Por
Roberto BARDINI
En la noche del sábado 9 de junio de 1956, a nueve meses
del derrocamiento del presidente constitucional Juan Domingo Perón por la
autodenominada "Revolución Libertadora", militares y civiles
peronistas intentan recuperar el poder por las armas. Los generales Juan José
Valle y Raúl Tanco, junto con el teniente coronel Oscar Lorenzo Cogorno,
encabezan una dispersa rebelión cívico-militar que tiene sus focos aislados en
Buenos Aires, La Plata y Santa Rosa, capital de La Pampa.
El intento es abortado en unas cuantas horas y concluye en
un baño de sangre.
No se conoce el número exacto de rebeldes que participan
del levantamiento. Se ha especulado que, como máximo, son quinientos hombres;
es posible que no llegaran a los 200. Sí se sabe que les falta coordinación,
actúan en forma dividida en las tres ciudades y carecen de armas pesadas.
También se sabe que sus planes han sido descubiertos desde semanas antes por el
servicio de inteligencia militar, están infiltrados y, en síntesis, no tienen
ninguna posibilidad de triunfar. El régimen de la Revolución Libertadora, sin
embargo, los deja actuar para poder aplicarles una medida
"ejemplificadora".
El domingo 10 de junio, a menos de veinticuatro horas del
levantamiento peronista y cuando ya no existen focos de resistencia, el
gobierno de facto encabezado por el general Pedro Eugenio Aramburu y el
almirante Isaac Rojas lanza el decreto Nº 10.364, que impone la ley marcial. La
pena de muerte debía hacerse efectiva a partir de entonces. Sin embargo, se
aplica reatroactivamente a quienes se habían sublevado el sábado 9 y ya se han
rendido y están prisioneros.
El artículo 18 de la Constitución Nacional vigente hasta
ese momento aseguraba: "Queda abolida para siempre la pena de muerte por
motivos políticos". No obstante, con una velocidad sorprendente el régimen
de la Revolución Libertadora ordena que en menos de 72 horas se efectúen 28
fusilamientos de militares y civiles en seis lugares distintos. Los pelotones
de ejecución gastan más cartuchos que los que alcanzaron a disparar los
rebeldes condenados.
Valle se hallaba oculto en el barrio de San Telmo. El
general podría haberse asilado en una embajada pero al atardecer del 12 de
junio decide entregarse para poner fin a la matanza. A pesar de que ha
encabezado el levantamiento antes de la instauración de la pena de muerte, lo
fusilan a las diez de la noche.
Aramburu, un católico a ultranza, no tuvo la más mínima
piedad cristiana con sus camaradas de armas alzados. Se dice que lloró al
firmar -junto a Rojas y otros tres militares de alta graduación- la pena de
muerte de Valle, quien había sido su compañero en el Colegio Militar. No
obstante, cuando la desesperada esposa del oficial condenado a morir fue a la
residencia de Olivos a suplicarle que lo perdonara, le informaron que el
presidente de facto no la podía recibir porque se encontraba descansando.

Vencedores y vencidos
La "Revolución Libertadora" del 16 de septiembre
de 1955 se dedica a desmontar la maquinaria justicialista y a borrar todo lo
que recuerde al gobierno derrocado. El Partido Peronista es disuelto. El
ejército interviene la Confederación General del Trabajo y designa como
responsable al capitán de navío Alberto Patrón Lapacette. Más de cien mil
dirigentes obreros son destituidos. Grupos civiles, entre los que se encuentran
conservadores, radicales y comunistas, asaltan sindicatos. Se desata la
cacería: funcionarios, dirigentes políticos, empleados públicos, gremialistas,
militantes y simples simpatizantes son perseguidos y encarcelados; aumentan las
denuncias sobre torturas brutales.
El 5 de marzo de 1956, el decreto 4161 decide que "en
su existencia política, el Partido Peronista ofende el sentimiento democrático
del pueblo argentino". La medida prohíbe en todo el país "la
utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios
peronistas o de sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre
propio del presidente depuesto, el de sus parientes, las expresiones peronismo,
peronista, justicialismo, justicialista, tercera posición". La prohibición
se extiende a "las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las marchas
Los muchachos peronistas y Evita capitana, los discursos del presidente
depuesto y su esposa".
El nuevo régimen castiga con cárcel el hecho de nombrar a
Juan Domingo Perón y a María Eva Duarte, y de exhibir los símbolos partidarios
"creados y por crearse". Durante años, el periodismo escrito y radial
se referirá al general derrocado como "el dictador depuesto" y "el
tirano prófugo".
Se destruyen monumentos y se queman libros escolares. La
Ciudad Infantil Evita es arrasada y se clausura la Fundación de Ayuda Social
Eva Perón. El militar que asume como interventor elabora un informe en el que
menciona el derroche peronista que significaba darles de comer carne y pescado
todos los días a los chicos y, además, bañarlos y ponerles agua de colonia. El
interventor contrata una cuadrilla para romper a martillazos toda la vajilla
con el sello de la institución.
Se crean 50 comisiones investigadoras. Al contrario de las
normas del derecho, no son los acusadores quienes tienen que probar el delito
sino los acusados quienes deben demostrar su inocencia.
Durante el mandato de Aramburu y Rojas se acusa a Perón de
121 delitos, se le inicia un juicio por "traición a la patria" y se
le prohíbe el uso del grado militar y el uniforme. En las Fuerzas Armadas,
comienza una depuración que continuará durante varios años.
El cadáver de Evita, que aguardaba en el segundo piso de la
CGT, en Azopardo al 800, la construcción de un mausoleo, es vejado por un grupo
de militares, escondido en diversos lugares y, finalmente, sacado furtivamente
fuera del país.
El motivo: evitar que su sepultura se convierta en un lugar
de peregrinación peronista. Los profanadores mantendrán el cuerpo oculto en
Europa durante 16 años. Durante esos largos años, ella también fue una
desaparecida, una tumba sin nombre, una N.N.
Favores que matan
Entre 1952 y 1955, el general Juan José Valle había sido
profesor en la Escuela Superior de Guerra y en sus clases explicaba a los
alumnos la noción de "pueblo en armas", tomada del militar alemán
Colmar von der Goltz. En junio de 1986, en una entrevista con un periódico, su
hija Susana lo describió así: "Papá era de los pocos militares no nazis. Su
formación era otra, en donde la izquierda no asustaba. Estudió en La Sorbona,
vio de cerca el fascismo en Italia y lo rechazó sin miramientos. Era un hombre
que rara vez se vestía de uniforme, no tenía custodia, ni coche propio, ni
chofer, ni miedo (...). Prefería hablar con los sectores civiles del peronismo,
con los trabajadores, con el pueblo, que reunirse con los militares". En las postrimerías del gobierno peronista, cuando Valle
era miembro de la Junta de Calificaciones del Ejército -en virtud de que su
alto puntaje lo ubicaba como el primero de su promoción- había favorecido con
el ascenso a general a su amigo Aramburu, que era uno de los últimos de esa
camada. Fue entonces cuando Perón le dijo: "Este hombre le va a pagar muy
mal. Estos favores siempre se pagan caros".
Luego del triunfo de los militares subversivos, Valle fue
encarcelado en el buque Washington de la marina de guerra. Ahí comienza a
pensar en la posibilidad de una rebelión en la que participen militares,
gremialistas y sectores del pueblo, y lo comenta con algunos camaradas de armas
detenidos. Algunos se suman a la idea; otros, desmoralizados por el
confinamiento, se apartan del oficial.
Después, el régimen de la Revolución Libertadora le impone
un arresto domiciliario y lo envía a 60 kilómetros de la Capital Federal.
Susana, su única hija, relata: "Se va a la casa de mi abuela materna, con
guardián en la puerta. Pero se les escapa. Nos escapamos todos. Mamá y yo por
delante, porque no estábamos detenidas, y mientras hacemos esto papá escapa por
la puerta de atrás, y se declara prófugo".
A partir de entonces -recuerda Susana- los tres deambulan
de casa en casa, duermen y comen gracias a la solidaridad que les abre las
puertas de algunos hogares, viven en villas miseria. El militar fugitivo se
reúne clandestinamente con camaradas peronistas más jóvenes, como los coroneles
Cortines e Irigoyen y el teniente coronel Cogorno. También entra en contacto
con dirigentes sindicales como Andrés Framini y Armando Cabo.
"Ellos lo fusilaron, yo me lo llevé en el
corazón"
En junio de 1956, Susana es una adolescente de 17 años. Esa
noche, le permiten ver a su padre durante unos instantes en el patio gris de la
Penitenciaría Nacional.
Mientras ella llora, lo ve llegar erguido, "entero y
sonriente", rodeado por un grupo de Infantería de Marina que lleva puestos
cascos de acero y porta ametralladoras.
Los soldados parecen más asustados que el oficial que va a
morir en veinte minutos más.
Las autoridades los dejan conversar unos minutos en una
sala fría, custodiados por los infantes armados. El general se sienta en una
silla y ella se coloca en sus rodillas. En un cuarto contiguo, un enfermero
militar tiene preparados dos chalecos de fuerza por si el padre y la hija
sufren un choque emocional. Ellos no dan muestras de ningún quebranto, pero
algunos de los jóvenes custodios están a punto de desmayarse y otros deben ser
retirados de la sala, víctimas de crisis nerviosas.
Valle le explica a Susana por qué decidió no asilarse en
una embajada y entregarse:
"¿Cómo podría mirar con honor a la cara de las esposas
y madres de mis soldados asesinados? Yo no soy un revolucionario de café".
Antes de enfrentar el pelotón, el oficial tiene varios gestos. Renuncia al
Ejército, pide ser fusilado de civil y rechaza al confesor que le han asignado,
Iñaki de Aspiazu, por ser capellán militar. En su lugar, solicita la presencia
de monseñor Devoto, el popular obispo de Goya.
Cuando Devoto llega, comienza a sollozar emocionado. Valle
bromea: "Ustedes son todos unos macaneadores. ¿No están proclamando que la
otra vida es mejor?". Y a su hija, que tiene las mejillas llenas de
lágrimas, le dice: "Si vas a llorar, andate, porque esto no es tan grave
como vos suponés; vos te vas a quedar en este mundo y yo ya no tengo más
problemas".
Mucho tiempo más tarde, Susana recordará otros detalles.
Estaba sentada en las rodillas del general, con sus manos entrelazadas y, a
pesar de que ella no fumaba en su presencia, su padre le pidió un cigarrillo.
"También recuerdo la temperatura de sus manos: no era ni fría ni caliente;
estaba absolutamente normal. Papá estaba convencido de lo que iba a
hacer".
Un oficial dijo: "Ya es hora". Valle se quitó el
anillo que llevaba y lo colocó amorosamente en manos de la muchacha. También le
entregó algunas cartas: una dirigida a Aramburu, otra para "el pueblo
argentino" y otra "para abuela, mamá y para mí". Le dio un
abrazo, la besó y, aún más tranquilo que antes, se fue a paso firme por un
largo pasillo después de hacer un despreocupado ademán de despedida. Sus
custodios, en cambio, marchaban en forma vacilante, con las rodillas a punto de
doblarse.
"Uno de los soldaditos salió de la fila y se me
prendió llorando: «Te juro que yo no lo mato». A ese chico lo tuvieron que
retirar con un ataque de nervios", relata Susana. "Después, me fui.
Ellos lo fusilaron, yo me lo llevé en el corazón".
Al día siguiente, un lacónico comunicado oficial informó:
"Fue ejecutado el ex general Juan José Valle, cabecilla del movimiento
terrorista sofocado".
"Se acabó la leche de la clemencia"
En uno de los párrafos de la carta dirigida a Aramburu,
Valle expresa:
Declaro que el grupo de marinos y militares, movidos por
ustedes mismos, son los únicos responsables de lo acaecido. Para liquidar
opositores les pareció digno inducirnos al levantamiento y sacrificarnos luego
fríamente. Nos faltó astucia o perversidad para adivinar la treta. Así se
explica que nos esperaran en los cuarteles, apuntándonos con las
ametralladoras, que avanzaran los tanques de ustedes aun antes de estallar el
movimiento, que capitanearan tropas de represión algunos oficiales
comprometidos en nuestra revolución. Con fusilarme a mí bastaba. Pero no, han
querido ustedes escarmentar al pueblo, cobrarse la impopularidad confesada por
el mismo Rojas, vengarse de los sabotajes, cubrir el fracaso de las
investigaciones, desvirtuadas al día siguiente en solicitadas de los diarios y
desahogar una vez más su odio al pueblo. De aquí esta incontenible ola de
asesinatos.
Más adelante, el oficial condenado al paredón agrega:
Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro
fracaso material es un gran triunfo moral. Nuestro levantamiento es una
expresión más de la indignación incontenible de la inmensa mayoría del pueblo
argentino esclavizado. Dirán de nuestro movimiento que era totalitario o
comunista y que programábamos matanzas en masa. Mienten. Nuestra proclama
radial comenzó por exigir respeto a las instituciones y templos y personas. En
las guarniciones tomadas no sacrificamos a un solo hombre de ustedes.
El 21 de junio, el ministro consejero de la embajada de
Estados Unidos, Garret G. Ackerson, envía un despacho confidencial a Washington
en el que destaca: "Al principio el Presidente describió la revuelta como
peronista y neoperonista, pero luego él y otros miembros del gobierno
insistieron en su naturaleza esencialmente comunista y expresaron la convicción
de que sus líneas de conducta apuntaban al Comunismo Internacional. (...) Las
ejecuciones por rebelión han sido muy pocas en la historia argentina. Se había
convertido en una especie de tradición no ser fusilado a sangre fría por
participar en movimientos revolucionarios".
En esos días, el socialista de derecha Américo Ghioldi
afirma eufórico en las páginas del periódico La Vanguardia: "Se
acabó la leche de la clemencia". El político, apodado popularmente
Norteamérico, también es autor de otra frase elocuente: "La letra con
sangre entra". A partir de entonces, los peronistas rebautizan al régimen
militar subversivo de septiembre de 1955 como la "Revolución Fusiladora".
"El gobierno de la Revolución Libertadora había
esperado que el intento militar se realizara para provocar un mayúsculo
escarmiento", escribe Ernesto Salas en La resistencia peronista: la
toma del frigorífico Lisandro de la Torre. "En un país donde no
existía la pena de muerte y los fusilamientos por motivos políticos parecían
cosa del pasado, donde la permanente agitación golpista no había cobrado
consecuencias graves en los cabecillas militares, las reglas del juego fueron
súbitamente dejadas de lado. La misma noche de la conspiración varios militares
y civiles fueron pasados por las armas; algunos luego de juicios sumarios,
otros ametrallados por la espalda en los basurales de José León Suárez. La
orden de fusilamiento partía de un decreto que no podía ser aplicable a los
prisioneros, ya que se había dictado con posterioridad a su detención. El
general Valle fue fusilado unos días después, pese a los pedidos de perdón
lanzados por distintos sectores, contra los muros de la antigua prisión de la
calle Las Heras. Lo que constituía un horroroso crimen, falto de antecedentes,
no impidió que una parte de la sociedad argentina y la mayoría de los partidos
políticos, siguieran rindiendo homenaje a las obras de la Revolución
Libertadora".
Pero la historia tiene sus vueltas. Cuando 18 años más
tarde, en junio de 1970, Susana se enteró de la muerte de Aramburu a manos del
Comando Juan José Valle, de los Montoneros, según declaró al semanario La causa
peronista el 20 de agosto de 1974 sintió que "sólo la cirugía estética le
podría borrar de su cara la alegría".