Rosas

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lunes, 30 de noviembre de 2015

JUAN DE GARAY

POR EL PROF. JBISMARCK
Juan de Garay, vizcaíno nacido en la aldea de Villalba de Losa, arribó al Perú,  muy joven, en 1545, traído por su tío el licenciado Pedro de Zárate, quien se ocupó de su educación y carrera militar. En estas tierras participó en la conquista y población de Tucumán y en la fundación de Santa Cruz de la Sierra, permaneciendo allí hasta 1568, fecha en la que marchó a Asunción donde desempeñaría importantes cargos. Viendo los inconvenientes y dificultades en las comunicaciones dentro del Virreinato del Perú consiguió que el Gobernador Martín Suárez de Toledo le otorgara el poder para llevar adelante su idea de “Abrir puertas a la tierra” (“Abrir puertas a la tierra”:  expresión usada por Juan de Garay que hace referencia a su propósito de fundar ciudades para romper con el aislamiento de Asunción, ciudad desde donde parte con su expedición, conectándola no sólo con la salida al mar para ir a España, sino también con el Alto Perú, centro político y económico.) 
No es sólo una expresión exclusiva de Garay sino que forma parte de la estrategia promovida por los funcionarios españoles para la conquista y colonización de esta parte del continente.
 
El domingo 23 de noviembre del año 1572 se anunció por un bando en la Plaza de Asunción que aguas abajo del Paraná, se fundaría un pueblo de hasta ochenta capitanes (con sus respectivas armas y los pertrechos necesarios para su subsistencia), y que marcharía con ellos como capitán Juan de Garay; se daba plazo de cuarenta días para proveerse de lo necesario a los que se anotaran en la lista que confeccionaba un escribano.  Setenta y cinco “mancebos de la tierra” y cinco españoles acompañaron a Garay en esta empresa, así lo expresa Zapata Gollán “los que salieron para fundar Santa Fe no tenían ante sus ojos los espejismos de grandezas y tesoros que alucinaban a otros. Santa Fe iba a ser sólo una ciudad del camino: una posta en la ruta a Buenos Aires y en la ruta al Perú. Santa Fe iba a ser una encrucijada”.
El objetivo fue señalar y asegurar el camino que uniera a las poblaciones dispersas en los dilatados territorios de América, desde el Paraguay hasta el Perú a través de la búsqueda de dos vías de comunicación: una marítima y otra terrestre.   Juan de Garay salió de Asunción el 14 de abril de 1573 en un bergantín construido en esa ciudad, con la escolta que llevaba preso a España a Felipe de Cáceres. La expedición fundadora estaba dividida en dos contingentes: uno marchaba  por tierra siguiendo la margen izquierda del Paraná para evitar, de este modo, los bosques del Chaco; este grupo estaba a cargo de Francisco de Sierra. Viajaban con carretas,  ganado vacuno y cincuenta y cinco caballos arreados por un grupo de indígenas. 
Esta tropa que marchaba  penosamente por tierra, abriendo camino y vadeando arroyos y ríos, no pudo andar más de dos o tres leguas diarias. El resto de la expedición, encabezada por Garay, venía por el río: lo hacen en un bergantín grande, cinco barcas y unas balsas construidas con canoas unidas por medio de un entarimado, ellos llevaban las municiones y los bastimentos necesarios para fundar una población .
Según el poder y comisión dado por el Gobernador Martín Suárez de Toledo a Garay , “llevan muchas armas y municiones e mucho número de caballos, bastimentos, ganados, plantas, semillas, gente de servicio, fragua e todos los demás pertrechos necesarios”, venían con sus mujeres y sus hijos y hasta hubo algún nacimiento en el camino.
Ambos grupos se encuentran y hacen campamento provisorio en la actual Colonia Cayastá en el mes de julio, tomando posesión real y efectiva de la llamada “Provincia de los Timbúes”; Garay continúa su viaje más al sur buscando un lugar propicio para la fundación de la ciudad y se encuentra con Jerónimo Luis de Cabrera, fundador de Córdoba, quien se dirigía al norte después de haber fundado el puerto de San Luis, sobre el Paraná, como salida fluvial de la ciudad de Córdoba. Este hecho provocó problemas jurisdiccionales entre ambas ciudades; por ello, Garay, obligado por las circunstancias, regresa el 30 de septiembre al sitio de Cayastá, donde le esperaba el resto de la expedición y  funda,  el  domingo 15 de noviembre del año 1573, la ciudad a orillas del río de los Quiloazas.
En 1580, Garay funda Buenos Aires: así la conquista y colonización del Río de la Plata, se hizo, como expresa Zapata Gollán “desde el corazón de la selva del Paraguay, hacia el Atlántico, realizando en sentido inverso, con un puñado de criollos, lo que no pudo realizar desde el Atlántico don Pedro de Mendoza. Paraguay, convertido en un centro de expansión se proyecta aguas abajo del Paraná, y con la fundación de Santa Fe primero y luego la de Buenos Aires, traza una zona marginal que estabiliza y consolida el dominio de España en una vasta región codiciada por la corona de Portugal”.
Es importante destacar que Juan de Garay traía consigo en su expedición el Estandarte o Pendón Real, adornado con las armas reales escudo de Felipe II a fecha de 1573-  y guardado celosamente en la casa del Alférez Real.  
 
En el mes de enero de 1582 Juan de Garay se encontraba en Buenos Aires de regreso de una expedición que había realizado hacia el sur de esa provincia. En diciembre de ese año se embarcó para Santa Fe “pasando un tiempo con los suyos a quienes ya no volvería a ver”, dice Leoncio Gianello en su “Historia de Santa Fe”.
El 9 de marzo de 1583 Garay se embarcó en Buenos Aires con algunos de los hombres del nuevo gobernador de Chile, don Alonso de Sotomayor. Venía hacia Santa Fe, narra Gianello, en un bergantín con unos cincuenta hombres. A poca distancia del lugar en que estuvo emplazado el fuerte Sancti Spíritu fundado por Gaboto, Garay bajó a tierra con parte de la tripulación y al menos dos mujeres, a fin de no dormir incómodamente a bordo de la pequeña embarcación.
Seguro del respeto que le tenían los indios no dejó guardia ni centinela. Esa improvisación le fue fatal: los “indios del lugar” atacaron a los dormidos españoles y dieron muerte a Garay y a doce de sus acompañantes (cuarenta dice Del Barco Centenera). Otros tantos, entre ellos un sacerdote franciscano, fueron tomados prisioneros. El resto de la tripulación, varios de ellos heridos, lograron llegar al bergantín y partir para Santa Fe trayendo a sus pobladores y a sus familias la triste noticia.
Tijeras y otros historiadores, como Cervera y De Gandía, discrepan en lo que respecta a la fecha, el lugar y la parcialidad o tribu a la que pertenecían los aborígenes que llevaron a cabo el sangriento ataque. No obstante, puede afirmarse que éste ocurrió entre los días 20 y 22 de marzo de 1583, en horas de la noche, y que los atacantes agredieron a los dormidos españoles con las denominadas macanas o porras, cuyos golpes, generalmente en la cabeza de las víctimas, provocaban la muerte de modo inmediato.
Los hechos ocurrieron en la margen izquierda del río Paraná, a la altura del actual Puerto de Baradero, según algunos autores. O en las cercanías de la ciudad de Coronda, según otros. O en Arroyo Seco, frente a la laguna Montiel, como expresa Cervera. Luego rectificará esta afirmación estimando que Garay fue muerto en las inmediaciones del conocido Fuerte Gaboto. Incluso hay quienes, como el historiador entrerriano Miguel Ángel Mernes, sostienen que tales hechos sucedieron en la actual provincia de Entre Ríos, en la desembocadura del río Victoria, a la altura de la ciudad de Diamante, muy cerca del paraje conocido como Punta Gorda.

DOMINGO MARTÍNEZ DE IRALA

Por Helga Nilda Goicoechea
EI 24 de agosto de 1535 partía de Bonanza en la barra del puerto de San Lúcar de Barrameda, una expedición que según el cronista López de Gomara «fue el mayor número de gentes y mayores naves que pasó capitán a Indias». Comandaba la empresa don Pedro de Mendoza, granadino, gentilhombre de cámara del Rey Don Carlos, y militar destacado en las guerras de Italia. Se había ofrecido para «conquistar y poblar las tierras que hay en el Río de Solís que llaman de la Plata... y por allí calar y pasar la tierra hasta llegar a la Mar del Sur».
En tan ambiciosa empresa Mendoza empeñaba su vida y la totalidad de su fortuna. Una vez formalizadas las capitulaciones que lo nombraban Adelantado, asoció a familiares como su hermano don Diego y sus sobrinos y herederos de apellido Benavídez, y a hidalgos y caballeros que habían participado en las guerras de Italia. Se agregaron extranjeros súbditos del Emperador como flamencos y alemanes.
Más de mil quinientas personas embarcadas en trece navíos participaron de una aventura fundadora que desde el vamos estuvo signada por la tragedia: la grave enfermedad del Adelantado, celos y riñas entre los capitanes, la inicua ejecución del capitán Juan de Osorio en las costas de Río de Janeiro «por traidor y amotinador», presagiaban el desventurado futuro de la expedición al punto que se oyó decir a don Diego de Mendoza :«plegué a Dios que la muerte de este hombre no sea la causa de la perdición de todos».
En el mes de febrero las naves llegaron al Río de la Plata y Don Pedro ordenó el desembarco en la orilla derecha, en una ensenada a media legua arriba de un riachuelo al que llamaron «de los navíos».
La gente, agotada por la larga navegación y con escasos víveres se asentó en la tierra y comenzó a levantar chozas apenas habitables, sin orden y todas muy próximas como buscando amparo ante un escenario desconocido y hostil.
La precariedad de los elementos, la escasez de alimentos que distintas salidas por río y por tierra no pudieron resolver, el combate de junio a orillas del Río Lujan donde perecieron el hermano de don Pedro y sus sobrinos, el sitio posterior del poblado por parte de los indios y el hambre que llevó, como dice Luis de Miranda en su conocido Romance, «a comer la propia asadura de su hermano», fueron parte del drama que acabó con las ilusiones de la gran epopeya pobladora. Enfermo y sin posibilidades de recuperación Don Pedro de Mendoza decidió volver a España. Antes de partir tomó algunas previsiones: designó como teniente de gobernador y su heredero al único capitán en el que confiaba: Juan de Ayolas quien en ese momento navegaba Paraná arriba en busca de víveres; y de las sierras de plata. Mendoza, que había jugado al todo o nada, ordenaba a su teniente que tratara de vender la gobernación a Pizarro o a Almagro y al final suplicaba: «Y si Dios os diese alguna joya o alguna piedra preciosa no dejéis de enviármela porque tenga algún remedio a mis trabajos y a mis llagas... que ya sabéis que no tengo que comer en España».
En realidad, ya no necesitaría nada más. Al mes de partir murió a bordo de la Magdalena y el océano le sirvió de tumba. Triste destino terreno del hombre que soñaba con la gloria, sin imaginar que la posteridad se la reservaba en la ciudad esquiva que no logró fundar.  En el Río de la Plata apenas sobrevivía un puñado de hombres de la diezmada expedición. Desaparecidos los notables, la empresa quedaba a cargo de una segunda línea de oficiales: Juan de Ayolas, Francisco Ruiz Galán, Juan de Salazar y Domingo Martínez de Irala.
Pero ¿quién era este Domingo Martínez de Irala, que a la postre resultaría el jefe indiscutido de la conquista del Río de la Plata, y al que la historia le tenía reservado un lugar de preferencia en el Paraguay del siglo XVI?
Era un vasco, nacido en la Villa de Vergara hacia el 1509. Hijo menor de una familia de seis hermanos, cuatro mujeres y dos varones. Su padre Martín Pérez de Irala y su madre Marina de Albisús Toledo pertenecían a ilustres familias de viejo arraigo. Dice su biógrafo Lafuente Machain: «Es probable que Domingo estuviera destinado a continuar con el cargo de su padre... lo hace suponer su manera de escribir puesta en evidencia en sus cartas y memoriales y su hermosa y clara caligrafía».
El 30 de mayo de 1529 sus padres otorgaron testamento conjunto: instituyeron mayorazgo con todos los bienes raíces a favor de su hijo Domingo de Irala «porque la memoria de su casa quedase entera y sin disminución alguna”.
Fallecidos sus padres y dueño de una fortuna que le aseguraba su independencia era de esperar que, como dice Lafuente Machain «su espíritu aventurero propio de la edad y de la raza» se viera tentado a emprender la aventura en alguna de las expediciones que los castellanos enviaban a las Indias.
Dispuesto a partir, el joven Irala otorgó, el 19 de agosto de 1534, una escritura de venta a favor de un cuñado que se comprometía a cumplir con el testamento paterno.
Libre ya de ataduras marchó de Vergara a Sevilla donde Don Pedro de Mendoza reclutaba gente para su empresa. En la lista de personas que integraban la expedición figura; «28 de junio de 1535 - Domingo de Irala, hijo de Martín Pérez de Irala y de doña María de Toledo, natural de Vergara, pasó a la dicha armada.» No pasó inadvertido el joven Irala, ya que el mayordomo de Mendoza, Juan de Ayolas, le otorgó poder para llevar a cabo en Sevilla, gestiones «relacionadas con la atarazana para la armada que se preparaba».
Como hemos visto, Irala partió sin ocupar cargos de importancia ni fue tenido en cuenta por el Adelantado. Su capacidad de mando, su sentido de la realidad y su tozudez propia de los vascos, le fueron abriendo camino entre los capitanes. Desaparecido primero Mendoza y luego Ayolas, Domingo Martínez de Irala ejerció un liderazgo indiscutido en el Paraguay durante veinte años (1536-1556).
En la primera etapa de su vida en Indias se destaca como capitán, conquistador y aventurero. Y esta etapa comienza cuando Juan de Ayolas lo integra a su expedición en busca de las sierras de plata y le encomienda la conducción de uno de los bergantines que debía remontar el Paraná. En este viaje, el «Capitán Vergara» como lo llamaban sus compañeros empieza a conocer y a convivir con un paisaje y una realidad que durante veinte años le serían familiarmente propios.
La expedición se detuvo en Candelaria, al norte del Río Paraguay, donde ancló la flota. Después de sellar una alianza con los payaguás, Ayolas decidió iniciar por tierra la travesía hacia el oeste. Antes de partir traspasó a Irala el poder de lugarteniente y capitán general que había recibido de Mendoza y le pidió que lo esperara en el lugar cuatro meses.
«El guipuzcoano de Vergara comienza a desempeñar su gran papel en la historia» diría Enrique de Gandía.
Se desconoce el itinerario y el destino de Ayolas; se cree que llegó a la región de los Charcas y emprendió el regreso con un rico botín de oro y plata, que llegó a la Candelaria trece meses después de su partida y no encontró a nadie, y que fue atacado y muerto por los indios. Efectivamente, después de cuatro meses de espera, Irala, con las naves en mal estado, atacado por los payaguás, y enterado que desde Buenos Aires venían Salazar y Ruiz Galán a dirimir poderes, bajó hacia Asunción.
 
Dos expediciones mas hizo Irala para buscar la sierra de plata, una en 1542 y la ultima, su «gran entrada» en 1547.
La expedición de 1542 fue preparada cuidadosamente. Dos años antes levantó un astillero en Asunción para construir embarcaciones, concretó alianzas con parcialidades aborígenes, almacenó todo tipo de provisiones. El conocimiento de la tierra y de las tribus indígenas adquirido en seis años de convivencia, avalaban las condiciones para llegar a buen término.
Cuando tenía la fecha de la partida se encontró con la desagradable presencia del segundo Adelantado nombrado por el Rey: Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Acató al gobernador real que venía a reemplazarlo pero su decepción fue grande: «Ansí, con su venida, nos estorbó el viaje que estábamos por hacer», escribió mas tarde. Enterado Alvar Núñez del proyecto decidió apoyarlo y unirse a él.
Para aquietar a los viejos compañeros de Irala y convencido de su capacidad de mando le encomendó una comisión de reconocimiento previo. Irala realizo una exploración a fondo: en tres meses recorrió, con varios bergantines 200 leguas del Río Paraguay. En el Puerto de los Reyes se internó a pie hacia el oeste, buscando una ruta viable y consiguió información fidedigna sobre la existencia de la sierra de la plata y de ciudades fabulosas y concretó acuerdos con los indios. Después de tres meses volvió a Asunción donde escribió una pormenorizada relación de la exploración.
El 8 de septiembre de 1543 partió la expedición comandada por Alvar Núñez con cuatrocientos españoles y mil indios amigos.
En el Puerto de los Reyes nombró a Irala maestre de campo y justicia mayor del ejército en reconocimiento de sus méritos y para pacificar a los soldados.
La expedición estuvo plagada de inconvenientes; inseguridad de los guías, desentendimiento de los jefes, enfrentamiento de Alvar Núñez con los oficiales reales, enfermedad del Adelantado y creciente del Río Paraguay, contribuyeron al fracaso de la empresa y a la posterior destitución del Adelantado.
Pero la gran aventura fue emprendida por Irala en 1547; esta fue en realidad «su empresa», ya que la primera había sido la de Ayolas y la segunda la de Alvar Núñez, aunque en ambas nuestro capitán jugó papeles importantes.
Vencido Alvar Núñez, Irala reconocido como gobernador, ostentaba todo el poder. Eran tiempos de bonanza en Asunción. Sin embargo la ilusión de la sierra de la plata era todavía muy fuerte para los pobres conquistadores asunceños. Sobre este momento opinaba Enrique de Gandía: «unos se inclinaban por la aventura, otros por la política. Solo un hombre Domingo Martínez de Irala, unía las dos ambiciones y sobresalía en ambas. Tenía el poder y al mismo tiempo quería sondear el misterio.» En noviembre de 1547, con 280 españoles y 3 mil indios amigos partió de Asunción hacia las nacientes del Río Paraguay... «Después, el misterio que se extendía hacia el oeste». El cruce del Chaco fue una odisea, pero a medida que avanzaban sobre las tierras del oeste, las parcialidades indígenas anunciaban «noticias de prosperidad y muchas minas de plata en las sierras de Carcajasa en la provincia de los Charcas», apunta el cronista
 
Dejemos que el final de la travesía nos relate en su dura lengua tudesca, Ulrico Schmidel que participaba de la expedición y lo dejó por escrito: «Después nos acercamos a los Macasís hasta una legua de camino... ellos salieron a nuestro encuentro y nos recibieron muy bien y empezaron a hablar en español con nosotros. Cuando notamos que sabían hablar español, nos sobresaltamos muy rudamente por ello; averiguamos a quien estaban sometidos y que señor tenían; ellos contestaron a nuestro capitán que pertenecían a un noble de España que se llamaba Pedro Ansures.»
La ilusión se había desvanecido. La tierra prometida estaba ocupada y ya no había lugar para ellos en las sierras altoperuanas. Como no podía avanzar en territorios ajenos a su jurisdicción, Irala optó por enviar una embajada al Perú y volverse al Paraguay. El fracaso hizo aflorar quejas de oficiales y soldados, Irala renunció a su cargo de jefe y de gobernador.
Cuando se acercaban a Asunción, informados de la anarquía reinante en la ciudad, los mismos oficiales le restituyeron el mando. Irala, más realista y más viejo, se dedicará a gobernar su ínsula paraguaya.
Irala fue, sin duda, el caudillo del Paraguay durante 20 años.
La aventura templó su espíritu y le permitió el conocimiento de la realidad geográfica y humana en la que estaba inmerso, pero su lugar ganado en la historia se debe a sus innegables aptitudes políticas. Si la estrategia es el arte de dirigir los asuntos y resolver los conflictos, Irala fue un consumado estratega: basta considerar como manejó sus conflictos con el poder, primero con Ruiz Galán y luego con Alvar Núnez; como estabilizó la conquista en Asunción sin graves enfrentamientos indígenas; como manejó los tiempos de la conquista y los tiempos de paz para consolidar lo adquirido.
Sus condiciones de hombre de gobierno se pueden aquilatar en su actuación como gobernante desde la ciudad que fundó y organizó. Porque su primer gran acto político fue la fundación de la ciudad de Nuestra Señora de la Asunción, a orillas del Río Paraguay. El documento fundamental que le permitió legitimar este acto fue la Real Cédula del 12 de septiembre de 1537, por la cual el Rey pretendía resolver el problema de la sucesión de Mendoza.
La Real disposición instruía a Alonso de Cabrera, enviado como portador y veedor para que buscara al lugarteniente de Pedro de Mendoza y en el caso de no hallarlo, juntara «a los pobladores y a los nuevos que fueren con vos... para que elijan por Gobernador y Capitán General a la persona que según Dios y sus conciencias pareciere mas suficiente para el cargo».
En Buenos Aires, Ruiz Galán pretendió alzarse con el cargo, pero Cabrera emprendió viaje al norte para buscar a Ayolas. En la casa-fuerte de la Asunción encontró a Irala quien le participó la sospecha de la muerte de Ayolas y le mostró los poderes e instrucciones que había recibido de aquel. Reconocidas las firmas, Irala fue investido del mando y reclamó el acatamiento de Ruiz Galán, Salazar y todos los oficiales presentes. Afirma José Luis Busaniche que «con esto asentaba Irala su autoridad indiscutida en todo el territorio explorado y conquistado, desde Buenos Aires a la Candelaria»
El primer problema que debió afrontar el gobernador fue el de la dispersión de la gente en la enorme extensión entre el estuario del Río de la Plata y Asunción. Las costas inhóspitas y pobres de Buenos Aires muy poco podían ofrecer y estaban demasiado lejos de las sierras de la plata; el mismo Don Pedro había aconsejado marchar al norte. Irala decidió concentrar la gente en Asunción. Con anuencia de Cabrera, ordenó el traslado de los pobladores de Buenos Aires. Antes de partir, Irala dejó una relación y guía para los navegantes que llegasen.
El lugar para asentar la población era una amplia bahía en el Río Paraguay que servía de refugio a los navíos, rodeada de indios amigos, agricultores que podían proveer de víveres en abundancia a los nuevos pobladores.
El 16 de septiembre de 1541 el gobernador Irala hizo los trámites de rigor para convertir la casa-fuerte en ciudad: reunió a los oficiales reales y a los vecinos, demarcó el ejido del ayuntamiento, designó alcaldes y regidores para el primer cabildo y levantó el acta que marcaba la ley. Al día siguiente hizo derribar la empalizada que cercaba el fuerte y marcó el lugar para la plaza, la Iglesia, el Cabildo y repartió solares para los vecinos. Efraín Cardozo, el gran historiador paraguayo, observa que aunque Irala no tuviera mandato para fundar, «la creación de una ciudad significaba la creación de la libertad comunal, el gobierno propio, la liberación del régimen militar»... «Era trasplantar al Río de la Plata la raíz de su tierra lejana.»
 
Con gran sentido práctico comenzó a organizar la economía de la ciudad con reglas claras para evitar las discordias. La falta de oro y plata lo llevó a fijar un orden monetario para permitir el trueque equitativo; le fijó valor a los pocos elementos de hierro que había como cuñas, anzuelos y cuchillos. «Que de aquí en adelante valga un anzuelo de malla, un maravedí» rezaba el bando y con esta unidad monetaria se fijaba el valor de las cosas.
Otro problema fue la relación humana. La mayoría de los españoles eran hombres solos, dedicados a la guerra. El laboreo de la tierra que permitió la supervivencia de la ciudad era realizado por las indias, que tan generosamente habían ofrecido los carios en prenda de alianza y de paz. Las relaciones de españoles e indias determinó una fuerte mestización y produjo, en poco tiempo una cantidad de mestizos o «mancebos de la tierra» con la consiguiente existencia de una sociedad hispano-guaraní sólidamente asentada en parentesco o «cuñadazgo» como lo llama Cardozo.
El Factor Dorante, enviado para analizar la situación, explicaba al Consejo de Indias: «es costumbre de los indios vender a sus mujeres, hijas y parientes... y la de los cristianos comprarlas, lo que es necesario para sustentarse.»
Esta sociedad, basada en la poligamia fue fuertemente cuestionada por religiosos y funcionarios que venían de España y que llamaron a Asunción «el paraíso de Mahoma»; provocó el enfrentamiento con Alvar Núñez que ordenó la devolución de las indias y movió a la corona a enviar con Doña Mencia de Calderón, un contingente de mujeres solteras a fin de casarlas con los conquistadores.
El primer gobierno de Irala se vio interrumpido con la llegada del segundo Adelantado, Alvar Núñez Cabeza de Vaca. El gobernador acató la voluntad real y entregó a su sucesor la vara de la justicia. Pero enseguida entraron en pugna los nuevos con los viejos conquistadores que veían avasallados sus derechos. El Adelantado, noble y arrogante, venía dispuesto a hacer cumplir la ley. Rencillas y fracasos, vuelta sin gloria de una expedición, terminaron con un motín y la destitución y prisión del Adelantado.
Los amotinados, reunidos frente a la casa de Irala lo proclamaron gobernador. Pero quedaba un grupo numeroso de capitanes alvaristas. Con prudencia y habilidad política el gobernador negoció con sus adversarios: a algunos los alejó enviándolos a fundar ciudades. En el Guayrá en un intento de encontrar salida al mar por la costa del Brasil, dos capitanes salvaron la vida a cambio del matrimonio con Ursula y Marina, dos hijas mestizas de Irala.
Después del fracaso de Juan y Diego de Sanabria que capitularon pero no embarcaron, la corona reconoció los méritos y como premio a sus servicios nombró gobernador real a Irala por Real Cédula del 14 de octubre de 1552. El caudillo veía consolidada su obra. La llegada del Obispo Fernández de la Torre contribuiría a ordenar la vida asunceña y el arribo de los sobrevivientes de la expedición de Diego de Sanabria agregó un grupo de familias calificadas que pondrían la cuota de «decencia» necesaria. Llegaba la hora del reposo. El 13 de marzo de 1550, como previendo su fin, redactó y firmó ante escribano publico su testamento.
Después de hacer profesión de fe católica y encomendar su alma a la misericordia de Dios, pedía que su cuerpo fuera sepultado en la Iglesia Mayor previa misa de réquiem; ordenaba la distribución de limosnas y luego de un pormenorizado relato de su vida y un balance de sus bienes, lo que tiene, lo que debe y lo que le adeudan, cumple con un deber de conciencia, reconoce como propios 9 hijos, 3 varones y 6 mujeres con la mención de sus madres, todas indias, y afirma «a los cuales he dado dotes conforme a lo que he podido.»
Seis meses después salió al campo con peones para cortar madera para el altar de la nueva catedral. Lo trajeron enfermo y murió a los pocos días el 3 de octubre de 1556 a los 46 años de edad de los cuales más de la mitad había vivido en América.
De sus exequias participó todo el pueblo. Todo Paraguay lloró su muerte. Todavía, en 1602 manifestaba el Cabildo de Asunción:«Hasta hoy se llora en esta tierra a Don Domingo Martínez de Irala, gobernador que fue por el Emperador de gloriosa memoria».
En 1793, Juan Francisco de Aguirre escribía en su Diario: «El nombre de Irala es conocido con aprecio, cuando de los otros apenas se oyen».
Y terminemos con el juicio ponderado de Paúl Groussac, poco dado al elogio fácil: «Puestos en fiel balanza los errores y merecimientos del que, manejando hombres y cosas con rudeza ejecutiva y violencia casi siempre eficaz, logró impedir que esta naciente colonia degenerase en un reñidero anárquico, la historia debe juzgar favorablemente a Irala, amnistiándolo de sus faltas privadas en gracia de sus servicios públicos”.
Bibliografía
Efraim Cardozo. Asunción del Paraguay. En: Historia de la Nación Argentina, Buenos Aires, vol. III, 1937.
Efraim Cardozo. El Paraguay colonial. Asunción, 1948.
Enrique de Gandía. Historia de la conquista del Río de la Plata y Paraguay, Buenos Aires, 1931.
Paúl Groussac. Mendoza y Garay. Las dos fundaciones de Buenos Aires. Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1950, t.I.
Ricardo Lafuente Machain. El gobernador Domingo Martínez de Irala. Bs. As.,1939
Ulrico Schmidl. Derrotero y viaje de España a Indias. Bs.As. Austral, 1947.
José Torre Revello. La fundación y despoblación de Buenos Aires. Bs.As., 1937

Ulrico Schmidl

Por el Prof. Jbismarck
Nació en Straubing (Baviera, Alemania) en 1509. Murió en Regensburg (Baviera, Alemania) en 1581.
El alemán Ulrico Schmidl fue uno de los tantos extranjeros que vino al Río de la Plata atraído por las leyendas de riqueza de este nuevo mundo que vaticinaban anteriores expedicionarios. Viajó con la expedición de don Pedro de Mendoza y permaneció en las Indias desde 1534 hasta 1554 cuando volvió a Alemania instado por su hermano a repatriarse de la Asunción.
En 1567 Ulrico Schmidl publica en Baviera el texto que relata sus vivencias, el cual lleva como título: Verídica descripción de varias navegaciones como también de muchas partes desconocidas, islas, reinos y ciudades... también de muchos peligros, peleas y escaramuzas entre ellos y los nuestros, tanto por tierra como por mar, ocurridos de una manera extraordinaria, así como de la naturaleza y costumbres horriblemente singulares de los antropófagos, que nunca han sido descriptas en otras historias o crónicas, bien registradas o anotadas para utilidad pública.
El título cifra el relato y permite leer las operaciones y los conflictos que lo recorren. La clave de abordaje parece resonar en las primeras palabras: la descripción se ofrece como operador de legibilidad del texto y como garante de la veracidad del mismo.
El texto se funda, por lo tanto, en lo exhaustivo, y el detalle son delineadores de la descripción, la extensión apunta a dejar en claro la dificultad de describirlo todo: el recorte salta a la vista en los puntos suspensivos, la selección en la enumeración elegida. E inmediatamente el conflicto pronominal, la confusión que pudo significar para el lector de esta primera edición la referida lucha “entre ellos y los nuestros”. Asistimos desde el comienzo a la dificultad que supone para Ulrico Schmidl su extranjería.
Ulrico debe demostrar simultáneamente la dilación de su carácter de extranjero entre los españoles, la reafirmación de su españolidad entre los indios, así como la perduración de su carácter alemán, el cual se patenta en la lengua y en ciertas referencias, entre sus conciudadanos y futuros lectores inmediatos de su texto.
Schmidl se esfuerza por demostrar su vasallaje al monarca español a través de su fidelidad al capitán que, según él, actúa para el bien de España, Domingo de Irala.
       
Si el accionar de los soldados españoles (dentro de los que se incluye) para con los indios y para con Alvar Nuñez Cabeza de Vaca se halla validado en defensa de los intereses de España.  Este alemán, integró en calidad de landsknecht (mercenario) la expedición del adelantado don Pedro de Mendoza al Río de la Plata. Fue la más aventura grande que salió de España con fines de colonización luego del descubrimiento del Río de la Plata, estaba compuesta por 16 naves y 2500 hombres y partió del puerto de Sanlúcar de Barrameda (España) el 24 de agosto de 1534.
Llegada la expedición a estas geografías, Ulrico (a quien llamaban Utz) asistió a la fundación de Buenos Aires. Entre 1536 y 1537 participó de la expedición de Ayolas, con quien remontó los ríos Paraná y Paraguay, y que culminó con la fundación de Asunción. Más tarde, bajo el mando de Martínez de Irala, exploró el Chaco y llegó hasta el Alto Perú.
      Schmidl pasó casi 20 años en las nuevas posesiones españolas, hasta que logró el permiso oficial para regresar a su país. Llevaba la comisión del gobernador Martínez de Irala de poner en manos del Rey un detallado informe de los principales acontecimientos de su administración.
      Cumplida la orden, Ulrico marchó a Sevilla, y de allí a Amberes. En esta ciudad, redactó la crónica de sus aventuras en América, en una obra que apareció en 1567 y que se llamó Derrotero y viaje a España y las Indias  (El manuscrito original se conserva en Sttugart, y fue hallado en 1893).
El escrito, por el que algunos estudiosos lo llamaron "el primer historiador del Río de la Plata" (aunque en realidad su obra fue posterior a una de igual tenor, escrita por Pedro Hernández y publicada doce años antes que la de Schmidl), contiene numerosas referencias a la vida de los conquistadores en nuestro país. Así, por ejemplo, Ulrico recuerda que: "la gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez. También se llegó al extremo de que los caballos no daban servicio. Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas, ni ratones, víboras y otras sabandijas; también los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido. (...) Sucedió que tres españoles habían hurtado un caballo y se lo comieron a escondidas; y eso se supo; así se los prendió y se les dio tormento para que confesaran tal hecho; así fue pronunciada la sentencia que a los tres susodichos españoles se los condenara y ajusticiara y se los colgara en una horca. Así se cumplió esto y se los colgó en una horca. Ni bien se los había ajusticiado y cada cual se fue a su casa y se hizo noche, aconteció la misma noche por parte de otros españoles que ellos han cortado los muslos y unos pedazos de carne del cuerpo y los han llevado a su alojamiento y comido. También ha ocurrido que un español se ha comido su propio hermano que estaba muerto."

 
Estos y otros relatos de la obra de Schmidl, que, si bien contiene errores, es una evocación magnífica de los sucesos acaecidos a su vista, permitieron a decenas de historiadores posteriores componer un cuadro de situación más o menos aproximado de lo que fueron los primeros años de Buenos Aires (o "Wonass Eiress", según la transcripción que hizo de la fonética española) y de su sociedad, de la guerra contra los indígenas y del esfuerzo que supuso la conquista para los españoles.
Posteriormente, Schmidl regresó a Straubing, donde fue consejero municipal, antes de tener que huir perseguido por los reformistas luteranos. Marchó a Regensburg, una ciudad vecina, donde residió hasta su muerte, acaecida en 1581.

 

El Padre Carlos Mugica

Por Iciar Recalde
Recordar a Mugica en la actualidad supone en principio, un ejercicio crítico de corrosión de la tradición liberal de izquierda anticlericalista fuertemente asentada en los modos de interpelar el rol de la Iglesia en la Argentina.

Padre Carlos que estás en los cielos,
y en las barriadas humildes,
tu mensaje son mis piernas
y tu sueño mi sangre.
("Carlos Mugica", Tercera Posición: Rock nacional y popular)

Un once de mayo de 1974, es ametrallado a quemarropa por los esbirros de la Argentina semicolonial tras su salida de la parroquia San Francisco Solano en Mataderos, el Padre Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe, el padrecito Mugica, abanderado de los humildes. La figura de Mugica, como las de Miguel Ramondetti, Jorge Goñi, Héctor Botán, Enrique Angelelli, entre otros, fue expresión de la profunda convulsión acontecida en instituciones de extensa tradición en nuestro país, como es el caso de la Iglesia católica. En este sentido, recordar a Mugica en la actualidad supone en principio, un ejercicio crítico de corrosión de la tradición liberal de izquierda anticlericalista fuertemente asentada en los modos de interpelar el rol de la Iglesia en la Argentina. De impronta conservadora y atada a los dictados colonialistas del Vaticano, la Iglesia sin embargo, corrió las venturas (y las desventuras) del movimiento nacional en su conjunto.
Fue Juan José Hernández Arregui uno de sus más lúcidos analistas, cuando estipuló que el catolicismo en nuestro país, por la estructuración de las clases sociales y por tradición histórica, era liberal y había operado casi sin solución de continuidad como instrumento de la oligarquía y el imperialismo hasta la llegada de Juan Domingo Perón al poder. 
 
Apoyándolo, pero no al contenido popular del movimiento -a medida que Perón se nucleaba en los trabajadores, la Iglesia se alejaba del movimiento- iría prefigurando su posición como institución política a favor del golpe de Estado del año 1955 tras la figura de Lonardi, hombre fuerte de la Iglesia, en alianza con la oligarquía fogueada por el extranjero, la gran prensa, la Universidad y los manuales de historia mitromarxista, los comunistas y socialistas argentinos y la Sociedad Rural Argentina. La contrarrevolución acontecida en 1955 puso en jaque a la institución –como al país en conjunto-, haciéndola entrar en un proceso de conmoción interna donde varios de sus factores, sobre todo los nacionalistas, comenzaron a revisar el error histórico cometido frente al país.
 Es en este período cuando la Iglesia comienza a expresar tendencias radicalmente antagónicas: la del cristianismo liberal a favor de la clase dominante y, aunque minoritaria, la del social cristianismo que decantará,  entrada la década de 1960, en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que comenzará a vislumbrar que su rol se juega en el proyecto de liberación nacional vehiculizado por las masas peronistas. 
 
En este contexto, y como producto del proceso de ascenso de la conciencia nacional de los argentinos, nace a la vida política el padre Mugica. La caída del gobierno popular y la proscripción de las masas de la escena política nacional fracturará la cosmovisión liberal de Mugica -atada por su formación y su condición de clase acomodada a los cánones de una Iglesia de espaldas al país-, obligado por las circunstancias históricas y por el deber de posicionarse como argentino junto al pueblo peronista perseguido por haberse atrevido bajo la conducción de Perón, a romper los lazos de la dependencia. Su labor de crítica descolonizadora en las villas miseria y de reactualización en clave tercerista del texto bíblico,  partió de la asunción de que el peronismo representaba un momento particular de la conciencia histórica antiimperialista de los argentinos y de que el nacionalismo en las semicolonias latinoamericanas era el eslabón primero de cualquier intento serio de revertir esta situación. Lo había vislumbrado en términos teóricos Hernández Arregui cuando afirmaba que el nacionalismo debía ser concebido en los países dependientes con un contenido distinto al europeo. Éste nacionalismo “ofensivo” había surgido durante el siglo XIX estrechamente vinculado con el desarrollo y la expansión del sistema capitalista a nivel mundial, proceso que condenaba al continente latinoamericano a la miseria y al saqueo indiscriminado de sus recursos naturales.
 
Como resultado de la división internacional del trabajo, la Argentina en tanto exclusiva productora de materias primas sería subsidiaria de sus amos externos: el imperialismo británico en principio, el imperialismo norteamericano y sus socios locales después. El nacionalismo adquiría aquí otro matiz, de carácter intrínsecamente defensivo que se plasmó por primera vez en un proyecto concreto durante las gestiones de gobierno peronista que llevaron adelante la industrialización del país. Sin industria, la Argentina no tendría independencia económica, base de la soberanía nacional y de la justicia social y sin soberanía nacional, no existiría autonomía cultural. 
En ese orden y sin vacilaciones. Mugica lo vislumbró con claridad cuando señaló que el dilema para Argentina y América Latina era radical: o hacía su revolución nacional o el imperialismo remacharía los anillos opresores a fin de retardar la liberación mundial de los pueblos oprimidos. Y Dios, agregaba, no vive en el Vaticano sino en el corazón y en la lucha de los humildes, de los condenados de la tierra. Legado que continúa señalando un camino: cuando las banderas nacionales vuelven a surgir por entre los escombros de la patria devastada y Argentina se adueña de su economía y de su política nacional, la palabra y la acción de Mugica están más vivas que siempre: "Yo sé, por el Evangelio, por la actitud de Cristo, que tengo que mirar la historia desde los pobres, y en Argentina la mayoría de los pobres son peronistas."

COCHRANE VS. SAN MARTÍN



 Por Pacho O donnell

  El almirante Cochrane era un héroe naval de Gran Bretaña, condecorado con la muy prestigiosa Orden del Baño por sus hazañas en las guerras napoleónicas. Llegó a ser también miembro de la Cámara de los Torys. Pero su codi­cia lo llevó a embarcarse en estafas financieras que lo ence­rraron en la Torre de Londres y lo despeñaron en el despres­tigio social.

Ello lo llevó a ofrecerse como mercenario, aceptando la propuesta de Álvarez Condarco para conducir la armada chilena.  Desde un principio compitió con San Martín por la comandancia de la conquista de Lima.

"El objeto de la presente expedición -consigna un ofi­cio que O'Higgins hace llegar a manos del almirante el 19 de agosto de 1820, víspera de la partida- es extraer al Perú de la odiosa servidumbre de España elevándola al rango de una potencia libre y soberana y concluir por ese medio la grandiosa obra de la independencia continental de Sud América. El capitán general del ejército, don José de San Martín, es el jefe a quien el gobierno y la república han confiado la exclusiva dirección de las operaciones de esa gran empresa..." El gobernante chileno deseaba poner coto a las intemperancias del altivo lord.

Cochrane, despechado, hace que veintitrés oficiales, ignorando la disposición de O'Higgins, se declaren exclusiva­mente subordinados a él, cuyos poderes "no pueden transferirse a otro". "O'Higgins, semejante a otros muchos buenos capitanes -escribe al dictado el secretario del al­mirante-, no desarrolló en el gabinete aquel tacto con que tan brillantemente había servido a la patria en el campo de batalla, permitiendo que el general San Martín, con su habil­idad peculiar de volver en provecho suyo las proezas de los otros, se esforzase en llevar la palma, porque la gloria era en realidad de O'Higgins".

También trata de hacer aparecer a su odiado antagoni­sta como cobarde: "El general San Martín, al llegar a Pisco, no quiso entrar en la villa, bien que las fuerzas españo­las no contasen allí más que 300 hombres escasos. Ha­ciendo desembarcar las tropas al mando del mariscal Las Heras, se marchó costa abajo en la goleta `Moctezuma'. Una conducta tal de San Martín causó gran descontento en el ejército y la escuadra, puesto que había un contraste con la primera toma que se hizo de dicha plaza el año anterior, por el teniente Charles y el mayor Miller, acompañados de un puñado de hombres".

Cuando San Martín procede a proclamar la indepen­dencia del Perú, en el marco de la más imponente solemni­dad, hace acuñar y distribuir medallas con el texto: "Lima obtuvo su independencia el 28 de Julio de 1821, bajo la Protección del general San Martín y el Ejército Liberta­dor". Ninguna mención a la flota ni a su almirante...

Cochrane quedó muy ofendido. Para hostigar al Liber­tador aprovecha que el pago de los sueldos de la escuadra se había atrasado, debido a la escasez de recursos de la expedición, para fomentar inquietud y amenazas de suble­vación por parte de los marinos.

"Al día siguiente, 4 de agosto, no sabiendo lord Cochrane que San Martín había cambiado de título -re­dacta su secretario, en un remedo de ventrilocuismo- fue a palacio y rogó al general en jefe propusiese un medio para pagar a los marineros extranjeros, que habían cumplido sus contratos." San Martín respondió a esto que "él nunca pagaría a la escuadra chilena a menos que fuese vendida al Perú, y que entonces el pago sería considerado como parte del precio de adquisición". Lord Cochrane le respondió malamente. 
 

San Martín se volvió entonces hacia el almirante y le dijo: "¿Sabe Ud., mi lord, que yo soy el Protector del Perú?" El inglés ironizó entonces sobre las veleidades nobiliarias y aristocratizantes de don José. Éste lo interrumpió, altanero, dando por terminado el diálogo: "Lo único que tengo que decir es que yo soy el Protector del Perú".

Al pie de lo que atribuye a su empleado, Cochrane agrega un infundio: "Una circunstancia ha sido omitida en la presente narración. El general San Martín, al conducirme hasta la escalera, tuvo la temeridad de proponerme si­guiese su ejemplo, esto es, faltase a la fe que ambos había­mos jurado al gobierno de Chile, apropiase la escuadra a sus intereses y aceptase el grado más elevado de Primer Almirante del Perú. Es casi excusado decir que deseché proposiciones tan deshonrosas. San Martín, al ver mi nega­tiva, me declaró en un tono irritado que ni pagaría a los marineros sus atrasos ni la recompensa que les había pro­metido".

El lord estaba decidido a enajenar a San Martín el apoyo de Chile, la amistad de O'Higgins y su prestigio en la nación hermana.  

El rencoroso marino cuenta que una feliz casualidad le permitió apoderarse del tesoro del Estado peruano, que San Martín trató de poner a buen recaudo, embarcándolo, ante la posibilidad de un contraataque de los españoles. Quizás, también, al demostrar confianza en el lord británi­co deseaba disminuir el voltaje de su confrontación, dañina para el proyecto libertario.

Sin embargo, el almirante aprovechará para redoblar sus ataques de mala fe: "Este dinero -escribirá- había sido enviado a Ancón bajo el pretexto de ponerlo a salvo de cualquier ataque de las fuerzas españolas, pero con el áni­mo quizá de hacerlo servir a las miras ulteriores del Pro­tector".

Fueron inútiles los esfuerzos de San Martín y de su estrecho colaborador Monteagudo para que Cochrane resti­tuyera tan importante caudal.

Éste saca partido de las ínfulas monarquizantes de don José -flanco que también aprovecharía Bolívar para denigrarlo- para describir, cargando las tintas, la Lima de 1820: "Se había formado una casi guardia real de escolta al Protector cuando salía al público; precaución no del todo inútil, a pesar de hallarse los limeños desarmados. En una palabra, los limeños tenían una república que hormigueaba de marqueses, condes, vizcondes y otros títulos de monarca, a cuyo fin todos creían se encaminaba el Protector". Recorde­mos que sus enemigos se burlaban de San Martín apodándo­lo "el Rey José".

Al producirse el regreso de San Martín a Chile, luego de Guayaquil, escribe el almirante: "Los patriotas de Chile ansiaban que yo lo arrestase y estoy cierto que si así hubiese procedido los hombres del poder no se habrían quejado; pero yo preferí que el gobierno siguiese su propio curso".

Falta a la verdad Cochrane, en su supuesta magnanimi­dad, puesto que el 12 de octubre de 1822 ha urgido al gobier­no chileno a "formar un sumario acerca de la conducta del mencionado Dn. José de San Martín", aprovechando que "habiendo llegado hoy a Valparaíso hállase ahora bajo la jurisdicción de las leyes de Chile". Se manifiesta "pronto a probar el haberse apoderado violentamente de la autoridad suprema del Perú; el haber intentado seducir a la marina de dicho Estado; el colocar sin derecho alguno a las fragatas `Prueba' y `Venganza' bajo la bandera del Perú; y otras de­mostraciones y actos hostiles a la República de Chile".

El Libertador debió huir del país que había liberado, a toda prisa, con una escolta proporcionada por su amigo O'Higgins, con su vida pendiente de un hilo, esquivando a los tribunales de un país que había llegado a execrarlo.

Por alguna inexplicable razón nuestra historia oficial reconoce como únicos antagonistas del Libertador a los godos y a las altas cumbres andinas, ocultando que fue escarnecido y hasta amenazado de muerte por algunos de sus poderosos contemporáneos, entre ellos Alvear, Rivadavia y Cochrane. Y no fueron los únicos.
Nada más hipócrita que la explicación oficial de que nuestro Libertador emigra a Europa para “completar la educación de su hija"