Rosas

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viernes, 31 de enero de 2014

María Eva Duarte

María Eva Duarte nació el 7 de mayo de 1919 en Los Toldos, provincia de Buenos Aires, hija ilegítima de una cocinera. Siendo actriz de la radio y del cine, conoció al coronel Juan Domingo Perón en 1944 durante la campaña de solidaridad popular por el terremoto de San Juan. Días después de la histórica jornada del 17 de octubre de 1945 se casó con él.
A través de la obra fenomenal de la Fundación Eva Perón llegó con urgencia a los sectores más desprotegidos, hasta encarnar en realidad esa frase suya: “Ahí donde hay una necesidad, ahí hay un derecho”. Incorporó plenamente a la mujer a la vida política argentina. Por eso pronto el pueblo la adoptó en su corazón y la convirtió en la abanderada de los humildes, de los trabajadores, de las mujeres, de los grasitas y descamisados.
Renunció a la candidatura a vicepresidente para la que había sido proclamada en un conmovedor cabildo abierto. Falleció de un cáncer a los 33 años el 26 de julio de 1952. Entonces se la designó Jefa espiritual de la nación.
Evita, santa y mártir, vive eternamente en el alma de su pueblo.
Aunque se trata de tres textos ya publicados por la Agenda de Reflexión en sus primeros envíos, nos permitimos reiterarlos por su notable actualidad, paradojal vigencia y renovada oportunidad.
Eva Perón: Por qué soy peronista (fragmentos)
[...] Soy peronista por conciencia nacional, por procedencia popular, por convicción personal y por apasionada solidaridad y gratitud a mi pueblo, vivificado y actuante otra vez por el renacimiento de sus valores espirituales y la capacidad realizadora de su jefe, el general Perón. Mi dignidad de argentina y mi conciencia de ciudadana se sublevó ante una patria vendida, vilipendiada, mendicante ante los mercaderes del templo de las soberanías y entregada año tras año, gobierno tras gobierno, a los apetitos foráneos del capitalismo sin patria y sin bandera.

Mi solidaridad con el pueblo, cuya callada epopeya he sentido en mi carne y he sufrido en mi sensibilidad, reafirma mi peronismo. Porque he vivido los problemas del movimiento, su difícil gestación, su desenvolvimiento y la victoria final de la revolución, y porque he pulsado el amor apasionado que el general Perón alienta por su pueblo y por sus vanguardias descamisadas, es que me he convertido en humilde abanderada de esta causa del pueblo, un soldado con una fe inquebrantable en el éxito y con un deseo irrefrenable de quemar mi vida para alumbrar el camino de la liberación popular.
[...] Soy peronista, en fin, por convicción y por sentimiento, por confianza en la bondad y en los esfuerzos de los descamisados, en esta lucha por la total independencia económica de la patria, por nuestra completa liberación y por nuestra absoluta y limpia soberanía.
Este peronismo mío se ha retemplado en la lucha, se alimenta de ella y se afirma en la fe. Tiene la fuerza incontenible de las causas justas. Se ha forjado en la dignificación del trabajo, en la humanización del capital, en la protección al desvalido, en la prodigiosa multiplicación de escuelas y hospitales, en la potencialidad de las fábricas levantadas por la revolución, en las mejoras al obrero del campo. Este peronismo mío se ha forjado y se afirma en este mismo lenguaje que uso para definirlo, que es lenguaje de pueblo y que choca y desagrada a los que usan el lenguaje de la mentira coaligada.
(Eva Perón, publicado en su columna del diario Democracia)
El paradigma de un retrato
Un año después del fallecimiento de Evita, el 26 de julio de 1953, año del centenario del apóstol José Martí, en la ciudad de Santiago de Cuba, el joven abogado Fidel Castro al mando de un puñado de ciento sesenta y cinco revolucionarios asalta el cuartel Moncada, la segunda fortaleza militar en importancia de ese país, dando comienzo a las operaciones militares que culminarían luego de una azarosa pero fulminante lucha guerrillera en el desalojo de la tiranía de Fulgencio Batista del poder y el desarrollo de la revolución cubana.
Un par de años después, el médico argentino Ernesto Guevara Lynch conoce al Comandante Fidel y se enlista en Méjico en la expedición del Granma. Se iba a constituir rápidamente en la mítica figura del Che, el arquetipo universal del revolucionario.
Ya en nuestros días, José Saramago, el portugués Nóbel de literatura -quien se define a sí mismo como “un comunista hormonal”- escribió una breve meditación sobre un retrato del Che Guevara que contiene una feroz crítica a los intelectuales portugueses. El fenómeno es tan universal que es posible re-escribirlo aplicado a la Argentina, donde una generación completa de la pequeña burguesía creció conmovida con una foto, o de Evita o del Che, y millones con las de ambos.

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No importa qué retrato. Uno cualquiera: serio o sonriendo, arma en mano o con habano, con boina o sin boina, con Fidel o sin Fidel, o muerto con el torso desnudo y los ojos entreabiertos. No importa qué retrato. Uno cualquiera: seria o sonriendo, en el balcón de la Plaza o rodeada de enfermeras, con rodete o pelo suelto, con el General o sin el General, o con los brazos en abrazo hacia su pueblo. Sobre cada una de estas imágenes se podría reflexionar profusamente, de modo lírico o de modo dramático, con la objetividad prosaica del historiador o simplemente como quien se dispone a hablar del héroe que descubre haber perdido porque no lo llegó a conocer…
A la Argentina infeliz y amordazada de Onganía llegaron un día los retratos clandestinos de Eva Duarte y de Ernesto Guevara, los más célebres de todos, los retratos que se convirtieron en la imagen universal de los sueños revolucionarios del mundo, promesa de victorias fértiles y de muchos triunfos, el del bien sobre el mal, el de lo justo sobre lo injusto, el de la libertad sobre la necesidad. Finamente enmarcado o fijo a la pared por medios precarios, esos retratos estuvieron presentes en todos los debates políticos apasionados, exaltaron argumentos, atenuaron desánimos, arrullaron esperanzas. Fueron vistos, ambos, cada uno en su retrato, como un Cristo que hubiese descendido de la Cruz para descrucificar a la humanidad, como un ser dotado de poderes absolutos que fuera capaz de extraer agua de una piedra con que se saciaría toda la sed, y de transformar esa misma agua en el vino con que se bebería el esplendor de la vida.
Y todo esto era cierto porque el retrato de Evita, el retrato del Che, fueron, a los ojos de millones de personas, el retrato de la dignidad suprema del ser humano.
Aunque también fueron usados como adorno incongruente en muchas casas de la pequeña burguesía, para cuyos integrantes las ideologías políticas de afirmación peronista o socialista no pasaban de un mero capricho coyuntural, forma supuestamente arriesgada de ocupar ocios mentales, frivolidad mundana que no pudo resistir al primer choque duro de la realidad, cuando los hechos vinieron a exigir el cumplimiento de las palabras. Entonces, el retrato de Evita o del Che, testimonio, primero, de tantos inflamados anuncios de compromiso y de acción futura, juez, ahora, del miedo encubierto, de la renuncia cobarde o de la traición abierta, fue retirado de las paredes, escondido, en la mejor hipótesis, en el fondo de un armario, o radicalmente destruido como se quisiera hacer con algo que hubiese sido motivo de vergüenza.
Y llegó la hora del “algo habrán hecho…” y del “por algo será…”. Y más tarde la del “yo no sabía…”. Y después la hora del…
Una de las lecciones políticas más instructivas, en los tiempos de hoy, sería saber lo que piensan de sí mismos esos miles y miles de hombres y mujeres que tuvieron algún día el retrato de Evita Perón o del Che Guevara a la cabecera de la cama o enfrente de la mesa de trabajo, y que ahora sonríen por haber creído o fingido creer. Algunos vergonzantes dirían que la vida cambió, que Evita y el Che, al perder cada uno su guerra, nos hizo perder la nuestra. Otros confesarían que se dejaron envolver por una moda del tiempo, la misma que hizo crecer barbas y alargar las melenas, como si la revolución fuera cuestión de peluquero. O de pregonar la dignidad de los más débiles mientras no se tratara de resignar privilegios. Los más honestos reconocerían que el corazón les duele, como si su verdadera vida hubiese suspendido el curso y ahora les preguntase, obsesivamente, adónde piensan ir sin ideales ni esperanza, sin una idea de futuro que dé algún sentido al presente.
Evita y el Che se puede decir que ya existían antes de haber nacido, Evita y el Che se puede afirmar que continúan existiendo después de haber muerto. Porque Eva Perón y Ernesto Guevara son sólo el otro nombre de lo que hay de más justo y digno en el espíritu humano.
Lo que tantas veces vive adormecido dentro de nosotros.
Lo que debemos despertar para conocer y conocernos, para ponernos de pie y agregar el paso humilde de cada uno al camino de todos.

Se llamaba Eva…
(Por Alejandro Olmos)
En la ciudad del silencio la historia talló su imagen y le dio un pedestal en la eternidad del tiempo. Hizo de su nombre una bandera, de su vida un ejemplo, y de su muerte un símbolo.
No fue ella la ilusión de una promesa, porque hizo una realidad de la esperanza. No consagró el dogma de un partido, porque fue el amor cristiano de una obra. No gobernó a una república, porque reinó en el corazón de los humildes.
La siguieron los débiles, porque ella rindió a los poderosos. La reconocieron los justos, porque ella condenó los privilegios. La amaron los hambrientos, porque ella fue el pan de su justicia.
En la plaza de las multitudes selló su destino un 17 de octubre. Y, desde la entraña misma de su pueblo, fue rebeldía, inspiración y nervio al lado del caudillo que parió la patria.
Renunció a los honores del Estado para servir de consuelo al sufrimiento. El dolor de los desposeídos crispó sus manos y un anhelo de justicia fervorizó su sangre. La doctrina de Perón se hizo evangelio en la obra de su vida, y agotó su sacrificio al servicio del pueblo.
En el invierno de una noche entró en la inmortalidad de los grandes. Y un país, convertido en llanto, fue una larga sombra de gratitud y silencio.
El crimen de los bárbaros desterró su imagen en la impiadosa conjura de los odios. Peregrina en caja anónima, tuvo por sepulcro un suelo extraño, y por lápida un nombre ajeno.
El pueblo la perdió en el día de la derrota. El pueblo la rescató en el amanecer de una victoria.
En la parábola del arrepentimiento y el pecado, volvió a la patria. Y la patria le dio tumba junto al caudillo. Pero el odio de la infamia y la violencia los separó, de nuevo, en la ciudad dividida de los muertos.
La magia de su signo alienta a quienes toman su bandera, y estremece a quienes siguen el eco de su historia.
Se llamaba Eva… Y en la lucha que ella emprendiera contra la injusticia de su pueblo ganará batallas al conjuro de su nombre.
Alejandro Olmos

General Juan Pistarini

El 29 de mayo de 1956 –justo el Día del Ejército argentino, de puro milico nomás-, durante los crueles años de la llamada “revolución libertadora”, detenido sin motivo, perseguida su familia, sujeto a torturas morales e indignidades espirituales, negada su pensión de militar retirado, inhibidos sus pocos bienes (porque no tenía ni casa propia ni automóvil), privado de asistencia médica, moría el responsable de la obra de infraestructura más importante y trascendente de la historia argentina: el teniente general (del arma de Ingenieros) Juan Pistarini, nacido en 1882 de padres italianos en Victorica, en la provincia de La Pampa.
Sus años como militar destinado en el exterior le significaron una enorme cantidad de experiencia y de conocimientos, y también de condecoraciones, entre las que se cuentan la de comandante de la Legión de Honor de la República francesa, la Orden del Golden Adler, con Hojas de roble y Cruz de hierro del III Reich alemán y la Orden de gran Comendador de san Gregorio Magno del Vaticano. Pero también seguramente discutir y diseñar los planes que desembocarían en la fundación del GOU (Grupo de Oficiales Unificado) y la revolución del 4 de junio de 1943, en una reunión de jóvenes oficiales argentinos en su residencia de la ciudad de Berlín en 1937, y poco después viajar a Roma junto a Sosa Molina y al teniente coronel Juan Domingo Perón.
Después de la revolución de junio, ya como ministro de Agricultura y de Obras Públicas (y luego también Vicepresidente de la nación, ministro del Interior e interino de Marina) tuvo una tarea esencial en la asistencia a los damnificados del gran terremoto de San Juan en el ‘44 y la construcción de la “ciudad emergente” en esa provincia. Impuso por entonces el aparentemente inocente lema: “llueva o no llueva, la familia come siempre”, acompañando en realidad la derogación de la ley que disponía que el obrero cobraba el jornal siempre y cuando el clima le permitiera trabajar.
En un largo período ininterrumpido como ministro desde principios de 1944 hasta 1952 construyó muchísimos kilómetros de rutas (además de las obras necesarias para el “cambio de mano” para circular por la derecha desde el 6 de junio de 1945); varios miles de escuelas y establecimientos educacionales de todo tipo (más que en el resto de historia del país); la mayor parte de los actuales cuarteles del ejército, hoteles de turismo en siete provincias y complejos de turismo social de la envergadura de Chapadmalal y Embalse de Río Tercero, fenomenales espacios de esparcimiento y piletas y balnearios populares como los de la Costanera norte o Ezeiza. Barrios extraordinarios de un estilo perpetuo e inextinguible inspirado en la construcción colonial misionera que admiró durante su viaje a California, que después de sesenta años conservan todavía su encanto, armonía y calidad edilicia y aún se destacan notablemente de otros muy posteriores y recientes (barrio de suboficiales de Campo de Mayo, barrios Saavedra, ciudad Evita, ex17 de octubre, etc.).
Publico Fiel Ciudad Evita.jpg
Entre estos y otros barrios populares y de monobloques y la acción del Banco Hipotecario, se saldó completamente el déficit nacional de viviendas (650.000 unidades según el censo de entonces). Al mismo tiempo Pistarini desarrolló una flota fluvial de última generación que llegó a ser la primera de Latinoamérica y la cuarta del mundo. Construyó el aeropuerto internacional de Ezeiza que lleva su nombre (plantando en sus alrededores otros dos millones de árboles y concretando la primera autopista del país), entonces el más grande del mundo, que a pesar de los feroces recortes presupuestarios y la desidia de su mantenimiento y actualización, por su ubicación y el diseño de sus pistas no ha sufrido accidentes ni ha cobrado una sola víctima fatal en sus cinco décadas y media de existencia, récord difícilmente superado en otros lados, y que alarma comparado con el del trágico e inseguro Aeroparque metropolitano.
Ya como comandante de la guarnición de Campo de Mayo en 1934 el general había hecho plantar un millón y medio de árboles en sus siete mil hectáreas y a lo largo de su vida más de seis millones en todo el país. Juan Pistarini fue el gran ministro de la Argentina grande.
Inauguracion Aeropuerto Ezeiza.jpgPerón, Evita y el gobernador de Buenos Aires Domingo Mercante
en la inauguración del Aeropuerto de Ezeiza el 12 de marzo de 1949

Augusto Vandor


Por Andrés Bufali

Ocurrió hace muchos años, cuando el liderazgo de la CGT era un enorme factor de poder, y sirvió para iniciar un baño de sangre, con los impredecibles efectos que aún se padecen. Fue el asesinato de Augusto Timoteo Vandor (el “Lobo”), jefe sindicalista de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), cuyos detalles me tocó cubrir como cronista y que relaté en un libro reciente que se titula Con Soriano por la ruta de Chandler, en homenaje al colega con quien debí compartir aquel helado lunes 30 de junio de 1969.
El episodio sucedió poco después de que el general Onganía (presidente de facto) hiciera encarcelar en Santa Rosa a los gremialistas rebeldes Agustín Tosco, Raimundo Ongaro, Elpidio Torres, Ricardo de Luca y Antonio Scipione, y designara interventor de Córdoba a Jorge Raúl Carcagno, el mismo militar que cuatro años después fuera designado comandante en jefe del Ejército por el presidente Cámpora. Onganía acababa de decretar un aumento de penas para aquellos a los que se les probaran “actividades comunistas”. No obstante, con diferencia de horas estallaron bombas en quince supermercados Minimax, uno de cuyos dueños, Nelson Rockefeller, estaba a punto de llegar como enviado especial del presidente Richard Nixon. Y justamente el día de ese arribo, Onganía autorizó la expulsión de extranjeros, con una moderna versión de la detestable ley de residencia. El clima político se enrarecía.
Tres días antes de caer asesinado Vandor, durante una manifestación en Plaza Once, las balas policiales habían acribillado a Emilio Jáuregui, del Sindicato de Prensa. Se avecinaba, además, un paro general decretado por la “CGT de los Argentinos”, la opositora al gobierno militar.
Un telefonazo me estremeció en el empleo público en el que todavía estaba atrapado entre las siete de la mañana y la una de la tarde: “Pusieron una bomba en la sede de la UOM, en Rioja al 1900, y parece que mataron al «Lobo» Vandor. Ya mandamos gente ahí y a la casa. Rajate como sea del laburo y andá al policlínico de los metalúrgicos, en Hipólito Yrigoyen al 3300, a ver qué averiguás”. Era la voz imperante de Hugo Gambini, por entonces secretario coordinador de Primera Plana.
Me fui a un café a pensar qué haría. Me acordé de Roberto Díaz, un metalúrgico santiagueño que trabajaba en una fábrica de Llavallol. Apenas le hablé, me tiró los nombres de dos amigos suyos en el policlínico de la UOM. Encontré a uno de ellos, quien más rápido que Fu Man-chú hizo desaparecer el billete que le deslicé para que me llevara hasta Cirugía, no sin antes recomendarme fingir ser pariente de alguien al que estaban operando. Eso hice. Me senté en un asiento de madera y paré la oreja. Médicos, enfermeras, camilleros, sindicalistas, todos parecían saber de todo. Ya había trascendido el asesinato. Cerca de mí, alguien susurró a otro alguien: “¿Sabías que el «Lobo», en el 50, antes de entrar en la Philips como matricero, era suboficial de la Marina y que sumaba 27 pirulos cuando pisó por primera vez una fábrica? ¡Pensar que en el 56 ya era un capo y en el 58 mandaba a todos en la UOM! ¡Eso es tener muñeca!”. “No tanta -respondió el otro-, era tan ambicioso que se puso al general en contra. ¡Y mirá!”.
De pronto, aparecieron dos morochos pesados, tres camilleros y un par de médicos, que llegaron hasta Cirugía con el mismísimo Vandor ya convertido en historia, medio tapado con una sábana, con sus ojos celestes abiertos.
Apenas los pesados empezaron a sospechar de nuestra presencia llegó Elida Curone, la esposa de Vandor, y la atención se desvió hacia ella. Un médico le dijo llorando: “¡Negrita, lo mataron al «Lobo», lo mataron!”.
Ella gritó: “¡No! ¡A él, no! ¡A él no lo mataron! ¡Eso es una mentira! Ustedes todavía pueden salvarlo. Venga conmigo, doctor”. Y lo obligó a entrar en Cirugía. Más tarde me enteré de que acarició lentamente el cuerpo de su esposo. Luego oí su voz y la del médico. Ella dijo: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¡Son seis agujeros! ¿Cuál me lo llevó?”. El médico le pidió: “Por favor, no hagas eso, «Negrita». No sufrió”.
Cuando llegué a la revista, el “Gordo” Soriano ya había vuelto de la UOM y escribía un informe para Roberto Aizcorbe, jefe de la sección Política. Había tenido más suerte que Carlitos Russo, quien se había metido en el departamento de Vandor de la calle Emilio Mitre para hablar con la esposa, y terminó echado cuando ésta volvió del policlínico, con la hija, sus amigas y los guardaespaldas, para cambiarse e ir al velatorio.
El “Gordo” había logrado que el sindicalista Miguel Gazzera le contara que en una cena reciente con Paulino Niembro, Lorenzo Miguel y Avelino Fernández le habían sugerido a Vandor que se fuera unos meses del país porque las cosas estaban muy calientes y lo podían matar, pero no quiso. “Unos días después -dijo Gazzera- me confesó que si había algo jodido para él, como pensábamos, prefería que ocurriera aquí”.
No era lo único que había averiguado. En la UOM le detallaron a Soriano que cuatro tipos habían tocado el timbre y se habían anunciado como oficiales de justicia con una cédula judicial, y que entraron armados hasta los dientes, redujeron a los guardias y dos corrieron hasta el segundo piso, donde amenazaron a Victorio Calabró. “Antes de llegar al despacho de Vandor -contaron-, éste salió a preguntar qué sucedía. Al reconocer a uno de ellos, intentó hablarle, pero lo balearon varias veces con pistolas 45 y le dejaron una bomba en los pies, la que destruyó una pared. Se escaparon en un auto. El «Lobo» murió en la ambulancia que lo llevó al policlínico”.
Russo alcanzó a informar que la esposa de Vandor había llegado con su nenita de dos años, Marcela, y Roberto, de uno; luego describió cómo estaban vestidos ellos y sus acompañantes y en qué clase de autos se movilizaban.
En la redacción esculpí en una Olivetti, de aquellas duras, tres carillas bien detalladas con todo lo que había visto y oído. Aizcorbe -con ese acento cajetilla que le había costado el apodo de “Petimetre”- leyó velozmente mis datos, salió de su pecera, y delante de Soriano, Gambini, Osiris Troiani y un tipo de Espectáculos, me preguntó: “¿Usted está seguro de todo lo que puso aquí?”. Todos me miraron. Sentí que me ponía rojo y que empezaba a transpirar. Con dificultad, respondí: “Sí, ¿por qué?”. Aizcorbe siguió mirando mis papeles e inquirió: “¿Cómo sabe que cuando lo llevaron a Cirugía, Vandor tenía abiertos los ojos celestes?”. Expliqué: “Porque lo vi. Yo estaba sentado a un metro de esa puerta”. Aizcorbe insistió: “¿Y de dónde sacó que tenía seis agujeros en el cuerpo?”. Traté de convencerlo: “Porque se los contó la esposa, que dijo que quería saber cuál era la bala que lo había liquidado”.
Todas las miradas se centraron en mi flaca figura. Aizcorbe seguía con su gesto de duda. Troiani, Gambini y Soriano me miraban divertidos e interesados. Gambini expresó: “¿Ves, Robertito? Esto no se aprende en la Sorbona”. Todos se rieron. Aizcorbe también. Luego me señaló una parte del informe y preguntó: “¿La esposa dijo que el «Che» lo había recibido en La Habana y que este verano se abrazó con Perón en México?”. Asentí.
En el Dorá, un restaurante del Bajo, cerca de Retiro, el “Gordo” decidió contarme lo que se había guardado en el bolsillo. “¿Oíste algo de los tipos que reventaron a tiros a Vandor?”. Negué con la cabeza. El “Gordo” miró a los costados y soltó un susurro: “Me parece que conozco a uno de los que subieron a matarlo”.
Haciéndome el canchero conmigo mismo, puse cara de póquer. El “Gordo” continuó: “A uno de los guardias le pareció oír que Vandor dijo algo como «¡Hola, Cóndor!» o «¿Qué hacés, Cóndor»”. Atiné a murmurar: “¿«Cóndor»? ¿Ese no fue el nombre de un operativo nacionalista peronista que hicieron en las Malvinas?”. El “Gordo” recordó: “Sí, claro. Unos tipos bajaron allá con un avión y pusieron la bandera argentina. Y el que sacó las fotos fue Héctor Ricardo García, el dueño de Crónica”.
Después de contarme eso, el “Gordo” pensó un poco, se levantó y fue al teléfono. Hizo una llamada y volvió contento. Dijo: “Ya le voy viendo las patas a la sota. El «Negro» Juárez dice que muchos creen que Vandor fue el ideólogo del Operativo Cóndor en Malvinas”. Interrumpí lo que estaba haciendo y pregunté: “Si fue el ideólogo de ese operativo peronista, y en marzo se abrazó con el general en México, ¿por qué un cóndor lo deja como un colador?”. La respuesta de Soriano fue: “Nada que tenga que ver con el peronismo es fácil de explicar. Yo me conformo con saber quién es ese cóndor”, concluyó.
Al día siguiente, Aizcorbe empezó a escribir su nota, en la que se leería que Vandor tenía de enemigos a Perón, por haber osado varias veces desobedecer sus órdenes y disputarle la conducción de los trabajadores; al gobierno militar, por no querer ser totalmente “participacionista”, y a los sindicalistas de izquierda, por haberles disparado en la pizzería La Real, de Avellaneda, donde cayó asesinado uno de ellos, de apellido Blajakis y donde murió (¿por error?) Rosendo García, del grupo vandorista. Cuando Aizcorbe se fue a almorzar, con el “Gordo” revisamos rápidamente los recortes de archivo referidos al Operativo Cóndor y copiamos los nombres de sus participantes. Seguimos con los sobres de fotos de Vandor y de otros personajes. Yo encontré el tesoro: una de las imágenes en blanco y negro mostraba al “Lobo” hablando con un tipo joven, para mí desconocido, llamado igual que el jefe del Operativo Cóndor. “Mirá, «Gordo» -lo sorprendí-, en este epígrafe dice que Vandor está con Dardo Cabo, hijo de un sindicalista famoso…”.
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Nos miramos y supusimos que ése podía ser uno de los asesinos de Vandor, pero no dijimos nada. Era apenas una sospecha. No todo lo que vivimos se publicó, porque allí siempre había que confirmar los datos y las sospechas. Y a los pocos meses, cuando Onganía clausuró Primera Plana y con el “Gordo” habíamos pasado a trabajar en la revista Panorama, vimos varias veces a Cabo reunido con las mismas cinco personas. Recién cuatro años después, la revista El Descamisado revelaría que Cabo, junto con aquellos cinco hombres (que creían en una revolución de izquierda liderada por un general de derecha, Perón) habían integrado el Ejército Nacional Revolucionario, cuya actividad se redujo a un par de asesinatos: el de Vandor en 1969 y el de José Alonso en 1970, para después incorporarse a los Montoneros.
Lo último que recuerdo del caso Vandor ocurrió en 1976, cuando Osvaldo Soriano ya había partido para su exilio. Lo nuevo que averigüé estaba referido a Roberto Vandor, el hijo del “Lobo”, que ya tenía ocho años y estaba en segundo grado. La maestra le pidió que dibujara a su familia. Cuando le tocó hacer al padre trazó un rectángulo. El psicólogo vio el dibujo, llamó a la madre y le dijo: “Señora, su hijo hizo un rectángulo porque para él su padre es nada más que una fotografía”.
Por Andrés Bufali, para LA NACION, publicado el 20 de julio de 2004
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lunes, 20 de enero de 2014

Hernández Arregui, ese lanzallamas


Por José Luis Muñoz Azpiri (h)

Martín Lafforgue, en un libro hoy inhallable, Antiborges (Javier Vergara Editor, 1999), realiza una ajusta definición del nacionalismo popular: “El nacionalismo popular como corriente de pensamiento comienza a gestarse en la década de los veinte a partir de las ideas de un conjunto de políticos, periodistas e intelectuales: el socialista antiimperialista Manuel Ugarte; el general ingeniero Alonso Baldrich, del grupo fundador de Yacimientos Petrolíferos Fiscales; el precursor de las corrientes económico-desarrollistas en el radicalismo Manuel Ortiz Pereyra y periodistas como José Luis Torres, a quién le debemos la acertada expresión de “Década infame”.
En 1935 tras fracasar en su intento de desplazar a la dirección alvearista (moderada) del viejo partido de Irigoyen, un grupo de jóvenes militantes decide escindirse, recoger las preocupaciones de los arriba citados, con ellas renovar y profundizar el “credo yrigoyenista” y construir una nueva forma de organización: nace la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA). En su primer manifiesto atacan a las “oligarquías” e “imperialismos”, exigen la restauración de la “soberanía del pueblo” y se proclaman los únicos continuadores del yrigoyenismo. El ideólogo del grupo es el ya reconocido ensayista de temas nacionales Raúl Scalabrini Ortiz y forman su núcleo dirigente, entre los más conocidos, el escritor Arturo Jauretche, Luis Dellepiane, hijo de un ex ministro de Irigoyen y el poeta y músico Homero Manzi.
Aún cuando FORJA no logra un caudal significativo de adherentes ni una organización sólida, sus innumerables volantes y conferencias y sus vehementes pero bien documentadas publicaciones logran penetrar e influir en vastos sectores de la opinión pública. Para los forjistas la “oligarquía” conservadora era responsable de la crisis que se vivía; se consideraba que para sostener sus privilegios había traicionado al país entregándolo al “imperialismo británico”; se denunciaba a la “dictadura política” al servicio de minorías, impuesta mediante la corrupción más escandalosa y el fraude generalizado y a una “tiranía económica” al servicio del capital extranjero. “El proceso histórico -dice uno de sus documentos- revela una lucha permanente del pueblo en procurar su soberanía popular”. De alcanzarse este cometido, será el fin de la dependencia y el sometimiento.
La influencia de FORJA sobre el pensamiento de Perón y sus más estrechos colaboradores está bien documentada. Tanto el Grupo de Oficiales Unidos (GOU) -logia militar de decisiva influencia en la primera mitad de los años cuarenta- como Perón leyeron y estudiaron el material forjista y los libros de Scalabrini Ortiz y de Torres, por lo menos desde 1936 y años más tarde se sucedieron encuentros personales. Las principales ideas, temas y categorías del nacionalismo popular fueron incorporadas al peronismo: la postura antioligárquica y antiimperialista, los objetivos de autonomía económica y justicia social, la fe en el pueblo instalado como sujeto privilegiado del cambio, un cierto menosprecio hacia las formalidades legal-institucional. En 1945 el forjismo se disuelve y la mayoría de sus miembros se incorpora al naciente peronismo. Muchos de ellos pasan a ocupar cargos oficiales en el gobierno nacional y en el de la Provincia de Buenos Aires.
Julio Cortázar dijo que se tuvo que ir de la Argentina porque el tronar de los bombos peronistas no le dejaban disfrutar de los conciertos de Bela Bartók. Borges, en cambio, no parece haber tenido inconvenientes, en esos años, para escribir sus textos más personales y reconocidos. En 1944 habría de publicar Ficciones, cinco años después El Aleph, en 1951 la selección de cuentos que conforman La muerte y la brújula y al año siguiente el volumen ensayístico Otras inquisiciones. De este período son también buena parte de sus obras en colaboración -El Martín Fierro con Margarita Guerrero, Antiguas literaturas germánicas con Delia Ingenieros, entre otras- y de las antologías y volúmenes de cuentos realizados con Adolfo Bioy Casares. Esta intensa producción literaria, sin embargo le dejó tiempo para comenzar una tardía pero exitosa carrera docente en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y en el Colegio Libre de Estudios Superiores, ejercer la dirección de la revista Anales de Buenos Aires e, incluso, para la actividad gremial (fue presidente de la SADE. entre 1950 y 1953). Derroche de energía realizado en la opresiva y lúgubre atmósfera de la Segunda Sangrienta Tiranía. No tuvieron igual suerte los intelectuales de la década del setenta, signada por la tutela de los que él denominó caballeros militares .
La caída del gobierno peronista (1955), calurosamente apoyada por los sectores medios, la intelectualidad y los sectores dominantes, encuentra a los escasos grupos que se reconocen en la experiencia peronista cuestionando nuevamente las orientaciones políticas y económicas gubernamentales. Pero ya no alcanza con analizar el pasado histórico y la estructura económica del país: se deben encontrar las causas que posibilitaron esta oposición acérrima, muchas veces más cultural y valorativa que directamente social o económica. Surge, entonces la corriente nacionalista popular. En ella hemos englobado -continúa Lafforgue- un espectro bastante amplio de pensadores que reúnen las características reseñadas. En un análisis más fino es posible establecer diversas diferenciaciones; la más frecuente es entre “izquierda nacional” (provenientes de las agrupaciones tradicionales de la izquierda, pero que se distancian a partir de su visceral rechazo a la tradición liberal y una lectura positiva del fenómeno peronista) y nacionalismo popular con una variante reformista y otra revolucionaria.
Comienza un vasto programa de revisión del pensamiento y la literatura argentina a partir de una doble vía explicativa: la primera partía de la tesitura, deudora de un materialismo algo rústico, de que “a la estructura material de un país dependiente corresponde una superestructura cultural destinada a impedir el conocimiento de esa dependencia”; la segunda se elaboró a partir de la incorporación de buena parte de la relectura de la historia nacional que el revisionismo histórico venía haciendo desde los años treinta. Esta escuela sostenía que en la Argentina había habido desde sus inicios un enfrentamiento permanente entre dos antagonistas irreconciliables: un proyecto de país liberal y dependiente consagrado por la historiografía tradicional y legitimado por la “superestructura cultural; y el país “auténtico”, por fuera de las superestructuras culturales dominantes, resguardado por la memoria popular y al que esta escuela historiográfica viene a rescatar, sistematizar y presentar en un cuadro completo. El objetivo del nacionalismo popular, entonces, pasa a ser demostrar como la “colonización pedagógica” había provocado que los intelectuales liberales -que por cierto incluía a pensadores de procedencia muy dispar- evaluaran erróneamente, o aún mintieran deliberadamente, en sus interpretaciones de la realidad nacional. Los “profetas del odio”, según los definiera Jauretche, no podían entender al país real; lo que los llevaba a despreciar y rechazar todo aquello identificado con el campo de la “barbarie”: el gauchaje, el yrigoyenismo, el peronismo y, en general, todas sus producciones culturales.
Ante el panorama actual de la política nacional, caracterizado por la inercia mental, la importación de teorías pergeñadas por las usinas de propaganda del hemisferio norte y la vocinglería de “analistas” condenados al pensamiento de sirga, Juan José Hernández Arregui representa el más dramático encuentro del intelectual argentino con el hecho nacional. Con una cultura inexistente en otros representantes de la izquierda de nuestro país, supo subordinar la teoría marxista y el método histórico- cultural al análisis de la realidad concreta que examinaba y con la que se hallaba raigalmente comprometido desde su militancia peronista que no abandonó hasta su muerte. Sus afirmaciones, no siempre exentas de polémica, continúan siendo hoy referencias ineludibles para pensar el “ser nacional” sin caer en utopías frustrantes o alineaciones coloniales. Incursionó en la narrativa con los cuentos Siete notas extrañas (1935) celebradas por la crítica en su momento. Las corrientes históricas durante el siglo XIX (1951), El siglo XVI y el nacimiento del espíritu moderno (1952), Introducción a la historia (1953), son algunas de sus producciones de cátedra, que precedieron a sus formidables ensayos.
Para quienes comenzamos nuestra militancia política en el peronismo y nos habíamos formado doctrinariamente en las fuentes del nacionalismo revisionista, que nos ofrecía una respuesta a falsificación de la historia que denunciara Ernesto Palacio y a su vez; por razones familiares conocíamos en carne propia las purgas ejemplificadoras del terrorismo liberal-gorila, Hernández Arregui nos brindó las herramientas conceptuales para desenmascarar los basamentos de una realidad ficticia, colonial y cipaya.
Herramientas que trascendían el marco del revisionismo histórico, nacido al fragor de la lucha para denunciar la leyenda negra (las calumnias contra España), la leyenda roja (las calumnias contra Rosas y los caudillos) y la leyenda rosa (la supuesta realidad de ese color que se desarrolló en la Argentina a partir de Caseros), pero insuficientes para analizar el complejo marco, nacional e internacional, de las últimas décadas del siglo XX. Antes de ahondar en las mismas, es necesario destacar su formación e historia de vida, hasta 1955, dado que a partir de esa fecha publica sus obras cardinales.
Juan José Hernández Arregui nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires el 29 de septiembre de 1912, donde pasó sus primeros años de vida; luego su madre ya viuda, lo trajo consigo a la Capital y aquí realizó sus estudios para ingresar a la facultad de Derecho. Norberto Galasso en una discutible biografía -ya desde el título: “J. J. Hernández Arregui: del peronismo al socialismo”- habla de un abandono por parte de su padre que, supuestamente, lo sumiría el resto de su vida en una profunda melancolía. Aparte de innecesaria, esta mención nos recuerda una metáfora del querido y poco recordado Salvador Ferla:
En el mundo antiguo circuló en diversas versiones una leyenda significativa, la del niño desvalido que se vuelve poderoso. Un niño abandonado en las orillas del Tíber llega a ser el fundador de Roma; otro niño, depositado en una canasta en la ribera del Nilo se convierte, ya adulto, en el libertador del pueblo israelita. Y el bebé a quien Herodes quería asesinar, resultó nada menos que el hijo de Dios. La moraleja es: ¡cuidado con maltratar al débil, al pequeño, al indefenso!... ¡Puede ser un genio, un rey, o el mismísimo Dios!... Esta simbología del débil que se levanta triunfal de la abyección en que injustamente fuera arrojado por la arrogancia y la sensualidad de los poderosos, nos indica cuál debe ser nuestra principal pauta valorativa en materia histórica. La civilización nació enferma del complejo de culpa. La historiografía debe ayudar a curarla concientizándola sobre las causas de ese complejo.
Personalmente, no compartimos este tipo de interpretaciones psicologistas, reduccionistas, que circunscriben el talento y la creación a circunstanciales incidentes externos. Al morir su madre, un tío, amigo del caudillo Amadeo Sabattini, se lo lleva consigo a Villa María (Córdoba). Ahí trabaja de bibliotecario y comienza a colaborar en periódicos locales y en 1931 se afilia a la UCR yrigoyenista y escribe en sus órganos periodísticos Debate, Doctrina radical y Libertad. Reinició sus estudios universitarios durante la década de 1940 en la Facultad de Filosofía y Letras de la capital cordobesa, en la que tuvo como principal maestro al insigne Rodolfo Mondolfo, y allá se graduó con una tesis sobre “Las bases sociológicas de la cultura griega” en 1944.
Comenta Eduardo Romano en un meduloso artículo (CREAR, Nº 14, junio 1983) que sus primeros enfrentamientos con la conducción partidaria se produjeron a consecuencia de la revolución militar de aquel año, pues su prédica a favor de la misma no halló eco entre sus correligionarios. De todas maneras él colabora en la Corporación Nacional de Transporte, a cargo de Santiago H. Del Castillo, porque ve en las medidas económicas del nuevo gobierno un corte respecto de la política de entrega irrestricta de nuestro patrimonio a los intereses británicos. Congresal por la provincia de Córdoba, en 1945 se opone fervorosamente a la participación del radicalismo en el engendro político que fue la Unión Democrática. Después de las elecciones que consagraron a Juan D. Perón presidente, contra dicha coalición, sus relaciones con el radicalismo se volvieron francamente irreconciliables y decidió renunciar a ese partido ante el Presidente del Comité de la provincia, Dr. Arturo Illia. Dice en un pasaje de su carta fechada el 10 de febrero de 1947:
“El conflicto entre intransigentes y unionistas, en lo esencial, no ha sido un mero antagonismo de núcleos, sino la lucha en profundidad entre dos concepciones irreductibles, antinómicas e irreconciliables de lo radical y argentino, en cuanto a ideales populares insertos en el sentido propio de lo nacional. Es superfluo, pues, tratar de salvar la unidad del partido, inmolando esta ilusión casuística y formal, el contenido concreto mismo de la doctrina radical, que es la expresión genuina del sentimiento emancipador de las multitudes argentinas, empeñadas desde Mayo en el ideal vigoroso de la plena autodeterminación nacional. Eran estas síntesis oscuras que germinaban en lo colectivo histórico de las masas, lo que el radicalismo debió convertir en conceptuaciones políticas de lucha. Al no hacerlo, su derrota estaba sellada. La gran frustración de lo radical ha sido consumada. Y nada contrarrestará mientras tanto, el poderío de las fuerzas políticas que triunfaron con Perón, gracias al error de perspectiva -nacional e internacional- de aquellos que al influjo de factores foráneos, cayeron en una imperdonable desviación de la línea del partido, traicionando los postulados históricos de la UCR”.
En 1947, se produjo su primer acercamiento al peronismo, de la mano de Arturo Jauretche, quien lo llevó a colaborar en el gobierno bonaerense, como Director de Publicaciones y Prensa del Ministerio de Hacienda. Por ese entonces disertó sobre “La Universidad y la Reforma del 18”, en vísperas de sancionarse una Ley Universitaria. En 1948 empieza su labor docente en la Universidad Nacional de La Plata, como Profesor Adjunto de Introducción a los Estudios Históricos, que amplía con incursiones por la sociología, la historia del arte, la literatura, etc, y en la Facultad de Ciencias Económicas de Buenos Aires, hasta el golpe septembrino de 1955. Ante la coyuntura, se convierte en ideólogo de la Resistencia Peronista y si bien no participa directamente en política, es detenido un mes en San Martín cuando el levantamiento patriótico del general Juan José Valle contra el gobierno de facto, que había desatado una cruenta represión contra las fuerzas populares.
En 1957, un año después de Civilización y Barbarie. El liberalismo y el mayismo en la historia de la cultura argentina, de Fermín Chávez y el mismo año de Los profetas del odio de Arturo Jauretche, aparece Imperialismo y Cultura. Estos tres libros constituyen un dique conceptual contra los intentos de retrotraer la situación nacional a lo que era antes de 1943, avalados por una intelectualidad cipaya, cuyo paradigma era Borges, escritor cosmopolita, de un europeísmo afectado y erudición esotérica, ajeno a los problemas nacionales. Prueba de ello es el Nº 237 de la revista Sur en que Victoria Ocampo, Eduardo González Lanuza y Guillermo de Torre, entre otros, tratan de demostrar que el “verdadero” pueblo argentino no participó de la experiencia peronista, argumento que, con otros basamentos teóricos, emplea Juan José Sebrelli en el Nº 7/8 de la revista Contorno. Sea por derecha o por izquierda, el objetivo consistía en negar al sector popular todo protagonismo histórico.
En Imperialismo y Cultura, Hernández Arregui analiza descarnadamente la cultura oficial y la dependencia, la deificación de todo lo extranjero, la falta de proyecto nacional en gran parte de la dirigencia argentina, el uso de las corrientes filosóficas nacidas en Europa sin comprensión del país real. Encuadra las relaciones entre imperialismo y cultura dentro del contexto europeo a lo largo del siglo XiX, así como sus consecuencias para la formación de una literatura “mundial”, inexistente antes de la era imperialista, en la primera mitad de nuestro siglo. Juzga toda producción y actividad culturales a través de una contradicción básica de una país de pendiente (Romano dixit) “lo nacional liberado vs. Lo mimético sumiso”. Según su criterio, la cultura nacional se apoya siempre en componentes folklóricos de raíz hispano-indígena, reelaborados luego por artistas individuales con los criterios de la cultura cultivada. Por eso exalta la obra de Lugones y la opone a la de quienes se dejaron seducir por modelos sin arraigo telúrico. A partir de la polémica lectura que Borges hiciese del Martín Fierro de José Hernández, realiza una lectura demoledora. Este paradigma de intelectual cosmopolita, de un europeismo afectado y una erudición esotérica es considerado en Nacionalismo y Liberación (1969) como el arquetipo del eunuco escriba, hechizado por mundos inexistentes:
“Hay un pensamiento nacional y un antipensamiento colonial. Un escritor nacional tipo es Raúl Scalabrini Ortiz. Un escritor colonial -más perfecto que una esfera musical en la mente de Pitágoras- es Jorge Luis Borges. De un Pitágoras que nunca existió. Y en esto se parece a Borges. Que ha caído en la farolería de hablar de Pitágoras sin conocer la filosofía griega. En rigor, Borges, pájaro nocturno de la cultura colonizada, desde el punto de vista argentino es más fantasmagórico que el Pitágoras de la leyenda órfica. Un Borges -ese “cadáver vivo de sus fríos versos” que dijera Lope de Vega- hinchado todos los días por la prensa imperialista. Y que ni siquiera merecería ser citado aquí, sino fuese porque es la entalladura poética de ese colonialismo literario afeminado y sin tierra al que hacemos referencia. Poeta del Imperio Británico, condecorado por Isabel II de Inglaterra, ha declarado hace poco: “Si cumpliese con mi deber de argentino debería haber matado a Perón”. El desmán sería para reírse, sino fuese, como lo hemos expresado en otra parte “porque detrás de estas palabras pierrotescas se mueven las miasmas oscuras del coloniaje”. Así habla la “inteligencia pura” de este ancestro hermafrodita de la poesía universal fuera del mundo que, como una orquídea sin alma, llora en la mayoría de sus poemas, su “muerte propia” a la manera de Rilke.
Sí. Todos hemos de morir. Borges también. Y con él, se irá un andrajo del colonato mental. A diferencia de ellos, bufones literarios de la oligarquía, mensajeros afamados del imperialismo, cuando a los grandes hombres de América les llega la hora de la muerte, en ese mismo y supremo instante, la eternidad de la historia, la única y luminosa inmortalidad que le es dable esperar a la criatura humana en su tránsito terreno, los amortaja en una estela de gloria con las palabras de los verdaderos poetas nacionales: “Hay una lágrima para todos aquellos que mueren, un duelo sobre la tumba más humilde, pero cuando los grandes patriotas sucumben, las naciones lanzan el grito fúnebre y la victoria llora”.
Según Fermín Chávez en su prólogo al ¿Qué es el ser nacional? (Catálogos, 2002) esta resignación agnóstica dio paso, en el viaje que realizaron a Toledo, al surgimiento de una sensibilidad religiosa.
Los capítulos dedicados al nacimiento de la revista Sur, y la caracterización de sus mentores y adláteres, tienen vigencia hasta hoy.
En 1960 aparece un segundo libro, cardinal y corrosivo hasta hoy: La formación de la conciencia nacional (1930-1960). “Esta es la crítica -dice en el Prólogo- inspirada en un profundo amor al país y fe en el destino nacional de la humanidad, contra la izquierda argentina sin conciencia nacional y el nacionalismo de derecha, con conciencia nacional y sin amor al pueblo”. Entre esas falsas opciones analiza y documenta el surgimiento de FORJA primero y sintetiza luego todos los aspectos socializadores de los gobiernos peronistas, desde una perspectiva no partidaria, “pues el autor -añade- carece de compromisos políticos, salvo con las masas argentinas depositarias del destino nacional”.
Juan Perón, en carta del 10 de diciembre de 1969 en el que le agradece el envío de sus libros, formula un cálido elogio de toda su obra. En uno de los párrafos le dice:
“Por todo lo que hacen ustedes allí con la difusión de la verdad tantos años oculta, yo deseo como argentinos hacerles llegar, junto con mi encomio más entusiasta, mi felicitación más sincera. La causa de la revolución necesita de algunos realizadores, pero no mucho menos de muchos miles de predicadores que, empeñados en la tarea de persuadir, no cejen en el empeño de incendiarlo todo si es preciso. ...He visto que el Peronismo está despertando entre los “intelectuales” el deseo de escribir sobre él, unas veces con fines leales a la Nación y otras buscando lo contrario. El profesor Gonzalo Cárdenas sé que lo ha hecho bien y de buena fe, que es lo que interesa. Otros como Félix Luna lo han hecho a su manera, a lo que ya estamos acostumbrados.”
¿Qué es el ser nacional? (1963) resulta de una conferencia y de cursillos realizado en universidades del interior (noroeste, Tucumán, Santiago del Estero) y profundiza observaciones anteriores sobre política y cultura de ámbito iberoamericano, para lo cual replantea las vicisitudes históricas atravesadas por el continente. Más de un marxista se verá sorprendido por tesis expuestas por quien vulgarmente aparece asociado al marxismo tradicional o, lo que es peor, un progresista “trucho”, tan en boga en estos tiempos, que desconoce la obra del Júpiter tonante que escribía en la biblioteca del Museo Británico. Ya el propio Marx lo decía: “Yo no soy marxista” (y no conocía la Argentina):
“El menosprecio hacia España arranca en los siglos XVII y XVIII como parte de la política nacional de Inglaterra. Es un desprestigio que se inicia con la traducción al inglés, muy difundida en la Europa de entonces, del libro de Bartolomé de las Casas Lágrimas de los Indios: relación verídica e histórica de las crueles matanzas y asesinatos cometidos en veinte millones de gentes inocentes por los españoles. El título lo dice todo. Un libelo”
El análisis de nuestro autor sobre el intelectual pequeño burgués, dista diametralmente de la izquierda internacionalista, su definición se asienta en la realidad, sin idealizaciones; ya que si bien usaba las categorías del análisis marxista, contó una historia de la que nunca habló el Partido Comunista argentino:
“La clase media tiende a la formación de grupos intelectuales que fluctúan, por motivos diversos, entre las “élites” que miran hacia arriba y los “ghettos” espirituales que miran hacia abajo. Esto explica la abundancia de intelectuales de izquierda que se pasan a la derecha ideológica, al conservatismo social. En realidad, los intelectuales son los que sienten más vivamente esta situación incierta que ocupan en la sociedad. Mientras la perspectiva de descender les lleva a la comprensión de la lucha que libra la clase trabajadora por otra parte les estimula a no caer en ella.”
Hernández Arregui nos estimuló para que repensemos y redefinamos toda la cultura argentina desde sus orígenes. Y también a denunciar la mistificación del intelectualismo que se dice progresista sin entender nada de los movimientos populares que surgen no de los libros sino de las tradiciones de un pueblo:
“En la escuela le enseñaron a preferir el inmigrante al nativo, en el colegio nacional que el capital extranjero es civilizador, en la Universidad que la Constitución ha hecho la grandeza de la Nación o que la inestabilidad política del país es la recidiva de la montonera o de la molicie del criollo. Este estado de espíritu, fomentado sutilmente por la clase alta aliada al imperialismo, distorsiona la conciencia de estos grupos, cuyo escepticismo frente al país favorece el pasivo sometimiento espiritual”.
Dirigentes obreros de San Juan, Tucumán, Mar del Plata y Rosario fueron sus interlocutores, pero su prédica se abrió a otros, aparentemente menos permeables a este tipo de ideas. En septiembre de 1969, el Director del Colegio Militar, general Mariano de Nevares, sancionó con diversas penas a unos cuarenta oficiales del ejército en un sumario secreto. Encabezaba esa lista el teniente Licastro, acusado de “mantener vinculaciones y vincular a otros oficiales con un ideólogo de izquierda conocido por él, formular comentarios favorables al mismo y defender sus ideas ante sus camaradas” y sancionado con cincuenta días de arresto y su pase a disponibilidad. A partir de ese momento, Hernández Arregui pasó a integrar la lista de los que años después se conocerían como “desaparecidos”. En octubre de 1972 y tras varios allanamientos, un “caño” explota en su casa y lesiona gravemente a su mujer. Tal desastre no lo arredra y en 1973 publica Peronismo y Socialismo, aclarando en el prólogo que contrariamente a sus obras anteriores, es “un libro de divulgación”, con “un lenguaje más bien periodístico”, pero “cuidando, no obstante, en la medida de lo posible, encuadrar los diversos temas abordados dentro de un nivel intelectual adecuado para quienes buscan una visión resumida de la realidad nacional”, Su título, por otra parte no debe llevar a la confusión, se trataba una perfecta delimitación del socialismo nacional del que hablaba Perón en las Pautas de actualización doctrinaria (1972) de manera tal de evitar las confusiones de los peronistas oportunistas de la época (añadiríamos también, de la actualidad). Esto está claro en los artículos firmados en la revista Peronismo y Liberación, al explicar el cambio de denominación de la publicación. (anteriormente, en 1973, era Peronismo y Socialismo). Pues así definía la actualidad del momento:
“No habrá alternativas pretendidamente socialistas frente a la política peronista. El peronismo tiene en su seno todo el peronismo posible, al poseer un programa liberador, único eje de la unidad nacional contra el imperialismo, y por sostenerse fundamentalmente en el apoyo que le da la clase obrera”.
La izquierda cipaya jamás le perdonó su compromiso nacional ni la derecha reaccionaria su formación marxista. Unos intentan encuadrarlo con extrañas alquimias en una posición que nunca compartió, otros, lo acusan de haber agitado el “inmundo trapo rojo”, sin percatarse como cretinos que son, que por más de una década flameó en el firmamento de la república una bandera roja... de remate. Este pensador argentino, en 1973, al ser distinguido como Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires, expresó categóricamente: “He pertenecido, pertenezco y perteneceré al Movimiento Nacional Peronista”.
Nada más podemos agregar.

Arequito: El Ejército se identifica con el pueblo


Por Oscar Denovi 
 
Como hemos visto en entregas anteriores, y hemos insistido sobre un tema muy mal tratado por la historiografía, a poco andar, la Revolución de Mayo era más una revolución de Buenos Aires ciudad, que la revolución de las Provincias Unidas.  Era la imposición del puerto con los intereses ligados que penetraban el país entero a través de las vías comerciales con sus agentes, que la expresión popular, que por el contrario comienza a tomar distancia de ese movimiento, para con el transcurrir del tiempo enfrentarlo decididamente .Desde el litoral donde descolla la figura de Artigas, y sobre el que se anatemiza todos los males desde el sector portuario rioplatense, así como luego se lo hace sobre todos los que se suman a esa corriente de acción, que se distancia de las fuerzas que responden a los mandos asentados en la Ciudad del Plata.
Hacia 1819, la lucha entre las provincias litorales y las fuerzas que respondían a Buenos Aires era tan abierta como la que enfrentaban a las fuerzas realistas con las patriotas, sea en el frente altoperuano como en el trasandino, aunque ya para entonces, en este último la lucha había cesado con el triunfo patriota, salvo escaramuzas de acciones de guerrilla por parte realista, en el sur de Chile, donde las fuerzas de Las Heras enfrentaban las cada vez más esporádicas acciones, de las fuerzas derrotadas en Maipú.
La situación política cada vez daba una vuelta de tuerca más desfavorable hacia Buenos Aires, que quedaba aislada, rodeada de enemigos y que ya en 1819 se había visto en la necesidad de pactar con los “anarquistas y bandoleros” de Lopéz y Ramirez, “secuaces” de Artigas, el armisticio de San Lorenzo, que nada había hecho a favor de apaciguar la situación irreversible de la caída de Buenos Aires, y con ello, del baluarte de la “revolución porteña”, la del libre comercio, que era la única libertad que interesaba a esa oligarquía comercial.  Todo esto debe considerarse también a la luz de la amenaza de la expedición española que los informes daban como destino a Buenos Aires. El gobierno porteño, había sostenido que solo podía enfrentarse el peligro de aquella amenaza con la unidad. Esto había sido el argumento sostenido (el de la Unidad) desde la caída de la Junta Grande en 1811, caída producida por el golpe dado por el Cabildo porteño a la Junta Conservadora (la Junta Grande constituida en Congreso Legislativo del Triunvirato), que reemplazó el Estatuto por ella sancionado por el que acordó el cuerpo del Cabildo, aquel hecho político trascendente reemplazó una ley fundamental representativa del país, – los diputados de la Junta Grande habían sido auténticamente elegidos por las provincias – mientras que el Cabildo de Buenos Aires era íntegramente representante de la corporación comercial de Buenos Aires. Ambos bandos desde entonces tenían una parte de la verdad en sus manos.
La Unidad era indispensable para la lucha por la Independencia, pero no lo era menos los particularismos desarrollados en doscientos años de vida comunal desarrollada en las ciudades y los pueblos de las provincias. Ambos términos eran ineccindibles. (*) Belgrano nos anoticia sobradamente sobre el cariz de la situación desde Cruz Alta, cuando el gobierno le indica ante el requerimiento de munición de boca y caballada que recurra a cualquier medio “.....no es el terrorismo quien puede convenir al gobierno que se desea”. No pudiendo permitir “que el ejército auxiliar del Perú, viene matando, saqueando, incendiando, arrebatando los ganados..” ...” porque he aprendido que no podemos salvar la Patria sin asegurarla contra los choques de la tiranía, consiguiendo victorias, sin fijarse en ese medio único que han adoptado todos los gobiernos, la exacción sobre los pobres, sobre los infelices que viendo arrebatarse el fruto de sus trabajos se convierten en otros tantos enemigos del gobierno”......”si se me obligara a él, renunciaría al mando por creerme incapaz de ejecutarlo”(2)
De la situación que imperaba en los enconos traídos por esta guerra civil, que el General Belgrano había definido acertadamente como “guerra social” nos habla José Celedonio Balbín que meses después de los sucesos de Arequito, pasa por el campo de Cepeda y se detiene en una posta cercana.Ya había sucedido aquella Batalla entre las tropas federales y las de Buenos Aires. Dice Balbín: “En el patio de la posta donde pasé, me encontré con dieciocho a ventidos cadáveres en esqueleto tirados al pié de un árbol, pues los muchos cerdos y millones de ratones que había en la casa, se habían mantenido y mantenían aun con los restos, al ver yo aquel espectáculo tan horroroso, fui al cuarto del maestro de posta, al que encontré en cama con una enfermedad de asma que lo ahogaba, le pedí mandase unos peones que hicieran una zanja y enterrasen aquellos restos, quitando de la vista ese horrible cuadro, y me contesta, no haré tal cosa, me recreo con verlos pues son porteños, a una contestación tan convincente no tuve que replicar, y me retiré al momento con el corazón oprimido. Entre aquellos restos de jefes y oficiales debía haber algunos que pertenecían a las provincias.......pero en aquella época deplorable era porteño todo el que servía al gobierno.”(3)   Este era el contexto motivacional de aquella sociedad rioplatense hacia 1820. ¿Podían estar los miembros del ejército ajenos ? Soldados y suboficiales, reclutados muchas veces por levas forzosas, los primeros en su gran mayoría, los segundos seguramente levados hacía algún tiempo y ascendidos, se habían habituado al ejército, y se identificaban con él y sus misiones. Todos tenían familias, conocidos, amigos testigos de estas penurias y estos enconos que crecían a medida que pasaba ese tiempo histórico. ¿Como no tomar partido? Paz, brillante oficial por entonces, dirá del disgusto que provocaba al ejército entero volver ciento ochenta grados las bocas de las armas, para dejar atrás al enemigo, y apuntar al compatriota.: “La guerra civil repugna generalmente al buen soldado, y mucho más desde que tiene al frente un enemigo exterior que tiene como principal misión (de aquel) combatirlo. Este es el caso en que se hallaba el ejército pues que habíamos vuelto espaldas a los españoles para venirnos a ocupar de nuestras querellas domésticas. Y a la verdad, es sólo con el mayor dolor que un militar por motivos nobles y patrióticos ha abrazado esa carrera, se ve en la necesidad de empapar su espada en sangre de hermanos” (4)
Francisco Fernandez de la Cruz, Jefe del ejército del Norte desde el momento en que Belgrano viajó a Tucumán para reparar su quebrantada salud, que finalmente terminaría con su vida, reinició la marcha del ejército desde (Pilar – Córdoba) hacia Buenos Aires, en Diciembre de 1819, escribe ante la inminente recepción de las órdenes de marcha del ejército, al Supremo Director Rondeau el 28 de Noviembre lo siguiente:”yo veo una conspiración de todas las provincias contra el gobierno que ellos mismos han constituido; ninguno se acuerda que existen españoles con quien pelear, ninguno piensa en franquear la parte más rica de nuestro territorio el Alto Perú que ocupan estos; su principal atención y única es substraerse de la autoridad central y pensar como han de sostenerse los que ya se han elevado contra cualquier fuerza que se destine para hacerlos entrar en su deber, aun cuando para ello sea necesario que el país se desole; todo es nada para ello con tal que logren su intento. Y en circunstancias tan desagradables ¿ que remedio podrá aplicarse con provecho? El de la suavidad y prudencia ya está apurado y sus efectos han sido formar más insolentes; el de la fuerza no juzgo la haya para tanto conspirador, y aun cuando la hubiera todo es perder y acabar de arruinar estos desgraciados territorios; (**)ellos proclaman una federación que no entienden y que confunden con la anarquía; y digno de los mayores males el concedérselas por razones que están bien a la vista, pero mayor me parece el negarlo cuando ya no se puede sostener lo contrario.” (***) (5)
Ya hemos visto que la situación de la Banda Oriental ocupada por los Portugueses era uno de los motivos principales de la acción de Artigas contra Buenos Aires, más allá de la diferencia política que sostenía el oriental y sus seguidores litorales. Rondeau, en conciencia que los ejércitos del Norte y de los Andes, a los que se había convocado para sostener al gobierno, no llegarían oportunamente o rápidamente para cumplir tal designio, el 31 de octubre de 1819 le escribía a Manuel José García lo siguiente: “Es llegado el caso de no perdonar arbitrio por concluir con esta gente, que no trabaja sino en la ruina de todo buen Gobierno y en inducir el anarquismo y el desorden en todas partes. He propuesto de palabra por medio del coronel Pinto al Barón de la Laguna que acometa con sus fuerzas y persiga al enemigo común hasta el Entre Rios y Paraná obrando en combinación con nosotros…..Bajo este concepto es de necesidad absoluta que trate V.S. de obtener de ese Gabinete órdenes terminantes al Barón, para que cargue con sus Tropas y aun la escuadrilla sobre el Entre Ríos y Paraná, y obre en combinación con nuestras fuerzas…..”(6) La duplicidad de Rondeau no era una certeza que tuvieran los jefes litorales, pero era un secreto a voces, según lo afirma Molinari.
Y esto llegó a oídos de los hombres del ejército del Norte sin duda. Ya iniciada la marcha, el ejército llegó a Arequito el 7 de enero de 1820. Se conducía a ese ejército a envolverse en una guerra civil, hecho que revolvía el alma del soldado, cualquiera fuese su grado, como hemos visto, y lo que es peor a defender un gobierno desprestigiado, acusado de traición y hasta de violación a la Constitución que el país no quería, pero que era de la autoría de ese gobierno. A poco de iniciada la marcha, en Córdoba, la guarnición dejada en la ciudad para evitar su caída en manos federales se subleva y se pliega a los federalistas. El 9 de enero por la mañana el Jefe del Estado Mayor , Coronel Juan Bautista Bustos, con el apoyo del Coronel Alejandro Heredia y el Mayor José María Paz, subleva a las tropas y detiene de inmediato a los jefes Cornelio Zelaya, Gregorio Araóz de Lamadrid, Blás José Pico, José León Domínguez, Francisco Antonio Pinto y al General Francisco Fernandez de la Cruz. Su primer paso fue ponerse en contacto con Estanislao López, Gobernador de Santa Fe, a quién le escribe con fecha 12 de enero diciéndole: “Puede considerarme un amigo sólo interesado en la felicidad del país, casi arruinado por la guerra civil que debemos terminar de modo amistoso. Prueba de ello era que se retiraba rumbo a Córdoba…”desde donde trataremos cuanto conduzca a la prosperidad y seguridad de las provincias”(7)

Bernardo de Irigoyen

Por José María Rosa 

Juventud

Bernardo de Irigoyen, hijo de familia patricia, nacido en 1822, en el hogar de don Fermín de Irigoyen y María Bustamante, pertenecía a una casa plegada al partido federal desde sus orígenes. Le tocó iniciarse en los años de gran entusiasmo patriótico que siguieron al tratado Mackau-Arana, el abandono del bloqueo francés y la victoria de Arroyo Grande. No quedará insensible a la emoción colectiva producida en toda la Confederación Argentina por la hábil defensa que Rosas había hecho de la causa nacional. Una noche – el 8 de febrero de 1848 – el joven Irigoyen lee en Palermo ante el Restaurador y su hija Manuela una “Canción Federal” que, en homenaje al primero y dedicada a la segunda, ha compuesto traduciendo el sentimiento popular imperante:
¿No habéis visto cual Rosas sereno
con naciones soberbias lidió,
y venciendo mostrar que al porteño
sin venganza ninguno insultó?
A los siglos trasmita la historia
cuanto importa llamarse argentino...
Siga el Plata su augusto destino
¡ Vivan siempre los libres del Sur!

A la afirmación de la naciente soberanía lograda contra la agresión
francesa sigue la condena de quienes, por rivalidades internas y un
menguado concepto de patriotismo, se unieron en calidad
de “auxiliares” al agresor extranjero:
¡Unitarios mancharon la historia!...
y el eco jubiloso del rechazo de la ofensiva de Rivera en Arroyo Grande:
Al oriente con bravas legiones
llevó Rosas su estrella de gloria.

Esta agresiva composición, dulcificada por la música de Esnaola, fue, tal vez, la primera y la última incursión poética del joven Irigoyen. Sus estudios de derecho y las altas funciones públicas que lo reclamaron inmediatamente, lo alejaron para siempre de las musas.

Misión a Chile

Recibido de Doctor en Leyes en la Universidad de Buenos Aires, el mismo año 1843, ha de iniciar la práctica forense – necesaria entonces para obtener el título de abogado y con él la licencia para ejercer la profesión – en la Academia de Jurisprudencia, de la cual llega a ser Secretario. Sin haber terminado esta práctica, que era de dos años, el gobierno de Rosas lo designa en 1845, Secretario de la Legación en Chile conferida al doctor Baldomero García. Dos funciones competían a esta misión: la cuestión del estrecho de Magallanes indebidamente ocupado por Chile, y la política inamistosa de los diarios oficiales que, por medio de expatriados argentinos que desempeñaban cargos públicos en la administración chilena, mantenían una constante prédica partidaria, inmiscuyéndose en política interna Argentina. La “cuestión del estrecho” no tuvo solución inmediata favorable, pero en cambio las gestiones de Irigoyen en el segundo aspecto, llevadas con moderación y prudencia y sin herir intereses creados, lograron amplio eco en las esferas oficiales chilenas. El mismo Sarmiento – que nunca negaría su aprecio a Irigoyen – lo reconocerá después en su periódico La Crónica: .“Irigoyen fue a Valparaíso – dice Sarmiento –... el agente de Rosas se retiró sin haber tocado ninguna cuestión que interese a chile, pero ¡qué cambiadas quedaron las cosas!...” narrando cómo la prensa chilena dio un vuelco respecto al gobierno argentino. Los diarios y periódicos que habían combatido a Rosas valiéndose de Sarmiento, se convirtieron, según éste en “acérrimos partidarios del Restaurador argentino”, obligando a Sarmiento a abandonar momentáneamente la lucha.  Rosas no se ha de satisfacer con el paliativo que le daba Chile mientras sus fuerzas mantenían la ocupación de’ Magallanes. No era, desde luego, la gestión oficiosa ante la prensa, gobernante el objeto primordial de la misión García. Y como el gobierno chileno aprovechando las dificultades diplomáticas del argentino – eran los tiempos de la intervención anglo-francesa – dilataba su respuesta, Irigoyen (García había regresado a Buenos Aires) recibió orden de trasladarse a Mendoza con el archivo de la Legación, previéndose una ruptura de relaciones. La precipitación de complicaciones internacionales al conflicto con Brasil en 1849, la declaración de guerra a este Imperio en 1861, y la caída de Rosas en 1852, hicieron inoperante la reclamación Argentina. Irigoyen permanecerá en Mendoza desde 1847 hasta 1860. Aunque simple Oficial de la Legación en chile su influencia será grande en las provincias cuyanas. Era el representante directo del poderoso señor de Palermo, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación y Jefe virtual de la misma. Benavídez, gobernador de San Juan y el “hombre fuerte” de Cuyo se ha de guiar por los consejos del joven Irigoyen, lo mismo que los gobernadores Mallea de Mendoza y Lucero de San Luis.
En 1847 parecía indudable el triunfo de la política rosista. Los cañones de la Vuelta de Obligado y del Quebracho habían contestado como correspondía a la agresión anglo-francesa, y Lord Howden acababa de levantar el bloqueo en nombre de Inglaterra quebrando la alianza de las potencias interventoras. En Laguna Limpia,, Urquiza derrotaba al ejército “auxiliar” correntino, como poco antes lo había hecho en India Muerta con la invasión que Rivera preparó desde Río Grande. El fin de la intervención anglo-francesa significaba el cese del subsidio que mantenía la plaza de Montevideo haciendo inminente la entrada de Oribe en su capital. El triunfo final parecía cercano.  Se supone alejado el fantasma de una guerra civil complicándose con las dificultades exteriores de la Confederación. Es tiempo, por lo tanto, de olvido y de unión, necesarios para consolidar la Confederación y dar cima a la política rosista reincorporando las regiones separadas de las antiguas Provincias Unidas. En 1847 Rosas dicta sus disposiciones de amnistía, y los antiguos unitarios – no obstante sus participaciones recientes a favor de las agresiones europeas – empiezan a regresar al país sin ser molestados para nada. Esta política de unión nacional encontrará en Bernardo de Irigoyen un admirable colaborador, y su mesura y discreción logran en Cuyo el acercamiento de muchísimos adversarios del partido federal.

En 1850 Irigoyen regresa a Buenos Aires. Cuando Rosas parecía triunfante, e Inglaterra y Francia se retiraban del Plata reconociendo en los tratados de 1849 y 1850 la “soberanía de los ríos” y el libre derecho argentino a manejar su política exterior, el Brasil juega habilísimamente su última carta: “O Rosas o el Imperio” es la consigna del partido, saquarema al tomar el poder, y con ese programa llega al Ministerio de Relaciones Exteriores Paulino José Soarez de Souza, el futuro vizconde do Uruguai. Brasil prepara abiertamente la guerra: adquiere la escuadra del almirante Grenfell, y contrata las tropas que al mando de Caxias se sitúan en Río Grande. Paulino explica al Parlamento que se trata de medidas de precaución, pero es explícito con Andrés Lamas, el ministro de Montevideo en Río: si Rosas lograra afirmarse; la Banda Oriental y el mismo Paraguay volverán a la Confederación Argentina; Río Grande se independizará y tal vez hagan lo mismo las revoltosas provincias de Pernambuco y Bahía: la aristocracia brasileña recibirá un rudo golpe económico con la abolición de la esclavitud preconizada por Rosas y la monarquía se transformará en República como lo pedían los diarios brasileños evidentemente inspirados por el Restaurador argentino. Era el fin del Imperio. Por lo tanto la política brasileña se manejaría en adelante por el dilema: o Rosas o el Brasil. Ocurre la invasión del barón de Jacuhy, la ruptura de relaciones, el famoso pronunciamiento, la alianza de Urquiza con Brasil, la declaración de guerra al Imperio, y por fin Caseros. Sobrevivió el Brasil, y Rosas tuvo que marcharse a Southampton.

Misión Irigoyen al interior

Urquiza se encontraba mucho más cómodo entre los hombres prácticos del partido federal que entre los ideólogos unitarios. Ha dispuesto el uso obligatorio de la divisa punzó, y en el caserón de Palermo se siente el continuador de Rosas. Hasta se permite tratar en menos a Márquez de Souza, el vizconde de Porto Alegre, jefe de la división brasileña del ejército grande, y las banderas de Ituzaingó no son devueltas al Imperio. Es cierto que concede todo lo demás – renuncia a la soberanía Argentina de los ríos, a las Misiones Orientales, reconocimiento de la independencia del Paraguay, manos libres al Imperio en la Banda Oriental – pero eso estaba establecido en el tratado de alianza, y debe cumplirlo. Su último acto de deferencia a los brasileros fue permitirles entrar a Buenos Aires el 20 de febrero (el aniversario de Ituzaingó) con su bandera desplegada. Pero más no. Desde que el Libertador entró en Buenos Aires, se siente un nuevo Restaurador. Habla su lenguaje: califica a los del bando celeste como “díscolos que se pusieron en choque con el poder de la opinión pública y sucumbieron sin honor en la demanda”, dice que “todavía se empeñan en hacerse acreedores al renombre odioso de salvajes unitarios” y los acusa de haber perturbado “el sosiego de la patria” y “comprometido su independencia y sacrificado su libertad con su ambición”. ¿Pero Rosas está en el “Confliet” o sigue en Palermo?
Es que había que salvar a la Confederación, no obstante la caída de su Jefe de veinte años. “Hasta aquí” parece decir Urquiza a sus aliados de la víspera, al día siguiente de la entrada en Buenos Aires, de ahora en adelante cuidará los restos del naufragio evocando la figura del viajero que se embarcó para Inglaterra. El lenguaje de Rosas, las ideas de Rosas, los gobernadores de Rosas y los conserjes de Rosas: así gobierna el vencedor de Rosas. Torna hasta la casa de Rosas, y por tomarlo todo se hace hasta de los enemigos de Rosas.
Mandará a Bernardo de Irigoyen en misión ante los gobernadores del interior. Había que calmar sus recelos, y decirles que Buenos Aires no había cambiado. En Palermo seguían gobernando los Anchorena, Arana, Guido, Irigoyen, como el Jefe de la Confederación seguía usando la divisa punzó en su chaqueta. También había que consolidar la obra política de Rosas transformando la Confederación de estados semiindependientes del Pacto de 1831 en una República federal regida por una constitución nacional. Nada mejor para eso que enviarles a Irigoyen, uno de los más respetados hombres de Rosas.
Y así el 28 de febrero confiere “los más altos poderes” al joven Irigoyen para que “pase a las provincias del interior, y en representación mía y como comisionado convenga con todos los gobiernos de todas ellas y de cada una en particular, en adoptar todas las medidas y resoluciones que fueren necesarias a fin de garantir la estabilidad de los gobiernos provinciales, y acelerar el día en que la Nación se organice bajo el sistema representativo federal por el que los pueblos han combatido”. “Mi política necesita explicarse a los gobiernos – decían las instrucciones escritas que Urquiza dio a Irigoyen – porqué solamente de la fusión, del olvido y de la tolerancia que proclamemos, creo que deben esperarse los grandes bienes que anhelamos para el país”. Y la misión Irigoyen – cumplida personalmente por éste ante los gobiernos de Córdoba, San Luis, Mendoza y San Juan: y por sus delegados Dres. Pedro Uriburu y Nicolás Villanueva en las demás del interior (el litoral excluido) – logró ampliamente su propósito. El acuerdo de gobernadores del 31 de mayo en San Nicolás fue su fruto.

Persecuciones

Urquiza agradeció las gestiones de Irigoyen: “Doy mi aprobación a todos sus procedimientos oficiales, reconociendo el patriotismo con que usted ha desempeñado la misión que confié a su reconocida capacidad”, le escribe el 22 de junio de 1852.
A su regreso quiso obtener el título de abogado, pues sus distintas misiones fuera de Buenos Aires no le habían dejado completar la práctica de ordenanza en la Academia de Jurisprudencia. No aceptó ser diputado constituyente por Mendoza para contraerse a esta obligación, tanto más necesaria por cuanto el fallecimiento de su padre y haber contraído matrimonio, lo ponían en la obligación de ganarse la vida. La inscripción le fue negada. Gobernada Buenos Aires después de la revolución del 11 de septiembre por los hombres del viejo partido unitario (ahora llamado “liberal”), éstos no perdonaron a Irigoyen su militancia federal y que todavía se negara a hacer pública apostasía (como tantos) del caído Rastaurador. Se le aplicó una disposición de la Academia que exigía una residencia inmediata de dos años en Buenos Aires para inscribirse en la misma no obstante no poder aplicarse a un nativo de la provincia ni a quien se alejó de ella en funciones oficiales. Se fue entonces a trabajar al campo, poblando “La Choza” cerca de Luján. Y quedó durante algunos años alejado del movimiento político, dedicado a los trabajos rurales en ese y otros establecimientos de campo que fundó. Hizo en ellos una fortuna, una gran fortuna. Pero su verdadera vocación fue siempre el derecho y la política. Después de algunos años lograría su inscripción en la Academia y el título habilitante para litigar, compartiendo desde entonces las tareas campestres con la atención de su bufete profesional, que llegó a ser uno de los mejores de Buenos Aires.

Regreso a la política

El proyecto de Mitre, presidente de la República después de Pavón, nacionalizando a Buenos Aires con los límites de la antigua Ley de Capital de Rivadavia, quiebra al partido liberal en dos grupos antagónicos – nacionalistas y autonomistas – encabezados respectivamente por el Presidente Mitre y el gobernador de Buenos Aires, Adolfo Alsina.
Adolfo Alsina fue un caudillo popular; fue el gran caudillo popular porteño de la segunda mitad del XIX, y también fue algo más: un hábil político que supo, desde la penumbra, manejar realmente el país desde 1868 hasta su muerte en 1877. No pudo ser Presidente, pero eligió a los presidentes, a los ministros, a los senadores y a los gobernadores. Hombre de multitudes, de gesto fácil y vocabulario de pueblo, este hijo de un prócer unitario habría de continuar la línea de los grandes caudillos populares de Buenos Aires: Soler, Dorrego, Rosas. En todo distinto a su padre, don Valentín, personajón estirado, de pocas y buscadas palabras, de hondos rencores, de suficiencia rivadaviana, Adolfo era en sus maneras, en su coraje y en su viveza criolla el típico hombre de los arrabales de Buenos Aires: el “compadre”, como le decían los mitristas, de la misma manera que Rosas había sido el “gaucho”, no obstante pertenecer ambos a la clase superior y poseer talento y cultura. Era “el compadrito” porque supo hacerse intérprete del alma popular y sentía hondo el espíritu de la argentinidad. En su voz y en su gesto se expresaron los arrabales de la gran ciudad, como los actos de Rosas tradujeron el sentimiento de los campos porteños.
Por eso, bajo la jefatura de Alsina, asistimos en 1868 a un verdadero renacimiento del viejo partido federal porteño, que alguna que otra vez había intentado levantar cabeza (los chupandinos de 1856, los, crudos de 1860), contra el liberalismo dominante después de la revolución del 11 de septiembre. En las filas del autonomismo alsinista forman Leandro Alem y Bernardo de Irigoyen, y junto a ellos los Pinedo Lahitte, Unzué, Anchorena, Torres, Terrero, Sáenz Peña y tantos otros que, como dice D’Amico en su libro “Buenos Aires: sus hombres y sus cosas”, “Habían sido federales o de filiación federal, que no eran nada en esos momentos sino perseguidos por el mitrismo, y que se hicieron alsinistas por salvarse de las persecuciones”.
Irigoyen era la figura intelectual más destacada del grupo (Leandro Alem la más popular), y debió retornar inmediatamente a las altas posiciones públicas que por derecho de talento y patriotismo le correspondían. Pero el ascenso le cuesta, porque su lealtad no le permite tirar el pesado lastre del rosismo, y sus enemigos son capaces de perdonar todo (hasta el peculado), pero no se olvidarán nunca del papel desairado que hicieron en tiempos de Rosas.
Ser rosista había significado simplemente ser argentino en 1846, cuando los enemigos del Restaurador anduvieron confabulados con el extranjero. Había significado ser buen argentino en 1852, al día siguiente de Caseros, cuando Urquiza los prefería para consolidar la unión nacional. Pero poco a poco (sobre todo después de Pavón), se había ido creando la “leyenda de Rosas”, con su cortejo de sonoras palabras: tiranía, terror mazorquero, barbarie. La prensa, las novelas por entregas, los libros de texto, hicieron esta curiosa obra de tergiversación contra la cual fueron inútiles las protestas de uno que otro historiador veraz e imparcial. Todo se puso al servicio de la “leyenda de Rosas”. indispensable para que los antiguos auxiliares de Francia, Inglaterra o el Brasil justificaran su actitud de tomar armas contra la Patria: solamente el gobierno de un monstruo, de un tirano, hacía admisible la intervención extranjera y la posición que tomaron los proscriptos unitarios. Y por eso en 1874, haber sido rosista era para el común de la gente, un crimen imperdonable contra la civilización y la humanidad. Muchos habían sucumbido a ese estado de la conciencia colectiva, y renegaron públicamente de Rosas: contribuyeron más a la leyenda, porque para demostrar su ardiente fe de conversos se encargaron de enlodar peor que nadie al proscripto de Southampton. Pocos, muy pocos (es necesaria mucha fortaleza moral), prefirieron callarse porque hablar era inútil, pero guardando para la intimidad sus convicciones. Bernardo de Irigoyen fue de éstos.

Alsina y Sarmiento

Adolfo Alsina será el Gran Elector desde 1868. No pudo ser presidente porque era porteño, y en las provincias ser “porteño” recordaba demasiado las ocupaciones militares que hizo Mitre, después de Pavón. Pero si no pudo ser presidente elegirá a los presidentes: a Sarmiento en 1868, a Avellaneda en 1874. La dirección política del Partido Autonomista Nacional (el famoso P.A.N., resultado de la coalición de los autonomistas porteños con los federales – ahora nacionales – del interior), quedará en sus manos exclusivas. Sarmiento gobernará con los ministros que tenía Alsina en la provincia y éste – desde la Vicepresidencia – ha de mover los hilos con habilidad suma, porque es un buen conocedor de hombres, y Sarmiento no es muy difícil de conocer y contentar, pese a su apariencia adusta. En la presidencia de Avellaneda, después de una tentativa inútil por quebrar el antiporteñismo con su propia candidatura – eliminada a tiempo – Adolfo Alsina desde el ministerio de Guerra y con los resortes del ejército nacional en sus manos, será el solo árbitro de las situaciones provinciales. Avellaneda es un estadista, pero el político es Alsina. Irigoyen será llamado por Sarmiento a indicación de Alsina, para desempeñar la Procuración General del Tesoro. "Se necesitaba un abogado capaz y honesto para ese cargo” dirá el antiguo redactor de El Progreso explicando la designación del secretario de Baldomero García. Es que Sarmiento no es hombre de rencores: capaz de tirar con artillería gruesa, al día siguiente olvida todo y tiende la mano. Es periodista de polémicas, gobernante de arrebatos, atacante de circunstancias; por eso no tuvo enemigos pese a que lastimó a muchos y muchas veces injustamente. Sus explosiones son pasajeras, tormentas de verano que todos perdonan al “loco”. Nadie queda enojado con él: salvo Alberdi, pero éste sí que no sabe olvidar resentimientos. Y Sarmiento presidente es la antítesis del Sarmiento escritor: el autor de “Facundo” fue llevado al gobierno por la barbarie de la campaña, mientras la civilización de las ciudades votaba en masa por su opositor Elizalde: En la presidencia sus ministros (excelentes ministros: Vélez Sársfield, Avellaneda, Gorostiaga), lo dejan escribir todos los días su editorial “para despuntar el vicio”, mientras el vicepresidente Alsina maneja realmente las riendas. Mediante concesiones de forma a su enorme vanidad, este niño grande que desde la oposición aconsejaba todo y proponía todo, deja que otros hagan la Presidencia Sarmiento. A veces se enoja con “ese compadrito” de Alsina, pero a la larga hace lo que Alsina quiere. Solamente una vez impuso uno de sus arrebatos: fue cuando mandó la escuadra a la Patagonia a expulsar a los chilenos que se habían entrado por el río Santa Cruz. Como les había aconsejado el mismo Sarmiento en sus tiempos de periodista proscripto.

Ministro de Avellaneda

Avellaneda presidente quiere hacer de Irigoyen su ministro de Relaciones Exteriores. ¿Podrán admitir al antiguo rosista (que no ha dejado nunca de ser rosista), los muchos enemigos que tiene ahora el Restaurador?
“Tribuna”, el diario de los Varela (pero que ya ha pasado a otras manos), se lanza en 1874 a una formidable campaña contra “el mazorquero”, y su artículo Pan y agua o agua y pan alborota los medios políticos oficialistas. A este primer artículo siguen muchos en idéntico tono. Por supuesto son los ex-rosistas los más indignados con la candidatura, ¿cómo puede Irigoyen, que nunca ha abjurado del Restaurador pretender un ministerio?, ¿por qué a ellos solamente se les ha exigido el baño en las aguas del Jordán?
Por supuesto los argumentos sentimentales son de rigor: “¿Puede el hijo del mártir de Metán llevar a su lado a un hombre de Rosas? ¿Puede el yerno de Nóbrega gobernar con un cómplice de sus asesinos?” Es la nota llorosa, ramplona, que se usará contra toda una política y contra los que sirvieron a esa política. Es curioso que quienes atacan a Irigoyen no sean “los hijos de los mártires”, sino, precisamente, antiguos federales.
En cambio es el hijo de Marco Avellaneda el que quiere hacer del “mazorquero” su ministro de Relaciones Exteriores. Es Héctor Varela, el hijo de Florencio, quien sale desde Milán a defender a Irigoyen y a los ex-rosistas contra los ataques del diario que el mismo fundara, en un magnífico folleto (magnífico por la cordura y por la verdad): “Los hombres de Rosas y Don Bernardo de Irigoyen”.
Irigoyen no acepta el ministerio que le ofrece insistentemente Avellaneda, ya que ha sido mucha la agitación que provocó la sola mención de su nombre. Pero si no lo acepta en 1874, no puede negarse a integrar el gabinete en 1875. Será ministro de Avellaneda, de Relaciones Exteriores primero, del Interior después; el “hombre de Rosas” se sienta en el viejo despacho de don Felipe Arana; el “mazorquero” será un ministro amable, señorial, habilísimo. Político de la palabra “justa”, de la manera fina; sabrá el arte de negar sin decir no, que es el arte político por excelencia. Y será el primer gran ministro del Exterior del período siguiente a Caseros.

La "Conciliación” de 1877

El año 1877 se debate en una formidable crisis económica y financiera. Los errores del “libre cambio” posterior a Caseros han obligado a volver a la política “proteccionista” de Rosas y Avellaneda dicta la ley de Aduanas de 1876 que torna en parte a la defensa industrial de la ley de Aduana dictada por Rosas en 1835. Pero sobre todo la política monetaria precipita la crisis, y el país se encuentra más empobrecido que nunca y teniendo que responder a una enorme deuda exterior. La crisis económica amenaza (como siempre sucede) por traducirse en una crisis política: se cree generalmente que ha llegado otra vez la hora de los mitristas no obstante su derrota militar en la revolución de 1874. El partido Autonomista Nacional parece gastado por nueve años de oficialismo.
Alsina, perspicaz siempre, comprende antes que nadie que la situación se le va de las manos, y con ella la Presidencia de la República su sueño largamente acariciado, y que según sus cálculos debería obtener en 1880 al terminar el período de Avellaneda. Busca a Mitre – previamente ha perdonado a éste y a sus oficiales la calaverada de 1874 – y le propone una conciliación: los mitristas entrarán al gobierno con uno o dos ministros y algunas bancas y situaciones provinciales, pero Alsina será Presidente por unanimidad. Mitre, que tal vez no comprende que puede lograrlo todo, renuncia a ser opositor y acepta la conciliación. Es el 17 de julio de 1877.
En marzo de ese año había muerto Rosas en su retiro de Southampton y sus deudos y amigos de Buenos Aires han querido hacerle un funeral. La simple invitación a esta ceremonia privada levanta la fobia antirrosista y el gobierno de la provincia prohíbe el servicio religioso. En cambio se hará un funeral desafiante a “las víctimas de la tiranía”. No sería extraña la mano de Alsina en este manejo, pues de este último funeral es que surgirá la “conciliación” y los prolegómenos del 17 de julio: ante la tumba de Rosas se reconcilian los antiguos integrantes del partido liberal y Alsina y Mitre se dan un abrazo histórico. Alsina es un político, y así como en 1868 le convinieron los rosistas, ahora en 1877 le convienen los mitristas. Se deshace el gabinete de Avellaneda y entran en él representantes de Mitre: entre ellos Eduardo Costa, aunque también fue rosista en sus años mozos, pero ha asistido al funeral por las víctimas de la tiranía, junto a sus antiguos correligionarios, Elizalde, Rawson y muchos que usaron en su tiempo la divisa punzó. Bernardo de Irigoyen no asiste al funeral y tiene que irse del ministerio: Avellaneda lo despide con un decreto honrosísimo.
En diciembre muere Alsina y Avellaneda queda sin su gran apoyo. La muerte del candidato de la “conciliación” tiene la virtud de unir más a ésta: la desaparición del “Gran Elector” ha dejado huérfano al P.A.N., y el gobierno falto de apoyo, se adhiere con fuerza a la unión de opuestos pactada el 17 de julio. Carlos Tejedor será elegido en 1878 gobernador de Buenos Aires por la “conciliación”, como paso previo a la indudable presidencia de 1880. El nombre del antiguo unitario, que allá en su juventud conspirara con Maza cuando el bloqueo francés, satisface ampliamente a los concurrentes al funeral “por las víctimas de la tiranía”. ¿Ampliamente? Tejedor no tiene oposición en el Club del Progreso, es cierto. Pero ¿acaso el Club del Progreso es la República? ¿Es siquiera Buenos Aires? La pluma de Sarmiento ataca esta candidatura. “Las ideas no se concilian: las conciliaciones alrededor del poder público no tienen más resultado que suprimir la voluntad de los que mandan” escribe el arrebatado sanjuanino desde El Nacional al mismo tiempo que se ofrece como única solución: the right man in the right place. Tampoco Irigoyen ni Alem ni los antiguos federales aceptan la solución nacida en el funeral de las víctimas de la tiranía: surge el grupo “republicano” que se opone decididamente a los conciliados.
La “conciliación” fracasa como solución política. Aunque el valor intelectual y moral de Carlos Tejedor es grande, su nombre no arrastra al país como se creyera ingenuamente desde los salones del Club del Progreso. Ni las provincias quieren a un porteño ni la masa porteña (que fuera alsinista y ahora sigue a Leandro Alem) acepta al capacitado pero rencoroso unitario. Todavía los gauchos del sur de la Provincia siguen gritando ¡viva Rosas!, y el nombre de Tejedor solamente cuaja entre la gente “decente” de Buenos Aires y Corrientes.
Es entonces que un joven militar, sucesor de Alsina en el Ministerio de Guerra, toma con hábiles manos los hilos de la trama política. Es Roca, que solamente por ser provinciano y oponerse a Tejedor, tiene ya la mitad de la carrera ganada. Pero además es en político (el más hábil de nuestros políticos tal vez después de Rosas), y con eso gana la otra mitad. Y salvo Buenos Aires y Corrientes, logra unir tras su nombre los otros gobiernos provinciales, mientras en Buenos Aires la mayor parte de la juventud: Dardo Rocha, Carlos Pellegrini, se pliegan a su nombre. También los “republicanos” con Alem, Irigoyen, y con ellos – mejor dicho contra Tejedor y los mitristas – la masa popular porteña. El gobierno nacional un tiempo dudoso es arrastrado por la candidatura Roca: salen del gabinete los mitristas “conciliados”, y Pellegrini (ya “piloto de tormentas”) toma la cartera de Guerra y adelanta los regimientos nacionales contra el gobierno provincial. Tejedor es expulsado, y Roca triunfante en los comicios y en el campo de batalla asume la presidencia.

El “Zorro”

Roca será ahora el gran jefe del P.A.N., el jefe “único” indiscutido e indiscutible. Pero no es un “caudillo” como lo fueran Rosas o Alsina: no es conductor de muchedumbres, no es gancho ni compadrito. Este hombre que manejó la República ininterrumpidamente desde 1877 hasta poco antes de su muerte, es terriblemente impopular: cuando sale a la calle es recibido a silbidos cuando no a pedradas. Pero es habilísimo. Ninguno como el Zorro para tejer la urdimbre complicada de los intereses políticos, para satisfacer caudillejos de parroquia, para contentar intereses lugareños. No le importan las multitudes, ni hace nada por comprenderlas: en cambio conoce a los hombres, con sus virtudes y sus debilidades; a quienes pueden servirle electoralmente, y a quienes, por sus condiciones, pueden dar lustre y eficacia a su gobierno. Mucho más que Álsina será el Gran Elector en los treinta años que corren entre 1880 y 1910: su clásica “media palabra" hará los presidentes, los gobernadores, los congresales. Su no menos clásica “patada” los destruirá cuando ya no le sirvan para sus fines. Pero también Roca es un hombre de Estado; su fina habilidad electoral se trueca en sensatez y sentido común en las tareas de gobernar; su exacto conocimiento de los hombres, lo lleva a elegir como ministros a los más capaces de cada ramo. Es un escéptico que no cree en nada ni en nadie; pero esto es una ventaja para sus tiempos: no se dejará arrastrar por prejuicios ambientes ni alucinar por valores consagrados. Por eso, administrativamente considerados sus gobiernos fueron buenos, y “la época de Roca” hizo adelantar materialmente al país. Pero políticamente, careció, de sentido popular, y los treinta años del roquismo consolidarían la fisonomía de esa Argentina minoritaria que había empezado a cuajar después de Pavón. Su gobierno – tal vez por no ver esa otra Argentina de Rosas, de Urquiza, de Alsina – no siempre hizo su obra de progreso material en exclusivo beneficio de los argentinos.
Roca lleva a Irigoyen al Ministerio de Relaciones Exteriores donde el antiguo secretario de la misión de Baldomero García concluye los pactos de 1881 sobre límites con Chile. Después ocupa el Ministerio del Interior. Y en el 85 – cuando empiezan a barajarse nombres para la sucesión presidencial – será el de Irigoyen el primero en lanzarse al ruedo: lo proclaman Santa Fe, Mendoza y Catamarca en actos casi simultáneos que encuentran eco fácil en Buenos Aires, Tucumán y Salta. Solamente Córdoba, gobernada por el otro candidato – Miguel Juárez Celman, hermano político de Roca – no se une al concierto de las demás.
¿Será Irigoyen el próximo Presidente? Acaba de renunciar al ministerio del Interior para ponerse al frente de los trabajos políticos de su candidatura. Ha sido el gran ministro de Roca, y su nombre es recogido jubilosamente por la opinión.
Tampoco es hombre de multitudes, pero su figura aristocrática y serena no despierta en la tribuna o la plaza la animadversión que la de Roca. No es caudillo, pero instintivamente lo seguirán las masas. Roca mismo parece prestigiar su nombre: con fina sonrisa el Zorro lo ha incitado a renunciar el ministerio y presentarse a la lucha. Es decir: presentarse a la victoria. Todo el país, menos Córdoba, parece estar con él. Y aunque el Presidente, el Gran Elector, no ha dicho la “media palabra” sus íntimos descuentan que la pronunciará a favor de su ex-ministro.
¿Será el antiguo rosista el próximo Presidente? Eso no pueden permitirlo, si en sus manos estuviera, los antirrosistas de viejo y de nuevo cuño. Mitre escribe a sus amigos impugnando la candidatura: Irigoyen “el mazorquero” no puede ser Presidente, porque todavía no ha renegado de Rosas; es preferible Juárez Celman, aunque sea cuñado de Roca, aunque no tenga la experiencia ni alcance las condiciones de hombre de estado de Irigoyen. Todo antes que un rosista. Y los mitistas con Quirno Costa a la cabeza – de los Costa federales – se pliegan en masa a Juárez. Cuando llega el momento oportuno el Zorro dice su media palabra: y Juárez Celman será Presidente. Aunque el país demuestre, en una gira política triunfal que hace Irigoyen, que si pudiera votar libremente lo hubiera hecho “por don Bernardo”-.

El 90

Los cuatro años de la presidencia Juárez los pasa Irigoyen en el retiro de su estudio profesional y de sus establecimientos de campo. Creyó ingenuamente (no sería el primero ni el último) en el desinterés político de Roca, y no supo darse cuenta que entre Juárez Celman y él, la elección no era dudosa para el Zorro.
Se equivocó Roca con Juárez. No resultó fácil manejar a un Presidente que contaba con los enormes resortes políticos que había acumulado en el cargo, y esta vez la “patada histórica” la recibiría el Zorro. Pero se equivocó también Juárez al creer que podía prescindir de Roca y ser el “jefe único” del P. A. N.
La crisis del 89 – crisis económica y política como la del 77 – conmueve profundamente al país: en el Jardín Florida se reúne la juventud que quiere terminar con el régimen impuesto por Roca y seguido por Juárez, que alejaba al pueblo del gobierno. El P. A. N. que había empezado con Alsina como el partido popular contra la oligarquía mitrista ahora se ha convertido en un círculo de intereses obediente a jefes que no creen ni sienten al pueblo. Por eso surge la Unión Cívica, y en el mitin del frontón se pliegan al nuevo partido todos los opositores: algunos mitristas (sin Mitre que está en Europa), los viejos alsinistas, los antiguos federales como Alem y don Bernardo, los católicos con su magnífico estado mayor (Estrada, Goyena, Gorostiaga), y algunas personalidades aisladas que estuvieran con Roca, pero que las contingencias políticas alejaron de su lado, como del Valle, Juan José Romero y otros. En la Unión Cívica alienta esa “emoción de pueblo”, que estaba hacía largo tiempo ausente de la política argentina. Esto no lo comprendieron bien muchos “cívicos” – especialmente los mitristas – y de allí que no supieron estar a la altura del movimiento.
Se pierde la revolución del 26 de julio, pero – caso extraordinario - el pueblo sale a la calle a vitorear a los vencidos, y el presidente Juárez, sin pueblo, sin partido y sin Roca, tiene que irse y se va.

La Unión Cívica Radical

Nadie duda en esos primeros días de agosto, cuando Pellegrini se hace cargo del gobierno, que la Unión Cívica es dueña del país. No solamente es la inmensa mayoría, sino que su enemigo el P. A. N. carece de espíritu y de moral para oponerse al indudable triunfo en las próximas elecciones presidenciales. Después de la sangre vertida en el Parque no puede pensarse en las consabidas triquiñuelas electorales; un fraude es posible en un estado de inercia opositora pero ¿cómo hacerlo con esas vibrantes masas “cívicas” que recorren entusiastas y decididas las calles de Buenos Aires, Rosario o Córdoba? La Unión Cívica reúne su Convención (la primera en nuestra historia política), en Rosario, y elige su fórmula presidencial el 17 de enero de 1891: Bartolomé Mitre para Presidente, Bernardo de Irigoyen para Vicepresidente.
¡Curiosa fórmula la del Rosario uniendo dos personalidades tan opuestas como Mitre e Irigoyen! Es cierto que el general ya no es el hombre de Pavón y de la ocupación militar en las provincias. Ya aquello pasó: es ahora el Patriarca, el hombre de gabinete y de consejo, la figura consular de la calle San Martín: su prestigio político está intacto, no obstante que muchos de sus amigos han colaborado con Juárez. Tal vez su viaje a Europa es una muestra de habilidad política: si Juárez quedaba, los mitristas seguirían con sus carteras; si Juárez caía, el general sería el nuevo Presidente. El prestigio del “argentino que vuelve de Europa” seguía siendo irresistible para cierta clase de gente. Y el nombre de Mitre, la bandera más alta del antirrosismo, es unido por la fórmula del Rosario al de Irigoyen, el antiguo colaborador de Rosas que el propio Mitre vetara en su famosa carta apenas un lustro atrás. Pero en el Jardín Florida y en el Parque se entiende que ha nacido algo nuevo, algo que precisamente debe borrar esas antiguas banderías. Contra el “régimen” debe lograrse la unión de todos los argentinos: de allí que el unitario Mitre y el federal Irigoyen compartan la fórmula cívica. El primero trae su innegable gravitación social e intelectual; el otro su capacidad de estadista. Y, tal vez, la garantía para las masas cívicas de que Mitre “no hará mitrismo”.
Es lo que Mitre no entiende. Su obra de estudioso lo ha alejado en esos últimos años de la realidad contemporónea; su ausencia del país no le ha permitido, tampoco, conocer y comprender a la Unión Cívica. Sus consejeros, además, siguen siendo más mitristas que cívicos: de allí que el general cuando ese 18 de marzo en que regresa al país ve la impresionante multitud que se ha juntado en el puerto a recibirlo es el que es una manifestación exclusivamente por su persona. Mitre sigue siendo mitrista: otra vez se cree en Pavón y se siente el árbitro único del destino.
Elegir a Mitre había sido el grave error de los cívicos en Rosario. Pues hay alguien que conoce a Mitre mejor que sus mismos correligionarios, y sabrá valerse del propio candidato para deshacer al partido: es Roca, ahora ministro del Interior de Pellegrini. El Zorro, puntal de una situación perdida ha de salvarla con uno de sus grandes golpes de habilidad. Un golpe muy sencillo, pero mortal para la Unión Cívica. Irá a visitarlo a Mitre y ofrecerle el apoyo del gobierno. Mitre halagado acepta...
La bomba del acuerdo Mitre-Roca produce el efecto esperado. La Unión Cívica no es Mitre. No era para hacerlo presidente a Mitre que se había ido al Jardín Florida en 1889 y a la revolución en el 90: era para eliminar “de raíz” a todo el régimen político basado exclusivamente en el predominio de una minoría, o en la habilidad de Roca. Era una revolución la que había que hacer, una revolución profunda; “radical”, que Mitre no había entendido. Se rompe la Unión Cívica y se forma la Unión Cívica Radical, con Leandro Alem, con Bernardo de Irigoyen – que renuncia a su candidatura y da las bases de la nueva política “radical" en su polémica con Mitre del 5 y 6 de junio de 1891 –, con Hipólito Yrigoyen, con toda la juventud del Jardín Florida, y sobre todo con la masa popular que lo había hecho caer a Juarez. El partido “radical” proclama a Bernardo de Irigoyen su candidato a presidente.
Pero ahora el Zorro está fuerte. Mitre renuncia y ante el desbarajuste total de los cívicos cobran fuerza los jóvenes del P. A. N. y es lanzada la candidatura de Roque Sáenz Peña, joven ministro de Relaciones Exteriores de Juárez. No es, desde luego candidatura popular, pero la apoyan algunos gobiernos provinciales, entre ellos Buenos Aires (gobernada por otro joven: Julio Costa). Roque Sáenz Peña tiene prestigio intelectual y no se lo puede considerar envuelto en los manejos políticos del unicato. Además es enemigo de Roca. Su candidatura significa una revisión modernista del antiguo P. A. N.: de allí el nombre de modernismo que toma su movimiento.
Otro golpe de habilidad del Zorro elimina a Roque Sáenz Peña. El P.A.N. elige como candidato a Luis Sáenz Peña, incoloro ministro de la Corte, y Roque renuncia ante la candidatura de su padre. El modernismo se quiebra y Luis es impuesto como Presidente. Los "radicales”. desconcertados, débiles, son corridos de las elecciones. La habilidad de Roca, la serenidad de Pellegrini, la ingenuidad de Mitre, la caballerosidad de Roque Sáenz Peña, todo ha contribuído para que el roquismo siga, más o menos disimulado, manejando los hilos de la política.

El debate de 1894

Nada consiguen los radicales yendo en 1893 a la revolución en La Plata Rosario o Córdoba: los regimientos de línea bastan para dominar a los rebeldes; el pueblo es instintivamente radical, pero el famoso acuerdo ha sembrado confusión y restado entusiasmo. Bernardo de Irigoyen será elegido senador por la Capital en 1894 en reemplazo de Alem, cuyo diploma ha sido objetado por tener pendiente un proceso como revolucionario. Apenas llegado a la banca presenta un proyecto de ley de amnistía que lo hará chocar en un debate – célebre debate – con Manuel Quintana, mitrista y ministro del Interior de Luis Sáenz Peña.
Dicen que la mañana de ese debate Quintana dijo: “Hoy concluiré con Irigoyen”. Tenía el ministro un arma temible contra el senador radical, que le hacía sonreír por anticipado su triunfo. -“Quintana era arrogante – lo describe Amadeo – mimado de la fortuna y seguro de sí mismo. Su rica clientela respetaba sus levitas de Poole que vestía con sobria elegancia, y sus cuadros que apreciaba con igual pericia que del Valle. Era, desordenado y pródigo pero tan sereno en la mesa de tresillo del Club del Progreso como en su banca de ministro”. Irigoyen, pasados los setenta, era ya el Great Old Man de la política argentina, respetado y respetable como Gladstone. Su palabra valía como un documento y la austeridad de su vida privada y pública era coraza contra la cual se estrellaba cualquier malevolencia, ¿ qué arma sería esa que tenía Quintana en su contra?
Joaquín de Vedia testigo del famoso debate, cuenta que don Bernardo (ya era “don Bernardo” para todos) “revelaba una serenidad imperturbable, por la plácida expresión de su semblante, el ritmo reposado de sus ademanes, la quietud de su mirada, la sonrisa casi imperceptible de sus labios finos”, mientras Quintana “procediendo con mesurada teatralidad lo escuchaba echando la cabeza hacia atrás y entornando los párpados”.
Don Bernardo habló durante varias sesiones: denunció el proceder de los interventores federales en las provincias y la presión electoral dirigida por el ministro del Interior. Explicó que esa presión del gobierno, era la sola causa de los movimientos revolucionarios, y que la solución para evitarlo consistía en otorgar garantías de libre emisión del voto, y terminó solicitando la aprobación de su proyecto de amnistía a Alem y los demás procesados. Al concluir su largo discurso una verdades ovación se oyó en el viejo recinto del Senado: nunca don Bernardo había estado tan elocuente, nunca su oratoria, de frases sencillas y razonamiento encadenado – más propia de una Academia que de un cuerpo político – había conmovido tanto a la barra y hasta a sus propios adversarios. El mismo Mitre se levantó de su banca para felicitarlo. Quintana oyó este elogio de su jefe político a su adversario. Cuenta Vedia que con sonrisa desdeñosa, y siempre con estudiada teatralidad, se “puso de pie procediendo con lentos ademanes a sacarse el sobretodo que arrojó sobre el respaldo del asiento; se sentó de nuevo, rectificó la posición de sus lentes de oro, paseó una mirada segura sobre las bancas y la barra, y empezó a hablar...”
¿ Qué gran secreto tenía contra don Bernardo? Amadeo nos dice “que le iba a tirar al alma”, que en ese debate no habría cuartel para el senador opositor, que “como en el envite criollo, a ley de juego está todo dicho”. ¿Qué era eso, tan grave y que tan confiado tenía de su triunfo al elegante ministro?
¿ Qué era eso? Pues que Irigoyen había sido rosista... Empezó Quintana: “Jamás he defendido la cáusa de ninguna tiranía. Jamás me he ensañado contra partido alguno. Jamás he propuesto la confiscación disfrazada de los bienes de mis adversarios políticos... La cabeza de Castelli en la punta de una pica, en el centro de la plaza principal de la ciudad de Dolores, es el recuerdo más antiguo que tengo de mi existencia. La tristeza suprema de mi vida fue la despedida angustiosa del autor de mis días que se condenaba voluntariamente al ostracismo para salvar, con la seguridad de su persona su dignidad de ciudadano en las horas aciagas de 1840...”. Comenta Amadeo que “la frase era dramática, pero no produjo efecto: los aplausos tardaban y eran fríos”. Y mientras traía en sus bien cortadas frases esos recuerdos juveniles de la tiranía, pasados por el tamiz de una leyenda de medio siglo, acaso pensó el gran orador que el ataque estaba frustrado. 1894 no era 1877. La frase, la frase sonora y dramática – la gran arma antirrosiata – ya no gobernaba al Congreso. Ese anciano, de mas de setenta años, que no hacia oratoria, era ahora el más fuerte. Y era nada menos que el amigo y consejero de Rosas: el diplomático de la tiranía, el redactor de la Gaceta Mercantil. Sus sólidas razones podían más que la retórica; era tiempo de estadistas, como en 1840, justamente.
Quintana se fue apagando poco a poco. “¿Qué dice ese hombre?”, Exclamó don Bernardo en la banca vecina haciendo esfuerzos evidentes para oír (la edad lo había dejado algo sordo). Un papel hizo llegar hasta la banca del ministro: “Me piden que hable más alto, pero no puedo”, dijo éste mientras baja la mirada, apagada la voz, encogido el ademán, seguía hilvanando recuerdos de la tiranía... Acabó apagándose del todo; y con una excusa por su estado de salud abandonó el recinto.
“Hubiera querido decirle al señor ministro – tomó la palabra don Bernardo para aclarar las alusiones a La tiranía – que soy un hombre que puede afrontar perfectamente el debate de sus actos políticos por mucho que los quiera él hacer retroceder... Cuando vuelva a su banca tendré el honor de aclararle esto y muchas cosas. Pero en su ausencia quiero decirle al Senado que este propósito, esta insinuación, este sistema diría ya ha sido puesto en práctica, pero que no me ha estorbado ni me ha cerrado el camino para que yo siga mereciendo la consideración, el aprecio de una gran parte de mis compatriotas, y si no obtengo la simpatía de la otra, debe reconocerse que me deben todos la más perfecta, consideración y el mas distinguido respeto... Y esos errores a que él ha aludido, que yo no acepto pero que podría tener que reconocer, son la causa de que yo haya venido a quedar alejado del movimiento político y administrativo del país... Y suponiendo que yo hubiera sido adicto a gobiernos despóticos, no puede negar el señor ministro que siempre me ha conocido partidario de las libertades públicas. En cambio él, que asegura haber comenzado su vida combatiendo por la libertad, hoy sostiene el más pleno absolutismo político, absolutismo administrativo”. Irigoyen bien sabía que él en nada había cambiado, que en 1895, como medio siglo atrás seguía defendiendo la causa del pueblo. Tampoco Quintana había cambiado, estaba en la vereda de enfrente antes como ahora.

The “Great Old Man”

Quintana no volvió al recinto. Fue a la Casa de Gobierno y de allí mandaría su renuncia al presidente Sáenz Peña. Con esta renuncia cayó el gabinete y poco después el presidente. El vice Uriburu toma el gobierno bajo el doble tutelaje de Roca y de Pellegrini. El Zorro siguió su obra de zapa en el partido radical. Tampoco Alem se entendía con su sobrino Hipólito Yrigoyen, y la noche del lº de julio de 1896 el caudillo desengañado, sintiéndose incapaz de llevar a la victoria sus huestes acaba su vida con un pistoletazo frente al Club del Progreso. Hipólito Yrigoyen toma la dirección del partido, pero los viejos radicales poco quieren saber con la jefatura de quien, hasta ese momento, no ha demostrado otras condiciones que la de consumado político de Comité. Se retira Lisandro de la Torre con su grupo de jóvenes del Jardín Florida; se aleja don Bernardo, seguido Por sus viejos amigos del alsinismo que han lanzado, una vez más, su candidatura presidencial.
La vida política de don Bernardo parece terminada sin duda alguna. Su última actuación debió ser el debate con Quintana y el derrumbe de la presidencia Luis Sáenz Peña. Nunca había tenido pasta de hombre de comité o de barricada. Es un estadista, nada menos, pero nada más. Su vida pública parecía terminada, mejor dicho, debió quedar terminada con su actuación en el Senado.
Pero... también the great old man cae (en ese melancólico final de su existencia) en la trampa dorada y bien urdida del Zorro y el Gringo. Y a los setenta y seis años comete la grave falta de aceptar la gobernación de Buenos Aires que Pellegrini le ofrece en bandeja de plata. Sus amigos se desbandan, y hasta alguno se suicida por el desconcierto. Y el diplomático de Rosas, el enviado de Urquiza, el ministro de Avellaneda y de Roca, el candidato a la presidencia acepta esa gobernación ingobernable: ese sillón que ya no es el de Don Juan Manuel, ni siquiera el de Carlos Tejedor, donde solamente se podía gobernar transigiendo con los pequeños intereses de los ciento seis caudillejos de comunas, dueños constitucionales de todo el poder, y árbitros de la Legislatura y del partido. Y transigiendo también (y sobre todo) con el Presidente de la República.
¿Acaso no sabía don Bernardo la realidad que tenía que enfrentar como gobernador de Buenos Aires ? Debió saberla tal vez; pero creyó que su fuerte prestigio podía permitirle navegar entre tan encontradas corrientes No tenía la habilidad ni las dotes politiqueras de Dardo Rocha, ni de Máximo Paz, ni de Julio Costa. Pero tampoco a los setenta y seis años, tenía la cabeza firme de Guillermo Udaondo que le hubiera permitido sobrellevar con relativo éxito su gestión.
Fracasó... Poco antes de dejar el gobierno escribía a José Bianco su secretario: “Estoy al final de la jornada. En obsequio del país cometí el error de aceptar la gobernación. Procedimientos que no quiero calificar han malogrado todas mis iniciativas y han nulificado todos mis esfuerzos. Termino mi mandato sin las satisfacciones del éxito, pero con la plena aprobación de mi conciencia”. Y de la Casa de los gobernadores se volvió casi solo a su vieja residencia de la calle Florida, de la cual no debió salir para hacer el Quijote en La Plata.
No ocupó ya ningún cargo público, pero ¡qué difícil de dejar es ese veneno de la política, cuando se ha gustado mucho tiempo su agridulce sabor! Roca llegaba por segunda vez a la presidencia cuando don Bernardo ocupaba el sillón de Buenos Aires. Si no obstaculizó abiertamente a su antiguo ministro, no es menos cierto que nada hizo por apoyarlo. Y don Bernardo emplearía sus últimos alientos en combatir al roquismo como en el 90, como en el 95.
En 1901 se quiebra la larga amistad de Roca y Pellegrini: en apariencia fue una cuestión financiera, en realidad (tal vez) la resistencia del Zorro para apoyar al Gringo en sus pretensiones presidenciales. Pero Pellegrini es la “gran muñeca” como le dicen sus amigos del Jockey Club: Roca debe “emplearse a fondo” contra tan potente enemigo que no solamente posee las viejas mañas aprendidas a su lado sino que es excelente parlamentario, gran estadista, y hombre “de amigos”, ya que no popular. Con Pellegrini se va el octogenario don Bernardo y el grupo de jóvenes que lo siguen: Rómulo Naón, Manuel Iriondo. Mientras otros – Vicente Gallo, José Bianco – vuelven a las filas del radicalismo sin romper su vinculación personal con su antiguo jefe.
En 1904 Roca lo hace presidente a Quintana después de haber alentado (como con don Bernardo en el 86), las aspiraciones de su ministro Marco Avellaneda. Nuevos valores han llegado a la política, y el “hombre fuerte” de la presidencia Quintana será el sucesor de don Bernardo en la gobernación de Buenos Aires: Marcelino Ugarte. Pero contra Quintana y Ugarte estrechan filas la Coalición Popular de Pellegrini y Emilio Mitre donde también toma lugar Irigoyen. Triunfante contra la revolución radical de 1905, el presidente Quintana será derrotado por la coalición en las elecciones de la Capital de 1906, que llevan a Pellegrini y sus aliados al Congreso.
Ese mismo 1906 muere Mitre; a poco Quintana después Pellegrini: un ciclo se cierra en la historia Argentina. Y casi al terminarse el año fatídico - el 27 de diciembre – muere también don Bernardo. “Su largo día – comenta Amadeo – terminó en una puesta de sol maravillosa, y las sombras cayeron de repente. Se quedó dormido: fue necesario tocarlo muchas veces para saber que estaba muerto”. Tenía ochenta y cuatro años. Y por la calle Florida, ya asfaltada y de letreros luminosos y donde ponían su nota estridente los primeros automóviles, pasó el entierro del gran viejo rumbo a la Recoleta: Por esa misma calle entonces empedrada, entre casas pintadas de punzó y jinete en un caballo enjaezado con el mismo color, el Joven Irigoyen había ido cincuenta y cuatro años atrás a Palermo, para ofrecerle a Manuelita Rosas sus primeros y únicos versos. Entre uno y otro viaje estaba casi toda la historia Argentina.
“He ocupado altos puestos públicos – leían sus hijos poco después su testamento – he tenido influencia política durante muchos años, y quiero declarar en este momento, en que pensando en una vida futura no es permitido apartarse de la verdad, que no he tenido directa ni indirectamente participación en ningún negocio con los gobiernos: que no he favorecido a mis deudos ni a mis amigos con negocios ni beneficios administrativos. Hago esta declaración para satisfacción de mis hijos. Declaro también que ni en la vida pública ni en la vida privada he abrigado odio o malas pasiones para nadie. Si; en las actuaciones políticas he tenido alguna vez resentimientos, éstos nunca llegaron a perjudicar a mis adversarios ni opositores, ni en sus personas ni en sus bienes”.
Se fue sonriente, afable, tolerante. Había vivido en una época de pasiones enconadas, y no supo de rencores aunque el odio lo manchara muchas veces y detuviera otras tantas su carrera. Pero subió firme, honestamente, con la mirada adelante, sin claudicar una sola de sus convicciones. Sereno y fuerte poseedor de la verdad que no cambió jamás por las clásicas migajas del banquete. Se vio, obligado a hacer de esa verdad un culto íntimo porque los tiempos suyos no eran propicios para gritarla en la calle. Y en su salón punzó de la casa solariega de la calle Florida, se quedó dormido para siempre el 27 de diciembre de 1906 don Bernardo de Irigoyen.