababa de vender la estancia San Martín (en La Matanza) y de enviar a Inglaterra los cien mil patacones que le pagaron, estalló en Buenos Aires la revuelta separatista contra la hegemonía de Urquiza, y la nueva Legislatura declaró que no iba a reconocer ningún acto del Congreso Nacional.
Quedaron interrumpidas las conversaciones para liquidar la finca La Blanqueada, en Belgrano, y los predios de Palermo. Pero aquel único golpe de oxígeno le bastó al desterrado: arrendó la granja de Willis Fleming, en la región de Swaythling, y se dispuso a recomenzar. (…)
De otras enfermedades —más incurables que la rebelión filial— se quejaba el brigadier en aquellos meses: lo atormentaba el encierro en el Windsor, lo disgustaban las ocasionales visitas que recibía (Nicolás y Juan Anchorena en noviembre), la lejanía de la pampa, el minúsculo horizonte donde se frenaba su mirada. Trataba de reinventar la vieja vida cabalgando hacia los campos. «Hay en este condado una floresta completamente desierta —escribe en una carta que cita Carlos Ibarguren—. Tiene como diez leguas de longitud y como ocho de ancho. Abundan en ella los ciervos, liebres, pájaros y toda clase de caza. Sus arroyos, pastos y árboles son deliciosos. Allí, en esas inalterables soledades y en ese no interrumpido silencio, encuentro mis únicas distracciones, como que mi vida es completamente privada.»
Hacia la mitad de su primer invierno europeo abandona el hotel y se traslada a Rockstone Place.
Por aquellos días las catástrofes cercaban a Rosas. En diciembre de 1853, el gobierno de Buenos Aires eleva a los legisladores una nota en la que reclama la apertura de un juicio contra el exiliado y la autorización para disponer de sus bienes. Rosas contesta inmediatamente: «En veinte años que la prensa del mundo sirvió a mis enemigos —dice una carta citada por Adolfo Saldías—, a nadie se le ocurrió imputarme el cargo de robador del tesoro público, porque nadie podía ni puede comprobarme este cargo sin ser desmentido por los documentos fehacientes que acreditan lo contrario. ¿Debía comparecer en juicio para defenderme? ¿Podía hacerlo ante los que arrogándose además una competencia que nadie les ha atribuido daban muestras del espíritu que los animaba? Me limité a suplicar, aun a reclamar por la restitución de mis bienes. Pero esta petición no mereció resolución alguna. En tal situación, no me queda otro arbitrio que el que las leyes acuerdan al que, en mi caso, no puede defenderse, ni tiene jueces competentes ante quien deba ventilar sus derechos». El remate de sus posesiones se consuma, sin embargo. El gobernador Alsina ordena la división y venta en lotes de la estancia La Blanqueada, en Belgrano; los campos de Palermo son convertidos en paseo público.
Desde Paraná, Urquiza envía a Southampton una carta de consuelo: «Creo que V. no debe perder la esperanza de que sus conciudadanos vuelvan sobre esos actos que son la expresión de la venganza y de los odios mezquinos» (28 de agosto de 1858; citada por Saldías). Ya es tarde: Rosas ha sido condenado a muerte con calidad de aleve, Urquiza se ha retirado de Buenos Aires sin usufructuar su victoria en Cepeda, y Manuelita —para colmo— marcha hacia Londres con el marido y los hijos.
La vejez desgarra al dictador al mismo tiempo que el infortunio. Se han terminado las visitas anuales de lord Palmerston —el primer ministro de la Corona—, las cacerías del zorro y los paseos «con otros caballeros aficionados a estas diversiones». Ha fracasado también —sin que jamás se hayan aclarado las razones— el retorno a la Argentina en un barco de vela, que debía llegar al estrecho de Magallanes por el Pacífico y encontrarse con otra nave salida de Montevideo, hasta desembarcar en Quequén y retomar el poder por sorpresa. Rosas se ha acostumbrado ya a la soledad y al fracaso; a partir de 1859 tendrá, a la vez, que habituarse a la miseria.
Hacia 1862, sin embargo, la fortuna se le había esfumado casi por completo. A 130 kilómetros de Londres —donde vivían Manuela y sus nietos—, y negándose a visitarla, se entregó a «la prisión de mis pensamientos» (como insisten las cartas de aquellos meses) y a largas cabalgatas solitarias por las mañanas. A principios de 1864, la falta de dinero para el pago del arriendo lo desesperó. En una patética carta a Urquiza se zafa para siempre de su obstinado orgullo: «Me encuentro ya precisamente obligado a salir de esta casa (la de Rockstone, escribe), a dejarlo todo, pagar algo de lo que debo y reducirme a vivir en la miseria. Y en tal estado, si Vuestra Excelencia puede hacer algo en mi favor, es llegado el tiempo de admitir las generosas ofertas de Vuestra Excelencia para sacarme o aliviarme en tan amarga y difícil situación. No poco me cuesta molestar a Vuestra Excelencia con pedido de tal naturaleza, pero mi caso, tan claro y notorio, me impone llamar en mi auxilio por asistencia, pues creo que debo, hasta a mi patria, no perdonar medio alguno permitido a un hombre de mi clase para no parecer ante el extranjero en estado de indigencia, quien nada hizo para merecerla».
En abril, Urquiza le envía mil libras esterlinas; a fines de aquel año aciago, Manuelita lo auxilia con otras 250 libras. Burgess Farm lo devora, sin embargo. El viejo dictador procura doblegar la desdicha despidiendo a la mitad de sus peones y sometiéndose él mismo a los trabajos más rudos. Durante las épocas de siembra, entre 1867 y 1869, duerme tres a cuatro horas por día.
No queda nadie en Southampton que recuerde esa historia. Toda señal de la finca se ha esfumado. W. H. Matcham, que la compró a la familia Fleming al terminar la Gran Guerra, resolvió demolerla en 1926. Ahora, en el cruce entre la calle Burgess y Langhorn Road, se alza una veintena de casitas de dos plantas, ocupadas por pequeños burgueses. (…)
Ajeno a los combates en el Paraguay, despreocupado tal vez por el ascenso de Sarmiento al poder —porque en aquellos años los tumultos de la patria le parecían, seguramente, una invencible cabeza de hidra—, Rosas despierta de la miseria para lanzar una imprecación, la última, contra el asesinato de Urquiza en el palacio de San José: «Ya le había dicho yo —escribe en mayo de 1870, un mes después del crimen— que su vida y su fortuna no estaban seguras si permanecía en la provincia entrerriana».
Pero ya no tiene fuerzas para los combates políticos: cada día la pobreza le muerde un poco más el corazón. Una carta a doña Josefa Gómez, que data de septiembre de 1866, lo describe en el último resto de su esplendor: «Estoy más derecho, mucho más delgado y más ágil que cuando usted me vio la última vez. No me cambio por el hombre más fuerte para el trabajo, y hago aquí, sobre el caballo, lo que no pueden hacer ni aun los mozos. (…) No estoy completamente calvo, ni aun calvo. Me falta un poco de pelo al frente. Las patillas que uso, del todo blancas, son las mismas casi con que vine el 52. Eso de las barbas como de cinco a seis días es cierto, pues que, por economía, solamente me afeito cada ocho días. Y por la misma necesidad de economizar lo posible, no fumo, ni tomo vino, ni licor de clase alguna. Ni tomo rapé, ni algo de entretenimiento. Mi comida es la más pobre en todo. (…) Nunca uso zapatos. Lo que siempre he usado y uso son botas. No es cierto que me titule S. E. el Capitán General. No me nombro de otro modo sino Juan Manuel Ortiz de Rozas y López. Cierto es que dije que no recibía visitas ni las hacía, por no tener recursos ni tiempo para ello».
Cinco años más tarde iba a privarse también de escribir cartas, y su único goce serían «dos caballos en los que ando diariamente, y el campo en que distraerme». Sólo con Manuela y su yerno se desahogaba de vez en cuando. «Ni yo mismo puedo sufrirme», explica en 1875. Y al año siguiente: «Las gallinas se acabaron, las he comido. Aún he conservado tres lecheras. La mora, que decían no daba suficiente leche. Y la otra, que parecía flaca y ahora está más gorda, nunca ha dado más leche”. (…)
Un viento final lo agitará, sin embargo, en el otoño de 1876, cuando le escribe a Manuela: «Mi muy querida hija, triste siento decirte que las vacas ya no están en este Farm. Dios sabe lo que dispone y el placer que sentía al verlas en el campo, llamarme, ir a mi carruaje a recibir alguna ración cariñosa por mis manos, y en enviar a ustedes la manteca. Las he vendido por 27 libras y si más hubiera esperado, menos hubieran ofrecido».
No lanzó al aire otras señales de humo: el 10 de marzo de 1877, al atardecer, salió de la casa para vigilar el encierro de un par de ovejas. Cuando volvió e intentó acostarse, un ataque de tos lo doblegó durante media hora. A medianoche, vencido por la fiebre, hizo llamar a su vecino el doctor John Wibblin, que lo había asistido un par de veces. Le diagnosticaron congestión pulmonar. Wibbliln envió un telegrama a Manuelita, instándola a que viajara cuanto antes desde Londres. El 13 a la mañana, cuando la hija y los dos nietos llegaron, la temperatura había subido a los 41 grados y los golpes de tos se convirtieron en vómitos de sangre. Por la tarde, la fatiga y la fiebre empezaron a disipársele. Manuela durmió a su lado, sin soltarle las manos, y cuando despertó, en la madrugada del 14, lo descubrió despierto, con los ojos vueltos hacia la luz azul que entraba por la ventana. «¿Cómo sigue, tatita?» le preguntó. «No sé, niña», dijo el general. Y respiró profundamente, por última vez.
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