Cuando las fuerzas de Oribe se disponían a sitiar
Montevideo, Juan Bautista Alberdi (1810 - 1884) decidió partir hacia
Europa. A su regreso se dirigió a Chile donde colaboró con el diario
El Mercurio y fundó
El Comercio
en la ciudad de Valparaíso. Una vez que terminó la reválida de su
título de abogado pudo dedicarse plenamente a las dos profesiones que
más le atraían. Por eso Sarmiento acremente lo llamaba
“abogado-periodista” atribuyéndole un alma sedienta de riqueza. En el país trasandino vivió más de diez años hasta que, en 1855,
asumió funciones diplomáticas para la Confederación Argentina con
destino europeo. Fue una etapa de importantes progresos personales en la
que, bajo el amparo del presidente chileno Bulnes, hizo buenos negocios
y alcanzó un cómodo despliegue político. Sobre ese sustento adoptó una
postura crítica que lo alejaba tanto de los unitarios como los
federales.

Una vez conocido el pronunciamiento de Urquiza contra Rosas, mantuvo
una posición ambigua. Sin condenar al rosismo comenzó a referirse a la
situación reinante como la cenagosa expresión de una declinación
inevitable.
Tampoco después celebró el resultado de la batalla de
Caseros prefiriendo decir que “la participación brasileña me ha hecho
ese día nublado y triste” (según las confidencias que Ernesto Quesada
dijo haber recibido en un encuentro parisino). En realidad había
mantenido una aceptable relación con las superiores jerarquías
gubernativas durante los últimos años, lo que le permitió dejar en el
olvido su actuación montevideana apoyando la intervención francesa,
incitando la campaña de Lavalle y redactando la declaración de guerra de
la Banda Oriental. Además todavía nada lo ligaba al emprendimiento
urquicista. Como tantos otros intelectuales de su generación sostenía que era
necesario terminar abruptamente con el desierto argentino y con el
atraso económico. Una de las claves de la postergación se encontraba en
el aislamiento del país del proceso civilizatorio que encarnaba tanto el
capitalismo europeo como el norteamericano. La solución no pasaba por
la educación como creía Sarmiento, sino por el implante de esa
modernidad mediante el reemplazo inmediato de la población. El gran
factor educativo sería la presencia misma del inmigrante, elemento de
excelencia para el progreso y la cultura que se necesitaba. Además, ese
era el camino más rápido para lograr la opulencia de ciertos estados sin
tener que esperar la formación de las nuevas generaciones.
“Cada
europeo que vine a nuestras playas trae más civilización en sus hábitos,
que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de
filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa.
Un hombre laborioso es el catecismo más edificante ¿Queremos plantar y
aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la
laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos? Traigamos pedazos
vivos de ella en la costumbre y radiquémosla aquí. ¿Queremos que los
hábitos de orden, de disciplina e industria prevalezcan en nuestra
América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos
son comunicativos; al lado del industrial europeo, pronto se forma el
industrial americano. La planta de la civilización no se produce de
semilla. Es como la viña: prende de gajo”.
Desde esas convicciones, desencadenada la crisis que llevará al cisma
entre la Confederación y Buenos Aires, se decidió a redactar Bases.
Apeló a algunos textos anteriores (sobre todo a sus artículos de
El Mercurio), se apartó de otros (especialmente de los que poseían un corte americanista como
Memoria sobra la convivencia y objeto de un Congreso General Americano de 1845)
y produjo nuevos escritos para ahondar en el específico campo del
derecho público. Confiaba en la fuerza de su influencia y en su sentido
de ubicuidad. (“Como medio músico que soy, tengo el órgano del tiempo y
sé tocar la nota que me corresponde en el momento oportuno”).
Los hechos fueron adquiriendo una dinámica diferente. Finalmente
existía un serio emprendimiento constitucionalista encarnado por
Urquiza.
Ello lo obligaba a la apresurada redacción de Bases
(“una obra de acción que, pensada en reposo, fue escrita velozmente”).
La primera edición se conoció en mayo de 1852 y la segunda estuvo
difundida pocos meses después conteniendo diversas ampliaciones y un
proyecto de constitución. La versión definitiva corresponde a la edición
de 1889. Su prestigio jurídico le posibilitaba incidir seriamente en la
confección de la ley suprema de los argentinos que estaba a punto de
dictarse. Esa era la oportunidad de actuar y no había que dejarla pasar
de largo. Este intelectual tucumano desde muy joven hablaba en nombre de la
civilización, es decir de la europeidad. Pensaba que existían rígidas
leyes reguladoras de la humanidad en su conjunto, pero que, en su
desarrollo, iban adquiriendo fisonomías cambiantes en el tiempo y en el
espacio. De ese modo surgían los perfiles singulares que conforman el
aporte original de cada nacionalidad a la multifacética historia
universal.
Para Alberdi el proceso civilizatorio global (que actualmente se
denomina modernidad) ya había sido dilucidado acabadamente por estudios
europeos y la filosofía nacional debía abocarse a desentrañar sus
manifestaciones locales. En el terreno específico de la historia y de la
política, es decir en la esfera del pasado y del presente, la
conformación biológica del hombre americano poseía una influencia
decisiva. Correspondía entonces a los intelectuales develar la identidad
pretérita para que los políticos puedan orientar su gestión tendiente a
lograr la armonía entre el desarrollo social argentino y el desarrollo
social de la humanidad. Esa tarea crucial se encontraba aún pendiente
porque no había sido abordada debidamente ni por el iluminismo ni por el
historicismo. La clara determinación de lo específicamente propio y
distintivo de cada pueblo resultaba indispensable para la construcción
de un pensamiento autónomo: “Tener libertad política y no tener libertad
artística, filosófica, industrial, es tener libres los brazos y la
cabeza encadenada”. Esa falta de una auténtica filosofía nacional, acorde a la
originalidad del pueblo, explica el fracaso del intento organizativo de
los unitarios.
El desconocimiento de lo específicamente argentino
engendró proyectos constitucionales apartados de la realidad que
resultaron inaplicables. La política que posteriormente encarnó Rosas
careció del necesario fundamento intelectual convirtiéndose en pura
acción vacía de ideación. Para cubrir ese hueco realizó Alberdi dos
obras aparecidas en 1837:
Fragmento preliminar al estudio del derecho y
Doble armonía.
Las mismas fueron difundidas desde el “Salón Literario” de Marcos
Sastre y desde la “Asociación de la Joven Argentina” de Esteban
Echeverría.
La agudización de las preocupaciones propias de la política concreta
experimentadas en Montevideo, cuando se fue ligando a la gestión
antirrosista de los proscriptos, lo colocaron bajo el influjo de
socialistas franceses como Claude Saint Simón y Pierre Leroux. Pero una
vez afincado en Chile (tras su viaje a Europa) morigeró estos enfoques
desde una posición diferente: abandonó influencias utopistas e
historicistas para incorporar categorías del liberalismo de Adam Smith y
del positivismo de Augusto Comte. En
La República Argentina 37 años después de la Revolución de Mayo
se permitió realizar un balance crítico parejamente condenatorio de
unitarios y de federales (“los dos hicieron mal”), los primeros por
recurrir a “la liga con los extranjeros” y los segundos por “echar mano a
la tiranía”. Si la postura ecléctica de los románticos rioplatenses le
había permitido oscilar entre el iluminismo y el historicismo,
últimamente se encontraba cada vez más influido por las fundamentaciones
de políticas que se encargaron de despojar al liberalismo de contenidos
democráticos y por las concepciones económicas de la escuela clásica
que inaugurara Smith de fuerte sentido individualista. De allí surgió el
sistema argumentativo que se expresa en las Bases cuando ya había
dejado de confiar en la capacidad de sus compatriotas para producir el
avance civilizatorio. ¿Qué era lo que se necesitaba realizar para lograr un trasplante de
gajo exitoso? En la respuesta de este interrogante Alberdi busca la
mayor precisión. Su discurso se excede en explicaciones y cae en
reiteraciones porque entiende que se trata de una cuestión decisiva. La batalla de Caseros abre directamente el camino de la organización
nacional. El país en esta instancia precisa un gobierno eficaz y un
orden jurídico adecuado que lo regule. Ninguna de las constituciones
sudamericanas sirven como modelo porque son fruto de un momento
históricamente superado. Ellas nacieron en la etapa de lucha por la
independencia de España que concluyó en la batalla de Ayacucho (1824).
Todas están marcadas por la necesidad de apartarse de Europa y por ese
motivo prestigian los aspectos políticos independentistas por sobre las
decisiones económicas cruciales. Una vez lograda la soberanía resulta
menester alcanzar el progreso mediante un impulso productivo, establecer
la libertad industrial y comercial, el derecho al trabajo y a la
propiedad. (“He aquí el fin de las constituciones de hoy día: ellas
deben propender a organizar y constituir los grandes medios prácticos de
sacar a la América emancipada del estado oscuro y subalterno en que se
encuentra. Las constituciones económicas creativas, adecuadas a la etapa
de transición, son las propicias a los tiempos excepcionales que vive
el país”).
La que sí resultaba realmente aconsejable —siempre siguiendo a
Alberdi— era la constitución del nuevo estado de California (1849).
Conservaba la tradición de libertad que caracteriza las instituciones
estadounidenses y estaba calculada para el logro de un gran bienestar en
un breve lapso. Todo el pueblo californiano gozaba de plenos derechos
civiles (facultades ambulatorias, seguridad personal, inviolabilidad de
la propiedad, etc.). Con el fin de estimular la inmigración se les
permitió a los extranjeros acceder a cargos públicos con sólo un año de
ciudadanía pues se los consideraba agentes esenciales del progreso.
El examen que realiza Alberdi es llamativamente insuficiente y
sectorizado. Nada expresa sobre el despojo del cual surge el estado de
California que pertenecía a México. Tampoco se refiere a la particular
existencia de un verdadero caos originado en la lucha entre los
buscadores de oro con aventureros y bandidos de todas partes del mundo.
Omite la verdadera dinámica política y económica de un estado singular
en un momento
INédito
para atribuirle a las bondades constitucionales el gran incremento
poblacional y económico. Pero en la propia esfera jurídica también
incurre en omisiones notables. Más que una igualdad para los extranjeros
lo que se implantó fue una inferioridad para los nativos de las tierras
conquistadas. L
os mejicanos del lugar se encontraban privados de
derechos políticos a los que sólo podían acceder mediante la
acreditación de pureza racial y expresa manifestación de lealtad al país
invasor. De ese modo silencia la condición ominosa a que quedaban
sometidos los nativos. Éste modelo normativo, expresión de un descarnado
colonialismo, guió el proyecto alberdiano.
Era conocida la
preferencia de Alberdi por una organización
monarquíca constitucional. Sin embargo se pronunció abiertamente a favor
de un determinado tipo de república.
Presentó lo que se denominó una
“república posible” diferente de la “república verdadera” la cual debía
tenderse a lograr en el futuro. Partiendo de un supuesto realismo
elemental sostenía que no estaban dadas las condiciones para la vigencia
de una monarquía ni de una república en sus términos clásicos.
Deberíamos los argentinos lograr la sensatez de los chilenos que
adoptaron “una constitución monárquica en el fondo y republicana en la
forma”, particular modo de crear un régimen que, por un lado, respete
una tradición y, por otro lado, genere un cambio. Fundaba su posición en
cuestiones pragmáticas sin llegar a generar una convincente
argumentación teórica. (“Felizmente, la república, tan fecunda en formas
reconoce muchos grados y se presta a todas las exigencias de la edad y
del espacio. Saber acomodarla a nuestra edad es todo el arte de
constituirse entre nosotros.”). En consecuencia abogaba por la creación
de un poder ejecutivo unipersonal fortalecido con una amplitud de
facultades que lo aproximaran a la condición monárquica.
Con ese soporte institucional entra en el terreno económico que le
preocupa. La transformación económica que permita superar el atraso
colonial debe ser llevada a cabo bajo la dirección de una elite que
aproveche los medios de coerción desarrollados durante el gobierno de
Rosas para otro fin, en este caso benéfico y superior. Esa minoría
política y económica que conducirá al país será aprobada por la selecta
intelectualidad comprometida con el cambio civilizatorio del
capitalismo. “
Crecimiento económico —aclara Tulio Halperin Donghi—
significa para Alberdi crecimiento acelerado de la producción, sin
ningún elemento redistributivo. No hay —se ha visto ya— razones
político-sociales que hagan necesario este último; el autoritarismo
preservado en su nueva envoltura constitucional es por hipótesis
suficiente para afrontar el módico desafío de los desfavorecidos por el
proceso. Alberdi no cree siquiera preciso examinar si habría razones
económicas que hicieran necesaria alguna redistribución de ingresos, y
su indiferencia por este aspecto del problema es perfectamente
entendible: el mercado para la acrecida producción argentina ha de
encontrarse sobre todo en el extranjero.”
Ese crecimiento económico forjará una sociedad nueva. Hasta que ella
se pueda concretar el estado debe estructurarse bajo la forma de una
“república posible”. La provisoriedad de la propuesta se extiende hasta
el logro del ambicionado resultado. Finalmente la consolidación de la
nueva sociedad permitirá la erección de una perdurable “república
verdadera”.
En lo referente al mayor o menor grado de centralización o
descentralización del gobierno, cuestión que provocó el derrame de tanta
sangre en las Provincias Unidas del Río de la Plata, también se inclinó
por una solución mixta. En el país se habían dado antecedentes
unitarios y federales, en el período de dominación española y en la
etapa de independencia política. La asamblea constituyente que se forme
—si desea dictar una constitución real, natural y posible— no puede
intentar borrar de cuajo estos antecedentes plenamente incorporados a la
historia propia. La tentativa de cada tendencia de imponerse,
rechazando toda fórmula de conciliación, ha sido la causa de que ninguna
de ellas se haya establecido definitivamente. La situación nacional
lleva a una tramitación opuesta a la de EE.UU. donde primero los estados
se dieron su propia constitución y luego se dictó la constitución
nacional. En la Argentina las constituciones provinciales serán
sancionadas con posterioridad y dentro de los lineamientos que
establezca la constitución nacional. Sólo cabe lograr un federalismo
híbrido intermedio entre la desconcentración confederal norteamericana
vigente entre 1776 y 1787 y la concentración unitaria rivadaviana. En
esta “federacion unitaria” o “unidad federativa” que postulaba Alberdi
queda muy poco del federalismo de la constitución estadounidense de 1787
que tuvo como modelo en otras cuestiones. (“El poder respectivo de esos
hechos anteriores, tanto unitarios como federativos, conduce a la
opinión pública de aquella república al abandono de todo sistema
exclusivo y al alejamiento de las dos tendencias o principios, que
habiendo aspirado en vano al gobierno exclusivo del país, durante una
lucha estéril, alimentada por largos años, busca hoy una fusión
parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concilie las
libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación,
solución inevitable y única, que resulta de la aplicación de los grandes
términos del problema argentino —la Nación y la Provincia— de la
fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste en la
combinación armónica de la
individualidad con la
generalidad, del
localismo con la
nación, o bien de la
libertad con la
asociación…”).
Cuando el proyecto de Alberdi define la forma de gobierno propuesta
la caracteriza como democrática. ( Art. 20 “El Gobierno de la República
es democrático, representativo y federal”). Esta palabra no aparecerá
después en la constitución nacional y recién fue incorporada por la
reforma de 1994. La estructuración del proyecto y del texto de 1853 no
poseen diferencias sustanciales en lo que respecta al diseño de los
derechos políticos y a la materialización de la representación liberal.
En ambos casos no surgen elementos normativos tendientes a garantizar el
ejercicio efectivo de la elección soberana. Por el contrario, se
establecen mecanismos para morigerar los riesgos del sufragio popular,
con elecciones indirectas de diversos grados para presidente y
vicepresidente. Seguía en este sentido a Sarmiento, que incluía a la
democracia revolucionaria de 1810 entre las causas de la lucha que
desplazaba a la republica.
En las Bases se propicia el otorgamiento de facilidades para el
acceso a la ciudadanía de los extranjeros procedentes de regiones más
ilustradas. También aconseja la restricción por condiciones culturales y
económicas. (“La inteligencia y la fortuna en cierto grado no son
condiciones que excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas
son asequibles para todos mediante la educación y la industria. Sin una
alteración grave en el sistema electoral de la República Argentina,
habrá que renunciar a la esperanza de obtener gobiernos dignos de la
obra del sufragio. Para olvidar los inconvenientes de una supresión
brusca de los derechos que ha estado en posesión la multitud, podrá
emplearse el sistema de elección doble o triple, que es el mejor medio
de purificar el sufragio universal sin reducirlo ni suprimirlo, y de
preparar las masas para el ejercicio futuro del sufragio directo”).
La programada limitación de los derechos políticos contrasta con la
amplitud asignada a los derechos civiles. El rasgo saliente de la
exuberancia procede de la necesidad de establecer condiciones similares
(cuando no más ventajosas) para los extranjeros y para los nativos.
Porque la presencia de inmigrantes se relaciona tanto con la necesidad
de una mayor cantidad de habitantes como con la necesidad de la llegada
de capitales, en una constitución con marcada preocupación por las
cuestiones económicas. (“Esta América necesita de capitales tanto como
de población. El inmigrante sin dinero es un soldado sin armas. Haced
que inmigren los pesos en estos países de riqueza futura y pobreza
actual. Pero el peso de un inmigrando que exige muchas concesiones y
privilegios. Dádselos, porque el capital es el brazo izquierdo del
progreso de estos países”).
En el diagnóstico alberdiano el más grave problema del país radicaba
en la falta de población. No se trata de una dolencia exclusivamente
argentina pues afectaba al conjunto de los estados americanos. Esa
carencia no sólo nos impedía ser nación sino también poseer un gobierno
general acorde a nuestras necesidades. En consecuencia la normativa
constitucional debe propender decididamente la poblamiento del
territorio. Es necesario asegurar la libertad religiosa y facilitar los
matrimonios mixtos a fin de terminar con una población escasa, impura y
estéril. Conforme a esta visión la población constituye el fin a
alcanzar y es además el medio para lograrlo. Por ello la ciencia
económica se centra en esta problemática. El aumento de población
estadounidense es una de las claves del crecimiento y fortalecimiento de
ese país. En tal medida América se convierte en el remedio que necesita
el mal europeo tan temido por Mathus.
La empresa superior consiste, entonces, en la concreción de un
trasplante cultural que, para su mejor éxito, debe ser hecho de gajo.
Poseemos una cultura hispana que ha consolidado el atraso. La europeidad
es la solución por su aptitud para el cambio y por sus ansias de
progreso. Debe implantarse una sociedad que libere al hombre de la
esclavitud del medio natural. No puede esperarse el cambio educativo de
la población que ni siquiera posee un aceptable crecimiento vegetativo.
La propuesta sarmientina nos demora esperanzada en futuras generaciones
educadas. Pero el gran agente de innovación civilizatoria inmediata es
la presencia misma del extranjero que se convierte en embajador de la
nueva cultura.
(“Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos
no realizaremos la república ciertamente. No la realizaremos tampoco con
cuatro millones de peninsulares, porque el español es incapaz de
realizarla, acá o allá. Si hemos de componer nuestra población para
nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la
población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible
hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la
población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población
anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la
electricidad.”).
Los marcados tintes europeístas del proyecto de Alberdi lo llevaron a
una posesión alejada de toda manifestación americanista. También la
profunda subordinación al capital europeo que se diseña en la propuesta
lo opone a cualquier postura independentista. Por eso se apartó de los
antecedentes constitucionales latinoamericanos producidos en la etapa de
ruptura con España y, además, tomó distancia de las grandes figuras de
la emancipación a las que no se privó de aludir críticamente. (
“ En
América, todo lo que no es europeo es bárbaro, no hay más división que
esta: 1º, el indígena, el salvaje; 2º, el europeo, es decir, nosotros…
Los libertadores de 1810… nos enseñaron a detestar bajo el nombre de europeo
a todo lo que no había nacido en América… en su tiempo esos odios
fueron resortes útiles y oportunos; hoy son preocupaciones aciagas a la
prosperidad de nuestro país”).
La frase de Alberdi
“gobernar es poblar” hizo una extraordinaria
carrera política. En su elementalidad, para un país semipoblado, aparece
como inatacable. Pero, en el plexo de su pensamiento enuncia una
fórmula autodenigratoria impregnada de prejuicios europeos que sostenían
la inferioridad geográfica y demográfica americana. Esa subalternidad
expresaba la existencia de un desgraciado sino emergente de fuerzas
insuperables. De allí la necesidad del injerto de gajo.
Con incuestionable justicia Arturo Jaureche incluyó el aserto de
Alberdi entre las zonceras argentinas señeras. La alta estimación de lo
ajeno y el severo menosprecio de lo propio, la ingenua visión del
progreso civilizatorio y la privilegiada incidencia asignada al
ordenamiento normativo justifican el encuadramiento: “Pero aunque la
idea —gobernar es poblar— era básicamente buena, el europeísmo reinante
en la Argentina del siglo XIX la arruinó por completo; si el clima era
dañino para la salud de las instituciones, como lo enseñaban los sabios
de la Europa, y las razas nativas, mestizadas de españoles, no eran
mejores, se imponía introducir otras razas, ya que el clima era
inmodificable. Ante un país desierto, que sólo necesitaba grandes masas
de población para explotar sus recursos vigentes, Alberdi condensó un
programa de gobierno en la célebre fórmula.
Como su modelo de nación
civilizada era Inglaterra (anglomanía compartida hasta por la opinión
pública de los padres europeos) redondeó en Bases la idea de que
de un peón criollo jamás saldría un buen operario inglés. (Que le
contesten a Alberdi los torneros cordobeses de Kaiser o Fiat, que hace
cuatro o cinco años pastoreaban cabras en la sierra). En otras palabras,
poblar era para Alberdi acarrear inmigración inglesa, que encastrase
con las mujeres criollas: para lo único que éstas servían era para echar
hijos al mundo. Por este extraño mecanismo de un intelectual —y Alberdi
fue en realidad el único pensador: auténtico de la Argentina del siglo
XIX, pues Sarmiento no fue un pensador: era más bien un poderoso artista
de la palabra— una buena idea de gobierno se transformó en una de las
zonceras de este manual.”
En la época en que apareció el ensayo alberdiano se editaron otros
libros de similares propósitos destinados a incidir en la organización
del estado argentino. Sarmiento en
Argirópolis propuso la
elección de la capital de los Estados Unidos del Río de la Plata en la
isla Martín García. Mariano Fragueiro dio a publicidad
Cuestiones argentinas abordando aspectos económicos del gobierno federal y de los gobiernos provinciales.
Profesión de fe
se llamó el texto donde Mitre fijó las bases ideológicas de su
posicionamiento político. Hubo otras obras de figuras de menor
notoriedad, pero ninguna alcanzó la divulgación y la gravitación de las
Bases.
En abril de 1852 Alberdi con premura comenzó a realizar la
distribución de ejemplares entre sus relaciones más íntimas y las
personalidades cuya opinión le interesaba. Mandó libros a sus amigos
Gutiérrez, Cané y Frias. También hizo llegar ejemplares a Mitre, Arcos y
Balbastro. Los diarios chilenos
El Mercurio y
El Progreso lo comentaron elogiosamente como así también el mendocino
El constitucional de los Andes y el porteño
El Nacional,
entre otros. Sarmiento en copiosa correspondencia le comunicó al autor
sus coincidencias centrales y la carta de Urquiza no se hizo esperar: “
Su bien pensado libro es a mi juicio, un medio de cooperación
importantísimo…” (22-07-52).
De todos modos la inquietud al autor consistía en conocer la medida
en que su ensayo iba influir en el texto constitucional que se preparaba
en Santa Fe. El análisis estructural de las dos constituciones (la
proyectaba y la sancionada) permite establecer el amplio campo de las
coincidencias. Tal como lo propiciara Alberdi se adoptó la forma
republicana con un poder ejecutivo unipersonal fuerte. También fue
establecido un federalismo que configura una expresión sintética de la
descentralización confederal estadounidense y la centralización unitaria
rivadaviana. Se proclama una forma representativa de gobierno sin
garantizar el efectivo ejercicio democrático del sufragio, mientras se
adoptan mecanismos tendientes a limitar su gravitación como la elección
indirecta de presidente, vicepresidente y senadores. Otro dato
estructural de raíz alberdiana es la marcada amplitud en el otorgamiento
de los derechos civiles sin menoscabo para los extranjeros, lo que
contrasta con la exigua normatización de los derechos políticos. Esto
permite concluir que el proyecto, junto con otros escasos antecedentes
(Constitución de Estados Unidos y Constitución de 1826), tuvo decisiva
influencia en las resoluciones de los constituyentes de Santa Fe.
En su vejez Alberdi escribió un libro, que consideraba complementario de
Bases (
La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital,
1881), para adherir al proceso político que se abrió con la presidencia
de Roca. No son pocos los estudiosos que consideran al roquismo, en
especial al período que se extiende hasta la reforma electoral de 1912,
como la materialización efectiva de la “república posible”, para decirlo
con sus propias palabras.
“Juan Baustista Alberdi —sostiene Natalio Botana— fue el autor de una
fórmula prescriptiva que gozó del beneficio de alcanzar una traducción
institucional sancionada por el Congreso Constituyente de 1853. Lo
significativo de esta fórmula consistió en su perdurabilidad sobre las
vicisitudes de la guerra interna entre Buenos Aires y la Confederación,
las impugnaciones posteriores provenientes de muchas provincias del
interior y la resistencia de la misma Buenos Aires a ceder parte de su
capacidad de decisión al poder central. Esta persistencia a través de
las múltiples oposiciones de que fue objeto, hizo que la fórmula
alcanzara los acontecimientos del 80 y justificara la acción política de
los protagonistas del régimen político en ciernes”.
Cuando se dictó la constitución norteamericana no integraban la
ciudadanía ni los esclavos ni los siervos, tampoco gozaban de derechos
políticos los indios que no pagasen impuestos. Esos criterios
discriminatorios incidieron directamente en la redacción de nuestro
máximo texto legal. La adopción de la forma republicana de gobierno no
dejó en claro los alcances de la soberanía popular argentina. El temor
alberdiano al voto de la “chusma” mantuvo su plena vigencia en el orden
jurídico implantado la organización estatal argentina una vez iniciado
el siglo XX. La ya comentada concepción del sufragio como función social
entusiasmó a nuestros constitucionalistas. Desde el católico José M.
Estrada al ateo Carlos Sánchez Viamonte, del conservador Joaquín V.
González al progresista Segundo V. Linares Quintana, adhirieron a la
cáustica tesis. La razón es muy simple: apartarse de la posición
rousseuniana implicaba mantener una puerta abierta para la calificación
del voto. La teoría era un eficaz instrumento para el propósito de
evitar el “triunfo de la ignorancia universal” de acuerdo a la
significativa expresión de Eduardo Wilde. El sufragio dejaba de ser
considerado un derecho que se posee para convertirse en una función que
se recibe. No era una facultad propia del ciudadano sino una obligación
impuesta por el estado. La tesis también permitió escindir totalmente el
liberalismo de la democracia; más precisamente sirvió para que el
liberalismo se despojase de su contenido democrático. Dicho liberalismo antidemocrático no sólo campea en las obras de
nuestros juristas de más prestigio, sino que además se convirtió en un
perrequisito de reputación profesional. Juan A. González Calderón
prologó un libro (
Reforma electoral y sufragio familiar) de su
aventajado discípulo Martín Cobo que propicia conceder el derecho de
voto solamente a los padres de familia. Allí el prologista, sin pelos en
la lengua, sostiene: “Cada día estoy más convencido que la llamada
democracia cuantitativa o política, la que se basa en el principio
básico de que cada hombre —sufragante, o sea cada cuidado— elector es un
voto y no vale más ni menos que un voto, va a hacer desalojada por
alguna estructuración estatal sobre la base del sufragio —función
pública (privilegio privativo de los más capaces), que posibilita la
realidad de una democracia orgánica”. Siguiendo ese odioso criterio la
república de los iguales queda desplazada por el reino de las minorías
selectas. Allí las elites crecen geométricamente sobre las masas: los
menos valen más en el escrutinio de las calidades preferentes.
Considerando al sufragio una función, el ciudadano al votar cumple
una tarea pública. Para desempeñarse como funcionario público la
constitución establece ( Art. 16º ) el requisito insalvable de la
idoneidad. De ese modo se llega a la conclusión de que para poder votar
es necesario ser capaz y encontrarse oficialmente considerado como tal.
El razonamiento conduce invariablemente al “voto capacitario” marginador
de analfabetos y de todos cuantos no cumplan con los niveles de
exigencia que se establezcan. También desemboca en la necesidad de crear
un cuerpo calificador que no pueda llegar a ser calificado.
La literalidad de los artículos 33º y 37º de la constitución
apuntalando la soberanía popular no detuvo a estos teorizadores de la
selectividad. Linares Quintana, otro encumbrado catedrático, afirmó: “De
ahí se ha inferido que nuestra constitución prohibe la calificación del
voto. Sin embargo, la buena doctrina entiende que el artículo 37º la
palabra pueblo está empleada en un sentido restringido, equivaliendo a
cuerpo electoral, o sea, a un pueblo calificado, calificación que la
constitución deja librada al Congreso”. Esta aviesa interpretación
desnuda perversos móviles políticos. La norma establece que el gobierno
es elegido por el pueblo, pero el glosador entiende que, en la práctica,
sólo pueden ser electores aquellos que gocen de la venia aprobatoria de
las cámaras legislativas. Se genera de esta manera un círculo vicioso
donde, además, no queda claro quién puede designar el primer cuerpo
parlamentario.
El constitucionalismo argentino bebió en las fuentes del liberalismo
oligárquico cuyos rasgos antidemocráticos impregnaron todo el andamiaje
jurídico. No faltaron citas a los jueces superiores para avalar las más
flagrantes violaciones de la voluntad popular. A pesar de las reformas
efectuadas, nuestra constitución (Art. 55º) requiere para ser senador el
goce de una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una ingreso
equivalente. Ese requisito es extendido (Art. 89º) para poder ser
presidente o vicepresidente y para integrar la Corte Suprema de Justicia
(Art. 111º). Así quedó establecida la exigencia para los miembros de
los tres poderes. Adoptada la teoría de la función social del sufragio se justifica la
restricción de su universalidad. La turbulencia de la cantidad cede paso
al orden apacible que emana del imperio de las calidades selectas.
La
cuestión no ha quedado acotada a una simple discusión académica:
avanzado el siglo veinte el pueblo sólo había podido votar libremente a
Yrigoyen, a Perón y sus candidatos (Alvear y Cámpora, respectivamente).
Reinstalados gobiernos constitucionales desde 1983, no fueron necesarios
el fraude ni las proscripciones para imponer políticas que perjudicaron
seriamente al país y a los sectores populares. De ese modo el distante
pensamiento antidemocrático de las Bases mantiene gravitación en
medio de las miserias del democratismo emergentes de la dramática
subordinación económica en que el país se encuentra sumergido.
Notas:
Acción de la Europa en América, Valparaíso, El suceso nº 104 11/8/45, p. 88.
Fragmento preliminar al estudio del derecho, Bs As, Biblos, 1984, p 43.
Una nación para el desierto, Bs As, CEAL, 1982, p 39.
Manual de zonceras argentinas, Bs As, Peña Lillio,1980, p100.
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