Rosas

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viernes, 31 de marzo de 2017

Politica y negocios en 1820

Por Juan Carlos Serqueiros









El 28 de octubre de 1820, Nicolás de Anchorena (en realidad, Mariano Nicolás de Anchorena, aunque su segundo nombre prevalecería sobre el primero, y así se lo conoce históricamente) le escribía desde Montevideo a su hermano mayor, Juan José; una carta en la cual le detallaba sus actividades en torno a los negocios de la familia, carta esta que contiene un párrafo muy sugerente, el cual transcribo a continuación:
“… Cullen, portador de ésta, me ha dicho que ha visto una carta de persona respetable del Arroyo de la China, repitiendo que Artigas ha caído prisionero de Francia, habiendo querido refugiarse en la Candelaria; que Ramírez se lo ha pedido, y que Francia le pedía en cambio a Campbel y a Méndez, cuyo cambio cree el autor de la carta se verificaría. Deduce Cullen que Ramírez y Francia se han de componer, y de consiguiente que hemos de tener mucha yerba, por lo que él va a activar la venta. Yo no estoy conforme con esta política, porque aunque Francia esté por el cambio, este no será por disposición de convenirse con Ramírez, sino por las ganas que tiene de Campbel y de Méndez, para que le paguen los azotes que dieron a los paraguayos, porque para Francia el mismo papel hacen Ramírez y Campbel, y tan ladrón considera al primero como al segundo, porque ninguno de su cuna, educación y fibra puede conformarse con que un domador, sólo por ser atrevido y osado, sea el árbitro de tres Provincias vecinas, y que reconocido por él, mañana podrá verlo en la suya, u otro como él. Además Ramírez ha de querer continuar con el estanco de la yerba, para hacer su fortuna y la de sus ahijados: hemos visto que él ambiciona dinero y prosélitos, y que se ha propuesto adquirirlos por ese recurso. Aquí está su ayudante que ha venido habilitado por él con un corto número de tercios. Francia, pues, no ha de entrar por estas trabas, por lo mismo que Ramírez trata de ganar con ellas ...” (sic)
Es notable cómo la aguda percepción de un hombre de negocios (que Nicolás –al margen de su patriotismo, que lo tenía- era básica y fundamentalmente eso: un hombre de negocios; y las alternativas de la política interna las veía y analizaba desde esa perspectiva) lo llevaba a comprender y calibrar adecuadamente una situación determinada y los personajes que la protagonizaban; y cómo de acertada resultaría su predicción. Pero en primer lugar, aclaremos a quiénes y a qué se refería Nicolás de Anchorena, y cuál era el contexto en que se producían los sucesos:
El “Cullen” citado, era Domingo Cullen, un español de las Canarias, que después sería ministro de Estanislao López (terminaría fusilado por traidor en 1839, por orden de Rosas), y que andaba por ese tiempo radicado en Montevideo dedicado al comercio por las costas del Paraná. Debe haberle propuesto a Nicolás de Anchorena algún negocio vinculado al tráfico de yerba mate, y éste, aprovechando un viaje de Cullen a Buenos Aires, le enviaría a través suyo esta carta a su hermano mayor Juan José. El “Arroyo de la China” era la villa de ese nombre, actual ciudad de Concepción del Uruguay, en Entre Ríos. “Artigas”, obviamente está referido al general José Gervasio de Artigas; “Francia” era el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, gobernante del Paraguay ; y “Ramírez” era Francisco Pancho Ramírez, teniente de Artigas en Entre Ríos, que acabaría traicionando al Protector. En cuanto a “Campbel” y "Méndez", se refiere a Pedro Campbell, un marino irlandés que llegó al Río de la Plata cuando las Invasiones Inglesas, desertando de las tropas británicas para quedarse aquí, convirtiéndose después en jefe de la escuadra artiguista; y a Juan Bautista Méndez, gobernador de Corrientes cuando los Pueblos Libres. Ambos habían caído prisioneros de Ramírez luego de la derrota del artiguismo a manos de éste. El general Artigas se había asilado el 5 de setiembre de 1820 en el Paraguay que gobernaba el doctor Francia; y Ramírez le reclamaba a éste su extradición, a lo que Francia no accedió; tal como en la carta supone Nicolás de Anchorena que habría de ocurrir.
A fines de junio de 1820, el otro hermano de Nicolás; Tomás Manuel de Anchorena, que había sido secretario del general Belgrano y diputado por Buenos Aires al Congreso de Tucumán, consideró conveniente pasar a la Banda Oriental en razón del curso que habían tomado las convulsiones políticas en Buenos Aires, y 4 meses después, haría lo mismo Nicolás, el menor de los Anchorena, y desde allí escribiría a su otro hermano, Juan José, que había quedado en Buenos Aires, esta carta cuyo párrafo leemos. Es injusta la carga que hace contra “Campbel” (Campbell), a quien tilda de “ladrón”, presumiendo (erróneamente) que el doctor Gaspar Rodríguez de Francia lo reputaría de igual modo. Deben haber primado ahí sus prejuicios de clase o de alguna otra índole, porque Campbell de manera alguna ni bajo ningún punto de vista podía ser considerado un ladrón; y tampoco Francia lo juzgaba así, como lo demuestra el hecho de que al ser liberado por Pancho Ramírez, Campbell se exilió justamente en el Paraguay (y fallecería allí en 1832), cosa que no habría hecho ni por asomo si desconfiase de que el doctor Francia quisiera verlo muerto (éste último se limitó a tenerlo preso un tiempo –tal como hizo con el general Artigas- y luego le dio la libertad, radicándose Campbell en Pilar, dedicado al negocio de la curtiembre). No..., suponía mal Nicolás de Anchorena en ese punto. Claro, él se guiaba por la presunción de que como Méndez y Campbell en 1815 habían combatido y expulsado junto a Andrés Guacurarí a las tropas paraguayas que por orden del doctor Francia habían invadido los pueblos de las Misiones al este del Paraná; el Dictador Perpetuo del Paraguay tendría hacia ellos un odio cerval que lo impulsaría a proponer a Ramírez entregarle al general Artigas a cambio de que éste a su vez les entregase a él a Campbell y a Méndez; y por eso Nicolás de Anchorena escribe “aunque Francia esté por el cambio”, refiriéndose con “cambio” al canje de prisioneros con miras a ultimarlos. La “carta de persona respetable del Arroyo de la China” que Cullen le refirió a Anchorena haber leído, por lo visto no era nada confiable, ya que por entonces lo que Ramírez estaba planeando, era invadir el Paraguay, y precisamente su ligereza en el cuidado de la correspondencia que éste les mandaba a los opositores del doctor Francia en el Paraguay, fue causal de la ruina y desgracia de éstos; porque Francia ahogó en sangre la revolución que contra él se tramaba
Por lo demás, es asombrosa la exactitud de la información que poseía Anchorena. Pensemos que allá por 1820 ¿cuántas serían las personas (fuera de quienes vivían en el escenario mismo de los hechos o en las cercanías, digo) que sabrían las alternativas de los combates entre las tropas artiguistas al mando de Andrés Guacurarí y las que el doctor Francia había enviado para ocupar los pueblos de las Misiones, con tanto detalle como Nicolás de Anchorena (noten que pone, refiriéndose a Campbell y Méndez, “para que le paguen los azotes que dieron a los paraguayos”)? O la acertadísima semblanza que hace de Francia, esa de "su cuna, educación y fibra" (y tener en cuenta que eso es tanto más extraordinario, si se considera que Anchorena… ¡no conocía personalmente al doctor Francia!). Asimismo, la comparación entre las características de Ramírez y Francia –independientemente de que no corresponda reducir a Ramírez a “un domador”, cosa que hace Anchorena con sectarismo refiriéndose de ese modo al entrerriano- es muy ilustrativa; porque en efecto, la distancia moral e intelectual que había entre esos dos personajes históricos, era sideral: el doctor Francia, más allá de aciertos y errores, obraba movilizado exclusivamente por la defensa de los intereses paraguayos y nada quería ni buscaba para sí mismo; mientras que Ramírez actuaba en función de las conveniencias de su provincia, pero también (de paso, cañazo) de su ambición personal y de sus intereses particulares; porque es cierto que entre otras cosas, perseguía el fin de enriquecerse con la yerba mate y que para eso había mandado a la Banda Oriental a Manuel Antonio Urdinarrain; tal como menciona Anchorena en su carta: “… ambiciona dinero y prosélitos, y que se ha propuesto adquirirlos por ese recurso. Aquí está su ayudante…”.
Y en definitiva, como consigné precedentemente, la predicción de Nicolás de Anchorena resultaría cumplida, porque Francia no entregó al general Artigas para que Ramírez lo matase, y la yerba paraguaya sería comercializada exclusivamente por el Estado paraguayo; y si Cullen, como apunta Anchorena, efectivamente “activó la venta”, debe de haberse visto después en graves problemas para cumplir los compromisos a que se hubiese obligado.
Y en todo caso, el ejemplo sirve para reflexionar acerca de cómo dos hombres de negocios poseyendo idéntica valiosa información, pueden interpretarla de distintas maneras y utilizarla conveniente o inconvenientemente: Anchorena, con los datos que poseía, no quiso entrar en el negocio de la yerba mate, y acertó plenamente en cuanto a la actitud que tomaría Francia; en cambio Cullen se involucró (o por lo menos, se aprestaba a hacerlo) en un negocio que a la postre resultaría desastroso, y a la hora de formarse un juicio, ni siquiera reparó en las diferencias de catadura moral e intelectual que había entre Ramírez y Francia.
Seguramente por “pequeños” detalles así, Anchorena sería uno de los hombres más ricos de esta parte de América; mientras que Cullen acabó sus días fusilado por traidor

El Realismo de Rosas

Por Héctor B. Petrocelli

¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
El realismo de Rosas
La personalidad que surgiría en medio del caos de aquellos años, Juan Manuel de Rosas, hombre de lecturas, sin duda, como la moderna historiografía lo ha dejado sentado, pero por sobre todo, atento y frío observador de la realidad circundante que fue su maestra, dejó estampados juicios sorprendentes en su profuso epistolario respecto a la materia que abordamos. Como dichas apreciaciones las sostuvo a todo lo largo de la vida, incluso en el exilio, no es extraño que al final de ella, en 1873, hiciera estas reflexiones a Vicente G. Quesada y a su hijo Ernesto que ocasionalmente lo visitaron: “. . . una constitución no debe ser el producto de un iluso soñador sino el reflejo exacto de la situación de un país. Siempre repugné a la farsa de las leyes pomposas en el papel y que no podían llevarse a la práctica. . .”. “Nunca pude comprender ese fetichismo por el texto escrito de una constitución, que no se quiere buscar en la vida práctica sino en el gabinete de los doctrinarios: si tal constitución no responde a la vida rea! de un pueblo, será siempre inútil lo que sancione cualquier asamblea o decrete cualquier gobierno. El grito de constitución, prescindiendo del estado del país, es una palabra hueca”.  El realismo de Rosas, patente en toda su correspondencia, merece algunas otras transcripciones. Así, en la carta del 16 de diciembre de 1832 escrita al gobernador santiagueño Felipe I barra, le dice: “Si me dejara arrastrar por las inspiraciones de mi corazón sería el primero en clamar por una asamblea que, ocupándose de nuestros destinos y necesidades comunes, estableciese un sistema conforme a las opiniones de la mayoría de la República y centralizase la acción del poder. Pero la experiencia y los repetidos desengaños me han mostrado los peligros de una resolución dictada solamente por el entusiasmo, sin estar antes aconsejada por la razón y por el estudio práctico de las cosas” . . . “la prudencia prescribe marchar con las circunstancias y con los sucesos, para no perdernos en ensayos precipitados”. Atenderá la experiencia, los desengaños, la razón y la prudencia, estudio práctico de las cosas, marchar con las circunstancias y con los sucesos, son presupuestos permanentes en la concepción del pragmático caudillo en materia organizativa. A Quiroga, en carta del 4 de octubre de 1831, le explica: “lo que principalmente importa es que cada provincia se arregle, se tranquilice interiormente y se presente marchando de un modo propio hacia el término que le indique la naturaleza de sus elementos, y recursos de prosperidad. Son muchísimos y absolutamente indispensables los embarazos actuales para entrar ya en una organización general”. “Lo que haya de hacerse después, lo indicará el tiempo, la marcha de los sucesos, y la posición que vayan tomando los pueblos por su buena organización, y verdadero patriotismo”. Y en la carta del 28 de febrero de 1832: . 
Señalo: la naturaleza de sus elementos, el tiempo, la marcha de los sucesos, la posición que vayan tomando los pueblos, la Federación como voluntad de los pueblos, el voto expreso de los pueblos, los deseos de éstos, el gradualismo como método. La contemplación de todos estos aspectos no figura generalmente en el bagaje de los ideólogos, sino en las alforjas de los estadistas fundadores. A los apuros constitucionales de Estanislao López contesta en misiva del 6 de marzo de 1836 instándolo a “guardar el orden lento, progresivo y gradual con que obra la naturaleza, ciñéndose para cada cosa a las oportunidades que presentan las diversas estaciones del tiempo y el concurso más o menos eficaz de las demás causas influyentes”. 
Respecto del método para el logro de una organización que responda al ser y a la voluntad de la Nación, Rosas expresa en carta al mismo López, anterior, del 2 de setiembre de 1830: “Los Congresos no deben ser el principio sino la consecuencia y último resultado de la organización general”. Y a Quiroga el 3 de febrero de 1831: “Primero es saber conservar la paz y afianzar el reposo; esperar la calma e inspirar recíprocas confianzas antes que aventurar la quietud pública. Negociando por medio de tratados el acomodamiento sobre lo que importe el interés de las provincias todas, fijaría gradualmente nuestra suerte; lo que no sucedería por medio de un congreso, en que al fin prevalecería en las circunstancias la obra de las intrigas a que son expuestos. El bien sería más gradual, es verdad, pero más seguro. Las materias por el arbitrio de negociaciones se discutirían con serenidad; y el resultado sería el más análogo al voto de los pueblos y nos precavería del terrible azote de la división y de las turbulencias que hasta ahora han traído los congresos, por haber sido formados antes de tiempo. El mismo progreso de los negocios así manejados, enseñaría cuando fuese el tiempo de reunir el congreso; y para entonces ya las bases y io principal estaría con ven i do y pacíficamente nos veríamos constituidos”. 
Ideas que reafirma en la famosa carta del 20 de diciembre de 1834 al mismo Quiroga escrita en la Hacienda de Figueroa: “entre nosotros no hay otro arbitrio que el de dar tiempo a que se destruyan en los pueblos los elementos de discordia, promoviendo y alentando cada gobierno por sí el espíritu de paz y tranquilidad. Cuando éste se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas por medio de las cuales sin bullas, ni alboroto, se negocia amigablemente entre' los gobiernos, hoy esta base, mañana la otra hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo, y no tenga más que marchar llanamente por el camino que se le haya designado. Esto es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de la nada” .
Los pactos como medio de alcanzar una sólida unidad nacional que salvase lo que había quedado de la primitiva herencia territorial, algo más que diezmada por la pérdida de casi la mitad de su superficie, teniendo en cuenta que ese saldo estaba a punto de llegar al paroxismo de la disolución en catorce republiquetas independientes. El Congreso como coronación del proceso organizativo y no como prefacio, pues varios congresos y asambleas ya habían fracasado estrepitosamente desde 1810 en esa misión. Obra lenta, en que el tiempo debía hacer su parte, serenando los espíritus, brindando la posibilidad a la inteligencia argentina de captar la índole y la voluntad de un pueblo en la tarea de darle organismos políticos. Obra que a veces es tan lenta, que insume siglos. Acomodamiento de los intereses de todas las partes involucradas, esto es, las provincias. La paz como elemento primordial; paz nacida de la concordia, del acuerdo de los corazones de los argentinos, factor esencial para el logro del consenso político que importa la organización de un país.
El párrafo final transcripto: “es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de la nada”, merece una breve consideración. ¿Qué era lo que en el concepto de Rosas se había destruido totalmente, a punto tal que ahora darse instituciones significaba “formarnos del seno de la nada”? Evidentemente se refiere a las instituciones españolas, implantadas durante más de doscientos años de ensayos que importaban otros muchos siglos de experiencia Ibérica-europea, y que el vendaval del iluminismo había arrasado de cuajo dejándonos a la intemperie de la que hablaba Sarratea en carta ya glosada.

jueves, 30 de marzo de 2017

Salvador María Del Carril (parte II)


Por José María Rosa
EL FEDERAL
Después de Caseros se puso la divisa punzó en la solapa – pues el ex-ministro de Rivadavia confesó haberse convertido al federalismo leyendo La Democratie en Amerique de Tocqueville – y se hizo infaltable a las reuniones de Urquiza en el caserón de Palermo. Ya no rezaba con él “ese renombre odioso de salvajes unitarios que perturbaron la tranquilidad de la Patria y comprometieron su independencia” de la proclama de Urquiza del 21 de febrero obligando al uso del cintillo punzó. En los salones de Palermo era escuchado con respeto pero sin convicción: "Sentencioso en el hablar, enfático en la acción y de aspecto imponente – así lo vió Quesada – cuando no se hallaba en presencia del general Urquiza parecía la estampa de un hombre de estado. Pero toda esa gravedad magistral se convertía en dúctil cera en presencia de Urquiza. Yo me sentía avergonzado de esa perpetua aquiescencia para todo lo que decía o hacía el general: sumisión en el fondo y en la forma, especie de servilismo” (19). Urquiza lo hizo Consejero de Estado primero, junto a Nicolás Anchorena y Felipe Arana – los grandes amigos de Rosas – y más tarde diputado por Buenos Aires al Congreso de Santa Fe.
Se embarcó con Urquiza a bordo del vapor inglés “Countess of Londsdale” el día 9 de septiembre rumbo a Santa Fe.  Los diarios porteños despidieron al Libertador y a los esclarecidos representantes, sin perjuicio que al amanecer del 11 como dice Groussac, trocaran en tirano al Libertador y en alquilones a los esclarecidos representantes a las primeras dianas de la revolución triunfante. Del Carril se quedó de a pie con la revolución, pues una de las primeras medidas del gobierno de Alsina fue anular su acta “por haberse realizado la elección sin concurrencia de pueblo.  Pero estaban vacantes las bancas de San Juan, ya que Benavídez había anulado una primera elección hecha a favor de Sarmiento, cuya ruptura con Urquiza hizo necesaria su exclusión del Congreso. Y del Carril, venciendo su repugnancia a dirigirse a una “de las cabezas de hidra del caudillismo” le escribe a Benavídez una larga carta el 4 de octubre, hablándole de la necesidad de nombrar en San Juan constituyentes dignos y de experiencia, carta que termina con un sugestivo “tengo el gusto de ofrecerme” (20). Benavídez le remite a vuelta de correo un acta de diputado, para cuya elección había tenido que reformar la ley de la provincia que exigía la condición de vecindad en los electos.  Esta designación desconcertó a sus coterráneos. “¿El señor Carril, el liberal de 1824, el autor de la Carta de Mayo, el sanjuanino ilustrado, soportará paciente esta injuria que se hace a sus antecedentes patrióticos?” – escribía Tadeo Rojo, y Mitre publicaba la carta en su periódico (21). Hacía más de un cuarto de siglo que los unitarios de San Juan esperaban el regreso de del Carril, y he aquí que el Mesías llegaba en compañías poco claras.  El problema para del Carril era grave: por un lado le era absolutamente necesario quedarse junto a Urquiza en Santa Fe, y decorosamente no podía hacerlo sin un cargo que justificara su presencia. Por el otro, su vinculación con Benavídez iba a quebrar el culto de sus familiares y partidarios celosamente mantenido en los años de emigración. Lo resolvió quedándose con el pan y la torta: el 20 de enero de 1853 escribe a Benavídez quejándose de que “en San Juan haya habido elecciones más o menos irrisorias, las cuales he visto con amargo sentimiento mezclado mi nombre”. Le aconseja que renuncie porque "la situación de San Juan mortifica y alarma, y un imperio no vale una gota de sangre, una lágrima ni un remordimiento”. Pero claro que él venciendo su amargo sentimiento, se quedaba por patriotismo con la banca conseguida en esas elecciones más o menos irrisorias, donde había visto mezclado su nombre.  La contestación de Benavídez fue terrible: “Un acíbar experimento al no poder excusarlo, y al tener que someter al fallo de la opinión pública los cargos que me dirige”. Aludiendo a los viejos tiempos de la Carta de Mayo le dice: “Se acabó la época en que el pueblo de San Juan, con mengua de su integridad, derechos y soberanía, tenía que humillarse al capricho de los ambiciosos y a la influencia de la aristocracia”, y recordando la guardia personal que usaba del Carril: “el gobernador se pasea a solas a cualquier hora del día o de la noche por la ciudad y suburbios, sin un solo ordenanza, porque entre él y sus compatriotas hay una confianza recíproca”. Hizo publicar esta correspondencia en un folleto titulado: Serie de cartas particulares, notas oficiales y otros documentos cambiados entre S. E. el Gobernador de San Juan y los diputados al Congreso General Constituyente entre las cuales aquella de del Carril en que “se ofrecía” –. Pero el constituyente no se sintió inmutado para cumplir su misión histórica en Santa Fe.
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EL PROCER
Después del Congreso su carrera política y su fortuna personal tomaron un camino de franco ascenso. Triunviro en 1854; Vicepresidente de Urquiza, ejerciendo la efectividad presidencial casi todo el período; jefe indiscutido del grupo de porteños que disputaban a la facción cordobesa de Derqui el favor de Urquiza y el manejo de la Confederación; la vida de del Carril en Paraná fue constantemente dedicada al servicio de la Patria: “¿ Qué hacía Carril en tiempos de Urquiza ? – se pregunta Mansilla parodiando a Sieyes – vivir... y aumentar su caudal” La vejez se acercaba y la suerte de la política, lo sabía por experiencia, era muy variable. “Volvía de la emigración – dice Quesada – con la resolución decidida que no ocultaba a sus íntimos de no emigrar otra vez con los bolsillos vacíos Emigrado y pobre vivía en modestísima situación... todos hemos conocido aquí (Buenos Aires, 1885), al señor del Carril que ha muerto muy anciano, millonario y convertido al seno de la Iglesia Católica, apostólica y romana después de haber profesado teorías volterianas y aun ateas.”   El cauto José María Zuviría, en el ditirambo que ha dejado de los constituyentes del 53 se extraña de que el antiguo unitario concluyera “por perder de vista el punto honesto de partida" y que hubiera “modificado un tanto las altas ideas de probidad y entereza de carácter para lanzarse en las rutas extraviadas de un vulgar y apasionado anhelo por alcanzar de cualquier costa bienes de fortuna que lo salvasen en lo futuro del trabajo y la pobreza del pasado”. Su indiscreto ex-secretario Mansilla lo pinta en un rapto de sinceridad exclamando ante la casa de Urquiza frente a la plaza de Paraná: “¡He estado emigrado tantos años! He pasado tantas miserias (ni he podido educar a mis hijos debidamente) que tengo horror a la pobreza... ¡y estoy en manos de esa fiera...!" (22)
En 1860 quiso ser Presidente, pero el favor de Urquiza se inclinó ante el sencillo y modesto Derqui, que al poco tiempo el círculo de del Carril supo indisponer hábilmente con el poderoso castellano de San José. La crisis de Pavón no lo tomó desprevenido – ¡que había de tomarlo! – y fue él quien negociaría con Mitre la caída de la Confederación y la salvación de Urquiza.  En premio, Mitre lo llevará a la Suprema Corte en 1863, jubilándose con sueldo íntegro en 1877 durante la presidencia de Avellaneda (23).
Rivadavia había muerto en 1845 en Cádiz solo y pobre, pidiendo como un último favor que no lo enterraran en Buenos Aires “y menos en Montevideo”. Rosas acababa de extinguirse, también pobre pero nunca amargado, en su exilio de Southamton. Derqui había muerto en Corrientes, olvidado y tan extraordinariamente pobre, que el cadáver permaneció tres días insepulto porque no había con qué pagar el entierro. Solamente sobrevivía del Carril único testigo de esa época heroica y desinteresada.
Moriría en 1888 casi nonagenario. Sarmiento, su coterráneo y enemigo habló en el entierro y allí, sin que nadie se asombrara, reconoció en una de sus genialidades haberse equivocado cuando la segregación de Buenos Aires: “A Carril debemos ser hoy argentinos” – dijo borrando la Carta de Yugay, la polémica con Alberdi, el ministerio con Mitre – “en 1852 tomó el camino que le indicaban su mayor experiencia y sus vistas de hombre de estado” (24).
Su muerte fue un duelo nacional: los diarios enlutaron sus páginas, y la bandera quedó muchos días a media asta.
(1) Víctor Gálvez (Vicente C. Quesada), Memorias de un Viejo, pág. 197.
(2) “Este viejo vale mucho. Todos los documentos públicos y actos importantes del Congreso los debemos a él. Es su principal autor”. (Lavaisse a Taboada, ag. 28 de 1853, en “Gaspar Taboada”, Los Taboada, III, 93).
(3) José María Zuviría, Los Constituyentes del 53 (ed. 1889), página 77.
(4) Lucio V. Mansilla. Retratos y Recuerdos, (ed. 1894), pág. 40.
(5) D. F. Sarmiento, Obras completas, XVII, 89.
(6) Víctor Gálvez, ob. cit., pág. 197.
(7) Víctor Gálvez, ob. cit., pág. 198.
(8) Mariano de Vedia y Mitre, Estudio constitucional sobre la Carta de Mayo, pág. 7.
(9) Carta del 6 de noviembre de 1825 tomada del proceso de quiebra de la Mining Association en 1826. Esta carta y las que cito a continuación fueron dadas a conocer en varias oportunidades: por Dorrego en El Tribuno, el 26 de junio de 1821; por Dorrego y Moreno en su folleto Refutación a la Respuesta (Bs. As., 1827); por Vicente Fidel López en su Historia de le República Argentina, t. X, págs. 272 y 273 (edic. de 1893); por José María Rosa en Defensa y pérdida de nuestra independencia económica págs. 145 a 147. También la menciona Pedro D’Angelis en su articulo del “Archivo Americano” (1ª época). El general Rosas y los salvajes unitarios. El que no se ha enterado todavía de ellas es el señor Piccirilli, autor de una exhaustiva historia de Rivadavia en dos tomos, entiendo que premiada.
(10) Carta del 14 de mayo dé 1826 (Referencias en la nota 9).
(11) Son muchas las referencias a esta financiación de la guerra civil por la propia Presidencia. Las notas del ministro Agüero y de José Miguel Díaz Vélez, transcriptas en El Tribuno, vol. II, págs. 221 y 241.
El rescripto de Quiroga devolviendo el ejemplar de la Constitución que le mandaba Velez Sársfield: “No quiere tratar con un poder que le hace la guerra”. La nota de Tezanos Pinto sobre su comisión a Santiago del Estero: “El gobernador (Ibarra) dijo que el Pte. de la República era el que hacia la guerra a las provincias. El Comisionado (Tezanos Pinto), contradijo una aserción tan falsa como maliciosa y exigió las pruebas al gobernador... Este abrió un cajón y presentó los libramientos girados por los gobiernos de Salta y Tucumán contra la Tesorería Nacional".  A mayor abundamiento existe la confesión de Lamadrid en sus Memorias. Pero, por supuesto, nada de eso impide que el señor Piccirilli y el doctor Vedia y Mitre sigan afirmando que la guerra civil no era fomentada por Rivadavia.
(12) Juan Manuel de Rosas le escribía a Quiroga en la Carta de la Hacienda de Figueroa (dic. 20-1834). “¿Habremos de entregar la administración general a ignorantes, aspirantes, unitarios y toda clase de bichos?
¿No vimos que la constelación de sabios no encontró más hombre para el
gobierno general que a don Bernardino Rivadavia, y que éste lo hizo venir de San Juan al doctor Lingotes para el Ministerio de Hacienda, que entendía de este ramo como un ciego de nacimiento de astronomía?”
“La Ley de los Lingotes – observa Vicente F. López, Historia, X. pág. 287 – es lo más absurdo que se haya conocido y lanzado en país alguno”.
Una de, las tantas curiosidades de esta ley es que el canje de los lingotes se hacía por la tercera parte de los billetes presentados. Nada decía sobre las otras dos terceras partes que es de suponer podían volver a canjearse al día siguiente, obteniéndose una tercera parte de las dos terceras partes de lingotes, y siguiéndose así hasta la suma total. Esta observación, hecha por Vidal al discutirse la ley, quedó sin respuesta por parte del ministro.
(13) La recepción de Tezanos Pinto por Ibarra es aleccionadora.
El delegado del Congreso apenas llega a Santiago del Estero le pidió audiencia solemne al Gobernador; éste le mandó decir que “pase cuando guste”. Tezanos Pinto fija su recepción para las dos de la tarde del día siguiente (29 de enero), y vestido de frac se dirige con el ejemplar de la Constitución y un discurso preparado a la Casa de Gobierno. Le extraña encontrar la puerta cerrada y que no estuviera formada la guardia. Ante su llamado le abre una china en chancletas que sin ceremonia alguna lo lleva ante el gobernador, quien estaba “en un traje semisalvaje, una forma que choca al pudor y al decencia”, en calzoncillos y con la camisa abierta. Debe convenirse que en Santiago del Estero, a las dos de la tarde de un 29 de enero el traje de Ibarra era más apropiado que el de Tezanos Pinto.
La conversación entre el Delegado del Congreso y el Gobernador – descripta por el propio Tezanos Pinto en su Informe – no tiene desperdicio. El Delegado habla de la Constitución y de la gran obra legislativa hecha por el Congreso; Ibarra le dice que no tiene objeción alguna que hacer a lo escrito, pero “que se legislaba de un modo y se obraba de otro, pues el Presidente de la República le hacía la guerra a las provincias”. Tezanos Pinto le exigió indignado pruebas de esa aserción tan falsa como maliciosa, e Ibarra abriendo un cajón le muestra las libranzas que había tomado a Lamadrid y que aparecían pagadas por la Tesorería Nacional de Buenos Aires. Tezanos Pinto se enrieda en las cuartas, explica que el Presidente no había hecho sino cumplir con la más esencial de sus obligaciones al tratar de eliminar las situaciones federales del interior. Pero dándose cuenta lo difícil que era convencer a Ibarra de que él Presidente había hecho bien en financiar una guerra contra él, se retiró a su casa. Al llegar lo alcanzó un soldado: “De parte de S. E. que se ha olvidado el librito” y le entrega el ejemplar de la Constitución. Antes de las 24 horas volvía a Buenos Aíres a dar cuenta del desafuero cometido.
(14) “Fuera de estos cargos concurría también como millón y medio de pesos fuertes en letras giradas por el señor Carril desde el 3 de julio (la fecha debe notarse, pues es la de la separación del señor Rivadavia) contra la Tesorería del Banco" (V. F. López, Historia, X, pág. 325).
Respecto a los muebles de la casa de gobierno, la referencia es de López (X, 326): “Hasta la casa de gobierno había quedado desmantelada y sin menaje; sus piezas estaban reducidas a paredes desnudas y deterioradas, pues resultaba que todo lo amueblado, hasta el del despacho presidencial había sido de propiedad del señor Rivadavia traído de Europa," y que antes de dejar el poder había trasladado todo a su nueva habitación, conociendo la insolvencia del nuevo gabinete para abonarle su valor”.
(15) V. F. López, Historia, X, pág. 351 (nota)
(16) Las cartas de del Carril y de Varela fueron dadas a conocer por Angel Justiniano Carranza en “La Nación”, viviendo aún del Carril. En 1886 las recopiló en un volumen Lavalle ante la justicia póstuma. Esta publicación tuvo ribetes de escándalo, pues nadie sospechaba entonces la participación del Presidente jubilado de la Suprema Corte en el fusilamiento de Dorrego.
Lavalle mostró estas cartas a Rosas en su entrevista de Cañuelas, “lamentando amargamente su gravísimo y funesto error, quejoso y enfurecido contra los hombres de la lista civil” como escribió Rosas en el margen de la carta de Roxas y Patrón de sept. 2-1869 (Saldías, Historia de la Confederación, II, 80, ad. 1945).
(17) Ver Eliseo F. Lestrade, Rosas, Estudio demográfico sobre su época (Rev. del lnst. J. M. Rosas Nº 9). Hubo en 1829 – año de gobierno unitario – 4.658 defunciones, cuando en 1828 solo había habido 1.788, y en 1827: 1.904. Debe de tenerse en cuenta que en las solas elecciones del 26 de julio, en la pequeña ciudad de entonces, murieron de muerte violenta, en un día, 76 personas, además de inumerables heridos graves. En la demografía de la prolífica Buenos Aires, qué ese año del gobierno unitario, el único en que el número de fallecidos sobrepasó al de nacimientos.
(18) Guizot (leyendo las instrucciones dadas por Thiers a Mackau):
“Estaréis en presencia de auxiliares que no habrán querido o no habrán podido cumplir sus promesas, para cuyo éxito han pedido y recibido de nosotros socorros, sin retribuirnos, ni aún en leve proporción, los servicios que han recibido de nosotros”.
Thiers (interrumpiendo la lectura): Eso se dirigía a Lavalle... (Sesión de la Cámara de Diputados francesa, de 29 de mayo de 1845. Transcripta por el Archivo Americano Nº 16).
Thiers (en la misma sesión): “El honorable Mr. Guizot puede ponerse perfectamente de acuerdo con el Presidente anterior, porque los dos millones de que ha hablado ayer, imputados a ministerio en 1840, y que se creía haber sido gastados para los grandes sucesos de Oriente, esos dos millones han sido gastadas en gran parte en Montevideo, y he dado esos dos millones según las órdenes del Sr. Mariscal Soult para esa política de intervención que consistía en ganar aliados en Montevideo” (Arch. Americano Nº 16).
J. B. Alberdi a S. Zavalia (Desde Montevideo, abri1-1840): “Aquí hay de todo, plata, hombres, buques... ustedes pidan. Estoy autorizado para escribir así”. (Saldías, Historia de la Confederación, IV, 132).
(19) Víctor Gálvez (Vicente C. Quesada): Memorias de un viejo, pág. 198.
(20) Esta carta y otras que se citan más adelante figuran en la publicación: Serie de cartas particulares notas oficiales, etc., cambiadas entre S. E. el Gobernador de San Juan y los diputados al Congreso Constituyente (San Juan, Imprenta Oficial, 1863).
(21) Cartas de Tadeo Rojo a “Los Debates” de Buenos Aires, que Mitre publica bajo el seudónimo Un sanjuanino. La elección de Carril fue el 11 de diciembre y obtuvo la unanimidad de los 806 sufragios registrados. (Archivo Mitre, XIV, 120 a 126).
(22) Mansilla, Retratos y Recuerdos, pág. 41; Quesada, Memorias de un viejo, pág. 196; Zuviría, Los Constituyentes de 1853 (ed. 1889), pág. 74-75.
(23) V. F. López, Historia Argentina: “Después de muchos años de pobreza en la expatriación, el señor Carril se adhirió al servicio del general Urquiza. Algún tiempo después regresó a Buenos Aires con una pingüe fortuna y pidió jubilación con sueldo íntegro por haber sido Presidente de la Suprema Corte de Justicia” (t. X. pág. 440, nota).
(24) El discurso de Sarmiento figura en las Obras Completas, en nota final a la áspera carta que le mandara en 1856 (t. XVII, pág. 89).

Salvador María Del Carril (parte I)

Por José María Rosa


EL ENIGMA
Alto, solemne, desdeñoso, mirando fijamente con sus ojos negros “que ni más ni menos que una sonda penetraban en el alma apretando la boca para que no se escaparan sus secretos”, (1) Salvador María del Carril pasó por el Congreso del 52 dejando la impresión de una extraña personalidad: “Era el que más sabía” dicen unánimemente los biógrafos del Congreso; "este viejo vale mucho” lo pondera – cosa rara – el padre Lavaisse escribiendo a Taboada. (2) La tradición quiere verlo – en tan hermética figura todo son tradiciones – como un ‘ erudito en derecho público norteamericano enseñando el Evangelio de Filadelfia a los diputados constituyentes. Pero debió ser en el diálogo apagado de las antesalas o en el recato de las correcciones subrepticias, pues jamás se oyó en el recinto el tono de su voz ni quedó en los archivos muestra alguna del tipo de su letra. José María Zuviría, el secretario del Congreso, lo describe “calculador, frío y reservado, pero apto para el hábil manejo y la diplomacia del silencio”. (3)
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Mansilla que fue en Paraná su secretario privado dice que “prefería la penumbra a la exhibición teatral”, y nos confiesa que “no redactó como Vicepresidente nada, ni después como Ministro de la Corte Suprema borroneó una sola cuartilla ni fundó un voto en disidencia por escrito”. (4) Y Sarmiento en su áspera carta del 56 le dice: “Permítanos el señor Carril que no habiendo oído nunca su voz ni leído jamás una página suya sobre cuestiones argentinas, busquemos en otra fuente que en su juicio propio las ideas que presenta a los pueblos bajo su firma”. (5)
Ceremonioso e inaccesible Salvador María del Carril sentía correr por sus venas la sangre de bronce de las estatuas. Se sentaba en las poltronas del Congreso con apostura de prócer de plaza pública en su escaño de granito. No descendía jamás al nivel de los demás mortales, y cuando las exigencias sociales lo obligaban a dar la mano condescendía con desdeñoso ademán: el agraciado “sentía frío al tocar esas manos, frío que venía de muy adentro.” (6)
Era el unitario típico de la descripción dejada por Sarmiento en Facundo, que no daba vuelta la cabeza ni aunque sé desplomara un edificio: “Caminaba – dice Quesada – con aire pretencioso, como agobiado por la profundidad del pensamiento”. (7) Y cuando hablaba – nunca en público – lo hacía en sentencias enfáticas y breves acompañadas de terminante ademán. Pero no habló nunca en los debates de la Constitución, y entre tan inexorables oradores como los del 52 debió parecer una lechuza muda y atenta, siguiendo el parloteo de una bandada de cotorras.
Tampoco escribió mayormente: la poca correspondencia suya que nos ha llegado tiene carácter de reservada, y su publicación ha sido en todo caso una infidencia. Sus contados artículos periodísticos son de los años jóvenes. No escribió nunca un libro; no dictó jamás una cátedra.
¿ Qué clase de enigma fue del Carril? ¿Un hombre de genio pero sin coraje para actuar? ¿Un escéptico que no creía en nada ni en nadie? ¿Una eminencia gris moviéndose en las sombras sin comprometerse en público? ¿O su talento fue como aquel enorme de Alves Pacheco, el personaje de Queiroz, que nunca encontró ocasión de revelarse pero que todo Portugal admiraba en la prestancia arrogante y el prudente silencio?.
Tenía 65 años en 1852, pero venía de muy lejos: de los viejos tiempos de Rivadavia. Treinta años de historia Argentina – ¡y qué treinta años! – se escondían en los pliegues de su frente ancha y abovedada.
Había vivido todo: la Reforma, la Carta de Mayo, la Presidencia, el 1º de diciembre, la Comisión Argentina, la Nueva Troya, la proscripción. Si no protagonista principal, había sido en todo caso la figura más importante de segundo plano en la tragicomedia unitaria.
EL REFORMISTA;  La aldea natal había cambiado mucho cuando el joven Salvador María regresó en 1823 con su flamante título de abogado. Ahora San Juan era nada menos que una provincia – una “República” decían los papeles oficiales – que precisaba gobernadores, ministros, jueces, diputados.  Pero sobre todo precisaba un programa de acción, ya que los magistrados del nuevo Estado no iban a seguir con el recuento de los propios y arbitrios comunales o el otorgamiento de permisiones o licencias como en los tiempos coloniales.
San Juan ofrecía muchas facilidades a la ambición del joven letrado: era un Carril emparentado por rama materna con los Larrosa v los Godoy de antigua raigambre lugareña, lo que casi le permitía tutearse con los Jofre y los Cano de Carvajal troncos de la hidalguía cuyana.   Eso era muy importante para la aristocrática ciudad que mantuvo más que otra su distinción andina entre caballeros y rotos. Pero además llegaba de Buenos Aires donde se había codeado con los hombres
de las luces, y trabajado – aunque en modesta esfera – en el porvenir maravilloso que cotidianamente daba Rivadavia en los decretos del Registro Oficial.
El gobernador Uridininea despachó a su ministro – Narciso Laprida que había sido presidente del Congreso en Tucumán – y lo reemplazó por el joven del Carril que tanto prometía. Pero ¿qué hacer en esa ciudad de largas siestas y de interminables comadreos? Su pariente Larrosa, delegado de San Martín en 1817, había abierto calles, plantado árboles, construido caminos. fundado pueblos y muchas otras cosas. Además no había sido escasa la contribución sanjuanina al ejército de los Andes. Pero, justamente por todo eso, sus comprovincianos, cansados de trabajar y pagar impuestos lo habían echado poco menos que a empujones tildándolo de tirano.
Con instinto alerta el joven del Carril se limitó a darles un atracón de literatura, burocrática a sus paisanos. Hacer el porvenir maravilloso por decreto tenía su ventaja: no molestaba a nadie, no exigía, expropiaciones ni contribuciones y además el ministro sentaba fama de inteligente. Y allá fue el Registro Oficial de Buenos Aires adaptado a las modalidades andinas: se suprimió el Cabildo, institución anticuada y reaccionaria, y sus integrantes pasaron a formar la Honorable Junta de Representantes con idénticas atribuciones; se suprimieron los Alcaldes que distribuían justicia ignorando el derecho, y en su lugar quedaron establecidos los Jueces de Primera Instancia que por el momento quedarían legos; se extinguió la milicia comunal, resabio de los tiempos coloniales que compulsaba a incruentos ejercicios, y se formó la Guardia provincial donde los ciudadanos acudían gustosos a manejar armas; se abolió el oscurantista “diezmo” eclesiástico reemplazado por un impuesto destinado al sostenimiento del culto.
Tan contentos quedaron los sanjuaninos que a la renuncia de Urdininea – llamado por San Martín – del Carril fue elegido gobernador por unanimidad. Su primer decreto fue para dar lustre al cargo ordenando que la guardia le sirviera de escolta en sus paseos por la ciudad.
EL LIBERAL
Libérrima fue la Carta de Mayo, “bill of wrights que se adelantaba a su tiempo” como dice Vedia y Mitre, (8) y que daba a los sanjuaninos todos los derechos posibles aún algunos que escaparon a las declaraciones del Capitolio de Virginia o de la Legislativa Francesa. Por ejemplo el art. 4º otorgaba muy seriamente “la libertad de pensar, formar juicios y sentir libremente” sin otra limitación que la capacidad, intelectual de los ciudadanos, que no eran “responsables a nadie de sus pensamientos”. Ese derecho de pensar según su capacidad intelectual estaba acompañado de la correspondiente libertad absoluta para “callarse sus pensamientos”.  “Todo hombre en la provincia de San Juan es el único dueño y propietario de su persona. Nadie puede venderse a si mismo”, decía el art. 2º impidiendo prodigalidad tan peligrosa. “Nadie es esclavo en San Juan” añadía a renglón seguido y “esta primera libertad no padece excepciones sino en los esclavos negros y mulatos que aún existen”. Nada más claro; todos eran libres menos los que no eran libres. Como todos tenían el derecho de pensar menos los que no tuvieran capacidad, y el derecho de callarse, salvo los que no quisieran hacerlo. Siempre que sus palabras no pusieran “en impotencia a los que tienen alguna parte de autoridad o poder público” en cuyo caso caería sobre ellos todo el peso de la ley. (art. 10º).  La democrática Carta de Mayo – el término va por cuenta del Dr. Vedia y Mitre – afirmaba en su art. 1º que “toda autoridad emana del pueblo” ratificando este amplio principio en el art. 11º: “La ley en la provincia es la expresión de la voluntad general”. Pero claro está que esa voluntad general sería “manifestada solamente por los hombres libres y aptos” es decir, por las veinte familias de la aristocracia lugareña.
Esta prudente carta que declaraba todos los derechos y libertades posibles, pero manteniendo cuidadosamente la realidad colonial, tropezó impensadamente con el escollo de la incomprensión religiosa. Se ignoraba por casi todos que el tratado con Inglaterra había permitido el ejercicio de los cultos disidentes, y que la disposición del art. 17 de la carta tolerando ese ejercicio era redundante e inocua. Redundante porque la provincia no podía otorgar lo que ya había dado la Nación, inocua porque el único disidente de San Juan – que era el boticario norteamericano Amán Rawson – leía tranquilamente los domingos su Biblia evangelista, sin que a nadie se le ocurriera provocarle conflictos religiosos.  Pero el grito de las sacristías ante la mezquina tolerancia de cultos – exagerada como diabólica libertad religiosa – fue amplió y resonante. Inútilmente del Carril trató de contener la marea estableciendo que “la religión santa católica, apostólica y romana se adopta voluntaria, espontánea y gustosamente como su religión dominante. La ley y el gobierno pagarán como hasta aquí, o más ampliamente a sus ministros” (art. 16º). Inútil que asistiera diariamente a misa; inútil que fundara un periódico “El Defensor de la Carta de Mayo” para demostrar el ningún alcance práctico de la discutida disposición. La campaña de novenas y rosarios ganó a las señoras de la aristocracia pueblerina, y entre un revoleo de faldas y sotanas el joven gobernador tuvo que renunciar mientras su Carta de Mayo era quemada en la plaza por mano del verdugo.
EL FINANCISTA
A fines de 1824 los caudillos depusieron sus recelos hacía Buenos Aires y mandado diputados al Congreso; había sido la obra de Las Heras que, como encargado del Poder Ejecutivo Nacional, preparaba con habilidad y tino la reconquista de la provincia Oriental incorporada por Brasil en 1822, mientras Rivadavia estaba muy ocupado con sus reformas. Ibase a la guerra contra el Imperio pero que había seguridad de terminarla victoriosamente: la República unida, la sublevación oriental de 1825, sus resonantes triunfos en Rincón y Sarandí, y el fuerte ejército de observación formado con oficialidad experta y tropa veterana aseguraban este optimismo. Además, acababa de llegar el empréstito Baring cuyos tres millones y pico bastaban para los gastos esenciales de la guerra. En cambio don Pedro I tenía que contratar mercenarios en Alemania y difícilmente se sostenía ante las constantes sublevaciones republicanas y localistas de Pernambuco y Minas.
La guerra con Brasil estaba ganada antes de declararse. Pero los unitarios – que no Las Heras – llevados por el excelente propósito de unificar más la República se dedicaron a voltear las situaciones provinciales con los propios reclutas que los caudillos mandaban para reforzar él ejército nacional. A fines de 1826, Lamadrid se apodera del gobierno de Tucumán e intenta eliminar de sus provincias a Quiroga, Bustos e Ibarra; pero estos con notable falta de patriotismo – así lo dice Piccirilli – provocaron la guerra civil al resistirse.
En enero del 26 la guerra con Brasil quedaba formalmente declarada mientras Las Heras hacía un intento para contener la guerra civil desautorizando a Lamadrid. El Congreso solucionó el conflicto reemplazando en febrero a Las Heras por don Bernardino Rivadavia que acababa de llegar de Europa. “Para dar una conducción más eficaz a la guerra” quitaba de enmedio al general de los Andes y héroe de Chile, que había preparado el Ejército de Observación sustituyéndolo por el más grande hombre civil de la Argentina. Otra medida de importancia tomó el Congreso en el mes de enero, apenas iniciada la guerra: para “entretener productivamente” los tres millones del empréstito fundó un Banco – el Banco Nacional – con directorio británico. Tal vez como prenda de confianza hacia Inglaterra, secular aliada y protectora de Portugal y Brasil, y como medida de economía para impedir que se despilfarrara el dinero en inútiles gastos bélicos.  Graves cuestiones embargaron el ánimo de Rivadavia al hacerse cargo de la Presidencia. No se trataba de la guerra con Brasil, precisamente. Poco antes de su elección escribía a Londres: “El negocio que más me ha ocupado, que más me ha afectado, y sobre el cual la prudencia no me ha permitido llegar a una solución es el de la Sociedad de Minas... con el establecimiento de un gobierno nacional todo cuando debe desearse se obtendrá”. (9) Ah, a que es gobierno nacional espera obtener lo que desea.  Lo trajo a del Carril como ministro de Hacienda. Su designación fue juzgada un acierto: había nacido y gobernado una provincia minera y por lo tanto se presumía que debería entender de oro y de plata. Además había sido el único gobernador que sin preocuparse de los mezquinos intereses locales, puso todas las minas de su provincia a disposición de la Sociedad minera que Rivadavia fundara en Londres.
La Presidencia inició su gestión financiera con la Ley de Consolidación de la Deuda medida protectora de los acreedores del empréstito que extendió la garantía “a todas las tierras y demás bienes inmuebles provinciales”, como si no fueran suficientes las otorgadas al contratarse. Posiblemente no hay en la historia financiera universal una ley más altruista que ésta: el deudor graciosamente se obligaba con mayores garantías de las convenidas con el acreedor. Además estas tierras y demás bienes inmuebles serían administrados por la Nación y por lo tanto el Famatina entraba en la jurisdicción de Rivadavia: alborozado el Presidente escribió a Hullet Brothers: “Las minas son ya por ley - propiedad nacional, y están exclusivamente bajo la administración del Presidente de la República”. (10)
Pero Quiroga se negó a entregar el Famatina. fue un alzamiento contra la autoridad nacional “imperdonable en tiempo de guerra” como comenta el doctor Vedia y Mitre. Y el Banco, que no daba recursos para la guerra internacional facilita generosamente dinero para armar a Lamadrid y al ejército presidencial del interior. (11) A pesar de las letras de cambio y de los famosos colombianos de López Matute pagados con ellas, Lamadrid será derrotado y la Compañía de Minas no le quitó el Famatina a Quiroga.
La otra gestión financiera de la Presidencia ha quedado famosa: es una ley que obligó al curso forzoso de los billetes del Banco permitiendo su canje por lingotes de oro y plata. Ante la grita de los opositores el Congreso aprueba el proyecto defendido por el ministro de gobierno Agüero, pues del Carril – presente en la sesión – apenas si musita dos palabras. El Banco sirve así de intermediario para que los exportadores se lleven el poco metálico que, todavía circulaba: a del Carril le quedará el remoquete de Doctor Lingotes que le aplicarán para siempre los periódicos federales. (12)
Mientras el oro se esfuma, la guerra civil – no obstante las letras de cambio – prende en todo el interior, y las provincias anárquicamente van desconociendo una tras otra a las autoridades nacionales. Pero el Congreso afronta la terrible crisis debatiendo en luminosas sesiones una Constitución unitaria: Valentín Gómez, Manuel Antonio Castro y Manuel Bonifacio Gallardo agotan la literatura política y demuestra ilevantablemente que el régimen centralizado a lo Benjamín Constant es el desideratum que hará la felicidad común. A veces interrumpen sus discursos los cañonazos de Brown que defiende el río contra las fragatas imperiales. Finalmente se sanciona la Constitución que el Congreso resuelve remitir a los caudillos federales con delegados encargados de “convencerlos”. Vélez Sarsfield, delegado ante Quiroga, no se anima a ir y se la manda por correo;
Tezanos Pinto se llena de horror porque Ibarra lo recibe en calzoncillos y devuelve el librito sin leer. (13)  Como a pesar de todo Dios es criollo se gana en febrero del 27 Ituzaingó y Juncal, y en abril Pozos. Pero no hay plata para pagar al ejército ni a la escuadra, que no cobran desde el año anterior. No importa: se hacen dispendiosas fiestas para el 25 de Mayo, se crean muchos cargos burocráticos y se proyecta erigir en la plaza de la Victoria una fuente de bronce. En mayo va García a Río de Janeiro a pedir “la paz a cualquier precio” para que vuelva el ejército y haga la unidad a palos como quiere evangélicamente el padre Agüero. La obtiene al precio de perder la guerra, pero el pueblo de Buenos Aires no interpreta el tratado García y pide a gritos la renuncia del Presidente. Inútilmente Rivadavia desautoriza a García y el Congreso rechaza el tratado. Dorrego le dará el golpe de gracia publicando en “El Tribuno” del 26 de junio la documentación entera del negociado de minas, que acaba de conocer por la quiebra de la sociedad londinense. Rivadavia renuncia al día siguiente en medio del caos más indescriptible y el Congreso unitario se disuelve, esperando momentos más propicios.  Vicente López se hace cargo interinamente de la presidencia el 9 de Julio (Rivadavia se ha retirado el 8), y el meticuloso Tomás Manuel de Anchorena lo acompaña como ministro de Hacienda. Este comprueba que no ha quedado en Tesorería ni una onza de oro, ni un peso de plata ni un billete de Banco. No hay nada; absolutamente nada: hasta los muebles de la Casa de Gobierno se los ha llevado Rivadavia. Solamente hay deudas: al ejército no se le paga desde 1826, al Banco se le deben once millones, hay letras protestadas de otros acreedores por más de dos millones, se deben los últimos servicios del empréstito. Y comprueba que del Carril, después de la salida de Rivadavia, ha hecho libranzas contra el Banco por millón y medio de pesos que éste no alcanzó a pagar. Anchorena anula estas letras, suspende los trabajos públicos y suprime la mitad de los empleados de gobierno. Es la tiranía que empieza. (14)
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EL MORALISTA
Dorrego gobernador trata con duros términos las gestiones económicas de Rivadavia y de del Carril. En su mensaje del 18 de septiembre de 1827 a propósito del asunto de las minas denuncia “la conducta escandalosa de un hombre público del país, que prepara esta especulación, se enrola en ella y es tildado de dividir su precio”. Rivadavia y del Carril intentan su defensa en una Respuesta al Mensaje de poca habilidad y que da lugar a una Refutación a la Respuesta de 200 páginas, y donde según López “con una prolijidad maligna” se transcriben los detalles de la operación. (15)
Pero en 1828 Lavalle hará la ansiada unidad a palos con el ejército sublevado. La noche en que se sabe la prisión de Dorrego – el 12 de diciembre – del Carril escribe a Lavalle una larga carta porque teme que el jefe revolucionario no obre como corresponde: le dice que es un “hombre de genio y debe tener firmeza para prescindir de los sentimientos”. Es necesario que “las víctimas de la batalla de Navarro no queden sin venganza” porque la culpa de Navarro es exclusivamente de Dorrego que resistió a la revolución. Por otra parte “una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos” y le aconseja “que aborde la cuestión a sangre fría”. Lavalle lo fusila a Dorrego inmediatamente, pero la noticia no llega a Buenos Aires hasta el 14. Del Carril teme que Lavalle a pesar de su genialidad no lo haya comprendido, y vuelve a escribir llamando las cosas con su nombre: “Hemos estado de acuerdo con la fusilación de Dorrego antes de ahora. Ha llegado el momento de ejecutarla”. En todas las anteriores revoluciones se ha procedido demasiado caballerescamente “ahora hay que ensayar un nuevo modo, hay que innovar por qué entre los que han combatido por el poder ninguno ha sido sacrificado hasta ahora”. Los amigos de Buenos Aires “esperan una obra completa que si no viene de la omnipotencia de la espada la omnipotencia de Dios no se dignará hacerlo”. La noticia de la fusilación llega el mismo 14. ¡Este bárbaro de Lavalle había fusilado a Dorrego por su orden apelando tontamente a la historia! Rápidamente del Carril vuelve a escribir: “Es conveniente que recoja Ud. una acta del consejo verbal que debe haber precedido a lo fusilación. Un instrumento de esta clase redactado con destreza será un documento muy interesante para su vida póstuma... El Sr. D. J. A. (don Julián Agüero) y Don B. R. (Bernardino Rivadavia), son de esta opinión y creen que lo que se ha hecho no se completa sino se hace triunfar en todas partes la causa de la civilización contra el salvajismo”. Es el gabinete presidencial en pleno quien aconseja el fusilamiento civilizador, levantando actas en que conste el salvajismo de los gobernadores.  Pero Lavalle no entiende. ¿Si era un acto de patriotismo fusilarlo a Dorrego, por qué retacearle la gloria del por mi orden?. Del Carril vuelve a insistir en carta del 20 en un último intento de convencer a esa espada sin cabeza de no apelar al juicio de la historia sin tomar precauciones: “Incrédulo como soy de la imparcialidad que se atribuye a la posteridad... la posteridad consagra y recibe las deposiciones del fuerte o del impostor que venció, sedujo y sobrevivió... Yo no dejaría de hacer algo útil por vanos temores. Si para llegar siendo digno de un alma noble es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad se miente y se engaña a los vivos y a los muertos”.
Pero Lavalle sigue sin entender y carga con la responsabilidad exclusiva del fusilamiento (16).
EL PATRIOTA
Corrió el año 29 en que debió lograrse la unidad a palos; y del Carril – ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores de Lavalle – asiste imperturbable a la ruina de sus ilusiones. Inútilmente cayeron tras la de Dorrego las cabezas de Cabello, de Meza y de tantos más; inútilmente se estableció el terror (1829 es el único año en Buenos Aires, en que las defunciones superaron a los nacimientos) (17), el gobierno unitario no se consolidaba. En junio Lavalle pacta con Rosas en un último intento de elegir un gobierno que satisfaga por igual a ambos partidos; pero del Carril y el partido unitario no cumplen el pacto y llevan a los comicios una lista puramente unitaria, produciéndose el fraude más sangriento que registra nuestra historia cívica. Lavalle lo desautoriza y harto de sus amigos se entrega totalmente a los federales en el nuevo pacto de Barracas. Del Carril renuncia el ministerio y prudentemente fija su domicilio en el Uruguay. Empieza el largo exilio que habría de durar hasta 1852.  Es amargo el pan del destierro en los primeros diez años de la emigración, pero las cosas mejoran en 1838 cuando se crea la Comisión Argentina aliada del almirante Le Blanc en su conflicto contra la Confederación: del Carril la integra con mejores títulos que nadie, y la Comisión gasta en poco tiempo dos millones de francos oro para hacer propaganda por la civilización francesa contra la barbarie americana (18). Después obtiene el cargo de Comisario de abastecimientos de la escuadra
bloqueadora y establece su residencia en la fragata Bordelaise. Hasta que el tratado Mackau lo arroja a Río Grande, ya que los cañones del Cerrito hacían muy peligrosa la estada en Montevideo.