María Eva Duarte nació el 7 de mayo de 1919 en Los Toldos, provincia
de Buenos Aires, hija ilegítima de una cocinera. Siendo actriz de la
radio y del cine, conoció al coronel Juan Domingo Perón en 1944 durante
la campaña de solidaridad popular por el terremoto de San Juan. Días
después de la histórica jornada del 17 de octubre de 1945 se casó con
él.
A través de la obra fenomenal de la Fundación Eva Perón llegó con
urgencia a los sectores más desprotegidos, hasta encarnar en realidad
esa frase suya: “Ahí donde hay una necesidad, ahí hay un derecho”.
Incorporó plenamente a la mujer a la vida política argentina. Por eso
pronto el pueblo la adoptó en su corazón y la convirtió en la abanderada
de los humildes, de los trabajadores, de las mujeres, de los grasitas y
descamisados.
Renunció a la candidatura a vicepresidente para la que había sido
proclamada en un conmovedor cabildo abierto. Falleció de un cáncer a los
33 años el 26 de julio de 1952. Entonces se la designó Jefa espiritual
de la nación.
Evita, santa y mártir, vive eternamente en el alma de su pueblo.
Aunque se trata de tres textos ya publicados por la Agenda de Reflexión
en sus primeros envíos, nos permitimos reiterarlos por su notable
actualidad, paradojal vigencia y renovada oportunidad.
Eva Perón: Por qué soy peronista (fragmentos)
[...] Soy peronista por conciencia nacional, por procedencia popular,
por convicción personal y por apasionada solidaridad y gratitud a mi
pueblo, vivificado y actuante otra vez por el renacimiento de sus
valores espirituales y la capacidad realizadora de su jefe, el general
Perón. Mi dignidad de argentina y mi conciencia de ciudadana se sublevó
ante una patria vendida, vilipendiada, mendicante ante los mercaderes
del templo de las soberanías y entregada año tras año, gobierno tras
gobierno, a los apetitos foráneos del capitalismo sin patria y sin
bandera.
Mi solidaridad con el pueblo, cuya callada epopeya he sentido en mi
carne y he sufrido en mi sensibilidad, reafirma mi peronismo. Porque he
vivido los problemas del movimiento, su difícil gestación, su
desenvolvimiento y la victoria final de la revolución, y porque he
pulsado el amor apasionado que el general Perón alienta por su pueblo y
por sus vanguardias descamisadas, es que me he convertido en humilde
abanderada de esta causa del pueblo, un soldado con una fe
inquebrantable en el éxito y con un deseo irrefrenable de quemar mi vida
para alumbrar el camino de la liberación popular.
[...] Soy peronista, en fin, por convicción y por sentimiento, por
confianza en la bondad y en los esfuerzos de los descamisados, en esta
lucha por la total independencia económica de la patria, por nuestra
completa liberación y por nuestra absoluta y limpia soberanía.
Este peronismo mío se ha retemplado en la lucha, se alimenta de ella y
se afirma en la fe. Tiene la fuerza incontenible de las causas justas.
Se ha forjado en la dignificación del trabajo, en la humanización del
capital, en la protección al desvalido, en la prodigiosa multiplicación
de escuelas y hospitales, en la potencialidad de las fábricas levantadas
por la revolución, en las mejoras al obrero del campo. Este peronismo
mío se ha forjado y se afirma en este mismo lenguaje que uso para
definirlo, que es lenguaje de pueblo y que choca y desagrada a los que
usan el lenguaje de la mentira coaligada.
(Eva Perón, publicado en su columna del diario Democracia)
El paradigma de un retrato
Un año después del fallecimiento de Evita, el 26 de julio de 1953, año
del centenario del apóstol José Martí, en la ciudad de Santiago de Cuba,
el joven abogado Fidel Castro al mando de un puñado de ciento sesenta y
cinco revolucionarios asalta el cuartel Moncada, la segunda fortaleza
militar en importancia de ese país, dando comienzo a las operaciones
militares que culminarían luego de una azarosa pero fulminante lucha
guerrillera en el desalojo de la tiranía de Fulgencio Batista del poder y
el desarrollo de la revolución cubana.
Un par de años después, el médico argentino Ernesto Guevara Lynch conoce
al Comandante Fidel y se enlista en Méjico en la expedición del Granma.
Se iba a constituir rápidamente en la mítica figura del Che, el
arquetipo universal del revolucionario.
Ya en nuestros días, José Saramago, el portugués Nóbel de literatura
-quien se define a sí mismo como “un comunista hormonal”- escribió una
breve meditación sobre un retrato del Che Guevara que contiene una feroz
crítica a los intelectuales portugueses. El fenómeno es tan universal
que es posible re-escribirlo aplicado a la Argentina, donde una
generación completa de la pequeña burguesía creció conmovida con una
foto, o de Evita o del Che, y millones con las de ambos.
No importa qué retrato. Uno cualquiera: serio o sonriendo, arma en
mano o con habano, con boina o sin boina, con Fidel o sin Fidel, o
muerto con el torso desnudo y los ojos entreabiertos. No importa qué
retrato. Uno cualquiera: seria o sonriendo, en el balcón de la Plaza o
rodeada de enfermeras, con rodete o pelo suelto, con el General o sin el
General, o con los brazos en abrazo hacia su pueblo. Sobre cada una de
estas imágenes se podría reflexionar profusamente, de modo lírico o de
modo dramático, con la objetividad prosaica del historiador o
simplemente como quien se dispone a hablar del héroe que descubre haber
perdido porque no lo llegó a conocer…
A la Argentina infeliz y amordazada de Onganía llegaron un día los
retratos clandestinos de Eva Duarte y de Ernesto Guevara, los más
célebres de todos, los retratos que se convirtieron en la imagen
universal de los sueños revolucionarios del mundo, promesa de victorias
fértiles y de muchos triunfos, el del bien sobre el mal, el de lo justo
sobre lo injusto, el de la libertad sobre la necesidad. Finamente
enmarcado o fijo a la pared por medios precarios, esos retratos
estuvieron presentes en todos los debates políticos apasionados,
exaltaron argumentos, atenuaron desánimos, arrullaron esperanzas. Fueron
vistos, ambos, cada uno en su retrato, como un Cristo que hubiese
descendido de la Cruz para descrucificar a la humanidad, como un ser
dotado de poderes absolutos que fuera capaz de extraer agua de una
piedra con que se saciaría toda la sed, y de transformar esa misma agua
en el vino con que se bebería el esplendor de la vida.
Y todo esto era cierto porque el retrato de Evita, el retrato del Che,
fueron, a los ojos de millones de personas, el retrato de la dignidad
suprema del ser humano.
Aunque también fueron usados como adorno incongruente en muchas casas de
la pequeña burguesía, para cuyos integrantes las ideologías políticas
de afirmación peronista o socialista no pasaban de un mero capricho
coyuntural, forma supuestamente arriesgada de ocupar ocios mentales,
frivolidad mundana que no pudo resistir al primer choque duro de la
realidad, cuando los hechos vinieron a exigir el cumplimiento de las
palabras. Entonces, el retrato de Evita o del Che, testimonio, primero,
de tantos inflamados anuncios de compromiso y de acción futura, juez,
ahora, del miedo encubierto, de la renuncia cobarde o de la traición
abierta, fue retirado de las paredes, escondido, en la mejor hipótesis,
en el fondo de un armario, o radicalmente destruido como se quisiera
hacer con algo que hubiese sido motivo de vergüenza.
Y llegó la hora del “algo habrán hecho…” y del “por algo será…”. Y más tarde la del “yo no sabía…”. Y después la hora del…
Una de las lecciones políticas más instructivas, en los tiempos de hoy,
sería saber lo que piensan de sí mismos esos miles y miles de hombres y
mujeres que tuvieron algún día el retrato de Evita Perón o del Che
Guevara a la cabecera de la cama o enfrente de la mesa de trabajo, y que
ahora sonríen por haber creído o fingido creer. Algunos vergonzantes
dirían que la vida cambió, que Evita y el Che, al perder cada uno su
guerra, nos hizo perder la nuestra. Otros confesarían que se dejaron
envolver por una moda del tiempo, la misma que hizo crecer barbas y
alargar las melenas, como si la revolución fuera cuestión de peluquero. O
de pregonar la dignidad de los más débiles mientras no se tratara de
resignar privilegios. Los más honestos reconocerían que el corazón les
duele, como si su verdadera vida hubiese suspendido el curso y ahora les
preguntase, obsesivamente, adónde piensan ir sin ideales ni esperanza,
sin una idea de futuro que dé algún sentido al presente.
Evita y el Che se puede decir que ya existían antes de haber nacido,
Evita y el Che se puede afirmar que continúan existiendo después de
haber muerto. Porque Eva Perón y Ernesto Guevara son sólo el otro nombre
de lo que hay de más justo y digno en el espíritu humano.
Lo que tantas veces vive adormecido dentro de nosotros.
Lo que debemos despertar para conocer y conocernos, para ponernos de pie
y agregar el paso humilde de cada uno al camino de todos.
Se llamaba Eva…
(Por Alejandro Olmos)
En la ciudad del silencio la historia talló su imagen y le dio un
pedestal en la eternidad del tiempo. Hizo de su nombre una bandera, de
su vida un ejemplo, y de su muerte un símbolo.
No fue ella la ilusión de una promesa, porque hizo una realidad de la
esperanza. No consagró el dogma de un partido, porque fue el amor
cristiano de una obra. No gobernó a una república, porque reinó en el
corazón de los humildes.
La siguieron los débiles, porque ella rindió a los poderosos. La
reconocieron los justos, porque ella condenó los privilegios. La amaron
los hambrientos, porque ella fue el pan de su justicia.
En la plaza de las multitudes selló su destino un 17 de octubre. Y,
desde la entraña misma de su pueblo, fue rebeldía, inspiración y nervio
al lado del caudillo que parió la patria.
Renunció a los honores del Estado para servir de consuelo al
sufrimiento. El dolor de los desposeídos crispó sus manos y un anhelo de
justicia fervorizó su sangre. La doctrina de Perón se hizo evangelio en
la obra de su vida, y agotó su sacrificio al servicio del pueblo.
En el invierno de una noche entró en la inmortalidad de los grandes. Y
un país, convertido en llanto, fue una larga sombra de gratitud y
silencio.
El crimen de los bárbaros desterró su imagen en la impiadosa conjura de
los odios. Peregrina en caja anónima, tuvo por sepulcro un suelo
extraño, y por lápida un nombre ajeno.
El pueblo la perdió en el día de la derrota. El pueblo la rescató en el amanecer de una victoria.
En la parábola del arrepentimiento y el pecado, volvió a la patria. Y la
patria le dio tumba junto al caudillo. Pero el odio de la infamia y la
violencia los separó, de nuevo, en la ciudad dividida de los muertos.
La magia de su signo alienta a quienes toman su bandera, y estremece a quienes siguen el eco de su historia.
Se llamaba Eva… Y en la lucha que ella emprendiera contra la injusticia de su pueblo ganará batallas al conjuro de su nombre.
Alejandro Olmos
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