Rosas

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viernes, 3 de mayo de 2019

5 DE JULIO. ATAQUE A BUENOS AIRES 1807

Por Lancelot Holland («Diario del Teniente Coronel Lancelot Holland», en La Nación, julio 2 de 1937, Buenos Aires).


LANCELOT HOLLAND. — Distinguido oficial de las fuerzas que intentaron Ja segunda invasión inglesa. Este prestigioso militar se graduó de alférez de los Coldstreams Guards el 15 de mayo de 1795, fué trasladado a los Grenadier Guards en 1798 y obtuvo el grado de capitán en 1799. Luego, en 1804, se le designó ayudante permanente del intendente general del ejército en Irlanda y posteriormente fué ascendido a teniente coronel en el 134.º de Infantería. Prestaba servicio en el estado mayor del general Craufurd cuando fué incorporado a las fuerzas que se dirigían a Buenos Aires. (La Nación).
Las calles de Buenos Aires corren todas paralelas o en ángulos rectos entre sí. Como están a distancias iguales, la ciudad está dividida en un número de cuadrados. El lado de cada uno de ellos tiene 136 yardas. Al fondo de la ciudad, cerca del río, hay un fuerte poderoso. Se propuso hacer un falso ataque sobre las tres calles que llevan por el centro de la ciudad inmediatamente sobre el fuerte, con la artillería y el 6 de Dragones. Al mismo tiempo trece columnas debían penetrar en la ciudad y ocupar cualesquiera posiciones fuertes de que pudieran apoderarse cerca del río; el fuego de la artillería era la señal para que avanzaran estas columnas, cuyas cabezas habían sido colocadas por la noche en las cabeceras de las calles. El enemigo había situado su defensa principal dentro de unas cinco cuadras del Fuerte y las columnas que llegaron a esa distancia fueron severamente atacadas con fuego de mosquetería y granadas de mano desde las casas vecinas.
A las 6 las columnas empezaron a moverse. La brigada del general Craufurd fué dividida en dos; él dirigió la fracción derecha, consistente en cuatro compañías de infantería ligera y cuatro del 95, con un cañón para balas de tres libras. El coronel Pack dirigió la izquierda, consistente en cinco compañías de infantería ligera y cuatro del 95, con un cañón para balas de tres libras. Al pasar a través de la ciudad con el general Craufurd no se nos molestó mucho; se nos hizo poco fuego. Avanzamos hasta que llegamos al agua. Volvimos entonces a la izquierda y nos juntamos con el coronel Pack. Lo habían hostilizado duramente y se retiraba a un puesto llamado la Residencia, a cierta distancia a la derecha. El propio Pack tenía cinco balazos en sus ropas, dos de los cuales le habían herido levemente; había perdido gran número de oficiales y soldados, entre muertos y heridos. Algunos fueron abandonados en las calles y unos pocos estaban con él. Habían sido tiroteados desde las casas.
El regimiento 45.º había avanzado por nuestra derecha sin encontrar oposición y tomado posesión de la Residencia, un fuerte edificio de las afueras de la ciudad. Después que el coronel Guard hubo colocado a sus hombres en este puesto, con su compañía de Granaderos, se unió a nosotros.
SANTO DOMINGO
Había una gran catedral al extremo de la calle por la cual había avanzado el coronel Pack, y el general Craufurd dispuso que nos apoderásemos de ella y nos mantuviéramos allí hasta que supiésemos la suerte de las columnas de la izquierda. Destrozamos las puertas a cañonazos y apostamos nuestros fusileros por todo el techo del edificio para que pudieran desalojar a los españoles de las azoteas de las casas cercanas, desde donde mantenían un fuerte fuego muy vivo. Sin embargo, los fusileros no pudieron conseguir ese propósito. En la Catedral, que se llama Santo Domingo, hallamos los colores del 71.º, que Pack tuvo el placer de recobrar. Al entrar en la Catedral habíamos esperado encontrarla llena de soldados. Sin embargo, había muy pocos. Dos monjes estaban mal heridos, uno había perdido un brazo y otro estaba herido en el pecho. Reunimos a todos los monjes y frailes, que había muchos y estaban muy asustados, y los protegimos, así como a su altar, con centinelas. Fué difícil impedir el saqueo; la Catedral era rica y magnífica.
Entre tanto el enemigo hacía fuego contra nosotros a través de todos los orificios y ventanas y hería a muchos de nuestros hombres. Nada oímos de las otras fuerzas y el enemigo traía cañones para atacarnos. Entramos en la Catedral a eso de las 8; más o menos a las 12, Liniers envió un edecán para instarnos a la rendición, diciendo que el ejército estaba derrotado y hecho prisionero todo el 88’. Al ver que el enemigo se acercaba mucho a nosotros y nos apuntaba con más artillería, se decidió hacer una carga. El coronel Guard, con el 45.º de Granaderos y el mayor Trotter, con un poco de infantería ligera, salieron inmediatamente de la iglesia, calle abajo. Las dos secciones de primera fila quedaron destrozadas y todos sus hombres murieron o resultaron heridos. El capitán de Granaderos fué herido malamente en el pecho; la espada que Guard tenía en la mano fué atravesada por tres balas de mosquete. El mayor Trotter murió y la infantería ligera quedó disminuida. El enemigo, durante esta salida, perdió pocos hombres y se retiró dentro o detrás de las casas, desde donde hizo fuego fríamente y con precisión.
Las tropas recibieron orden de replegarse. El coronel Pack había dejado al coronel Cadogan con tres compañías de infantería ligera a cierta distancia de nosotros, en un puesto que no consideraba bueno. No oímos disparos por ese lado y supimos que habían caído prisioneros.
La Residencia, donde estaba apostado el 45.º, se hallaba muy distante de nosotros, seis cuadras, y no podíamos abrigar la esperanza de llegar hasta ella bajo el fuego a que nos expondríamos. Teníamos un centenar de soldados y oficiales heridos en la Catedral. El enemigo nos atacaba con metralla y cada vez traía más cañones. Esperábamos que pronto quedaría destruido el edificio. Nuestros soldados estaban alarmados y desalentados. A las 4 el general Craufurd consultó a los coroneles Guard y Pack y al mayor Mac Leod, con respecto a las medidas que podían adoptarse, y se acordó tener una comunicación con el enemigo. Se izó una bandera de parlamento. Esto hizo venir a un oficial español que dijo que nuestras tropas estaban prisioneras, muertas o en retirada; que el general Liniers estaba dispuesto a recibirnos como prisioneros de guerra, pero que no aceptaría otras condiciones. Después de algunas conferencias le enviamos de vuelta con ciertas proposiciones. Regresó y dijo que el general Elío estaba a la puerta y deseaba hablar con el general Craufurd, quien salió a verle. 
Apareció un hombre sucio y mal vestido que al presentarse a él dijo ser el general Elío. Estaba rodeado por una vociferante gentuza armada, que ululaba y chillaba y de la que esperábamos que en cualquier momento nos hiciera fuego. Como los coroneles Guard y Pack habían coincidido con el general Craufurd en que estábamos reducidos a la necesidad de la rendición, el general Craufurd arregló con ese Elío que nos entregábamos como prisioneros de guerra. Se ordenó que saliéramos sin armas. Fué un amargo deber; todos lo sentimos así. Los soldados estaban todos llorosos.  Se nos hizo marchar a través de la ciudad hasta los fuertes. Nada podía ser más mortificante que el paso a través de las calles entre la gentuza que nos había conquistado. Eran gentes de tez muy obscura, bajas y mal hechas, cubiertas con mantas, armadas con largos mosquetes y, algunos, una espada. No había orden ni uniformidad entre ellos.
Se nos llevó a la casa de Liniers, en el Fuerte, donde se nos introdujo en una sala llena de oficiales británicos. Hallamos a todos los del 88.º que se habían salvado de morir o de quedar heridos, y al coronel Cadogan con los oficiales a sus órdenes. Un general Barbiani, hombrecillo enojadizo, pero cortés, nos recibió y nos hizo firmar una promesa de no servir contra España o sus aliados hasta que se nos canjeare. Había en total 60 o 70 oficiales en dos grandes salas bien vigiladas. Nos trajeron algunos bizcochos y un trozo de carne, ahumada y horrible. No había nada más que ladrillos para tendernos encima. El general Barbiani nos dió al general Craufurd y a mí algo de comida en su propia mesa y también al general Craufurd un colchón para que se acostara. Yo me tendí en algunas tablas, a su lado.
Por la mañana, Barbiani nos dió a Craufurd y a mí un poco de chocolate como desayuno. Nada puede ser más cortés que su trato, así como el de los demás oficiales españoles. Parecen vivir de una manera sucia e incómoda. Barbiani es segundo jefe y además intendente general. Sin embargo, él mismo se hace la cama, se limpia la mesa, etcétera. Él y su estado mayor duermen todos en una sola pieza, sobre colchones, sin sacarse la ropa. Parecen considerar que el lavarse es una operación muy innecesaria y no se afeitan con frecuencia. Son grandes fumadores de cigarros. En general, parecen gentes corteses, analfabetas, mal educadas. Hay, sin embargo, algunas excepciones. Algunos de ellos han leído y conocen el mundo. Tienen a lo sumo algún conocimiento de francés y de latín. Sus ropas son diferentes y parecen estar regidas más por la fantasía que por la uniformidad. Entre esta gente, la mitad estaba formada por comerciantes del lugar que habían tomado las armas y recibido sus grados de Liniers.
Después del desayuno volvimos a nuestros compañeros de prisión, a quienes encontramos envueltos en humo. Se habían hecho más admiradores de los cigarros que los mismos españoles. Les habían llevado para el desayuno algunos bizcochos muy buenos, por los cuales hubo una avidez general. A las 3 el general Liniers invitó a todos los oficiales a comer. Nos recibió un número más o menos igual de españoles. La comida fue muy buena, sin ninguna pretensión de estilo o de lujo. Todo transcurrió muy bien. Liniers es un hombre de buen talante y muy conversador y no parece tener talento. Al terminar la comida, el general Gower llegó para tratar con Liniers, como consecuencia de una carta que Liniers le había enviado por la mañana con una bandera de parlamento. Estuvieron mucho tiempo encerrados juntos. Pasamos una noche muy semejante a la anterior, pero quizá sentimos más profundamente nuestro infortunio.

7 de julio
Por la mañana un emprendedor irlandés, un capitán Carroll, del 88.º, que habla español y por ello consiguió intimar con los españoles, al verme en un estado sucio e incómodo ofreció procurarme una camisa limpia y una navaja. No era ésta una proposición para pasarla por alto. Le seguí, sin saber a dónde me llevaba. Con gran asombro mío me condujo a una habitación, en la que Liniers, que acababa de dejar el lecho, se estaba vistiendo. Muy fríamente le dijo para qué me había llevado y Liniers me buscó inmediatamente en persona una navaja, una camisa, etc., después de lo cual estuvo media hora buscando un nuevo cepillo de dientes para mí. Hablaba continuamente y con poco sentido. Mientras estuve con él, no menos de diez españoles mal entrazados, algunos militares y otros civiles, entraron en su cuarto sin ceremonias para proferir fuertes quejas contra los ingleses. Sus modales eran los de personas que tratan de igual a igual.

1 comentario:

  1. Que buen relato. Pero este Lancelot Holland (parece nombre artístico ), cuando escribio, muestra una actitud peyorativa hacia NOSOTROS. No creo que al momento de suceder estas cosas se haya quejado tanto de la comida, del orden, de la estética de los soldados y hasta del propio Liniers. Debería haberle agradecido a Dios que no lo hayan recargado a patadas en el culo, por repugnante inglés invasor, usurpador y pirata. Yo creo que sí sujetos como Beresford (en 1806, un año antes), Whitelock, Pack y unos cuantos más hubiesen recibido su "merecido", nos hubiésemos salvado de muchos daños que ese pueblo maldito de Inglaterra, nos siguió haciendo a posteriori, ya con sus intromisiones de inteligencia, ya con su permanente asedio como la "urgueteada" de Fitzrroy durante 4 años, en sus dos viajes (estudio de las riquezas del territorio, geografía, costumbres), que desembocaron en la invasión de Malvinas, el asedio continuo, hasta el extremo de Obligado, y la fabricación de cipayos internos que sirvieran por siempre a sus intereses de ocupación, hasta el total apoderamiento del territorio, aún hasta hoy.

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