Por Ernesto Palacio
La renuncia de Juárez Celman ante la revolución del 90, consolida la alianza Pellegrini y Roca y permite al primero volver a ser dueño de la situación política. El alivio con que la población de Buenos Aires_recibió la noticia
de la asunción del mando por Pellegrini -como si ella anunciase la terminación
de todos los males- se enfrió muy pronto. La crisis económica se hallaba apenas
en sus comienzos y sus consecuencias se sentirían en todo el curso de la nueva
administración. Diez años de imprevisión y despilfarro no podían compensarse en
un día. Contribuyó a ese enfriamiento
de la opinión pública la orientación política del nuevo mandatario. Había
formado sus ministerios con el doctor don Vicente Fidel López en la cartera de
Hacienda, el doctor Eduardo Costa en Relaciones Exteriores y el doctor José M.
Gutiérrez en Justicia e Instrucción Pública. Conservaba en Guerra v Marina al
general Levalle, vencedor militar de la revolución reciente. Pero le había
encomendado la cartera del Interior al general Roca, y esto bastaba para
caracterizar al gabinete, no obstante la presencia en él de los dos mitristas v
uno de los próceres civiles de la Unión Cívica y padre de un miembro de la
Junta Revolucionaria. El ministerio de Roca significaba el control de las
situaciones del Interior y el mantenimiento de la máquina eleccionaria, contra los
propositos de regeneración nacional sobre la base del sufragio libre.

No obstante la amplia amnistía que se votó
para los revolucionarios, y las promesas de renovación contenidas en las declaraciones
presidenciales, las posibilidades de pacificación real se fueron disipando ante
la evidencia de una política en que los hechos contradecían a los discursos,
puesto que los principales culpables aprovechaban la coyuntura para consolidar
sus situaciones disfrazados de regeneradores. Había caído el presidente; pero su “régimen”
subsistía íntegro, previa una ligera conversión hacia la situación nueva. Esa
subsistencia hacía ilusoria la posibilidad de que la Unión Cívica llegara al
gobierno por los medios legales; por lo cual no es de extrañar que se
mantuviese viva entre sus dirigentes la convicción de la necesidad de un nuevo
movimiento revolucionario, a fin de eliminar las trabas que impedían la expresión
genuina de la voluntad popular. El estado de conspiración siguió latente, en la
medida en que la camarilla gubernativa mostraba su decisión de perpetuarse en
el poder por los medios que el poder proporciona. Pellegrini tuvo en sus manos la
posibilidad de realizar una gran reforma: era un político idealista de la
juventud pero se había sobrepuesto el oportunista que cuidaba su carrera, el
abogado de éxito, el político práctico que buscaba la pendiente del menor
esfuerzo. Alem debía resultarles “impresentable” en los cónclaves de banqueros
internacionales que decidían sobre nuestro destino. “Parecía un comisario de suburbio
endomingado”, diría de él más tarde el francés Groussac, uno de los mentores
del grupo. La situación en que
Pellegrini recibió el gobierno parecía desesperada: el tesoro exhausto, los
Bancos oficiales en estado de quiebra, multitud de deudas impagas “y un pueblo
—dice Terry— que creía que con el cambio de gobierno volverían los tiempos
pasados de especulación y derroche”. La
causa principal de la catástrofe económica y financiera era el abuso del crédito.
La terapéutica razonable, la aconsejada por la tradición y el buen sentido (sin
excluir el propio interés de los acreedores), habría sido la declaración de una
suspensión de pagos hasta que, debidamente estudiada la situación, se encontrase
la posibilidad de reanudarlos en la medida en que no estorbase la reposición
del organismo nacional. La cuestión previa debía ser el restablecimiento de
nuestra economía. No se hizo así, sino
todo lo contrario. Más que en el esfuerzo y la potencialidad propios para
salvar la crisis, Pellegrini y su
ministro López creían en la ayuda inglesa; y más que la preservación del
patrimonio nacional les importó la conservación del crédito. En vez de
declarar la moratoria que las circunstancias exigían, se propusieron capear la
crisis proyectando nuevos empréstitos y emisiones. Los millones de que dispusieron por ley para salvar la situación de los
bancos Nacional e Hipotecario en estado de quiebra, los convirtieron en oro,
para, enviarlos a la casa baring. que pasaba por una situación difícil, en pago
del servicio de nuestra deuda externa A eso lo llamaba Pellegrini “salvar el
crédito y el honor nacional”: ¡como si el honor dependiera de esas
contingencias financieras y como si el crédito se conservara pagando, cuando es
notorio que se otorga al que tiene y no al que cumple! Todo eso no pasaba de
una emocionada adhesión a los principios morales de los acreedores. Que no
sirvió, por cierto, para salvar el crédito en peligro, ya que hubo que recurrir
al empréstito Morgan, por 75 millones de pesos. Los ingleses, nos prestaban
dinero para cobrarse su deuda, con lo cual, iban ganando el suculento bocado de
los intereses acumulativos, descontados los honorarios de los negociadores. El agente del gobierno argentino en Londres
para ese arreglo fue el doctor Victorino de la Plaza, de cuya gestión habla así
el propio doctor Pellegrini; “El doctor de la Plaza presentó los documentos y
dijo que la República Argentina estaba dispuesta a hacer todo lo que se le
exigiera para mantener su crédito, afectado por una situación extraordinaria. “El capital inglés —escribe Raúl Scalabrini
Ortiz— consiguió aumentar la deuda pública del Estado, que era de 115 millones
de pesos oro en 427 millones en 1893. Los títulos radicaban casi exclusivamente
en Inglaterra. Los de la deuda externa por aceptación directa; los de la deuda
interna obtenidos en pago de cauciones. Consiguió, además, la posesión de 4.045
Km. de vías férreas. Ferrocarril del
Oeste. 1.150_Km, la linea Villa Mercedes a Villa -Dolores. 145 Km. y la línea
de Villa Mercedes a Mendoza v San Juan, llamada el Andino. 660 Km.: el F.C. de
la Provincia de Sante Fe, 800 Km. v el F.C. de la Provincia de Entre Ríos, 605 Km.
Además consiguió el capital inglés la posesión de todas las cédulas
hipotecarias a oro; la hipoteca de casi todas las tierras cedidas en garantía
de préstamo v extensiones inconmensurables de tierra, adquiridas muchas veces a
veinte centavos la hectárea. El capital
inglés ferroviario pasó de 93 millones oro en 1884ª 473 en 1893. En poder del Estado
quedaron los ferrocarriles que atravesaban desiertos”. Es decir, el despojo y la servidumbre, el
patrimonio nacional trasladado a manos de los prestamistas. Tal era la política
de los “proteccionistas” Pellegrini y López, que resultaban protegiendo
exclusivamente a los acreedores extranjeros. La creación de la Caja de
Conversión y del Banco de la Nación —simples medios de regulación monetaria interna—
aprovechaba sobre todo a quienes de ese modo se convertían en dueños del país.
Al mismo tiempo se lo exprimía a éste en toda forma con economías destruidas y
con impuestos exorbitantes. La evidencia
de esa política antinacional, que amenazaba perpetuarse por medio del fraude
instituido por la “liga de gobernadores” —al mismo tiempo que cerraban los
Bancos y las actividades comerciales se paralizaban—, debía provocar una gran
agitación, agravada por la defraudación de las esperanzas puestas en el cambio
presidencial. La negativa de Pellegrini a intervenir las provincias para
destruir la maquinaria electoralista, según la exigencia de Alem, había
definido claramente las posiciones. Era
evidente que el régimen se preparaba a resistir, mediante el mantenimiento de
los gobiernos del interior cohonestado con el argumento farisaico del “respeto
a las autonomías” que le aseguraba la mayoría en los comicios electorales. El
general Roca era el dueño de estas situaciones
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