Rosas

miércoles, 30 de noviembre de 2022
El Plan Maitland
Rincón de López
Por el Prof. Jbismarck
Las armas utilizadas en nuestra independencia
Por le Prof. Jbismarck
La región había sido invadida y conquistada por fuerzas británicas en 1806 y 1807. La crisis resultante de sendos ataques había fortalecido de milicias urbanas cuyas más grandes unidades estaban en manos de hispanoamericanos. Al estallar la revolución en mayo de 1810, sus líderes echaron mano de dichas milicias para imponerse fácilmente a los partidarios del virrey. Pero mientras el gobierno revolucionario se esforzaba por transformar sus milicias en verdaderos regimientos de línea, la reacción realista tomaba forma en la ciudad amurallada de Montevideo (sede local de la marina real) y en los gruesos contingentes provenientes del virreinato del Perú. La lucha se daría entonces en estos dos frentes al que se sumaría luego, con la caída de los patriotas en Chile, un tercero a lo largo de los Andes. Lo más grave, resultaría ser la división interna del territorio a partir de la oposición de los pueblos situados sobre los frentes de combate ante la dirección centralista y autoritaria de Buenos Aires (los pueblos del Litoral bajo el mando de José Artigas, los del norte con Martín Miguel de Güemes). Cansados de soportar sobre sus espaldas lo peor del costo de la guerra, estos pueblos se levantarían en armas contra el gobierno central y terminarían destruyéndolo en 1820, lo que abriría un período en que las provincias seguirían existiendo en total autonomía. Entre las armas blancas y las de fuego, la cultura militar española moderna daba su preferencia a las segundas, rodeándolas de un prestigio especial, sobre todo en el caso de la artillería. Según los parámetros militares de la época, el fuego de infantería debía ser el arma predominante de todo ejército civilizado. En teoría, un soldado bien entrenado podía recargar y abrir fuego hasta tres veces por minuto, pero en las condiciones reales del combate lo más común era que la tropa tardase hasta un minuto en recargar. Los partidarios de la fusilería aportaban argumentos de peso: el fusil podía alcanzar a un enemigo a 150 metros, podía ser fabricado en serie y cualquier persona podía aprender a utilizarlo en escazas semanas. El soldado no disparaba así contra otro soldado, sino sobre un batallón entero o sobre la masa enemiga. Ahora bien, los batallones de infantería bien entrenados no abundaban en el Río de la Plata revolucionario. El examen de los cadáveres tras las batallas confirmaba una y otra vez que la mayoría de los caídos presentaban heridas de arma blanca, siendo muy pocos los muertos por una bala de fusil. La solución era obvia: si el oneroso fuego producía poco efecto había que privilegiar el uso de la bayoneta, cuya utilización no presentaba costo material alguno. Como los combates napoleónicos lo habían demostrado, un ejército revolucionario bien motivado podía hacer un uso devastador de la bayoneta decidiendo la batalla en una única carga triunfal. Se vio entonces desde los primeros combates que los soldados, al recibir la orden de cargar a la bayoneta, tenían una tendencia a quedarse clavados en su lugar, continuando el uso del fuego hasta agotar sus cartuchos. Unas horas antes de la decisiva batalla de Tucumán, el general Belgrano hizo saber a sus comandantes de batallón que el plan de acción se reduciría a cargar inmediatamente a la bayoneta sobre la línea contraria. Como muchos de sus inexpertos infantes no poseían bayoneta se distribuyeron largos cuchillos para ser amarrados en su lugar. De este modo, el desprecio por las armas de fuego y la utilización ostentosa del arma blanca se transformaron en rasgos profundamente anclados, Este tipo de actitudes respecto del uso del fuego eran aún más marcadas en la caballería, que siguió una evolución cargaran a la bayoneta y sable en mano a los enemigos que tengan al frente. Las primeras unidades de caballería revolucionaria, formadas en esta tradición, encontraron en las primeras campañas de la Guerra de la Independencia dificultades extremas para cumplir su misión en el campo batalla. Armados de pistolas, carabinas y fusiles, estos jinetes se batían, incluso cuando lo hacían de a caballo, como verdaderos infantes. José María Paz nos ha legado algunas páginas de ese momento en que los jinetes del Río de la Plata tuvieron que reaprender, literalmente, a hacer la guerra a caballo. Según su autorizada opinión, de hecho, hasta 1814 la caballería patriota no merecía siquiera el nombre de tal. Como explica: Las armas de fuego eran útiles en las escaramuzas de avanzada, pero al momento de la batalla la carabina era un instrumento inútil en manos del jinete. El caballo se sobresaltaba con las detonaciones y recargar un arma de avancarga mientras se sostenían las riendas era una tarea ardua. De modo que, en la práctica, el jinete llegaba al campo de batalla con la carabina cargada, avanzaba hasta ponerse a tiro, disparaba en dirección del enemigo con muy poco efecto y partía hasta la retaguardia para recargar tranquilo, volviendo largo rato después. Paz confiesa con candidez que una vez comenzado el combate, él y sus colegas no sabían demasiado qué hacer, pero como el resto del ejército se batía, ensayaron algunos esbozos de carga que hicieron huir a la aún peor caballería realista. En un momento dado, y sin saber cómo, Paz se encontró a la cabeza de una sección de dragones que cargaba, no sobre la caballería, sino sobre la infantería enemiga, bien formada en línea. Estos infantes venían de abrir fuego, por lo que se encontraban con las armas descargadas. Los dragones avanzaron entonces sin dificultad, carabina en mano. Ahora bien, a medida que los dragones se acercaban al galope, los infantes instintivamente comenzaron a apiñarse hasta formar una masa compacta e impenetrable. Paz lo describe así: “Se siguieron unos instantes de silencio, de mutua ansiedad y de sorpresa. Si hubiésemos tenido armas adecuadas, era cosa hecha, y el batallón enemigo era penetrado y destruido. Finalmente, algunos infantes recargaron sus fusiles, dispararon y los dragones se retiraron a toda velocidad. Para entonces ya todo el ejército revolucionario huía y la campaña estaba perdida. La guerra en el extremo sur del continente requeriría de diez años más de esfuerzos para recuperar lo perdido en Vilcapugio. Esta impresión se reforzaría aún más en la batalla de Ayohuma, algunas semanas más tarde, en que la escena se repitió casi idéntica Se hizo así evidente a los jefes de la caballería que un cambio de armamento era indispensable. Para reducir el análisis a sus rasgos básicos, digamos que la reforma comenzó en Buenos Aires a fines de 1812 con la organización del nuevo regimiento de Granaderos a Caballo. Con la onerosa creación de este cuerpo el gobierno pretendía dar un nuevo modelo a la caballería de sus ejércitos. Como en un laboratorio, se aplicaría la nueva táctica francesa napoleónica, privilegiando el uso de la carga a fondo al arma blanca en el momento decisivo del combate. Los granaderos hicieron sus primeras armas en el combate de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813, sobre las barrancas del río Paraná. Dicho día, el escuadrón de elite se ocultó tras un convento mientras que un batallón de 250 infantes realistas desembarcaba para saquear los alrededores. Sin ningún tipo de preámbulo, los jinetes se lanzaron a la carga sable en mano y masacraron a la infantería. El pequeño combate al arma blanca conquistó inmediatamente la imaginación del público local: en una sola carga, elegante y poderosa, 120 jinetes habían matado más de 40 enemigos y herido a otros 15. Tanto a un nivel discursivo como táctico, la victoria de San Lorenzo marcó a EL SABLE, San Martín había prohibido estrictamente a sus hombres que se sirviesen de sus armas de fuego (por ordenanza los granaderos portaban tercerola). En el parte oficial de la jornada, rápidamente publicado por el gobierno, el coronel decía que la victoria era fruto de “una carga sable en mano”. La expresión se volvería famosa y haría escuela. Los soldados del regimiento practicaban cotidianamente su esgrima y lo mejor de la sociedad porteña se acercaba al cuartel a observarlos . El espectáculo era interesante. El entrenamiento consistía en una carrera donde se simulaba el corte a sable de las cabezas enemigas: se plantaban en el piso una cantidad de estacas con una sandía clavada en su extremo, luego los granaderos se lanzaban a toda carrera en sus grandes caballos, golpeando a derecha e izquierda. San Martín había prometido a sus reclutas que las cabezas de los realistas explotarían de la misma forma que las sandías, y su promesa fue cumplida. Cadáveres humanos cortados de parte a parte, cabezas separadas del tronco, miembros seccionados, cráneos prolijamente divididos en mitades, cañones de fusil partidos en dos .La esgrima del sable de caballería era bastante rudimentaria, con seis golpes de corte y uno de estoque, más las defensas. El sable utilizado por los granaderos no era en sí mismo diferente del utilizado en otras unidades. Era un sable corvo de caballería, bastante pesado, de unos 90 centímetros de largo. Su particularidad residía más bien en su afilado, sobre el que las fuentes se explayan en diversas ocasiones.
La caballería se había vuelto un arma temible y desde entonces reinaría suprema sobre los campos de batalla del cono sur del continente. En apenas unos meses, los húsares, dragones y cazadores de la patria mostraban el mismo apego a la carga frontal y al combate cuerpo a cuerpo. La utilización del arma de fuego se había vuelto un gesto de indecisión y de debilidad . Un joven oficial de caballería, Gregorio Aráoz de Lamadrid, era considerado uno de los maestros en este tipo de lances. Una noche, marchando con su patrulla de caballería por terreno montañoso, fue divisado por el centinela del campamento enemigo, que dio el quién vive. Sabiendo que las fuerzas realistas eran mucho más numerosas y que no tardarían en estar sobre ellos, Lamadrid ordenó por lo bajo a uno de sus ayudantes que abriese fuego sobre el centinela. Cuando partió el tiro gritó a plena voz, simulando enojo: “¡No hay que tirar un tiro, carabina a la espalda y sable a la mano! ¡A degüello!” La utilización de la lanza conoció por parte de la tropa una resistencia sorprendente. Primero por que la eficacia de la lanza en la carga frontal era evidente, particularmente para atacar a la infantería: sólo el largo de la lanza podía dar al jinete la posibilidad de golpear a un infante armado de fusil y bayoneta antes de que éste clavase su arma en el pecho del caballo. Segundo, porque la lanza y la pica han sido siempre –a causa de su utilidad para conducir al ganado– las armas típicas de los pueblos ganaderos como el rioplatense. Tercero, porque en la región que nos compete la lanza era utilizada con gran provecho por los guerreros indígenas, quienes gracias a ella habían derrotado en más de una ocasión a las tropas de línea de caballería. En todo caso, el desagrado de la tropa para con la lanza causaba serios inconvenientes a la organización de la caballería revolucionaria, teniendo en cuenta que las armas de fuego y los sables eran siempre insuficientes y caros. Pero esta actitud fue completamente trastocada tras el combate del Ombú. Dicha acción, en efecto, fue decidida por un gran choque de caballería entre los mejores escuadrones rioplatenses y sus pares, muy famosos, del estado de San Pablo. Luego de repetidas cargas los primeros lograron acorralar a los segundos contra el margen de un río no practicable. Una última carga contra los brasileños atrapados produjo una mortandad muy elevada. Ya dueños del campo de batalla, los soldados rioplatenses tuvieron tiempo de recorrer el escenario del reciente combate, constatando con sus propios ojos que la mayor parte de los enemigos muertos presentaban heridas de lanza. Desde ese momento el prestigio de esta arma fue general y ya nadie pondría en duda su utilidad. Sólo el remington, medio siglo más tarde, pondría fin a su reinado.
Manuel Gálvez escribe acerca del coronel Perón
Juicio de hijos naturales contra la sucesión del Restaurador
Por el Prof. Jbismarck
María Eugenia Castro y Juanita Sosa fueron dos de las mujeres del Restaurador. La primera, llegó a la casa a los 13 años. Luego tuvo un hijo natural a los 18 años con un sobrino de los Ezcurra. Eugenia cuidó a Encarnación en el lecho de muerte; luego se hicieron amantes. Eugenia tuvo cinco hijos de Rosas (6 en total), fue la oficial pero escondida detrás de un biombo en la alcoba del Gobernador. Le fue leal hasta el fin de sus días. Tras la muerte de Rosas, la descendencia natural intentó iniciar un litigio para reclamar la herencia. Manuelita, que los había tratado como hermanos durante las mieles del poder, hizo caso omiso y señaló que sólo recibió parte de la herencia MATERNA. La “edecanita”, fue una de las amigas íntimas de Manuelita. De mucho menor linaje, vivió en Palermo con la familia. También visitó las habitaciones de Rosas, pero su alegría y voluptuosidad la colocaron en otro lugar. Disfrutó de las fiestas y la desmesura del poder. El Restaurador quiso casarse con ella...pero Manuelita fue claro "Con Eugenia o con ninguna" Juanita fue internada en el Hospital de Mujeres Dementes. Juanita no estaba bien y no tuvieron alternativa. Murió en el hospicio, sola y en silencio. En 1886 Adrián Gaitán inició una demanda contra la Sucesión de Juan Manuel de Rosas, Expediente N° 2507/1886. En 1886, Adrián Gaitán, en representación de su esposa Angela Rosas [Castro], presentó una petición de herencia y demás derechos y acciones que le correspondían contra Manuela Rosas de Terrero o cualquier otra persona que resultare poseedora de bienes que fueron de Juan Manuel de Rosas (f. 1). En f. 20, Gaitán informa que Rosas llamaba a su finada esposa “el soldadito” y que desde que se instaló en Southampton había mantenido con ella una constante correspondencia epistolar, “pues tenía por ella especial ternura siendo objeto de la misma distinción por parte de Manuela Rosas de Terrero, su cariñosa hermana. Estas relaciones a tan larga distancia [...] revelan claramente los vínculos de la sangre que hasta en los menores detalles se manifestaban” (f. 20v). Para corroborar esto, presentó como documentos seis cartas autógrafas, tres de Juan Manuel de Rosas y tres de Manuela Rosas. Las dos primeras, fechadas el 6 y 8 de junio de 1855, dirigidas a Angela, Rosas le informaba sobre el envío de una libranza de 100 pesos m/c, y la tercera, del 30 de abril de 1870, dirigida a Eugenia Castro, le dice que no podía enviarle nada, ya que continuaba pobre. Lo interesante de estas tres cartas es la despedida, mientras que con Angela se despide como “tu afectísimo paisano”, con Eugenia lo hace como “tu afectísimo patrón” (fs. 22 y 22v). Respecto a las cartas de Manuela Rosas, que esta envió desde Londres, una, el 23 de enero de 1864, le dice que le va a enviar retratos de la familia y que en su álbum conserva el que ella oportunamente le mandó; la siguiente, del 5 de octubre de 1864, Manuela remarca que “siempre se descubre en tu fisonomía la gracia inolvidable de nuestro querido viejito. Mi querido tatita no te olvida jamás” (f. 23); y la última, del 23 de octubre de 1876, en respuesta a una anterior enviada por Angela, le dice: “A tatita le remití tu carta, y estoy cierta que la muerte de Eugenia le habrá causado gran pesar. Siempre se acuerda del Soldadito, y lo mismo Máximo te recuerda como si te estuviera viendo”. Concluye como “tu afectísima patraña Manuela Rosas de Terrero”. Para el representante legal de Gaitán, “en todas ellas [las cartas] campea el mismo estilo, y en cada término se descubren las afecciones é intimidades de los miembros de una sola familia, que á larga distancia se comunican sus impresiones” (f. 22). Esta demanda fue claramente rechazada por Manuela Rosas, representada por su hijo Manuel Terrero, quien esgrimió no solo fundamentos legales y judiciales, sino que también expresó ser de público conocimiento la confiscación que el Estado hizo de los bienes de su abuelo Juan Manuel de Rosas por decreto del 16 de febrero de 1852 y por ley del 29 de julio de 1857. Los bienes que poseía Manuela Rosas correspondían a su herencia materna (fs. 27-37v). Después de muchas idas y vueltas, finalmente, no se hizo lugar a la demanda (fs. 82-84v).
En 1886, Nicanora, Justina y Adrián Castro Rosas interpusieron una demanda sobre petición de herencia a los herederos de J. M. de Rosas. Esta demanda fue contestada por Máximo Terrero quien dijo que: “Que D. Juan Manuel de Rosas, fallecido el año 1877, no dejó más que deudas contraídas durante su destierro, sin que sus legítimos herederos hayan recibido un solo peso de nadie ni menos del gobierno de la Provincia de Buenos Aires que mantiene confiscados sus bienes en virtud de la ley de 1857, de suerte que aún en la hipótesis de que los demandantes tuvieran algún derecho hereditario, no es contra mi esposa [Manuela Rosas], sino contra el gobierno de dicha provincia y el de la nación por los terrenos de Palermo que posee, que la acción de petición de herencia sería procedente”. También invocó excepciones de falta de personalidad en los demandantes y defecto legal en el modo de proponer la demanda (La Nación, 18 de agosto de 1886.
jueves, 24 de noviembre de 2022
El azul turquí en las banderas de Rosas
Por Mario Golman.
Iniciado el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas
(1835-1852), se producen significativos cambios en la bandera argentina. Uno de
ellos consiste en suprimir el celeste de las franjas exteriores, imponiéndose
el uso del azul turquí. En esta nota se examinan los posibles motivos. Juan
Manuel de Rosas dominó la escena política nacional, gobernando la provincia de
Buenos Aires con facultades extraordinarias concedidas por la Legislatura. Fue,
también, el encargado de las relaciones exteriores de la Confederación
Argentina. Un hombre decidido a imponer sus ideas sin contemplaciones.
Autoritario y obstinado, no admitió neutrales. Tuvo un primer mandato de tres
años (1829 a 1832) y otro desde 1835 al 3 de febrero de 1852; este último,
caracterizado por una abierta lucha fratricida entre federales y unitarios. Durante 1836, el histórico pabellón argentino
celeste, blanco y celeste sufrió profundas modificaciones. Se reemplazó, de
hecho, por un emblema cuyas franjas exteriores eran azul turquí; se cambió el
color del sol –de amarillo oro a colorado– y se agregaron gorros de la libertad
rojos. En los de uso militar llevó escritas leyendas de vivas a la Federación y
de muerte a los unitarios. En una carta
dirigida al gobernador de Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra, fechada el
11 de junio de 1836, Rosas afirmaba con contundencia: … El color verdadero [de
la bandera nacional] porque está ordenado y en vigencia… es el azul turquí… muy
distinto del celeste. La Real Academia
Española define en el primer diccionario académico, el de Autoridades (1726),
al azul turquí como … el perfecto azul… sin otra mezcla alguna y en la última
edición (la 23.ª de 2014) como ... azul muy oscuro. Analicemos los argumentos más conocidos a
favor del azul turquí en la bandera:
1.- El azul oscuro resiste por más tiempo que el celeste a
las inclemencias del tiempo, prolongando el uso de la enseña. Es cierto, pero
no resulta un motivo de peso para cambiar el color originario de la bandera;
simplemente alcanza con sustituirla por una nueva cada vez que pierde la
coloración celeste.
2.- Según las normas de la heráldica, el azul intenso o azur
–y no el celeste– debe ser el color de las franjas exteriores en el pabellón
argentino. Al respecto, nos ilustra
Francisco Gregoric: La vexilología (disciplina que estudia las banderas) es
diferente de la heráldica (ciencia y arte del estudio de los escudos de armas),
con la que no comparte las mismas reglas. Un ejemplo es el empleo de los
colores. En heráldica existen pocos colores para formar los escudos, mientras
que en vexilología hay infinitas variantes. Por caso, en heráldica solamente
existe un azul de tonalidad media, mientras que en vexilología se consideran
múltiples matices, entre ellos el azul celeste o claro, propio de la bandera
nacional argentina. De hecho, el
celeste se utiliza en más banderas. Así, las de la Serenísima República de San
Marino, República de Guatemala, Gran Ducado de Luxemburgo y Estado Libre de Baviera,
entre otras, lo tienen como uno de sus colores.
Es evidente que no se siguieron las directivas de la heráldica para
establecer los colores argentinos.
3.- Rosas considera que según está escrito en la ley de 1818
–que crea el pabellón de guerra– el “azul” es el turquí; el perfecto azul, sin
mixturas con el blanco Repasemos
primero la norma aprobada por el Congreso de Tucumán el 20 de julio de 1816:
Elevadas las Provincias Unidas en Sudamérica al rango de una nación, después de
la declaratoria solemne de su independencia, será su peculiar distintivo la
bandera celeste y blanca que se ha usado hasta el presente… en clase de bandera
menor. Por su parte, la ley del 25 de
febrero de 1818 establecía: Que sirviendo para toda bandera nacional los dos
colores blanco y azul en el modo y forma hasta ahora acostumbrada, sea
distintivo particular de la bandera de guerra un sol pintado en medio de ella. A juicio del autor, el razonamiento de Rosas
no es el correcto, ya que la ley de 1818 simplemente define, sobre la base de
la disposición de 1816 –que reconoce a la celeste y blanca como bandera menor–,
el pabellón de guerra y lo caracteriza con el dibujo del sol en el medio de la
franja blanca. No se anula, no se reemplaza la ley de 1816, solo se la
complementa, confirmándonos que, tanto la insignia nacional menor como la de
guerra deben respetar un diseño básico común: tres franjas horizontales e
iguales, celeste en los extremos y blanco al medio. Ello constituye “la forma”
y “el modo” habitual de uso de nuestra bandera. En 1818, los legisladores no escribieron
“azul turquí” ni “azul oscuro”, solo redactaron “azul”. Sin duda, aplicaron la
definición del primer diccionario: … el que semeja al de los cielos, tonalidad
que en el vocabulario popular llamamos “celeste”..
4.- El celeste es el color adoptado por los unitarios. Durante el gobierno de Rosas lo usaron los
opositores para identificarse; pasó a ser un sinónimo de “maldad de los
unitarios” y se proscribió en el territorio de la Confederación Argentina. Este
sí parece un buen argumento para desplazar al celeste en la bandera y cambiarlo
por el tono contrapuesto del azul, mucho más oscuro.
En síntesis, descartadas las tres primeras razones, no debe
sorprender que la real intención de Juan Manuel de Rosas para eliminar el
celeste fuese la coacción política, basado en el odio a sus enemigos. El
celeste era el color de los seres incivilizados, de los “salvajes unitarios”;
mandó entonces usar el turquí, un azul muy oscuro, forzando la interpretación
de la ley de 1818. Desde los orígenes de
nuestra patria, el celeste exhibió una abundante y variada evidencia de uso
corriente en banderas y en escarapelas, para ser reconocido, junto al blanco,
como color nacional. En la historiografía vexilológica argentina, el empleo del
azul turquí —generalizado por imposición— queda restringido al período conocido
como “La Época de Rosas”.
(*) Vexilólogo y conferencista. Autor de La Divisa Punzó y
la Bandera Federal (2017).
el segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas (1835-1852), se producen significativos cambios en la bandera argentina. Uno de ellos consiste en suprimir el celeste de las franjas exteriores, imponiéndose el uso del azul turquí. En esta nota se examinan los posibles motivos. Por Mario Golman.

Por Mario Golman (*)
Juan Manuel de Rosas dominó la escena política nacional, gobernando la provincia de Buenos Aires con facultades extraordinarias concedidas por la Legislatura. Fue, también, el encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina. Un hombre decidido a imponer sus ideas sin contemplaciones. Autoritario y obstinado, no admitió neutrales. Tuvo un primer mandato de tres años (1829 a 1832) y otro desde 1835 al 3 de febrero de 1852; este último, caracterizado por una abierta lucha fratricida entre federales y unitarios.
Durante 1836, el histórico pabellón argentino celeste, blanco y celeste sufrió profundas modificaciones. Se reemplazó, de hecho, por un emblema cuyas franjas exteriores eran azul turquí; se cambió el color del sol –de amarillo oro a colorado– y se agregaron gorros de la libertad rojos. En los de uso militar llevó escritas leyendas de vivas a la Federación y de muerte a los unitarios.
En una carta dirigida al gobernador de Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra, fechada el 11 de junio de 1836, Rosas afirmaba con contundencia: … El color verdadero [de la bandera nacional] porque está ordenado y en vigencia… es el azul turquí… muy distinto del celeste.
La Real Academia Española define en el primer diccionario académico, el de Autoridades (1726), al azul turquí como … el perfecto azul… sin otra mezcla alguna y en la última edición (la 23.ª de 2014) como ... azul muy oscuro.
Analicemos los argumentos más conocidos a favor del azul turquí en la bandera:
1.- El azul oscuro resiste por más tiempo que el celeste a las inclemencias del tiempo, prolongando el uso de la enseña.
Es cierto, pero no resulta un motivo de peso para cambiar el color originario de la bandera; simplemente alcanza con sustituirla por una nueva cada vez que pierde la coloración celeste.
2.- Según las normas de la heráldica, el azul intenso o azur –y no el celeste– debe ser el color de las franjas exteriores en el pabellón argentino.
Al respecto, nos ilustra Francisco Gregoric: La vexilología (disciplina que estudia las banderas) es diferente de la heráldica (ciencia y arte del estudio de los escudos de armas), con la que no comparte las mismas reglas. Un ejemplo es el empleo de los colores. En heráldica existen pocos colores para formar los escudos, mientras que en vexilología hay infinitas variantes. Por caso, en heráldica solamente existe un azul de tonalidad media, mientras que en vexilología se consideran múltiples matices, entre ellos el azul celeste o claro, propio de la bandera nacional argentina.
De hecho, el celeste se utiliza en más banderas. Así, las de la Serenísima República de San Marino, República de Guatemala, Gran Ducado de Luxemburgo y Estado Libre de Baviera, entre otras, lo tienen como uno de sus colores.
Es evidente que no se siguieron las directivas de la heráldica para establecer los colores argentinos.
3.- Rosas considera que según está escrito en la ley de 1818 –que crea el pabellón de guerra– el “azul” es el turquí; el perfecto azul, sin mixturas con el blanco.
Repasemos primero la norma aprobada por el Congreso de Tucumán el 20 de julio de 1816: Elevadas las Provincias Unidas en Sudamérica al rango de una nación, después de la declaratoria solemne de su independencia, será su peculiar distintivo la bandera celeste y blanca que se ha usado hasta el presente… en clase de bandera menor.
Por su parte, la ley del 25 de febrero de 1818 establecía: Que sirviendo para toda bandera nacional los dos colores blanco y azul en el modo y forma hasta ahora acostumbrada, sea distintivo particular de la bandera de guerra un sol pintado en medio de ella.
A juicio del autor, el razonamiento de Rosas no es el correcto, ya que la ley de 1818 simplemente define, sobre la base de la disposición de 1816 –que reconoce a la celeste y blanca como bandera menor–, el pabellón de guerra y lo caracteriza con el dibujo del sol en el medio de la franja blanca. No se anula, no se reemplaza la ley de 1816, solo se la complementa, confirmándonos que, tanto la insignia nacional menor como la de guerra deben respetar un diseño básico común: tres franjas horizontales e iguales, celeste en los extremos y blanco al medio. Ello constituye “la forma” y “el modo” habitual de uso de nuestra bandera.
En 1818, los legisladores no escribieron “azul turquí” ni “azul oscuro”, solo redactaron “azul”. Sin duda, aplicaron la definición del primer diccionario: … el que semeja al de los cielos, tonalidad que en el vocabulario popular llamamos “celeste”..
4.- El celeste es el color adoptado por los unitarios.
Durante el gobierno de Rosas lo usaron los opositores para identificarse; pasó a ser un sinónimo de “maldad de los unitarios” y se proscribió en el territorio de la Confederación Argentina. Este sí parece un buen argumento para desplazar al celeste en la bandera y cambiarlo por el tono contrapuesto del azul, mucho más oscuro.
En síntesis, descartadas las tres primeras razones, no debe sorprender que la real intención de Juan Manuel de Rosas para eliminar el celeste fuese la coacción política, basado en el odio a sus enemigos. El celeste era el color de los seres incivilizados, de los “salvajes unitarios”; mandó entonces usar el turquí, un azul muy oscuro, forzando la interpretación de la ley de 1818.
Desde los orígenes de nuestra patria, el celeste exhibió una abundante y variada evidencia de uso corriente en banderas y en escarapelas, para ser reconocido, junto al blanco, como color nacional. En la historiografía vexilológica argentina, el empleo del azul turquí —generalizado por imposición— queda restringido al período conocido como “La Época de Rosas”.
(*) Vexilólogo y conferencista. Autor de La Divisa Punzó y la Bandera Federal (2017).
El835-1852), se producen significativos cambios en la bandera argentina. Uno de ellos consiste en suprimir el celeste de las franjas exteriores, imponiéndose el uso del azul turquí. En esta nota se examinan los posibles motivos. Por Mario Golman.

Por Mario Golman (*)
Juan Manuel de Rosas dominó la escena política nacional, gobernando la provincia de Buenos Aires con facultades extraordinarias concedidas por la Legislatura. Fue, también, el encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina. Un hombre decidido a imponer sus ideas sin contemplaciones. Autoritario y obstinado, no admitió neutrales. Tuvo un primer mandato de tres años (1829 a 1832) y otro desde 1835 al 3 de febrero de 1852; este último, caracterizado por una abierta lucha fratricida entre federales y unitarios.
Durante 1836, el histórico pabellón argentino celeste, blanco y celeste sufrió profundas modificaciones. Se reemplazó, de hecho, por un emblema cuyas franjas exteriores eran azul turquí; se cambió el color del sol –de amarillo oro a colorado– y se agregaron gorros de la libertad rojos. En los de uso militar llevó escritas leyendas de vivas a la Federación y de muerte a los unitarios.
En una carta dirigida al gobernador de Santiago del Estero, Juan Felipe Ibarra, fechada el 11 de junio de 1836, Rosas afirmaba con contundencia: … El color verdadero [de la bandera nacional] porque está ordenado y en vigencia… es el azul turquí… muy distinto del celeste.
La Real Academia Española define en el primer diccionario académico, el de Autoridades (1726), al azul turquí como … el perfecto azul… sin otra mezcla alguna y en la última edición (la 23.ª de 2014) como ... azul muy oscuro.
Analicemos los argumentos más conocidos a favor del azul turquí en la bandera:
1.- El azul oscuro resiste por más tiempo que el celeste a las inclemencias del tiempo, prolongando el uso de la enseña.
Es cierto, pero no resulta un motivo de peso para cambiar el color originario de la bandera; simplemente alcanza con sustituirla por una nueva cada vez que pierde la coloración celeste.
2.- Según las normas de la heráldica, el azul intenso o azur –y no el celeste– debe ser el color de las franjas exteriores en el pabellón argentino.
Al respecto, nos ilustra Francisco Gregoric: La vexilología (disciplina que estudia las banderas) es diferente de la heráldica (ciencia y arte del estudio de los escudos de armas), con la que no comparte las mismas reglas. Un ejemplo es el empleo de los colores. En heráldica existen pocos colores para formar los escudos, mientras que en vexilología hay infinitas variantes. Por caso, en heráldica solamente existe un azul de tonalidad media, mientras que en vexilología se consideran múltiples matices, entre ellos el azul celeste o claro, propio de la bandera nacional argentina.
De hecho, el celeste se utiliza en más banderas. Así, las de la Serenísima República de San Marino, República de Guatemala, Gran Ducado de Luxemburgo y Estado Libre de Baviera, entre otras, lo tienen como uno de sus colores.
Es evidente que no se siguieron las directivas de la heráldica para establecer los colores argentinos.
3.- Rosas considera que según está escrito en la ley de 1818 –que crea el pabellón de guerra– el “azul” es el turquí; el perfecto azul, sin mixturas con el blanco.
Repasemos primero la norma aprobada por el Congreso de Tucumán el 20 de julio de 1816: Elevadas las Provincias Unidas en Sudamérica al rango de una nación, después de la declaratoria solemne de su independencia, será su peculiar distintivo la bandera celeste y blanca que se ha usado hasta el presente… en clase de bandera menor.
Por su parte, la ley del 25 de febrero de 1818 establecía: Que sirviendo para toda bandera nacional los dos colores blanco y azul en el modo y forma hasta ahora acostumbrada, sea distintivo particular de la bandera de guerra un sol pintado en medio de ella.
A juicio del autor, el razonamiento de Rosas no es el correcto, ya que la ley de 1818 simplemente define, sobre la base de la disposición de 1816 –que reconoce a la celeste y blanca como bandera menor–, el pabellón de guerra y lo caracteriza con el dibujo del sol en el medio de la franja blanca. No se anula, no se reemplaza la ley de 1816, solo se la complementa, confirmándonos que, tanto la insignia nacional menor como la de guerra deben respetar un diseño básico común: tres franjas horizontales e iguales, celeste en los extremos y blanco al medio. Ello constituye “la forma” y “el modo” habitual de uso de nuestra bandera.
En 1818, los legisladores no escribieron “azul turquí” ni “azul oscuro”, solo redactaron “azul”. Sin duda, aplicaron la definición del primer diccionario: … el que semeja al de los cielos, tonalidad que en el vocabulario popular llamamos “celeste”..
4.- El celeste es el color adoptado por los unitarios.
Durante el gobierno de Rosas lo usaron los opositores para identificarse; pasó a ser un sinónimo de “maldad de los unitarios” y se proscribió en el territorio de la Confederación Argentina. Este sí parece un buen argumento para desplazar al celeste en la bandera y cambiarlo por el tono contrapuesto del azul, mucho más oscuro.
En síntesis, descartadas las tres primeras razones, no debe sorprender que la real intención de Juan Manuel de Rosas para eliminar el celeste fuese la coacción política, basado en el odio a sus enemigos. El celeste era el color de los seres incivilizados, de los “salvajes unitarios”; mandó entonces usar el turquí, un azul muy oscuro, forzando la interpretación de la ley de 1818.
Desde los orígenes de nuestra patria, el celeste exhibió una abundante y variada evidencia de uso corriente en banderas y en escarapelas, para ser reconocido, junto al blanco, como color nacional. En la historiografía vexilológica argentina, el empleo del azul turquí —generalizado por imposición— queda restringido al período conocido como “La Época de Rosas”.
(*) Vexilólogo y conferencista. Autor de La Divisa Punzó y la Bandera Federal (2017).