Rosas

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lunes, 31 de marzo de 2014

El “Pacifismo”: ¿Es pecado?

 Por Federico Ibarguren

  ¿Paz en la tierra? Histéricamente diríase una utopía pocas veces realizada; ni siquiera en beneficio de "los hombres de buena volun­tad": promesa angélica repetida cada domingo en el canto del “Gloria in excelsis Deo” de nuestra Misa. De consiguiente, en este amargo "valle de lágrimas", la paz se nos mezquina y sólo es un medio incompleto para lograr cierto grado de bienestar humano en deter­minadas épocas y nada más. La paz es, así, un  lujo caro, mundano. Supone prosperidad y riqueza en los pueblos que se ufanan de ella; y son los menos. No debe ser considerada en si misma, por tanto, como valor absoluto que soluciona todos los conflictos o   problemas político-sociales de una humanidad agnós­tica, descreída. No. Inalcanzable casi siempre en este controvertido mundo "subdesarrollado" en que vivimos, Dios nos pone a prueba todos los días, habida cuenta de la imperfecta condición de pecadores que cargamos, castigándonos a menudo con.....la guerra. ¡Castigo ejemplar! Para que por la victoria conquistemos aunque sea una precaria paz entre mortales, de duración efímera, por cierto. Con sacrificios, sí. Jugándonos la vida siempre.      
                    
  Porque la verdadera paz no se da fácilmente en la humana conviven­cia de este planeta, a partir con seguridad -para ser exactos- de Adán y Eva. Acaso la consigamos al fin pero mediante la Gracia de Dios y allá Arriba (en el Cielo): superando la muerte física. Aquí» abajo no, aún cuando en ocasiones obtengamos algunas treguas pasajeras. Pues reina soberano entre los mortales el PRINCIPE DE ESTE MUN­DO así llamado reiteradas veces en los Evangelios por Nuestro Señor Jesucristo. Y contra el Maligno estamos todos los cristianos obligados a luchar ascéticamente y a no bajar nunca la guardia. Guerreando sin descanso. No negociando jamás con el Diablo –a lo Fausto- ni vendiéndole por anticipado nuestra alma al bajo precio de no disparar un solo tiro frente al agresor, por cuidar ante los poderosos –haciendo buena letra- nuestra “imagen” internacional(?). Y los poderosos —se sabe— pisotean, en su provecho exclusivo, el natural patriotismo de las naciones.
  Mientras Satán exista, en consecuencia (dogma teologal puro), habrá "guerra y rumor de guerras" entre los hombres, como nos lo enseña la Sagrada Escritura que es de aplicación actual y para todos los tiempos. "Arcángel San Miguel defiéndenos en la batalla —reza la última oración del Ordinario de la Misa de San Pío V—: se nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio.....".
  Pero entendámoslo bien: guerras LEGITIMAS, de  supervivencia, deberán ser las nuestras. Guerras AUTODEFENSIVAS y JUSTAS, nunca imperialistas por principio. A saber: cuando exista un inminente peligro que comprometa la Fe de nuestro pueblo o se pretenda conculcar los derechos inalienables que siempre poseyó la Nación con referencia a mantener su integridad espiritual,  moral... Y también territorial y marítima. ¿Por qué no? Negarse a portar las armas para guerrear en los casos señalados; ya sea por la libertad amenazaba de la Iglesia Católica en nuestro suelo o contra el  avasallamiento de la soberanía y bien común de la Patria en peligro, importa grave apostasía o traición cobarde.
  Todo "pacifismo" a ultranza sostenido como dogma en política, esconde, las más de las veces, una claudicación casi siempre inconfesada. Ante un enemigo que no es "pacifista", significa ni más ni menos la rendición incondicional sin siquiera ofrecer batalla. Indudable pecado de omisión éste, en el orden individual; pero gravísimo PECADO MORTAL si el "pacifismo se vuelve doctrina en los gobernantes. Bien lo dijo Papini, cuando con verdad sentenció: “El hombre está hecho de tal modo, que la guerra demasiado larga lo embrutece, pero LA PAZ A TODA COSTA LO PUDRE”.
  El “Pacifismo” es derrota, hoy lo sabemos. El “pacifismo” es decadencia. No fueron “pacifistas” ni mucho menos Liniers en 1806-1807 y Cornelio Saavedra en 1810. Ni lo podía ser San Martin en 1816-1820. No fueron “pacifistas” los heroicos 33 Orientales en 1825 –dignos herederos de Artigas- peleando contra el poderoso Imperio del Brasil; tampoco lo fue Rosas al ser agredido por Francia e Inglaterra unidas, en 1838-1845. Ni Juan Lavalle, ni Paz, ni Facundo Quiroga al dirimir las rivalidades políticas de su tiempo. En aquella gloriosa epopeya por nuestra Independencia Nacional y luchas civiles subsiguientes, a los criollos de ley —prescindiendo de las distintas ideologías que los separaban: buenas o malas—, la actual mentalidad pacifista todavía no los había castrado con el remanido pretexto izquierdista de la "democracia” y los "derechos humanos". En ningún momento practicó el ''pacifismo" ni el "diálogo constructivo” -como se dice ahora aquí—, el ponderado General Bartolomé Mitre después de Pavón; y mucho menos ante el Paraguay en 1865. Ni lo hicieron en instante alguno Urquiza y el energúmeno de Sarmiento con sus adversarios políticos o meramente ideológicos. ¡Qué esperanza! Mal o bien, así se hizo históricamente (entre cruentas victorias y derrotas) la Patria que nos vio nacer.
  No fueron “pacifistas” —entonces-  nuestros  tan admirados  próceres Rioplatense del siglo pasado, anteriores al famoso "no te metas" típico de la partidocracia demo-liberal cuya pronta restauración hoy se procura. De haberlo sido, la Republica Argentina estaría balcanizada en veinte o más republiquetas anarquizadas ("pluralismo" democrático mediante). Y en la actualidad, solo las apátridas masas consumidoras: turbamulta cosmopolita de la metrópoli porteña transformada en próspera factoría mercantil, gobernada incluso por extranjeros; sólo ellas lograrían el pleno "consenso” —el aplauso— de la UN, de la OEA y de la "Trilateral Comission”.
  ¡Paz, paz, paz a toda costa! ¡Dólares y bienestar son las dos oficiales del momento! ¿A eso hemos llegado? "Cuando un pueblo manifiesta ese horror civilizador por la sangre –es una cita del gran Donoso Cortés, repudiando el “pacifismo” masónico de los liberales españoles en 1849-; luego al punto recibe el castigo de su culpa; Dios muda su sexo, le despoja del signo público de la virilidad, le con vierte en pueblo hembra y le envía conquistadores para que le quiten la honra”.
  Y concluyo reproduciendo en epitome este profético pació de Oswald Spengler publicado en la Europa de 1936, pocos meses antes de su muerte: “Las razas fuertes e inexhaustas no son “pacifistas”. Seria renunciar al futuro porque el ideal "pacifista" significa una condición final que contradice un hecho de la vida. Mientras haya desarrollo humano, habrá guerras. Pero si los pueblos blancos llegaran a cansarse de la guerra en tal forma que sus gobiernos no pudieran en ninguna circunstancia persuadirlos a que fuesen a ella, entonces el mundo sería presa de las razas de color, como el Imperio Romano se convirtió en presa de los germanos. El "pacifismo" significa abandonar el poder a los no pacifistas natos (entre los cuales había siempre también hombres blancos), a los aventureros, los conquistadores, los Herrenmenschen, que siempre encuentran partidarios en cuanto logran el éxito. Si estallara hoy en Asia la gran revolución contra las razas blancas, muchos  hombres  blancos se unirán a sus filas porque  están cansados de la vida pacífica. El "pacifismo” seguirá siendo UN IDEAL y la guerra UN HECHO: y si los pueblos blancos están decididos a no hacer más guerras; las razas de color las harán y se convertirán en las dueñas del mundo”.
Si queremos paz preparémonos para la guerra (sentencia un conocido proverbio latino olvidado).
"Todos los que militáis
Debajo de esta bandera
Ya no durmáis no duermas
"Que no hay paz sobre la tierra"
 poetizaba virilmente Santa Teresa de Avila en el siglo XVI
  Que el  Anticristo –es muy probable- necesitará de un clima “pacifista” total (mediante la irresistible prédica de los medios masivos de comunicación de hoy existen) para reinar sin reacción legitima alguna, en la más absoluta impunidad corruptora. A este respecto, el glorioso pensador francés Charles Pegüy (muerto por la patria guerreando) hace decir a Juana de Arco en su “Mystere de la Charite de Jeanne D´Arc"   -obra teatral paradójica escrita a principios de este siglo- lo siguiente: “Siempre es lo mismo, la partida no es igual. La guerra hace la guerra a la paz. Y la paz, naturalmente, no hace la guerra a la guerra. La paz, deja la paz a merced de la guerra. La paz es muerta por la guerra. Y la guerra nunca lo es por la paz. Puesto que aquella no ha sido matada por la paz de Dios, por la paz de Jesucristo, ¿cómo se matará la guerra por la paz de los hombres? ¿Por una paz de hombre?  A lo que Hauviette –compañera inseparable de la heroína protagonista del drama-  le responde sensatamente a Juana con este estupendo razonamiento ANTIPACIFISTA: “Tienes razón… Lo mejor, si se pudiera, sería notar la guerra como tú dices. Pero para matar la guerra es necesario hacer la guerra; para matar la guerra hace falta un jefe de guerra…”. Y todo jefe de guerra debe reunir, a juicio de Pegüy —"para matar la guerra" precisamente- estas tres condiciones previas que dan importancia trascendental a su acción represiva: la de ser buen CRISTIANO, buen MILITAR y buen PATRIOTA (como lo fue en grado eminente la extraordinaria Santa Juana de Arco en la Francia de su tiempo, invadida por los ingleses). No lo olvidemos nunca: “Una buena guerra —la irrefutable frase de Chesterton- es mejor que una mala paz”. Ciertamente: la “buena guerra” a la larga o a la corta nos conducirá a la ansiada victoria final (o sea: a la buena paz); mientras que una “mala paz” desemboca siempre en fatales derrotas humillantes.
  Ahora bien, con nostálgicas letras de tango, implorando amor y perdón (sin contar el decadente folklore barato para el turismo que es pingüe negocio de los judios avivados), no se  solucionarán jamás nuestros conflictos   fronterizos provocados por agresores oportunistas que no dan cuartel; ni tampoco las catástrofes nacionales provenientes del renunciamiento a combatir en tiempo oportuno,  en defensa de históricos  límites argentinos ocupados por ambiciosos intrusos, serán resueltas a favor por los gobiernos de turno que se sucedan.  Aunque dichos intrusos -¿acaso para despistar?- se proclamen  “hermanos nuestros" de toda la vida. Porque digan lo que digan en 1980 nuestros   “expertos”  internacionalista    -gobernantes,  liberales y políticos de la línea blanda-,  el    “pacifismo”  ideológico elevado a la categoría de permanente conducta nacional… ES PECADO.

viernes, 28 de marzo de 2014

fallecimiento del Encarnación Ezcurra

Por Gabriel O. Turone

La vuelta de Juan Manuel de Rosas a la gobernación de la provincia de Buenos Aires en 1835, acaso la etapa más significativa e importante de su extensa carrera política, no hubiese sido posible sin la decidida intervención de su señora esposa, doña Encarnación Ezcurra, cuya vida no ha sido estudiada en profundidad. Veamos quién fue esta extraordinaria mujer de carácter que secundó a su ilustre marido para salvaguardar los destinos de la patria amenazada.

María de la Encarnación Ezcurra y Arguibel nació en Buenos Aires el 25 de marzo de 1795, siendo sus padres Juan Ignacio Ezcurra, español, y doña Teodora Arguibel, que era argentina hija de franceses. El bisabuelo paterno de Encarnación, Domingo de Ezcurra, había nacido en el valle de Larraun, Pamplona Navarra, España.

En los primeros años de su vida, Juan Manuel de Rosas vivía en la campaña y cada tanto solía frecuentar Buenos Aires, urbe a la que no le tuvo mucha estima por ese entonces. El bullicio verbal, el clima revolucionario posterior a Mayo de 1810 y las intrigas que se palpitaban en la ciudad portuaria le mortificaban. De todas maneras, allí conocerá a Encarnación Ezcurra, su futura cónyuge. Pero Agustina López de Osornio, la madre de Rosas, se opuso de entrada a este noviazgo de su hijo. Cuando Juan Manuel y Encarnación ya habían decidido contraer nupcias, Agustina López de Osornio, pretextando la poca edad de ambos, rehusó consentir el casamiento, sin embargo poco pudo hacer contra la astucia de los jóvenes novios. Encarnación Ezcurra, por instigación de Juan Manuel, le escribe una carta a éste, donde le manda decir que estaba embarazada y que por tal motivo debían casarse. La carta engañosa fue dejada por Rosas en un lugar visible de la casa de su madre, a la espera de que ésta la leyera. Cuando Agustina López de Osornio encuentra y lee la carta, se dirige con desesperación a la casa de Teodora Arguibel, la madre de Encarnación Ezcurra, para darle la novedad. Las dos señoras resolvieron allí mismo que, ante el bochorno que una situación semejante pudiera ocasionar en los círculos sociales, apuraran el casamiento entre Encarnación Ezcurra y Juan Manuel de Rosas.

En efecto, Ezcurra contrajo matrimonio con el futuro Restaurador de las Leyes el martes 16 de marzo de 1813, en una ceremonia dirigida por el presbítero José María Terrero. Estaban como testigos don León Ortiz de Rozas (padre de Rosas) y doña Teodora Arguibel. Un dato curioso refiere que el mismo día que Encarnación Ezcurra se casaba con Rosas, por las calles de Buenos Aires corrían las noticias del triunfo de las armas argentinas en la batalla de Salta.

En la vida familiar

Los primeros tiempos de la pareja no fueron de prosperidad económica. Rosas entregó a sus padres la estancia “El Rincón de López”, la cual administraba en el partido de Magdalena. Quería trabajar por su cuenta como hacendado, sin tener que pedir favores a nadie. En una correspondencia mandada desde el exilio inglés a su amiga Josefa Gómez, Rosas dirá que “[estaba] sin más capital que mi crédito e industria; Encarnación estaba en el mismo caso; nada tenía, ni de sus padres, ni recibió jamás herencia alguna”.

Encarnación y Juan Manuel tuvieron 3 hijos: María de la Encarnación, nacida el 26 de marzo de 1816, y que apenas sobrevivió un día; Manuela Robustiana, que nació el 24 de mayo de 1817, y Juan Bautista Pedro, nacido el 30 de junio de 1814.

Ella acompañará a su esposo en todos los emprendimientos que tuvo, sea como administrador de Los Cerrillos o como de la estancia San Martín. Y, desde luego, también en las vicisitudes de la política, siendo Encarnación una devota entusiasta del fervor federal que abrazó Juan Manuel de Rosas a lo largo de su vida.

En cuanto a la conducta reportada por Encarnación Ezcurra en su rol de mujer casada, hay quienes advierten que se trató de una esposa que veía a su amado en las raras ocasiones en que éste se instalaba en Buenos Aires o cuando los dos pasaban algunas temporadas en el campo. La soledad, al contrario de lo que muchos podrían suponer, cimentó en ella una mayor admiración por Juan Manuel de Rosas. Las idas y venidas de la ciudad al campo, robustecieron en ella su adaptación a las condiciones de vida semisalvaje de la campaña.

Ezcurra era de carácter severo cuando las circunstancias así lo imponían, aunque no pocos la retrataron como una mujer que carecía de ternura. En el seno de la familia Rosas, la parte dulce correspondía a Manuelita Robustiana, la hija predilecta del Restaurador de las Leyes, la misma que con el tiempo será proclamada “Princesa de la Federación”.

La alta sociedad porteña no le perdonaba a Encarnación Ezcurra el trato cordial que mantenía con pardos, mulatos, gauchos, indios, comisarios y soldados, todos ellos considerados entonces como representantes de las capas sociales más bajas. Es que tampoco lo entendían. Aparte de granjearse amistades tan grotescas para la época, pues, recordemos, su familia era de las más pudientes de Buenos Aires, doña Encarnación sabía que al ganarse el cariño de los estamentos más populares, esto le acarrearía a Rosas un caudal muy grande de seguidores, votantes y soldados para sus campañas, y también espías y matones para las arduas campañas políticas de los federales.

En este sentido, es notable una carta que Encarnación le manda a Rosas, que hacía la Campaña al Desierto, en noviembre de 1833, donde le dice: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto importa el sostenerla para atraer y cultivar sus voluntades. No cortes, pues, sus correspondencias. Escríbeles con frecuencia, mándales cualquier regalo sin que te duela gastar en eso. Digo lo mismo respecto de las madres y mujeres de los pardos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a las que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como también en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias. A los amigos fieles que te hayan servido déjalos que jueguen al billar en casa y obséquialos con lo que puedas”.

Su rol en la Revolución de los Restauradores

Tanta firmeza y decisión la ubicó, entre 1833 y 1834, como operadora política de excelencia cuando todo parecía indicar el debilitamiento de la influencia de Juan Manuel de Rosas en la provincia de Buenos Aires.

Antes de hablar sobre la Revolución de los Restauradores, es menester retrotraernos a la alternancia de administraciones unitarias y federales que se dieron en Buenos Aires desde 1827 y hasta 1832. Caído el presidente Bernardino Rivadavia en julio de 1827 tras intentar, sin éxito, la aplicación de una constitución de neto corte unitario que recibió las quejas naturales de los caudillos federales del interior, y donde, además, había cedido la soberanía de la Banda Oriental al Imperio del Brasil, al cual nuestras fuerzas venían derrotando en la guerra desde 1825, le sucede un breve interregno de Vicente López y Planes. El Congreso Nacional se disuelve y la provincia de Buenos Aires recupera su autonomía, y entonces es elegido como gobernador bonaerense el coronel Manuel Dorrego, de tendencia federal.

Dorrego celebró diversos tratados con las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Córdoba con el fin de organizar la nación. Sin embargo, los antiguos funcionarios y simpatizantes unitarios de Rivadavia intentaron desestabilizar al gobierno federal que ahora estaba en el poder. Una logia compuesta por, entre otros, José Valentín Gómez, Salvador María del Carril, Juan Cruz Varela, Carlos de Alvear y Julián Segundo Agüero, aprovecha el regreso de las tropas argentinas de la campaña del Brasil para armar una revuelta militar contra Dorrego. El general unitario Juan Lavalle fue elegido como jefe de esta empresa ilegal. Así, con total impunidad, el 13 de diciembre de 1828 es fusilado Manuel Dorrego en Navarro por orden de Lavalle, quien accede a la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

Sin embargo, el partido unitario era antipopular en la campaña, por eso durante la primera mitad del año 1829 se llevará a cabo un operativo tendiente a eliminar a los federales que apoyaban a Juan Manuel de Rosas, quien en la administración de Dorrego llegó a ser Comandante General de Campaña. Sucesivas derrotas militares de los unitarios hicieron que Lavalle fugue hacia Montevideo, Uruguay, mientras que en Buenos Aires se conformaba un gobierno provisional en cuya cabeza se ubicó a Juan José Viamonte. Finalmente, el 6 de diciembre de 1829 asume Juan Manuel de Rosas como gobernador de la provincia de Buenos Aires.

La primera administración rosista se extenderá hasta el 17 de diciembre de 1832, fecha en la que renuncia porque la legislatura no le quiso otorgar facultades extraordinarias. Rosas siempre creyó indispensable gobernar con plenos poderes, más aún en el estado de anarquía constante que se vivía por aquellos años de breves e inestables administraciones públicas. Pero el Restaurador de las Leyes, además, hacía tiempo que quería emprender una campaña por los desiertos del sur para luchar contra las tribus aborígenes que saqueaban los campos y pueblos fronterizos nacionales.

Le sucedió a Rosas un gobernador llamado Juan Ramón González Balcarce, federal tibio que muy pronto se dejó dominar por los enemigos de su antecesor, si bien el nuevo gobierno tenía un gabinete compuesto por federales netos o apostólicos (seguidores de Rosas) y federales cismáticos (federales liberales que recibían influencias de los unitarios emigrados). Como había que elegir nuevos diputados, el 28 de abril de 1833 se realizan elecciones fraudulentas en las que vencen los federales cismáticos. Por todo ello, los seguidores de Rosas, que ya había iniciado la Campaña al Desierto, protestan y los pocos que habían ganado una banca, renuncian a las mismas. El 20 de mayo de ese mismo año, se legaliza el triunfo irregular de los cismáticos. Y el 16 de junio vuelven a haber elecciones complementarias para cubrir las vacantes de los diputados rosistas renunciantes. Aquí empieza a jugar un rol fundamental Encarnación Ezcurra.

En las calles de Buenos Aires hay atentados todos los días, lo mismo que asesinatos. Se oyen gritos, amenazas y peleas con armas que parecen no tener fin. El gobernador González Balcarce decide entonces expulsar o dejar cesantes a todos aquellos federales considerados partidarios de Rosas. Tampoco les mandan partidas de dinero a los soldados que fueron con Rosas a luchar contra el salvaje, ni raciones de alimentos para los boroganos y los pampas de Azul, Tapalqué y Tandil, que eran tribus amigas de don Juan Manuel.

Mientras tanto, el Restaurador de las Leyes se entera de todos estos acontecimientos en el sur, por lo que decide encarar una estrategia para no perder influencia en el poder y para que no disminuya su prestigio popular. Promediando agosto de 1833, Encarnación Ezcurra es elegida por su esposo como operadora política de él en Buenos Aires, mientras que el general Facundo Quiroga lo será en el interior del país.

En carta del 1° de septiembre de 1833, Encarnación le escribe a Rosas: “Tus amigos, la mayoría de casaca [cismáticos o lomos negros], a quienes oigo y gradúo según lo que valen, tienen miedo”. Y en otra del 14 de septiembre, le dice: “Las masas están cada día más dispuestas y, lo estarán mejor, si tu círculo no fuese tan callado, pues hay quien tiene más miedo que vergüenza”. Esa era la decisión y el coraje en la hora suprema de la anarquía que demostraba doña Encarnación Ezcurra.

Ella, en su rol de operadora política rosista, manejará y movilizará a las capas populares y a los viejos colaboradores de Juan Manuel de Rosas en el alzamiento del 11 de octubre de 1833, más conocido como la Revolución de los Restauradores. Se dice que su hogar, en ese tiempo, parecía un comité por la cantidad de gente que lo frecuentaba. Desde los generales Ángel Pacheco y Agustín de Pinedo, pasando por los comisarios Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra, y comandantes y milicianos de escuadrones procedentes de Lobos, Monte, Cañuelas y Matanza.

Juan Ramón González Balcarce, totalmente debilitado por esta acción de los Restauradores o federales apostólicos, presenta la renuncia el 4 de noviembre de 1833. Unas semanas antes, el 17 de octubre, la “Heroína de la Federación” (Encarnación Ezcurra) le manda decir a Justo Villegas, jefe de los escuadrones de Lobos y Monte, que “todo va bien. Estos hombres malvados, en medio de su despecho, temen. La pronunciación del pueblo es unísona. Toda la población detesta a su opresor y no piensa sino irse a incorporar a los restauradores”.

Gobierno de Viamonte y alianzas extranjeras

En noviembre de 1833 asume el gobierno de la provincia de Buenos Aires Juan José Viamonte. Atenta como siempre, Encarnación Ezcurra presiente que aquí también se está en presencia de un hombre que favorece los designios del bando unitario exiliado en Montevideo. Un documento excepcional, que bien refleja su participación activa en los meses de ausencia de Rosas en Buenos Aires, es la carta que le hace llegar con fecha 4 de diciembre de 1833, donde describe puntillosa y magistralmente a cada uno de los federales de casaca (cismáticos) que se ubicaron alrededor del nuevo gobernador.

En dicha misiva le avisa a su esposo que Manuel José García, antiguo funcionario de Rivadavia y hasta entonces supuesto federal apostólico, era el padrino de los federales cismáticos o lomos negros. Que Luis Dorrego (el hermano del ex gobernador Manuel Dorrego) era cismático puro, y que su hermano Prudencio Ortiz de Rozas andaba frecuentando al gobernador Viamonte.

El clima tenso volvía a reaparecer sobre Buenos Aires en los últimos meses de 1833 y los primeros de 1834. Además, hay alianzas oscuras entre unitarios salvajes y gobiernos extranjeros que salen a la luz. Por ejemplo, el mariscal Andrés Santa Cruz, presidente de la Confederación Perú-Boliviana, andaba fogoneando la separación de Salta y Jujuy con la intención de anexarse a esta última a su país. Esta mutilación de nuestro territorio estaba siendo fomentada por los unitarios locales. Recuérdese que el gran aliado de Rosas, Juan Facundo Quiroga, muere asesinado en febrero de 1835 mientras se dirigía al norte del país en misión de paz, al darse a conocer una suerte de guerra civil desencadenada entre jujeños, salteños y tucumanos producto de aquella misma situación.

En el mismo sentido, se supo que desde enero de 1834 empezaron a haber maquinaciones europeas en conferencias de alto nivel, las cuales contaron con la asistencia del unitario Bernardino Rivadavia, una en París y otra en Madrid. Allí se hablaba de colocar un rey en Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia. Rivadavia estaba tras de estos fines desde 1830. No por nada, a principios de 1834 se anunciaba la llegada a Buenos Aires de Rivadavia.

Este plan era una carta que jugaban los unitarios para eliminar al partido federal de escena. Manuel Moreno, hermano del revolucionario Mariano y funcionario argentino en Londres, revela al gobierno de Viamonte los contactos oficiales habidos en Europa por medio del coordinador Bernardino Rivadavia. Manuel Moreno advierte que el plan comenzaría por ganarse la voluntad del caudillo federal Estanislao López (gobernador de Santa Fe) para que se tire contra Juan Manuel de Rosas y Facundo Quiroga. A su vez, se liberaría la navegación del Río Uruguay, y luego, una vez utilizados sus servicios, se asesinarían a López y, de no haberse hecho antes, a Rosas y Quiroga.

Rivadavia desembarca en Buenos Aires el 28 de abril de 1834, pero el gobernador Juan José Viamonte lo expulsa del país. El pueblo de la campaña lo repudiaba porque fue uno de los mentores del fusilamiento de Manuel Dorrego por Lavalle (diciembre de 1828).

¿Ideóloga de la Sociedad Popular Restauradora?

¿Y qué hay de doña Encarnación Ezcurra en todo esto? Ella tiene un aceitado sistema de espionaje e inteligencia en la ciudad portuaria, y está al tanto de todo lo que va sucediendo. Manda informes periódicos a su esposo, quien está próximo a volver de la Campaña al Desierto, y él le indica los pasos a seguir.

La debilidad del gobierno de Viamonte es notoria, pues no se decide a enfrentar con decisión a los unitarios que complotaban contra la patria y que se hallaban en cordial alianza con los poderes extranacionales. El unitarismo creía, asimismo, que era posible destruir la figura de Rosas si aprovechaban la falta de gobiernos fuertes, la debilidad en que se encontraban las autoridades y la indecisión de los federales para tomar cartas en el asunto.

Juan Manuel de Rosas termina la campaña al desierto el 25 de marzo de 1834, pero retrasa su arribo a Buenos Aires. Entonces, Encarnación Ezcurra le escribe el 14 de mayo de 1834: “A tus amigos les digo que deben trabajar con energía, destruyendo todo lo que parezca manejos de la logia o entronizamiento de unitarios…pues el país se debe salvar a toda costa… Tu posición es terrible: si tomas injerencia en la política es malo; si no, sucumbe el país por las infinitas aspiraciones que hay, y los poquísimos capaces de dar dirección a la nave de gobierno”. Es probable que el tenor de esta exigencia haya sido la que promovió la creación de la Sociedad Popular Restauradora, cuya fuerza de choque era la Mazorca.

Para 1834, la entidad nombrada era una realidad. La Sociedad Popular Restauradora estaba integrada por apellidos del patriciado argentino: Unzué, Goyena, Sáenz Valiente, Iraola, Argerich, Santa Coloma, Quirno, Victorica, etc., etc. En cambio, la Mazorca se componía de bolicheros, matanceros y quinteros, y tenían el propósito de ayudar al gobernador Viamonte en el cuidado del orden público.

Viamonte, no obstante, estaba agobiado por no poder frenar el accionar de la Sociedad Popular Restauradora y los mazorqueros. Incluso, llegó a juzgar que se estaba socavando y faltando el respeto a su autoridad. El 27 de junio de 1834 presenta la renuncia indeclinable. Lo sucede Manuel Vicente Maza; este gobernador bonaerense era un federal “de casaca” que tampoco pudo resolver la anarquía cada vez más acentuada en el país. El crimen del brigadier general Juan Facundo Quiroga, ocurrido el 16 de febrero de 1835, hizo que Maza renuncie a su cargo y le cediera el mando a Juan Manuel de Rosas, esta vez con el otorgamiento, mediante un plebiscito, de las facultades extraordinarias para gobernar de modo firme, decidido y viril.

Últimos tiempos de Encarnación Ezcurra

Poco se sabe de los últimos años de Encarnación Ezcurra. El retorno de su esposo al poder, acaso el objetivo anhelado desde finales de 1832, ya se había concretado, y ella se sabía merecedora de un respeto inexpugnable entre los federales netos. El renunciante Maza le escribe a Juan Manuel de Rosas: “Tu esposa es la heroína del siglo: disposición, valor, tesón y energía desplegadas en todos casos y en todas ocasiones; su ejemplo era bastante para electrizar y decidirse; mas si entonces tuvo una marcha expuesta, de hoy en adelante debe ser más circunspecta, esto es menos franca y familiar”. “A mi ver –sigue sugiriéndole Manuel Vicente Maza al Restaurador de las Leyes- sería conveniente que saliese de la ciudad por algún tiempo. Esto le traería los bienes de evadirse de compromisos, que si en unas circunstancias convenía cultivar, variadas éstas es mejor no perderlas, pero sí alejarlas”. A lo mejor era el momento adecuado para llamarse a silencio.

Solamente hay una pista firme que indica que desde noviembre de 1833 y hasta diciembre de 1834 Encarnación Ezcurra fue, al tiempo que, como expusimos, operadora política de Rosas, apoderada general de los bienes de Facundo Quiroga, dado que éste tenía por debilidad el juego y los naipes.

Apenas tres años después de la segunda llegada de Rosas a la gobernación de Buenos Aires, doña Encarnación Ezcurra muere. Era el 20 de octubre de 1838. Su cadáver fue encerrado en un lujoso ataúd, y conducido en larga procesión en la noche del 21 hasta la iglesia de San Francisco donde fue depositado. A su funeral asistieron diplomáticos de Gran Bretaña, Brasil, de la isla de Cerdeña y el encargado de negocios de los Estados Unidos. También estaban presentes todos los integrantes del Estado Mayor del Ejército de la Confederación Argentina, en el que figuraban los generales Guido, Agustín de Pinedo, Soler, Vidal, Benito Mariano Rolón y Lamadrid. El pueblo concurrió en un número no menor a las 25.000 personas.

Rosas mismo ordenó para la “Heroína de la Federación” funerales de capitán general. La Gaceta Mercantil del 29 de octubre de 1838 publicó, por este mismo motivo, que los ministros extranjeros izaron a media asta sus banderas. Las demás provincias argentinas hicieron análogas manifestaciones de duelo.

La Sociedad Popular Restauradora dispuso “cargar luto durante lo traiga nuestro ilustre Restaurador y conforme al que Él usa, que consiste en corbata negra, faja con moño negro en el brazo izquierdo, tres dedos de cinta negra en el sombrero, quedando en el mismo visible la divisa punzó”. Esta disposición perduró por durante 2 años más. En octubre de 1840, Juan Manuel de Rosas resolvió poner fin al duelo federal por su mujer.

Autor: Gabriel O. Turone

Bibliografía

Chávez, Fermín. “Iconografía de Rosas y de la Federación”, Tomo II, Editorial Oriente, Agosto de 1970.

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Genealogía. Revista del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, N°18, Buenos Aires 1979.

Ibarguren, Carlos. “Juan Manuel de Rosas. Su Vida, su Drama, su Tiempo”, Ediciones Theoría, Buenos Aires, Abril de 1972.

Röttjer, Aníbal Atilio. “Rosas. Prócer Argentino”, Ediciones Theoría, Buenos Aires, Septiembre de 1972.

Sáenz Quesada, María. “Encarnación y los Restauradores”, Revista Todo es Historia, N° 34, Febrero 1970.

Saldías, Adolfo. “Historia de la Confederación Argentina”, Tomo II, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1951.

www.revisionistas.com.ar

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Yapeyú, en las Misiones Jesuíticas

 Por Guillermo Furlong S.J. (1889-1974)

Entendemos por "misiones jesuíticas" las diversas agrupaciones de pueblos estables, poblados por indígenas y gobernados espiritualmente por religiosos de la Compañía de Jesús. Tales fueron, en el virreinato del Río de la Plata, las misiones de lules, tobas, abipones, mocobíes, serranos y pampas, guaycurúes, chiquitos y guaraníes. Las primeras misiones que entablaron los jesuitas entre los sanavirones, matarás y tonocotes, fueron iniciadas por los padres Francisco Angulo y Alonso Barzana, en 1585. Fueron intestables, igual que las primeras que pocos años después iniciaron en las regiones del Guayrá los padres Tomás Fiels y José Ortega.  En 1605 llegó procedente del Perú el Padre Diego de Torres, y dos años más tarde quedó fundada la Provincia Jesuítica del Paraguay. Hallándose en la Asunción, conferenció con el gobernador Hernandarias y con el obispo Lizárraga sobre los mejores medios de realizar la conquista espiritual, y, con el beneplácito de ambas autoridades, emprendió tres misiones: la de los guaycurúes, al noroeste de la Asunción; la de los guaraníes, al sur y la de los tapes, al noreste, en la región del Guayrá.
A fines de 1609, el Padre Torres distribuyó sus misioneros, destinando a los guaycurúes a los padres Vicente Grifi y Roque González de Santa Cruz; a los tapes, a los padres José Cataldino y Simón Massetta; a los guaraníes, a los padres Marcial Lorenzana y Francisco de San Martín. El Padre Grifi cayó enfermo y el beato González, después de pasar dos años entre los guaycurúes, se unió con los misioneros de los tapes, quienes, desde el primer momento, comenzaron a fundar pueblos estables.
Los dos misioneros de guaraníes se entrevistaron en diciembre de 1609 con el cacique Arapizandú, y por su intermedio conquistaron las voluntades de otros jefes aborígenes, de suerte que pronto se pusieron los fundamentos de futuras reducciones. Como ya los padres franciscanos operaban en algunas regiones vecinas, pasaron a verles los padres Lorenzana y San Martín. Fray Luis Bolaños los recibió con cariño, les satisfizo sus dudas y les ofreció los apuntes de la lengua guaraní que él había confeccionado.  Como a unas veinte leguas al oriente de las reducciones franciscanas, comenzaron los dos jesuitas las suyas. A principios de 1610 fundaron la reducción de San Ignacio Guazú. En compañía del Padre Diego de Beroa, recorrió después el beato González toda la región existente entre los ríos Paraná y Uruguay y, en 1615, fundaron ambos la reducción de Itapúa o Villa Encarnación. Al beato González se debe la fundación posterior de Concepción, San Nicolás, San Javier y los primeros contactos para crear la reducción de Yapeyú. Fue él también quien entre 1626 y 1628 entabló los pueblos de Candelaria de Gazapaminí, Asunción de Iyuí y de Todos los Santos de Caaró. En esta población murió, el 15 de noviembre de 1628. Mientras estos pueblos surgían al sur, otros se creaban en el Guayrá. En 1610 ya estaban en formación los pueblos de San Ignacio y Loreto, sobre el río Paranapanema, y pocos años después se fundaron los de San Javier de Tayatí, Encarnación de Nantinqui, San José de Tucutí, Concepción y San Pedro de Gualacos, Siete Ángeles de Tayaoba, Santo Tomás y Jesús María.
Las irrupciones de los paulistas, que aprisionaban a los indígenas para venderlos como esclavos, arruinaron estos pueblos. Por tal razón, a mediados del siglo XVII, se concentraron los pueblos tapes y guaraníes en una misma región, aunque naturalmente divididos en dos grupos, pues unos pertenecían al gobierno del Paraguay y otros al del Río de la Plata. Al primero le correspondían los pueblos de San Ignacio Guazú, San Cosme, Itapúa, Candelaria, Santa Ana, San Ignacio Miní, Corpus, Santa María de Fe y Santiago.
 Pertenecían a la jurisdicción de Buenos Aires: San José, San Carlos, San Javier, Mártires, Santa María, Apóstoles, Concepción, Santo Tomé, La Cruz, Yapeyú, San Nicolás y San Miguel.
Fundaron los jesuitas 48 pueblos en cuarenta y dos años, y si la mitad de ellos desaparecieron, no fue por incuria de los misioneros, sino por los frecuentes asaltos de los bandeirantes, provistos de armas de fuego. Durante la segunda mitad del siglo XVII fueron en aumento las reducciones de guaraníes. Sabemos que en 1682, y en jurisdicción de Buenos Aires, había 15 pueblos con 48.491 almas; en 1690 la población ascendió a 77.646 y en 1702, a 114.599 almas.
Yapeyú, o Nuestra Señora de los Reyes Magos de Yapeyú, fue fundación del padre Pedro Romero, en 1627, aunque el beato González había hablado antes con los indígenas de esta región sobre establecer aquí un pueblo. Nada sabemos de las formalidades de su comienzo, pero sí que fue fundada el 4 de febrero de ese año y que, a los pocos meses, visitó esta reducción el provincial Padre Durán Mastrilli, quien informaba: "esta reducción está a orillas del río Uruguay y sobre otro que entra en él, llamado Yapeyú, distante treinta leguas río abajo de Concepción y ciento del puerto de Buenos Aires. De esta reducción comienza propiamente, río arriba, la nación de los indios del Uruguay, que aunque sus tierras corren con el río hasta el de la Plata, están habitadas por los indios charrúas, yaros y otras naciones. Por eso juzgué siempre de suma importancia - agrega el P. Mastrilli- que ocupara la Compañía de Jesús este puesto, porque aseguraba, por suya, la conversión de toda esta provincia y del río Ibicuytí, que también es parte de ella, y nos hacíamos señores del paso para subir o bajar a Buenos Aires."
En lo referente a su población, fue Yapeyú un caso único, ya que el aumento de la misma fue constante, a lo menos desde 1711 hasta 1768. Para esa época la población estable era de unos 8.000 indígenas y la alimentación que llegó a producir no solamente sirvió a este pueblo, sino también para los otros 29 pueblos de esta provincia religiosa. Yapeyú llegó a ser el mercado ganadero más grande que jamás se ha visto en estas tierras.
La Estancia Grande de Yapeyú comprendía, al oriente del río Uruguay, los actuales departamentos de Artigas, Salto, Paysandú, Río Negro y Tacuarembó. La Estancia Chica, próxima al pueblo de Yapeyú, al oeste del Uruguay, se medía por 50 y 150 kilómetros. Allí había en 1768, propiedad del pueblo, 48.116 vacunos, mientras el ganado de la inmensa estancia uruguaya ascendía a 800.000 cabezas de animales.
Siendo Yapeyú el más grande centro ganadero rioplatense, no todos los animales se faenaban en esa reducción ni en sus cercanías, pues se llevaban a pie a las diversas otras reducciones. Sabemos que la zapatería fue una de las dos grandes industrias yapeyuanas, exportándose sus hechuras hasta Chile y Perú. La otra industria, con tremenda pujanza cultural, fue la fabricación de toda clase de instrumentos musicales: órganos, arpas, violines, trompas, cornetas y chirimías, los que también se exportaban a las otras reducciones y a las ciudades españolas del virreinato. El Padre Antonio Sepp, gran músico, fue quien dio el mayor impulso a la fabricación de los instrumentos. No bien arribó este jesuita a Buenos Aires, fue destinado precisamente a Yapeyú y a los dos años de su arribo pudo escribir: "este año de 1692 he formado a los siguientes futuros maestros de música: 6 trompetas, 3 buenos diorbodistas, 4 organistas, 30 tocadores de chirimías, 18 de cornetas, 10 de fagote. No avanzan tanto, como yo deseo, los 8 discantistas, aunque progresan a lo menos algo cada día."
Cuando en 1768 fueron desterrados los misioneros jesuitas, hallábanse las misiones en un período de prosperidad. Reemplazados por religiosos de diversas órdenes, ignorantes del idioma guaraní todos ellos y contrarios a la labor misionera algunos, no es de extrañar que en poco tiempo se perdiera toda la labor anterior. A la par de los religiosos, envió el gobernador Bucarelli toda una legión de administradores, lo cierto es que la población indígena decreció sensiblemente. Al salir los jesuitas había 88.864 almas; en el año 1801, solamente 42.885; en 1814, ya en época independiente, la población indígena de los 23 pueblos no pasaba de 21.000.
El gobernador Bucarelli, confió a Juan de San Martín, padre del futuro Libertador, la ocupación de la estancia Calera de las Vacas - después conocida por Calera de las Huérfanas- que dependía del colegio de Belén, de Buenos Aires, y estaba ubicada en el suroeste del Uruguay. El 13 de diciembre de 1774, el ilustre hijo de Cérvatos de la Cueza fue nombrado Teniente Gobernador del departamento de Yapeyú.

martes, 18 de marzo de 2014

Oración fúnebre en el sepelio de Hipólito Yrigoyen

Por Ricardo Rojas

Yo habría preferido no hablar ahora y perderme como uno más entre la muchedumbre, cuyo silencio de abismo y cuyo rumor de océano es superior, en casos tales, a todo empeño de elocuencia; pero traigo mandatos irrenunciables y he de saber cumplirlos con el laconismo forzoso de quien debe ceder la tribuna a tantos otros intérpretes de la emoción popular en la solemne ocasión que aquí nos congrega.
El azar ha querido que al morir Hipólito Yrigoyen me invistieran de su representación las diversas regiones del interior argentino, si como para hacer oír su voz en el ágora metropolitana del sepelio, buscaran el acorde de la patria común las varias tonadas de nuestro federalismo, que hallaron al fin en aquel gran caudillo porteño al forjador de la nueva unidad nacional, no como antes por pactos de Estados, sino por hermandad de corazones en la solidaria empresa de un mismo ideal político.
Digo esto porque me ha dado la misión de hablar en esta ceremonia la Universidad del Litoral, fundada para reunir a la juventud estudiosa de las tres provincias que baña el Paraná, y me la han dado también los radicales de Santiago, donde clarea entre la selva del centro, la más vieja ciudad argentina; y los de San Juan de Cuyo, donde al pie de los Andes está la casa de Sarmiento; y los de Jujuy, en la frontera del Norte, donde se custodia el estandarte que, al donarlo a Jujuy, Belgrano llamó “la bandera de nuestra libertad civil”.
Hay en esta simple enumeración de las gentes y lugares que envían por mi voz su mensaje, algo así como una visión total de la patria; panoramas de sus ríos, sus pampas y sus montes; evocación de las leyendas heroicas, milicia actual de la ciudadanía, presagios de la nueva esperanza y todo ello debe ser evocado en este momento para dar homenaje al ámbito espiritual que corresponde a su grandeza.
Porque no hemos venido aquí para llorar la inhumación de un anciano, sino para cantar la apoteosis de un patriarca. Estos son funerales de epopeya y todo aquí ha de tener el temple del prócer y de su pueblo. Si “la bandera de nuestra libertad civil” está enlutada, lo está por su muerte; pero también por la muerte de las libertades argentinas. Cese aquí el llanto, puesto que aún andamos, como antes andaba él, en la noble batalla.
Tampoco hemos venido aquí para argumentar el panegírico, ni para litigar con los que pretenden tasarle la fama en centímetros de necrología o en burocráticos distingos de honores. No se trata aquí de “honores”, sino de honor. Tramiten ellos su papelería, mientras él entra en la inmortalidad, que es el amor del pueblo a quien tanto sirvió. Han estado estos tres años mordiéndolo con saña para deshacerlo, y aún no saben que mordían un bronce.
Muchas veces en el curso de su larga existencia, lo coronó con sus palmas la victoria; pero faltábale a Yrigoyen la corona de zarzas del dolor injusto, y ésa llegó para su frente en la hora de la ancianidad, tornando más conmovedora su silueta de apóstol. Así ha entrado en la muerte, que para él es la inmortalidad, con su destino plenamente realizado. Y ahora, con más razón que antes, no podrá ser olvidado por la patria que amó.
Americano prototípico, amigo de la paz sentimental, asceta en la vida, rústico en el ensueño generoso, el secreto de la popularidad de Yrigoyen fue un sentimiento de amor, y éste era también el secreto de su gloria póstuma, que ya ha comenzado. Amó a la patria con un amor cristiano, y por eso la amó, no con símbolos ni abstracciones sino en la carne sufrida del pueblo.
Tal sentimiento, servido por un recio carácter y orientado por una certera intuición, explica las complejidades de su personalidad y el éxito de su empresa política. Por eso, ni el derrocamiento ni la calumnia pudieron vencerlo. Más alto que el odio y el poder, cerníase aquel ideal inmarcesible.
Este gran caudillo criollo –criollo cabal– ha prestado a la Argentina cosmopolita y mercantil de los últimos cuarenta años, un servicio de orden espiritual más valioso que dos presidencias, y es el de haber aglutinado en la Unión Cívica Radical a los argentinos de todas las regiones y de todas las clases, superando las desarmonías étnicas en una cohesión nacionalista, y soldando las generaciones nuevas en la tradición histórica de nuestra democracia.
Con ese galardón heroico ha entrado en la inmortalidad; y al trasponer el río de la muerte, que imaginaban los antiguos sobre la pradera de Asfódelos en que vagan los manes, se adelantarán los fundadores de la patria para recibirlo. El les dirá por qué la Argentina yace hoy cubierta de sombras; pero también les dirá que tras de su paso por la tierra nativa queda aquí un partido exultante de fervor religioso para continuar la hazaña de los fundadores.
Yo que no conocí a Yrigoyen en los tiempos de su fabuloso poderío, que no visité sus antesalas, que no recibí sus favores, que disentí con algunos de sus actos; yo que he dedicado mi vida al esclarecimiento de la argentinidad y que, inspirado por ella y por amor al pueblo despojado, ingresé en la milicia radical cuando sobrevino su caída, puedo decir a nuestros adversarios que no se engaña a un pueblo con gacetillas, porque los pueblos tienen una misteriosa manera de saber la verdad, y que no se defrauda la historia con decretos de honores, porque la historia rasga siempre las sombras del error, del interés o del odio contemporáneo, para decir a la posteridad: ¡Esto fue así!
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Ricardo Rojas, rector de la Universidad de Buenos Aires

El eternauta


El 4 de septiembre de 1957 la legendaria revista Hora Cero comenzó a publicar en entregas semanales durante dos años El Eternauta, la historieta más exitosa, famosa, gloriosa y espectacular que haya sido creada en la Argentina, que trascendió la ciencia ficción hasta convertirse en un verdadero ícono de la cultura nacional y en símbolo profético de nuestra historia reciente; y también en genial metáfora de nuestro tiempo, aleccionadora sobre los mecanismos de dominación y sobre la fuerza del espíritu de la solidaridad. El guionista Héctor Germán Oesterheld (1917-1977) escribió en el prólogo de su presentación: “El verdadero héroe de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir más íntimo: el único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo”.
La historieta, dibujada por Francisco Solano López (1928), comenzaba en una casita de Vicente López en la que cuatro amigos jugaban al truco, cuando de pronto empieza a nevar y todos los que eran tocados por esos extraños copos fluorescentes morían de inmediato. El encierro salvó a los amigos, que se contaron entre los escasos sobrevivientes. Como dijo Favalli, el profesor de física, “la ley de la civilización quedó sepultada bajo la nevada mortal”. Pero para sorpresa de todos, la catástrofe apenas resultó el anuncio de una invasión extraterrestre que buscaba someter al planeta. Juan Salvo, un hombre común, se convierte en jefe de la resistencia contra el poder infame y tecnológicamente superior de los Ellos -que nunca muestran su rostro- y sus terribles ejércitos: los cascarudos, los gurbos, los hombres-robot manejados por los Manos, a quienes le inyectan al nacer la glándula del miedo para asegurarse su fidelidad. La ciudad de Buenos Aires, con todos sus detalles reconocibles -la rotonda de la General Paz, las barrancas de Belgrano, el Monumental, Plaza Italia, la avenida Santa Fe, la Plaza Congreso donde se había instalado el comando invasor-, terminó siendo escenario de tremendos enfrentamientos que dejaban muertos y desaparecidos, como ocurriría realmente dos décadas más tarde. El lenguaje poético de la historieta fue una oda al coraje y a los valores humanos.

En los ‘70 Oesterheld (con el nombre de Germán) y sus cuatro hijas mujeres ingresaron en la organización armada Montoneros.
Hasta que volvió a nevar en Buenos Aires.
Primero fue su hija Beatriz en junio de 1976: quince días después de su desaparición, su cadáver fue entregado por la policía. Inmediatamente, el resto de los miembros de la familia se ocultaron, salvo Elsa, la madre. Un mes más tarde, en Tucumán, desapareció su hija Diana junto a su marido Raúl; para más, estaba embarazada de seis o siete meses. En un acto de condescendencia, el niño no fue asesinado sino ingresado en el Hospital de Niños; luego sería recuperado por los abuelos paternos. El 27 de abril de 1977, un año después de haber desaparecido la primera hija, en La Plata, cayó el padre, Héctor Germán Oesterheld. Tenía casi 60 años y lo llamaban “El viejo”. Hay numerosos testigos que declararon que lo vieron con un grupo de intelectuales en el campo de concentración conocido como Vesubio y más tarde en el denominado Sheraton. En diciembre de ese mismo año un grupo de tareas ingresó en la casa de su hija mayor Estela; la asesinaron junto a su marido, a quemarropa, delante de su hijo de tres años. Y al mismo tiempo su última hija, Marina, la más joven, embarazada en el octavo mes, fue “desaparecida”. Este otro nieto también sobrevive.
Se cree que Oesterheld murió en Mercedes, población bonaerense cercana a la capital porteña, el primer trimestre de 1978. Se supo de las torturas que hasta entonces había sufrido y de su firmeza frente a los represores. Aún llevaba un brazo en cabestrillo, como secuela de una fractura. Se asegura que al igual que El Eternauta, quien rechazaba sin vacilar las propuestas de los Ellos (”ustedes, hombres, tienen una sola esperanza de salvación: si no quieren la aniquilación total pueden entregarse voluntariamente y haremos de ustedes hombres robot”), el genial guionista también supo resistir con dignidad, el día que por fin los Ellos le mostraron su rostro verdadero.
Claro que todavía queda en pie la pregunta de Juan Salvo de 1957: “Cuando venga la reflexión y se den cuenta cabal de lo que ha sucedido, ¿cómo haré para mitigarles la pena?”.
H.G.O.

Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López

Curupaytí

Por Agenda de Reflexión
El 22 de septiembre de 1866, Bartolomé Mitre, general en jefe de la Triple Alianza, ordenó el asalto a la formidable posición fortificada enemiga de Curupaytí con 9.000 soldados argentinos y 8.000 brasileños, la flor y nata del ejército, el apoyo del cañoneo de la escuadra imperial y la cooperación de las fuerzas orientales de Venancio Flores. De toda la guerra del Paraguay ésta es la primera batalla planeada por Mitre y también la primera (y única) dirigida directamente por él; después sus panegiristas tendrán que esmerarse mucho para equiparar sus capacidades como político y escritor a sus aptitudes militares. El mariscal Francisco Solano López destinó a su mejor hombre de guerra, el general Díaz, vencedor de Estero Bellaco y Boquerón, que preparó en poco tiempo la defensa del campo, cortando árboles (abatíes) dispuestos por sus enormes raíces para dentro, ocultando unas 50 bocas de fuego.
La orden de ataque se había demorado por una torrencial lluvia de varios días que dejó el terreno convertido en un pantano. Lo cierto es que cuando se lanzaron los 17.000 aliados a la carga a bayoneta sobre las fortificaciones, en avance franco y a pecho descubierto, los cañones paraguayos ocultos entre los abatíes hicieron estragos. Los infantes chapoteando barro resultaron un blanco servido para el fuego a boca de jarro de los paraguayos que ellos no veían. Cuando inexplicablemente tarde se dio el toque de retirada, el campo de batalla hecho un fangal frente a Curupaytí quedó sembrado con 10.000 cadáveres argentinos y brasileños tendidos. Las bajas paraguayas fueron 92.
El emperador debió gestionar amistosamente que Mitre volviese a su país porque en las provincias del Oeste se habían levantado nuevamente las montoneras. Nunca se supo si la insinuación de la licencia fue nada más que por alejarlo de los campos de batalla. Porque efectivamente por los llanos de La Rioja se volvía a galopar como en los tiempos de Facundo o los más recientes del Chacho Peñaloza: Felipe Varela, el Quijote de los Andes, había enarbolado su proclama revolucionaria.
En la sangrienta batalla de Curupaytí el impacto de un casco de granada le destrozó la mano derecha a un ciudadano argentino alistado hacía unos meses como voluntario. Evacuado a Corrientes, la amenaza de la gangrena obligó a amputarle el brazo por encima del codo. Se trataba de un joven dibujante y cronista de 26 años, teniente segundo del ejército, que se llamaba Cándido López y, al igual que Macedonio Fernández, es tradición citarlo por su nombre de pila. Menos de un año después cumplió su promesa de enviarle al médico que le amputó el brazo un óleo suyo fruto de una prodigiosa reeducación de su mano izquierda. Alrededor de 1870 empieza a pintar con su única mano inhábil los óleos sobre la guerra del Paraguay -según los apuntes y bocetos a lápiz que había tomado in situ-, que han de ocuparlo casi por entero hasta su muerte y que lo convertirán en el artista americano más original del siglo XIX.
Cándido nace en Buenos Aires en 1840 y aquí estudia con Carlos Descalzo y Baidasarre Verazzi. Viaja y reside en varios pueblos del interior bonaerense trabajando en retratos al daguerrotipo hasta que se alista en San Nicolás en el ejército. Al volver de la guerra se casa en Buenos Aires con Emilia Magallanes, con quien tuvo doce hijos. Muere en 1902 y es enterrado en el Panteón de los Guerreros del Paraguay, de cuyo círculo fue socio fundador.
El “manco de Curupaytí” se automarginó del circuito de arte de su época y sus debates, y su estilo, tildado tantas veces de naïf, nada tuvo en común con los preceptos de moda entonces, ejemplificados en las obras de Blanes, Sívori y Schiaffino. Las imágenes bélicas de Cándido obvian por completo la construcción de próceres (tan cercana a la narrativa mitrista) para poner en escena héroes anónimos, cientos de personajes cuyas identidades no se amparan en ningún prohombre, sino por el contrario desnudan las huellas de otra batalla, individual, en la cual la materia primera fue su memoria sensible. La guerra de Cándido es, ante todo, un combate que ocurrió dentro de su cerebro, y sus recuerdos responden invariablemente a la cosa mentale que tanto propugnara Leonardo da Vinci y los conceptualistas del siglo XX.
También, en Curupaytí perdió la vida Dominguito, hijo adoptivo de Domingo F. Sarmiento. En 1944 se estrenó la película Su mejor alumno, dirigida por Lucas Demare, guión de Ulises Petit de Murat y Homero Manzi, y protagonizada por Enrique Muiño y Angel Magaña. Demare fue uno de los directores más importantes de la cinematografía nacional, un referente en la historia del cine, autor de La guerra gaucha, Pampa bárbara, El viejo Hucha, Los isleros, El último perro, Hijo de hombre y treinta títulos más. Según los especialistas y críticos, la escena de la batalla donde en actitud heroica Dominguito pierde la vida -con 5.000 extras- no fue superada en la historia del cine épico nacional.

La Reforma Universitaria

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En junio de 1918 irrumpió en la tradicional Universidad de Córdoba una protesta estudiantil que se extendió a las demás casas de altos estudios y que tuvo una notoria repercusión en otras naciones americanas. La Reforma Universitaria fue un detonante de gran magnitud intelectual cuyas esquirlas alcanzó al gobierno de Hipólito Yrigoyen, derrocó a la cúpula de la universidad mediterránea y destronó definitivamente un sistema de enseñanza superior en el que primaba el poder de decisión de una logia de profesores vinculada «fraternalmente» a «Corda Frates», una sociedad semi-secreta que imperaba en lo académico con el visto bueno de los jesuitas.
A grandes rasgos, la Reforma Universitaria del 18 propugnó:
* Autonomía universitaria, con el objeto de mantener la independencia ante regímenes de gobierno de cualquier signo.
* Gobierno universitario con participación de todos los sectores, profesores, estudiantes, personal no docente y graduados.
* Cátedras obtenidas en concursos periódicos y públicos de oposición.
* Libre asistencia a clases de acuerdo con el criterio de los estudiantes.
* Formación de centros únicos por facultad, con agremiación automática de los estudiantes. En el seno de estos centros pueden funcionar agrupaciones que en elecciones periódicas se disputan el gobierno de los mismos.
* En el campo político, la Reforma se definió como antiimperialista, antimilitarista, anticlerical y antioligárquica.
* El movimiento reformista levantó como bandera el ingreso irrestricto a la universidad, con igualdad de oportunidades para todos.
Esta primera reforma puede leerse como la antesala de la emergencia de grandes cambios sociales enmarcados en una etapa de transformaciones mundiales, resultado de la lucha imperialista de la primera guerra mundial. Asimiló procesos históricos anteriores, y con ello la mirada de lo latinoamericano, dado que esa chispa que se inició en la universidad de Córdoba, una de las más tradicionales y con mayor peso de la cúpula eclesiástica anquilosada, se generalizó en todas las universidades latinoamericanas y permitió que surgieran nuevos intelectuales orgánicos de ese proceso, como Mariátegui en Perú y Julio Mella en Cuba.
Hoy la Universidad necesita vivir una nueva reforma universitaria latinoamericana que profundice sus gritos de libertad de cátedra, de independencia y autonomía en lo teórico, que se expresan en la capacidad de desarrollar pensamiento propio, parados desde las necesidades y problemas emergentes de la nueva época.
La Universidad debe cumplir el rol de pensarse, de reconocerse en la historia de las luchas por mayor independencia y autonomía de la Nación, por ganar en capacidad de generar pensamiento propio y madurar siendo parte de un proyecto latinoamericanista. La nueva hora latinoamericana y universitaria requiere de la majestuosidad de las grandes hazañas y de las voluntades colectivas, enfrentando a los saqueadores de nuestras riquezas, y recuperando el valor por las epopeyas e ideas de grandeza como las plantearon San Martín y Bolívar.
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Hace noventa años se lanzó el siguiente manifiesto, atribuido al estudiante avanzado Deodoro Roca.
La Juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica [Manifiesto de Córdoba], 21 de junio de 1918
Hombres de una República libre, acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del
corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana.
La rebeldía estalla ahora en Córdoba y es violenta porque aquí los tiranos se habían ensoberbecido y era necesario borrar para siempre el recuerdo de los contrarrevolucionarios de Mayo. Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y —lo que es peor aún— el lugar donde todas las formas de tiranizar y de
insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la ciencia frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático.
Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus es para arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas naturales llevan a mediocrizar la enseñanza, y el ensanchamiento vital de organismos universitarios no es el fruto del desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria.
Nuestro régimen universitario —aún el más reciente— es anacrónico. Está fundado sobre una especie de derecho divino; el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en él muere. Mantiene un alejamiento olímpico. La federación universitaria de Córdoba se alza para luchar contra este régimen y entiende que en ello le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes. El concepto de autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro en un hogar de estudiantes universitarios no puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la sustancia misma de los
estudios. La autoridad, en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando.
Si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y por consiguiente infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden. Fundar la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de un reglamento o de un estatuto es, en todo caso, amparar un régimen
cuartelario, pero no una labor de ciencia. Mantener la actual relación de gobernantes a gobernados es agitar el fermento de futuros trastornos. Las almas de los jóvenes deben ser movidas por fuerzas espirituales. Los gastados resortes de la autoridad que emana de la fuerza no se avienen con lo que reclaman el sentimiento y el concepto
moderno de las universidades. El chasquido del látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silenciosa, que cabe en un instituto de ciencia es la del que escucha una verdad o la del que experimenta para crearla o comprobarla.
Por eso queremos arrancar de raíz en el organismo universitario el arcaico y bárbaro concepto de autoridad que en estas casas de estudio es un baluarte de absurda tiranía y sólo sirve para proteger criminalmente la falsa dignidad y la falsa competencia. Ahora advertimos que la reciente reforma, sinceramente liberal, aportada a la Universidad de Córdoba por el doctor José Nicolás Matienzo no ha inaugurado una democracia universitaria; ha sancionado el predominio de una casta de profesores. Los intereses creados en torno de los mediocres han encontrado en ella un inesperado apoyo. Se nos acusa ahora de insurrectos en nombre de un orden que no discutimos, pero que nada tiene que hacer con nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho a la insurrección. Entonces la única puerta que nos queda abierta a la esperanza es el destino heroico de la juventud. El sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención
espiritual de las juventudes americanas nuestra única recompensa, pues sabemos que nuestras verdades lo son —y dolorosas— de todo el continente. ¿Que en nuestro país una ley —se dice—, la ley de Avellaneda, se opone a nuestros anhelos? Pues a reformar la ley, que nuestra salud moral lo está exigiendo.
La juventud vive siempre en trance de heroísmo. Es desinteresada, es pura. No ha tenido tiempo aún de contaminarse. No se equivoca nunca en la elección de sus propios maestros. Ante los jóvenes no se hace mérito adulando o comprando. Hay que dejar que ellos mismos elijan sus maestros y directores, seguros de que el acierto ha de coronar sus determinaciones. En adelante, sólo podrán ser maestros en la
república universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de verdad, de belleza y de bien.
Los sucesos acaecidos recientemente en la Universidad de Córdoba, con motivo de la elección rectoral, aclaran singularmente nuestra razón en la manera de apreciar el conflicto universitario. La federación universitaria de Córdoba cree que debe hacer conocer al país y a América las circunstancias de orden moral y jurídico que invalidan el acto electoral verificado el 15 de junio. Al confesar los ideales y principios que mueven a la juventud en esta hora única de su vida, quiere referir los aspectos locales del conflicto y levantar bien alta la llama que está quemando el viejo reducto de la opresión clerical. En la Universidad Nacional de Córdoba y en esta ciudad no se han presenciado desórdenes; se ha contemplado y se contempla el nacimiento de una verdadera revolución que ha de agrupar bien pronto bajo su bandera a todos los hombres libres del continente. Referiremos los sucesos para que se vea cuánta razón nos asistía y cuánta vergüenza nos sacó a la cara la cobardía y la perfidia de los
reaccionarios. Los actos de violencia, de los cuales nos responsabilizamos íntegramente, se cumplían como en el ejercicio de puras ideas. Volteamos lo que representaba un alzamiento anacrónico y lo hicimos para poder levantar siquiera el corazón sobre esas ruinas. Aquéllos representan también la medida de nuestra indignación en presencia de la miseria moral, de la simulación y del engaño artero
que pretendía filtrarse con las apariencias de la legalidad. El sentido moral estaba obscurecido en las clases dirigentes por un fariseísmo tradicional y por una pavorosa indigencia de ideales.
El espectáculo que ofrecía la asamblea universitaria era repugnante. Grupos de amorales deseosos de captarse la buena voluntad del futuro rector exploraban los contornos en el primer escrutinio, para inclinarse luego al bando que parecía asegurar el triunfo, sin recordar la adhesión públicamente empeñada, el compromiso de honor
contraído por los intereses de la universidad. Otros —los más— en nombre del sentimiento religioso y bajo la advocación de la Compañía de Jesús, exhortaban a la traición y al pronunciamiento subalterno. (¡Curiosa religión que enseña a menospreciar el honor y deprimir la personalidad! ¡Religión para vencidos o para esclavos!). Se había obtenido una reforma liberal mediante el sacrificio heroico de una juventud. Se creía haber conquistado una garantía y de la garantía se apoderaban los únicos enemigos de la reforma. En la sombra los jesuitas habían preparado el triunfo de una profunda inmoralidad. Consentirla habría comportado otra traición. A la burla respondimos con la revolución. La mayoría representaba la suma de la represión, de la ignorancia y del vicio. Entonces dimos la única lección que cumplía y, espantamos para siempre la amenaza del dominio clerical.
La sanción moral es nuestra. El derecho también. Aquéllos pudieron obtener la sanción jurídica, empotrarse en la ley. No se lo permitimos. Antes de que la iniquidad fuera un acto jurídico, irrevocable y completo, nos apoderamos del salón de actos y arrojamos a la canalla, sólo entonces amedrentada, a la vera de los claustros. Que esto es cierto, lo patentiza el hecho de haber, a continuación, sesionado en el propio salón de actos la federación universitaria y de haber firmado mil estudiantes sobre el mismo pupitre rectoral, la declaración de huelga indefinida.
En efecto, los estatutos reformados disponen que la elección de rector terminará en una sola sesión, proclamándose inmediatamente el resultado, previa lectura de cada una de las boletas y aprobación del acta respectiva. Afirmamos, sin temor de ser rectificados, que las boletas no fueron leídas, que el acta no fue aprobada, que el rector no fue proclamado, y que, por consiguiente, para la ley, aún no existe rector de esta universidad.
La juventud universitaria de Córdoba afirma que jamás hizo cuestión de nombres ni de empleos. Se levantó contra un régimen administrativo, contra un método docente, contra un concepto de autoridad. Las funciones públicas se ejercitaban en beneficio de
determinadas camarillas. No se reformaban ni planes ni reglamentos por temor de que alguien en los cambios pudiera perder su empleo. La consigna de «hoy para ti, mañana para mí», corría de boca en boca y asumía la preeminencia de estatuto universitario. Los métodos docentes estaban viciados de un estrecho dogmatismo, contribuyendo a mantener a la universidad apartada de la ciencia y de las disciplinas
modernas. Las elecciones, encerradas en la repetición interminable de viejos textos, amparaban el espíritu de rutina y de sumisión. Los cuerpos universitarios, celosos guardianes de los dogmas, trataban de mantener en clausura a la juventud, creyendo que la conspiración del silencio puede ser ejercitada en contra de la ciencia. Fue entonces cuando la oscura universidad mediterránea cerró sus puertas a Ferri, a Ferrero, a Palacios y a otros, ante el temor de que fuera perturbada su plácida ignorancia. Hicimos entonces una santa revolución y el régimen cayó a nuestros golpes.
Creímos honradamente que nuestro esfuerzo había creado algo nuevo, que por lo menos la elevación de nuestros ideales merecía algún respeto. Asombrados, contemplamos entonces cómo se coaligaban para arrebatar nuestra conquista los más crudos reaccionarios.
No podemos dejar librada nuestra suerte a la tiranía de una secta religiosa, ni al juego de intereses egoístas. A ellos se nos quiere sacrificar. El que se titula rector de la Universidad de San Carlos ha dicho su primera palabra: «Prefiero antes de renunciar que quede el tendal de cadáveres de los estudiantes». Palabras llenas de piedad
y de amor, de respeto reverencioso a la disciplina; palabras dignas del jefe de una casa de altos estudios. No invoca ideales ni propósitos de acción cultural. Se siente custodiado por la fuerza y se alza soberbio y amenazador. ¡Armoniosa lección que acaba de dar a la juventud el primer ciudadano de una democracia universitaria! Recojamos la lección, compañeros de toda América; acaso tenga el sentido de un presagio glorioso, la virtud de un llamamiento a la lucha suprema por la libertad; ella nos muestra el verdadero carácter de la autoridad universitaria, tiránica y obcecada, que ve en cada petición un agravio y en cada pensamiento una semilla de rebelión.
La juventud ya no pide. Exige que se le reconozca el derecho a exteriorizar ese pensamiento propio en los cuerpos universitarios por medio de sus representantes. Está cansada de soportar a los tiranos. Si ha sido capaz de realizar una revolución en las conciencias, no puede desconocérsele la capacidad de intervenir en el gobierno de su propia casa.
La juventud universitaria de Córdoba, por intermedio de su federación, saluda a los compañeros de América toda y les incita a colaborar en la obra de libertad que inicia.
Enrique F. Barros, Horacio Valdés, Ismael C. Bordabehere, presidentes — Gumersindo Sayago — Alfredo Castellanos — Luis M. Méndez — Jorge L. Bazante — Ceferino Garzón Maceda — Julio Molina — Carlos Suárez Pinto — Emilio R. Biagosh — Angel J. Nigro — Natalio J. Saibene — Antonio Medina Allende — Ernesto Garzón
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La "Revolución Libertadora" 1955


Por Juan Domingo Perón
El día 16 de septiembre de 1955, a primera hora, se tuvo conocimiento de que en el interior se habían producido algunos levantamientos.
En Córdoba, habían secuestrado al Director de la Escuela de infantería durante la noche. La Escuela de Artillería sublevada había emplazado los cañones en la tarde anterior con el pretexto de un ejercicio del día siguiente y, con las primeras luces, había abierto el fuego contra el casino de oficiales donde dormían los jefes y oficiales de la Escuela de Infantería.
Esto había producido una gran confusión, repuestos de la cual, se combatía en los alrededores del cuartel de esta última unidad contra efectivos rebeldes de la Escuela Militar de Aviación.-
En Río Santiago, unidades de la Escuela Naval sublevada habían pretendido salir de la base y atacar la ciudad de Eva Perón siendo detenidos por la policía de Buenos Aires, pero permaneciendo en posición en el linde de la base.
En Curuzú Cuatiá (Corrientes), habíase producido un conato de sublevación en la Escuela de Blindados siendo sofocada y dominada inmediatamente.
En Puerto Belgrano, base naval de Bahía Blanca, no había novedad, aunque se supo que la Aviación Naval estaba en movimiento.
La escuadra efectuaba ejercicios en la zona sud de la República (Golfo Nuevo, Chubut) y no se tenía noticias sobre su actitud. En la Capital federal como en las demás guarniciones militares la situación era tranquila.
Desde las primeras horas del día 16 permanecimos en el Comando en jefe de las fuerzas de represión en el edificio del Ministerio de Ejército, con el Ministro Lucero, el Comandante en Jefe del Ejército, General José Domingo Molina y el jefe de operaciones General Ymaz ( este nombre lo hallaremos más adelante).
Tanto el Ministro de Ejército como el Comandante en Jefe eran de opinión que se trataba de una acción descabellada que sería conjurada en pocas horas, pues fracaso el intento de Curuzú Cuatiá se luchaba en Río Santiago y en Córdoba en buenas condiciones, la concurrencia de otras tropas hacia esos focos, aseguraba el éxito para los días siguientes.
El día 17 de septiembre, la situación general era absolutamente favorable, si bien continuaba la lucha en Córdoba, en Río Santiago se había detenido. Durante ese día se tuvo noticia que la escuadra se había puesto en marcha saliendo de Puerto Madryn hacia el norte. La observación aérea era imposible debido a las condiciones climáticas.
Ya ese día se conoció también que en Puerto Belgrano (Bahía Blanca) se habían producido disturbios entre fuerzas de marinería y la población civil. En la base de submarinos de Mar del Plata se mantenía el orden y era leal al gobierno.
El día 18 a la noche la situación era clara para el comando de represión y lanzadas las unidades concéntricamente hacia los focos de la rebelión, no quedaba más que esperar su llegada para someter a los rebeldes. La enorme superioridad de fuerzas no deja dudas sobre el resultado. Este mismo día se tuvo conocimiento de la defección de los Destacamentos de Montaña de Mendoza y San Juan, pero ello se reduce a que sus jefes se han negado a marchar sobre Córdoba.
En Río Santiago la intervención de la Aviación de Bombardeo ha despejado la situación. La Escuela Naval derrotada por la policía de Buenos Aires y el Regimiento 7 de Infantería, se ha embarcado en un aviso y unos lanchones y ha huido. Allí no hay enemigo.
En Bahía Blanca, las Fuerzas de Infantería de Marina han ocupado la ciudad, pero avanzan hacia allí las fuerzas de la represión, muy obstaculizadas por las fuertes lluvias y hostigadas por la aviación rebelde. Sin embargo, todo es cuestión de tiempo.
La escuadra, según las noticias que se tienen, ha bombardeado la ciudad de Bahía Blanca, destruido las plantas compresoras de gas, las usinas y parte de la población. La ciudad está sin agua, sin gas y sin luz.
La ciudad de Mar del Plata también ha sufrido los efectos del bombardeo intenso de la escuadra y de la aviación rebelde.
El día 18 de septiembre a la noche la escuadra sublevada amenaza con el bombardeo a la ciudad de Buenos Aires y la destilería Eva Perón. Lo primero de una monstruosidad sin precedentes, y lo segundo, la destrucción de diez años de trabajo y la pérdida de cuatrocientos millones de dólares.
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La situación militar era ampliamente favorable, pues desplegadas las fuerzas solo era cuestión de tiempo y de lucha para someter a los focos rebeldes de Córdoba y Bahía Blanca. En la Capital Federal quedaban aún sin emplear la primera división de ejército motorizada, las fuerzas blindadas de Campo de Mayo, el Batallón Buenos Aires y, muchas otras fuerzas absolutamente leales.
Sin embargo me preocupaba la amenaza de bombardeo a la población civil en la que seguramente perderían la vida miles de inocentes que nada tenían que ver con la contienda. Ya había Buenos Aires presenciado la masacre del 16 de junio de 1955, cuando la aviación naval bombardeó la Plaza de Mayo y ametralló las calles atestadas de gente, matando o hiriendo a mansalva al pueblo indefenso. Era de pensar lo que ocurriría en un bombardeo indiscriminado, sobre una ciudad abierta, sometida a la acción combinada de los cañones navales y las bombas aéreas. Las condiciones climáticas eran desfavorables para toda acción defensiva, pues la intensa lluvia hacía imposible toda exploración y acción sobre los barcos.
Me preocupaba también la destrucción de la destilería de petróleo de Eva Perón, una obra de extraordinario valor para la economía nacional y que yo la consideraba como un hijo mío. Yo había puesto el primer ladrillo hacía casi nueve años y yo la había puesto en funcionamiento. Es indudable que, para los demás, no podía tener el mismo valor que para mí.
Influenciaba también mi espíritu la idea de una posible guerra civil de amplia destrucción y recordaba el panorama de una pobre España devastada que presencié en 1939. Muchos me aconsejaron abrir los arsenales y entregar armas y municiones a los obreros que estaban ansiosos de empuñarlas, pero eso hubiera representado una masacre y, probablemente, la destrucción de medio Buenos Aires. Esas cosas uno sabe cómo comienzan pero no en que terminan.
Siempre he pensado que la misión de un gobernante es la custodia de la nación misma. Su objetivo deberá ser siempre el bien de la Patria. Todos los demás objetivos son secundarios frente a éste. Se trataba entonces de elegir la resolución que mejor conformara a ese principio.
En nuestra doctrina habíamos establecido claramente que la escala de valores justicialista era: primero, la Patria; luego, el movimiento y después los hombres. Se trataba simplemente de cumplirlo.
Algunos generales y jefes amigos y leales, se empeñaron en convencerme para que continuara la lucha que, desde el punto de vista militar, era ampliamente favorable. Recuerdo que uno me dijo: “si yo fuera el presidente, continuaba”. “Yo también si fuera el general continuaría”, le contesté.
Otros ensayaron persuadirme con el argumento de salvar la Constitución y la ley afirmando el principio de su acatamiento. Argumento justo pero sofistico. La ley, la Constitución son para la República y no éstas para aquellas. Nada hay superior a la Nación misma. Lo que hay que salvar siempre es el país. Lo demás es secundario frente a él.
Después de una madura reflexión llamé al Ministro de Ejército, General Franklin Lucero, jefe de las fuerzas de represión, y le dije: “Estos bárbaros ya sabemos que no tendrán escrúpulos para hacerlo. Es menester evitar la masacre y la destrucción. Yo no deseo ser factor para que un salvajismo semejante se desate s0obre la ciudad inocente, y sobre las obras que tanto nos han costado levantar. Para sentir esto es necesario saber construir. Los parásitos difícilmente aman la obra de los demás”.
Es indudable que para resolver este difícil momento de la situación debí recurrir a mis últimas energías, pues era más fácil para mí dejar hacer a mis comandos, que oponerme a sus inclinaciones de lucha y a las mías propias. Ya una vez me había encontrado en situación similar, siendo Ministro de Guerra en 1945. En esa ocasión resolví lo mismo: renunciar. Los hechos posteriores me dieron la razón y los mismos camaradas que entonces me instaban a pelear debieron reconocer mi acierto. Espero que en esta ocasión suceda lo mismo. En ese concepto procedí a hacer efectiva mi resolución con la siguiente comunicación:
Nota pasada al Señor Ministro de Ejército, General de División Don Franklin Lucero, en su carácter de Jefe de las fuerzas de represión
Buenos Aires, 18 de septiembre de 1955.-
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Hemos llegado a los actuales acontecimientos guiados sólo por el cumplimiento del deber. Hemos tratado por todos los medios de respetar y hacer respetar la Constitución y la ley. Hemos servido y obedecido sólo los intereses del Pueblo y su voluntad.
Sin embargo, ni la Constitución ni la ley, pueden ser superiores a la Nación misma y sus sagrados intereses.
Si hemos enfrentado la lucha ha sido en contra de nuestra voluntad y obligados ‘por la reacción que la preparó y la desencadenó.
La responsabilidad cae exclusivamente sobre ellos deque que nosotros hemos cumplido el mandato de nuestro irrenunciable deber.
Hace pocos días intenté alejarme del Gobierno si ello era una solución para los actuales problemas políticos. Las circunstancias públicamente conocidas me lo impidieron, aunque sigo pensando e insisto en mi actitud de ofrecer esta solución.
La Decisión del Vice-Presidente y legisladores de seguir mi decisión con las suyas impide en cierta manera la solución constitucional directa. Por otra parte, pienso que es menester una intervención un tanto desapasionada y ecuánime para encarar el problema y resolverlo.
No existe un hombre en el país con suficiente predicamento para lograrlo, lo que me impulsa a pensar en que lo realice una institución que ha sido, es y será una garantía de honradez y patriotismo: el ejército.
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El ejército puede hacerse cargo de la situación, el orden y el gobierno, para construir una pacificación entre los argentinos, empleando para ello la forma más adecuada y más ecuánime.
Creo que ello se impone para defender los intereses superiores de la Nación. Estoy persuadido que el Pueblo y el Ejército aplastarán el levantamiento pero el precio será demasiado cruento y perjudicial para sus intereses permanentes.
Yo, que amo profundamente al Pueblo, sufro un tremendo desgarramiento en mi alma presenciando su lucha y su martirio. No quisiera morir sin hacer el último intento por su tranquilidad y felicidad.
Si mi espíritu de luchador me impulsa a la pelea, mi patriotismo y mi honradez ciudadana me inclinan a todo renunciamiento personal en holocausto a la Patria y al Pueblo.
Ante la amenaza de bombardeos a los bienes inestimables de la Nación y sus poblaciones inocentes, creo que nadie puede dejar de deponer otros intereses y pasiones.
Creo firmemente que esta debe ser mi conducta y no trepido en seguir ese camino. La historia dirá si había razón para hacerlo.
Juan Perón
Inmediatamente la remití al General Lucero quien la leyó por radio y la entregó a publicidad.
El día 19 de septiembre, de acuerdo con el contenido de la nota, el Ministro Lucero formó una junta de generales, encargándoles discutir con los rebeldes la forma de evitar la masacre y la destrucción, para lo cual, si ello era una solución, el Presidente ofrecía su retiro.
La Junta de Generales se reunió el día 19 de septiembre en una larga sesión, interpretando que la nota presidencial era su renuncia. Llamaron a algunos auditores y les solicitaron dictamen al respecto. Según me informaron luego, alguno de ellos interpretó que se trataba de una renuncia y la Junta intentó constituirse en gobierno y hasta expidió un decreto.
Al enterarme de semejante cosa llamé a la Presidencia a los generales de la Junta, el mismo día 19 en la noche, y les aclaré que la nota no era una renuncia sino un ofrecimiento que ellos podían usar en las negociaciones. Les aclaré que si fuera una renuncia estaría dirigida al Congreso de la Nación y no al Ministro de Ejército, que era un Secretario de Estado. Les reafirmé asimismo que el Presidente Constitucional lo era hasta tanto el Congreso le aceptara su renuncia, en caso de presentarla.
La misión de la Junta de Generales era sólo negociadora. Tratándose de un problema de las fuerzas, nadie mejor que ellos para considerarlo y resolverlo ya que, si se tratara de un asunto de opinión, yo lo resolvería en cinco minutos. Los generales aceptaron y salieron de la Presidencia dispuestos a cumplir su misión. Algunos de ellos me merecían confianza.
Llegados los generales al Comando de Ejército, según he sabido después, tuvieron una reunión tumultuosa en la que la opinión de los débiles e indecisos fue dominada por los que ya estaban inclinados a defeccionar por conveniencia.
Supimos luego que el Comando en Jefe del Ejército de represión, estaba dominado por enemigos. Su propio jefe de operaciones, el general Ymaz, fue nombrado jefe de las Fuerzas Motorizadas de Campo de Mayo por los rebeldes, inmediatamente después de la revolución.
Esa misma madrugada del 20 de septiembre fue llamado al Comando en Jefe mi ayudante, mayor Gustavo Renner, a quien el general Manni le comunicó en nombre de los demás que la junta constituída en gobierno había aceptado la renuncia (que no había presentado) y que debía abandonar el país.
La revolución quedaba con el país en sus manos. Me temo que no sepa que hacer con él. Los días dirán que una dictadura militar más se ha producido; los meses mostrarán un nuevo fracaso de este gobierno enemigo del Pueblo y los años condenarán la ambición, la incapacidad y la deshonestidad de un grupo de hombres de armas que no supo cumplir con su deber y que produjo tremendos males en el país”.
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Juan Domingo Perón, La fuerza es el derecho de las bestias (fragmento), Panamá, 1956

Testigos del 17 de Octubre de 1945

Algunos testigos de la jornada histórica del 17 de octubre de 1945 la cuentan así:
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“Fue un Fuenteovejuna: nadie y todos lo hicieron. Se llenó la plaza, en una especie de fiesta, de columnas que recorrían la ciudad sin romper una vidriera y cuyo pecado más grande fue lavarse «las patas» en las fuentes porque habían caminado quince, veinte o treinta kilómetros” [Arturo Jauretche]
“A caballo unos, en bicicleta o camiones otros, a pie los más, aquella muchedumbre abigarrada marchaba como un sonámbulo invulnerable.
“La Argentina de los campos vacíos, siempre iguales a sí mismos, estaba paralizada. Todo el país había concentrado la energía del trabajo cotidiano en una gigantesca huelga general. Los obreros de los frigoríficos, del petróleo, del caucho, los portuarios, de la construcción, habían cruzado sus brazos sobre el pecho. Los trenes, inmóviles como largos animales dormidos, exhibían en la protesta desoladora y terrible de su mudez, esa voluntad nacional de un pueblo más tensa que los poderes entumecedores de una historia construida con millones de seres aplastados y levantada sobre un siglo de infamia. «¡Libertad para Perón! ¡Perón sí, otro no! ¡Muerte a los traidores!», se leía en los vagones ferroviarios. Desde Córdoba, Tucumán, San Juan, Mendoza, Jujuy, los parias anuales de las cosechas, los criollos a precios módicos, descendían en marejadas sombrías a la ciudad puerto como símbolos eternos de un pueblo eterno” [Juan José Hernández Arregui]
“El sol caía a plomo sobre la Plaza de Mayo, cuando inesperadamente enormes columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su traje de fajina, porque acudían directamente de sus fábricas y talleres. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos de breas, grasas y aceites. Llegaban cantando y vociferando, unidos en una sola fe. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir. Los rastros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. Descendiente de meridionales europeos, iba junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún.
“Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe, iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, el mecánico de automóviles, la hilandera y el empleado de comercio. Era el subsuelo de la patria sublevado” [Raúl Scalabrini Ortiz]
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