Rosas

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martes, 15 de noviembre de 2011

Historia del siglo XIX para la Militancia...

Por John William Cooke

El orden de la oligarquía liberal

“¿Cuál es la fuerza que impulsa ese progreso? Señores, ¡es el capital inglés!"
Bartolomé Mitre

La recolonización de 1955 permitió a la minoría explotadora ocupar económica y políticamente el país, pero no culturalmente. Antes una cosa implicaba a la otra, ahora no.
La fórmula había funcionado durante un siglo a partir de la derrota nacional de Caseros. Allí se liquidó el pleito entre las dos corrientes que chocaban desde los días de Mayo: la del puerto de Buenos Aires, cosmopolita, librecambista, vehículo de ideas e intereses que convenían a Europa y trataba de imponer al resto del país; y otra, nacionalista popular, que veía al país en su conjunto y como parte de la unidad latinoamericana. Antimorenistas y morenistas, dictatoriales y americanistas, unitarios y federales, fueron fases de ese enfrentamiento.
Una vez que Argentina quedó incorporada como satélite de la primera potencia capitalista de mediados del siglo XIX (Inglaterra) y se unificaba en la política de la oligarquía portuaria, los antagonismos se denominaban separatistas bonaerenses y hombres de Paraná: crudos y cocidos, chupandines y pandilleros, liberales y autonomistas, cívicos y radicales.

Desde la Independencia, los intereses foráneos tenían su aliado natural en la burguesía comercial de Buenos Aires, dispuesta a enriquecerse como intermediaria de un comercio sin restricciones en Europa. Su primera víctima fue Mariano Moreno, cuya visión americanista chocó con el centralismo unitario que subordinaba el país a la política bonaerense. A ellos se debe el rechazo de los diputados orientales que llevaban a la Asamblea del año XIII las instrucciones de Artigas sobre la organización confederal. Sólo desacatándose pudo realizar San Martín la campaña de Chile y Perú, pero el pago fue dejarlo abandonado a su propia suerte en suelo peruano, del cual pasó al exilio voluntario y definitivo.
Fue contra los devaneos monárquicos de ese grupo, que los gauchos impusieron el principio republicano en el año 20. Fue contra la Constitución aristocratizante de su agente conspicuo -Rivadavia- que se alzaron seis años después los caudillos federales. Dignos antecesores de la oligarquía contemporánea, en 1815 sancionaron la Ley de Vagancia, para terminar con la protesta de los gauchos hambreados por la política de los exportadores de carne.
En la Constituyente de 1826, los rivadavianos proponían una cláusula prohibiendo el voto de los domésticos, soldados de línea, peones, jornaleros, en una palabra, a la chusma que había hecho la Independencia. Dorrego, a quien luego harían asesinar por Lavalle, ridiculizó los argumentos de esa minoría reaccionaria. La de hoy, aplica el mismo principio proscriptivo aunque no tiene la valentía de sostenerlo con doctrina.
Fue ese unitarismo el que concedió a Inglaterra la franquicia para que sus barcos navegasen nuestros ríos, a cambio del derecho espectral de que los barcos que no teníamos navegasen por el Támesis. El mismo escandaloso unitarismo que dio toda la tierra pública como garantía para contraer el empréstito con Baring Brother’s, el que entregó las minas de Famatina a un consorcio europeo del cual Rivadavia estaba a sueldo, el que creó el Banco de Descuentos dando el control a los comerciantes ingleses.
La época de Rosas fue un compromiso entre Buenos Aires y el interior, unidos en una política defensiva contra el colonialismo anglofrancés y las fuerzas que secundaban sus planes para desintegrarnos. Buenos Aires retiene las ganancias del puerto, pero encabeza la lucha contra el extranjero. La Ley de Aduanas protegía a la industria artesanal, el coraje criollo, la soberanía acechada.
Rosas, caudillo de la conjunción de fuerzas populares que terminó con el unitarismo, era la cabeza de los ganaderos bonaerenses, y formaba con sus amigos y parientes el sector más dinámico de la economía, integrado como industria de tipo capitalista e independiente del sistema comercial de Inglaterra: cría de ganado, saladeros, flota de barcos para transportar los productos a diversos mercados.
Cuando esas circunstancias cambiaron, la política proteccionista del Restaurador ya no contó con el apoyo de los estancieros, que se unieron a la coalición organizada por Inglaterra y dirigida por el imperio esclavista de Brasil.
En 1852 el país necesitaba superar el equilibrio precario del período rosista e integrarse como nación moderna, constituyendo una unidad económica, con el territorio nacional como mercado interno único, y el puerto de Buenos Aires puesto al servicio común como base para un desarrollo capitalista autónomo. Ocurrió todo lo contrario.
La burguesía comercial portuaria afirmó su control al haberse constituido también como burguesía terrateniente. Los hombres de la Federación poco pudieron contra sus maquinaciones, especialmente cuando Urquiza hipotecó su caudillaje para salvar sus vacas, y la “barbarie” del interior fue aniquilada para asegurar la hegemonía de esa oligarquía ganadero-comercial.
La Argentina se incorporó al proceso económico mundial, pero como mercado complementario del capitalismo inglés. La manufactura importada terminó de aniquilar nuestras industrias embrionarias. Los ferrocarriles dibujaron una nueva geografía donde el intercambio interregional desaparece, se expande el mercado comprador de artículos ingleses y nacen “las provincias pobres”. Las compañías extranjeras, los grandes terratenientes y la burguesía que participaba del negocio importador y exportador, engordan a medida que la riqueza del interior cae en los toboganes que la deposita en los puertos para ser transferida a las islas británicas. Los ríos que el paisanaje había cerrado con cadenas para atajar a las flotas invasoras, pasan a ser vías internacionales por prescripción constitucional: no la prosperidad sino la miseria navegarán por ellos.
Zona marginal del centro capitalista inglés, también debíamos ser dependencia ideológica y política. Es que el imperialismo es tanto un hecho técnico-económico como cultural. El lugar de operaciones aisladas de intercambio, establece una relación permanente que no se agota en cada transacción. Los capitales colocados en la semicolonia deben rendir frutos durante muchos años. Es preciso entonces evitar toda inseguridad en los reintegros y pagos de intereses. Debe procurarse que crezca la economía agraria, para que sus productos fluyan a la metrópoli, y que no surjan industrias que desequilibren la “división internacional del trabajo”.
El imperio necesita contar con gobiernos estables, ordenados, buenos pagadores e inmunes al extravío nacionalista. Para eso no hace falta recurrir a la presión directa o a los groseros despliegues de potencia armamentista. La penetración financiera produce el encumbramiento de una oligarquía nativa cuyo destino estaba ligado al del “gran país amigo”.
Las expediciones punitivas de Mitre y Sarmiento ahogaron en hierro y fuego las protestas del pueblo, la cabeza de Chacho Peñaloza, exhibida en la Plaza de Olta, simboliza a la oligarquía mucho mejor que los mármoles y bronces con que ella se ha idealizado.
La dependencia económica aseguró la esclavitud mental. La semicolonia quedó unificada en el culto idolátrico de las ideas -símbolo del liberalismo- y cuanto se le oponía fue sentenciado y ejecutado en trámite sumario.
La lucha política era entre minorías. La montonera había sido una forma de política elemental en la que se participaba directamente. El hombre de nuestro campo tomaba la lanza y arrancaba detrás del caudillo: iba a pelear contra los españoles o al grito de “Federación o Muerte” (que según se ha demostrado, significaba “República o Muerte”), contra los proyectos monárquicos centralistas de la aristocracia porteña, o contra el chancho inglés o francés que rondaba nuestras aguas, en último caso para entreverarse en peleas de menor significación.
El enriquecimiento de la región pampeana significó, como contrapartida, el estancamiento del interior. El libre cambio tuvo un primer efecto negativo: la producción artesanal de las provincias interiores no pudo resistir a la afluencia de manufacturas extranjeras.
Durante la época de Rosas no se había contraído empréstitos con el extranjero, pero a medida que la Argentina aumenta sus exportaciones, y por ende su solvencia como deudor, se recurre al crédito externo con tal exageración que el país se va hipotecando hasta límites increíbles.
Sarmiento se vale del empréstito para terminar la guerra con el Paraguay y “pacificar” nuestro interior; otros empréstitos se piden para obras que no se construyen, para planes que nunca se inician, a veces sin buscar pretexto plausible. Después se van pidiendo empréstitos para pagar los servicios de empréstitos anteriores. Sólo de 1863 a 1873 los ingleses prestan a la Argentina 15 millones de libras esterlinas.
En estos idílicos tiempos, que tanto añoran los conservadores, el país sufría inmediatamente los efectos de cualquier contracción en los países industrializados. Éstos eran periódicamente sacudidos por las crisis que llegaban aquí con violencia multiplicada, al reducir la demanda de nuestras exportaciones y simultáneamente el precio que se nos pagaba por ellas. Además, justo cuando nuestro país entraba en crisis, Gran Bretaña drenaba nuestras reservas de oro agravando la situación.
Sin embargo, las clases dirigentes ponían todo su empeño en mantener el crédito internacional de la Nación a toda costa. Un presidente diría que “es necesario economizar sobre el hombre y la sed de los argentinos”. 



Fuente: El Ortiba.

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