Por Federico Ibarguren
¿Paz en la tierra? Histéricamente
diríase una utopía pocas veces realizada; ni siquiera en beneficio de "los
hombres de buena voluntad": promesa angélica repetida cada domingo en el
canto del “Gloria in excelsis Deo” de
nuestra Misa. De consiguiente, en este amargo "valle de lágrimas", la
paz se nos mezquina y sólo es un medio incompleto para lograr cierto grado de
bienestar humano en determinadas épocas y nada más. La paz es, así, un lujo caro, mundano. Supone prosperidad y
riqueza en los pueblos que se ufanan de ella; y son los menos. No debe ser
considerada en si misma, por tanto, como valor absoluto que soluciona todos los
conflictos o problemas político-sociales
de una humanidad agnóstica, descreída. No. Inalcanzable casi siempre en este
controvertido mundo "subdesarrollado" en que vivimos, Dios nos pone a
prueba todos los días, habida cuenta de la imperfecta condición de pecadores
que cargamos, castigándonos a menudo con.....la
guerra. ¡Castigo ejemplar! Para que por la victoria conquistemos
aunque sea una precaria paz entre mortales, de duración efímera, por cierto. Con
sacrificios, sí. Jugándonos la vida siempre.
Porque la verdadera paz no se da fácilmente
en la humana convivencia de este planeta, a partir con seguridad -para ser
exactos- de Adán y Eva. Acaso la consigamos al fin pero mediante la Gracia de
Dios y allá Arriba (en el Cielo): superando la muerte física. Aquí» abajo no, aún cuando en ocasiones obtengamos algunas treguas pasajeras. Pues reina soberano
entre los mortales el PRINCIPE DE ESTE MUNDO así llamado reiteradas veces en
los Evangelios por Nuestro Señor Jesucristo. Y contra el Maligno estamos todos los cristianos obligados a
luchar ascéticamente y a no bajar nunca la guardia. Guerreando sin descanso. No
negociando jamás con el Diablo –a lo Fausto- ni vendiéndole por anticipado
nuestra alma al bajo precio de no disparar un solo tiro frente al agresor, por
cuidar ante los poderosos –haciendo buena letra- nuestra “imagen”
internacional(?). Y los poderosos —se sabe— pisotean, en su provecho exclusivo,
el natural patriotismo de las naciones.
Mientras Satán exista, en consecuencia (dogma
teologal puro), habrá "guerra y
rumor de guerras" entre los hombres, como nos lo enseña la Sagrada
Escritura que es de aplicación actual y para todos los tiempos. "Arcángel San Miguel defiéndenos en la
batalla —reza la última oración del Ordinario de la Misa de San Pío V—: se nuestro amparo contra la perversidad y
acechanzas del demonio.....".
Pero entendámoslo bien: guerras LEGITIMAS,
de supervivencia, deberán ser las
nuestras. Guerras AUTODEFENSIVAS y JUSTAS, nunca imperialistas por principio. A
saber: cuando exista un inminente peligro que comprometa la Fe de nuestro
pueblo o se pretenda conculcar los derechos inalienables que siempre poseyó la
Nación con referencia a mantener su integridad espiritual, moral... Y también territorial y marítima.
¿Por qué no? Negarse a portar las armas para guerrear en los casos señalados;
ya sea por la libertad amenazaba de la Iglesia Católica en nuestro suelo o
contra el avasallamiento de la soberanía
y bien común de la Patria en peligro, importa grave apostasía o traición
cobarde.
Todo "pacifismo" a ultranza
sostenido como dogma en política, esconde, las más de las veces, una claudicación
casi siempre inconfesada. Ante un enemigo que no es "pacifista",
significa ni más ni menos la rendición incondicional sin siquiera ofrecer batalla.
Indudable pecado de omisión éste, en el orden individual; pero gravísimo PECADO
MORTAL si el "pacifismo se vuelve doctrina en los gobernantes. Bien lo
dijo Papini, cuando con verdad sentenció: “El hombre está hecho de tal modo,
que la guerra demasiado larga lo embrutece, pero LA PAZ A TODA COSTA LO PUDRE”.
El “Pacifismo” es derrota, hoy lo sabemos. El
“pacifismo” es decadencia. No fueron “pacifistas” ni mucho menos Liniers en
1806-1807 y Cornelio Saavedra en 1810. Ni lo podía ser San Martin en 1816-1820.
No fueron “pacifistas” los heroicos 33 Orientales en 1825 –dignos herederos de
Artigas- peleando contra el poderoso Imperio del Brasil; tampoco lo fue Rosas
al ser agredido por Francia e Inglaterra unidas, en 1838-1845. Ni Juan Lavalle,
ni Paz, ni Facundo Quiroga al dirimir las rivalidades políticas de su tiempo.
En aquella gloriosa epopeya por nuestra Independencia Nacional y luchas civiles
subsiguientes, a los criollos de ley —prescindiendo de las distintas ideologías
que los separaban: buenas o malas—, la actual mentalidad pacifista todavía no
los había castrado con el remanido pretexto izquierdista de la "democracia” y los "derechos humanos". En ningún
momento practicó el ''pacifismo" ni el "diálogo constructivo” -como
se dice ahora aquí—, el ponderado General Bartolomé Mitre después de Pavón; y
mucho menos ante el Paraguay en 1865. Ni lo hicieron en instante alguno Urquiza
y el energúmeno de Sarmiento con sus adversarios políticos o meramente
ideológicos. ¡Qué esperanza! Mal o bien, así se hizo históricamente (entre cruentas
victorias y derrotas) la Patria que nos vio nacer.
No fueron “pacifistas”
—entonces- nuestros tan admirados próceres Rioplatense del siglo pasado,
anteriores al famoso "no te metas"
típico de la partidocracia demo-liberal cuya pronta restauración hoy se procura.
De haberlo sido, la Republica Argentina estaría balcanizada en veinte o más republiquetas
anarquizadas ("pluralismo" democrático mediante). Y en la actualidad,
solo las apátridas masas consumidoras: turbamulta cosmopolita de la metrópoli
porteña transformada en próspera factoría mercantil, gobernada incluso por
extranjeros; sólo ellas lograrían el pleno "consenso”
—el aplauso— de la UN, de la OEA y de la "Trilateral Comission”.
¡Paz, paz, paz a toda costa! ¡Dólares y
bienestar son las dos oficiales del momento! ¿A eso hemos llegado? "Cuando
un pueblo manifiesta ese horror civilizador por la sangre –es una cita del gran
Donoso Cortés, repudiando el “pacifismo” masónico de los liberales españoles en
1849-; luego al punto recibe el castigo de su culpa; Dios muda su sexo, le
despoja del signo público de la virilidad, le con vierte en pueblo hembra y le
envía conquistadores para que le quiten la honra”.
Y concluyo reproduciendo en epitome este
profético pació de Oswald Spengler publicado en la Europa de 1936, pocos meses
antes de su muerte: “Las razas fuertes e inexhaustas
no son “pacifistas”. Seria renunciar al futuro porque el ideal "pacifista"
significa una condición final que contradice un hecho de la vida. Mientras haya
desarrollo humano, habrá guerras. Pero si los pueblos blancos llegaran a
cansarse de la guerra en tal forma que sus gobiernos no pudieran en ninguna
circunstancia persuadirlos a que fuesen a ella, entonces el mundo sería presa
de las razas de color, como el Imperio Romano se convirtió en presa de los
germanos. El "pacifismo" significa abandonar el poder a los no
pacifistas natos (entre los cuales había siempre también hombres blancos), a
los aventureros, los conquistadores, los Herrenmenschen, que siempre encuentran
partidarios en cuanto logran el éxito. Si estallara hoy en Asia la gran revolución
contra las razas blancas, muchos hombres
blancos se unirán a sus filas porque están cansados de la vida pacífica. El
"pacifismo” seguirá siendo UN IDEAL y la guerra UN HECHO: y si los pueblos
blancos están decididos a no hacer más guerras; las razas de color las harán y
se convertirán en las dueñas del mundo”.
Si
queremos paz preparémonos para la guerra (sentencia un conocido proverbio
latino olvidado).
"Todos los que
militáis
Debajo de esta
bandera
Ya no durmáis no duermas
"Que no hay paz
sobre la tierra"
Que el Anticristo –es muy probable- necesitará de un
clima “pacifista” total (mediante la irresistible prédica de los medios masivos
de comunicación de hoy existen) para reinar sin reacción
legitima alguna, en la más absoluta impunidad corruptora. A este respecto, el
glorioso pensador francés Charles Pegüy (muerto por la patria guerreando) hace
decir a Juana de Arco en su “Mystere de la Charite de Jeanne D´Arc" -obra teatral paradójica escrita a
principios de este siglo- lo siguiente: “Siempre
es lo mismo, la partida no es igual. La guerra hace la guerra a la paz. Y la
paz, naturalmente, no hace la guerra a la guerra. La paz, deja la paz a merced
de la guerra. La paz es muerta por la guerra. Y la guerra nunca lo es por la
paz. Puesto que aquella no ha sido matada por la paz de Dios, por la paz de
Jesucristo, ¿cómo se matará la guerra por la paz de los hombres? ¿Por una paz
de hombre? A lo que Hauviette –compañera
inseparable de la heroína protagonista del drama- le responde sensatamente a Juana con este
estupendo razonamiento ANTIPACIFISTA: “Tienes
razón… Lo mejor, si se pudiera, sería notar la guerra como tú dices. Pero para
matar la guerra es necesario hacer la guerra; para matar la guerra hace falta
un jefe de guerra…”. Y todo jefe de guerra debe reunir, a juicio de Pegüy —"para matar la guerra" precisamente-
estas tres condiciones previas que dan importancia trascendental a su acción
represiva: la de ser buen CRISTIANO, buen MILITAR y buen PATRIOTA (como lo fue
en grado eminente la extraordinaria Santa Juana de Arco en la Francia de su
tiempo, invadida por los ingleses). No lo olvidemos nunca: “Una buena guerra —la irrefutable frase de Chesterton- es mejor que una
mala paz”. Ciertamente: la “buena guerra” a la larga o a la corta nos
conducirá a la ansiada victoria final (o sea: a la buena paz); mientras que una
“mala paz” desemboca siempre en fatales derrotas humillantes.
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