Rosas

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lunes, 31 de agosto de 2015

Facundo y el Moro

Por María Rosa Lojo 

El moro es veloz como el corcel de Philotas, inteligente como el de César, sagrado como el de Calígula ¿De dónde ha tomado Facundo el modelo de amor que Alejandro profesaba a su Bucéfalo? (...) más de un honor desdeña en la ciudad por quedar en el campo acompañando a su cabalgadura. Un caballo es un tesoro y hay tesoros que no valen un caballo. Si Ricardo III halla el moro de Facundo, por dos veces da su reino.

David Peña, Juan Facundo Quiroga

De puro brujo, no más,
Lo pensaban sus paisanos
Otra vez sobre su moro,
Haciendo temblar los llanos


León Benarós.
La polvareda avanza a una velocidad inusitada. Rayos de luna se trizan y se reflejan en esa coraza móvil y porosa de tierra seca, apenas humedecida por la niebla del amanecer. Esa nube destellante se desplaza mucho más rápido que los carruajes, más velozmente aún que la sombra ambiciosa de cualquier buen caballo de pelea. Sólo hubo un caballo, uno solo, capaz de correr parejas con el viento, que podía golpear el pecho de la tierra de tal manera: rozándola apenas con un fulgor de chispa, suspendido en el aire brusco de la fuga como si fuera el aliento mismo del planeta.

El general Quiroga contiene su propia respiración para dejar que únicamente ese mundo más antiguo respire en las patas del animal que se aproxima. ¿Y si fuera él? A medida que el bulto se acerca comienza a distinguir un brillo disperso, como de plata molida, sobre el lomo sudoroso y oscuro. Reconoce el dibujo tenso de los músculos, las crines que hace tiempo no han sido tusadas y le dan el aspecto de un animal salvaje, el relincho que anuncia las batallas y el estallido inesperado de las tormentas. Ya lo tiene apenas a unos metros, perfectamente visible y casi tangible. Ya puede estirar las manos para acercar a su cara el hocico jadeante, y apoyar la cabeza sobre el cuello largo que late al compás de su propia sangre, con un solo deseo, con un solo rumor. Juan Facundo Quiroga deja enredarse sus dedos en ese pelaje rebelde, que nadie, salvo él mismo, ha podido peinar y domesticar.

El Moro, pues, ha vuelto, ha huido de su captor, ha respondido a su llamado persistente. Los años pasados no parecen haber dejado marca alguna de humillación o incuria sobre el cuerpo que ahora emerge, intacto y súbito, de la noche profunda, como si no hubiese vivido en cautiverio, sino a la cabeza de tropillas nómades en campos de pastoreo, inaccesible al lazo y a la ajena montura. Facundo quiere mirarse otra vez en esos ojos, como cuando indagaba en ellos su destino, en las noches que precedían al combate. Pero el Moro sacude la cabeza y los remos tiemblan. Facundo comienza a temblar también, mientras intenta, en vano, montar en pelo sobre el lomo espejado que amenaza deshacerse bajo sus muslos como la polvareda. El latigazo del reumatismo le castiga la pelvis y las últimas vértebras mientras una mano lo sacude, tomándolo del hombro izquierdo.

- ¡General! ¡General, por Dios, despierte usted!

Quiroga abre los ojos. Han desaparecido el Moro, las esquirlas de plata sobre el lomo sombrío del caballo y del camino, el gozo desaforado del reencuentro. Está en una cama de la Posta de Ojo de Agua, camino de Sinsacate. La cara demudada de José Santos Ortiz, su confidente y secretario, es ahora el único espejo donde el destino puede reflejarse.

- ¿Qué quiere usted, hombre? ¿Por qué no descansa? Aproveche el poco fresco de la noche. En tres horas más el calor no nos dará respiro.

- Si fuera sólo el calor, general. Está confirmado.

- ¿Qué?

- Todos lo han dicho: el maestro de posta, los peones, los arrieros, el pueblo. Todos lo saben. Santos Pérez se ha emboscado para asesinarlo, por orden de los Reinafé. Está esperándonos con una partida, quizá en Macha, quizá en el Portezuelo. Pero en cualquier caso no pasaremos de Barranca-Yaco.

Facundo se levanta a medias. Responde, tajante.

- Sosiéguese usted. Aun no ha nacido quien se atreva a matar al general Quiroga. A un grito mío, esa misma partida se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta.

José Santos Ortiz sabe que no hay apelación posible. Ese hombre que ahora es ante todo su general, no ya su amigo, se ha decretado inmortal, y extiende el escudo mágico de su poder sobre los integrantes de su comitiva. Ortiz vuelve al catre. Detrás de las cortinas que ondean sobre la cómplice oscuridad, lo espera el camino de regreso a Santiago del Estero. Un muchacho al que antaño protegiera, el joven Usandivaras, le ha llevado esa tarde un caballo de repuesto para facilitarle la huida. Pero Santos Ortiz no se irá sin Quiroga. Si la partida de Santos Pérez no lo mata, tendrá que arrastrarse luego por la vida como un muerto civil, convicto de su deshonra.

Facundo lo oye removerse, suspirando. Las patas de la cama precaria crujen bajo el peso de una gran congoja. El cuerpo se sacude, sin poder acomodar el alma para que permanezca dignamente quieta dentro de su terror. Él, en cambio, se mantiene rígido, doblado sobre su brazo derecho, en posición casi fetal. Cualquier desplazamiento, en su estado, puede causar dolores inmediatos, mucho más intolerables que el mero presagio de lo porvenir. Sabe que ha dicho solamente una bravata para ocultar lo inevitable. Dondequiera que vayan, hacia atrás o hacia delante, la partida asesina los seguirá, pero es mejor creer que uno muere porque ha tenido el coraje de enfrentarse al Destino. Con el Moro, acaso, Facundo Quiroga sería invulnerable. Sin el Moro, Facundo, el Tigre de Los Llanos, ese personaje magnífico y feroz, capaz de aniquilar al enemigo con sólo fijar en él las pupilas negras, donde brilla un fantasma de azogue que hechiza las voluntades, resulta apenas un reflejo inerte.

A pocos seres se les concede el extraño privilegio de contemplar el resplandor de su alma entera, enfrente de sí mismos. Juan Facundo Quiroga se sabe uno de ellos. Ha visto su alma por primera vez una mañana, bajo el sol que cae a pico en un monte de Los Llanos. Es tal como él la ha soñado y casi palpado en las noches transparentes, congeladas tras los muros de un aire de vidrio, al pie de la cordillera. Tiene un color gris azulino que puede virar al negro según la capturen o la esquiven las sombras. Aun a pleno sol parece mojada por la luna, y es, como ella, secreta. Su alma tiene la velocidad del pensamiento y el fuego del deseo. Fuerte como la muerte, cruzará la muchedumbre de las aguas; los grandes ríos no podrán sofocarla.

Facundo desmonta ahora del zaino al que no volverá a subir. Lo deja en el camino con todos sus aperos, como una cosa que ya no le pertenece. Se dirige a su alma que corcovea en lo alto del monte, solitaria e indómita. Sus hombres lo miran, azorados: su comandante no ha hecho siquiera ademán de sacar el lazo o las boleadoras. Camina en línea recta hacia el caballo que parece esperarlo. Lo ven, a la distancia, acariciar el lomo del animal, rodearle el cuello con el brazo. El viento no les trae el eco de la voz, pero entienden que le está hablando y que el tordillo le contesta con movimientos del hocico, y con breves relinchos. A poco, Quiroga baja por la ladera del montecito. El caballo, al que por su color llamarán "el Moro" y que apenas ha dejado de ser un potro, sigue tras él, apacible.

Facundo ya no ha de separarse de esa máquina sensitiva y fulgurante, que conoce sus deseos antes de que él mismo pueda formularlos, que lo asiste en sus dudas y lo acompaña en sus cavilaciones. Sobre el lomo del Moro se convierte en el caudillo que reúne y concierta las voluntades de la Tierra Adentro contra la Liga del Norte y el poder unitario del porteño Rivadavia. Las herraduras del Moro marcan el suelo de San Miguel de Tucumán cuando Facundo entra en la ciudad, después de la victoria en los campos de El Tala. Cree que ha muerto en batalla el general Lamadrid, cuya espada lleva al cinto como trofeo. Esa muerte, sin embargo, es su frustración mayor, y así se lo escribirá a doña Dolores, su mujer. La Madrid es el único rival digno de él. Los dos saben entrar a la pelea dando gritos más hirientes que un filo de cuchillo, los dos saben hacer brotar de la tierra sangre y agua con un golpe de lanza. Facundo sólo estará satisfecho cuando sepa que su adversario ha logrado sobrevivir a sus once heridas de fusil, de sable y de bayoneta, y que otra vez podrá retarlo a combate hasta que uno de los dos desaparezca.

Con el Moro invade Facundo la ciudad de San Juan cuando Buenos Aires levanta contra él nuevas fuerzas conspirativas. San Juan no le opone armas, quizá porque el pueblo llano lo está esperando o porque la fama del Tigre basta para pudrir la pólvora dentro de los fusiles y poner alas infames en los pies de la fuga. El general Quiroga desdeña a los notables que se han reunido para recibirlo, por temor o porque esperan ser favorecidos. Ignora los techos de la Casa de Gobierno que lo aguarda con honores, prefiere un potrero de alfalfa donde el Moro se reponga de la fatiga de las marchas, y donde él mismo pueda hablar tranquilo, en el remanso de un afecto, con la nodriza negra de su infancia a quien abraza y sienta a su lado, mientras que los dignatarios civiles y eclesiásticos quedan de pie, sin que nadie les dirija la palabra, sin que el Jinete se digne despedirlos.

En las noches sanjuaninas Facundo duerme bajo un toldo, a unos metros del Moro. Los amaneceres los sorprenden en diálogo mudo. Sus enemigos toman por afrenta bárbara estos hábitos ciertamente anómalos para un hombre de ciudad. Pero él se enorgullece de haberse criado en los campos de Los Llanos, en la estancia paterna de San Antonio, entre viñedos y tropillas bravas. Sus hombres creen que el Moro es capaz de habitar en un tiempo más ancho y más profundo que la memoria humana y que le transmite recuerdos de lo porvenir. Quiroga no los desmiente; sin embargo no es ésa la razón que lo detiene junto a su caballo en el campo raso. Sabe que la libertad y la cólera se ablandan y se corrompen bajo sábanas de Holanda, en la trampa dorada de las camas con baldaquino, en los comedores iluminados por cristales y candelabros. Sabe que su alma se reconcilia consigo misma sólo bajo la luz perfecta y distante de las estrellas que únicamente a la intemperie llega a la tierra con absoluta pureza, como si el aire fuera un pozo traslúcido y sereno de agua de lluvia.

Allí, en San Juan, recibe Facundo mensajes de Rivadavia, que le envía el comisionado Dalmacio Vélez Sársfield por medio de un correo. Quiroga desestima tanto al doctor porteño que no ha osado presentarse ante sus ojos, como a los papeles que le remite. Se los manda de vuelta con el chasque, sin abrir los sobres, y escribe en la cubierta su rechazo. No leerá comunicaciones de individuos que le han declarado la guerra; prefiere responderles con obras, dice, pues no conoce peligros que le arredren y se halla muy distante de rendirse a las cadenas con que se pretende ligarlo al pomposo carro del despotismo. Cuando el correo parte, desconcertado, Quiroga busca un guiño luminoso en la mirada del Moro. Su caballo lo aprueba porque tampoco tiene amos. No es él quien lo ha encontrado y domado; es el Moro quien ha querido esperarlo en el centro de la mañana, bajo el sol cenital, para adueñarse de esa mitad humana que le falta, para completar el acuerdo de la tierra y el cielo en una sola fuerza y un solo pensamiento.

El general oye toser a Santos Ortiz, que no se anima a hablarle. Su secretario no puede desprenderse sin temblor y sin desgarramiento de los afectos que lo atan a la vida como se apega un animal a su querencia. También él, Quiroga, tiene hijos: Ramón, Facundo, Norberto, Jesús, Mercedes. Y una mujer hermosa que a veces ha debido huir con ellos de la casa familiar, perseguida por las tropas unitarias, y que lo ha esperado siempre, en Malanzán o en Buenos Aires, a la vuelta de las campañas o de las mesas de juego, donde Facundo desfoga su único vicio perdurable. Suspira a su pesar, inmóvil. Si sucede lo que teme Santos Ortiz, sus hijos varones heredarán el deber de vengarlo. Su esposa y sus hijas, con la tenacidad más lenta y más sutil de las mujeres, conservarán su memoria.

Una puñalada de dolor en la base de las vértebras le arranca lágrimas de los ojos cerrados, pero no una queja que Ortiz podría oír. ¿Tendrán su esposa y sus hijas, realmente, memorias suyas? Ha estado mucho más tiempo fuera de su casa que dentro de ella, se ha demorado tanto más en las antesalas furiosas de la batalla que en los tapices y almohadones del estrado, en el hogar solariego. Ha dormido más veces al raso, junto al Moro, preparado para responder al enemigo entrevisto, que abrazado a Dolores, entre las sábanas de lino perfumadas con bolsitas de alhucema. Aun en su juventud, ha pasado más días vigilando las haciendas y entrenando los mejores parejeros para las carreras provinciales, que a la sombra de las viñas de Malanzán, donde la piel pálida de Dolores enrojecía también bajo los besos como las uvas maduras.

"Vas a morir en un campamento, en un catre, en cualquier parte menos en esta casa" -le ha dicho su mujer una mañana de despedida, pero sin reproches, con dolor tranquilo, como si constatara un hecho inevitable. Nunca le ha dicho, en cambio "Otra te cerrará los ojos". Nunca ha temido que mujeres ajenas se instalen en cada hueco de su ausencia, y apresen el corazón de Facundo en la armadura de su corsé, y le aten las manos imperceptiblemente con las cintas de seda que adornan las cabelleras.

Doña Dolores Fernández jamás ha temido las seducciones de otras, ya se tratase de chinas o de señoras. Un solo ser, ni hembra, ni siquiera humano, le ha inspirado celos. Un solo ser: el Moro.

Facundo respira con cautela. Planea la complicada operación de darse vuelta con el cuidado y la precisión de una estrategia militar. Por fin, logra apoyarse del otro lado sin acrecentar mayormente sus dolores. El vuelco le refresca la espalda, que no respira, agobiada por el sudor.

"En dos días me olvidarás, te olvidarás de todo. No tendrás más casa que un toldo volado por los vientos del llano. Vas a correr como un ciego, sin medir los peligros. El humo te nublará los ojos, la pólvora te tapará los oídos. Ese animal, que es tu oráculo, te llevará al desastre", ha dicho Dolores, y él aparta la trenza deshecha que cae sobre el seno izquierdo y besa la zona tersa del hombro que la camisilla de encaje, sin mangas, deja al descubierto.

No la olvida, pero tampoco encuentra en el casco redondo de la noche el tambor sordo de los duelos, ni los redobles pavorosos de las ejecuciones. Sólo oye el tumulto de su montonera -llanistos campesinos, viñateros, pequeños comerciantes, hacendados humildes- que se dispara en direcciones imprevisibles para las tropas de línea. Vuelve a Rincón de Valladares, donde ha vencido de nuevo a Lamadrid y también a los mercenarios colombianos de López Matute, que saben degollar de a veinte, mejor que los argentinos, y deshacer doncellas santiagueñas y tucumanas con seca brutalidad, a tiro de fusil. Los enemigos huyen a Salta y a Bolivia. Caen Rivadavia, el presidente unitario, y su fallida Constitución. Facundo encabeza el partido federal, domina Cuyo y el Noroeste.

Pero en el corazón deslumbrante de la victoria late el principio oscuro de todas las derrotas, y el Moro lo sabe. Sabe que el Manco Paz, el artillero unitario, victorioso en San Roque, dejará entrar a Facundo a la ciudad de Córdoba sólo para emboscarlo. Sabe que de nada valdrá una tropa de cinco mil combatientes. El general Quiroga bebe el hondo y último frescor de la noche en Ojo de Agua. Lamenta haber traicionado la clarividencia de su alma cuando aún estaba a tiempo. Lo han engañado la luz neutral de las estrellas -siempre idéntica a sí misma y al cabo indiferente a los avatares de los hombres-, las adulaciones de sus ambiguos aliados, la borrachera de la propia fuerza que parecía haber enlazado y amansado al destino bagual. Paz lo espera en La Tablada, y Facundo saldrá a darle batalla, pero no sobre el Moro, que rehusa, encabritado, cualquier jinete: tal es su disgusto porque Quiroga no ha querido acceder a las alarmas severas de sus ojos. La lucha dura dos días, y más de mil federales perecen.

Facundo salva su vida, pero pierde al Moro.

Dolores recupera a su marido. Lo cree salvado. Se lo lleva a Mendoza. Después, a Buenos Aires.

El doctor Ortiz se está vistiendo a la luz aún turbia del amanecer. Afuera, los hombres de la posta aprontan caballos para uncirlos a la galera. En la cocina de tierra, una chinita descalza se despereza mientas calienta el agua del mate, y prepara un cocido de hierbas medicinales para los dolores del general.

- Que venga Funes, ordena Quiroga.

Entra el asistente, le da unas fricciones con linimento que traspasa a los huesos un sabor anestésico de alcanfor y eucaliptos. Le alcanza la ropa de viaje, lo ayuda a vestirse y a calzarse.

Cuando suben a la galera, el sol ya pinta el camino y alegra los colores cansados de las cosas. Las caras de los peones parecen recién hechas, limpias, aunque los rumores les han envenenado el sueño con pequeñas dosis de muerte. Van cuatro hombres montados, dos postillones -uno de ellos un niño que ha pedido el privilegio de acompañar al general Quiroga- y dos correos: Agustín Marín y José María Luejes.

José Santos Ortiz también parece haber olvidado la conmoción de la noche. Fuma un cigarro, distrae los ojos en la vegetación sedienta: chañares o espinillos, que ponen manchas verdes y ásperas en la seca de febrero.

Juan Facundo Quiroga ve las caras casi borradas de sus muertos. Los que él ha mandado degollar o fusilar, y los que los otros le han matado. Los muertos de la independencia y los de la guerra civil. Sólo tiene un remordimiento: veintiséis prisioneros que ha hecho ejecutar furiosamente en represalia por el asesinato del entrañable amigo José Benito Villafañe.

Hasta que uno de los dos desaparezca. Pelear una vez para no pelear toda la vida. Las exhortaciones que ha dirigido a sus consuetudinarios y cíclicos enemigos Paz y Lamadrid, a veces derrotados, y otras vencedores, se han perdido en el eco de batallas, saqueos y mutuas crueldades que se reiteran y se multiplican. Después de quince años de luchas los mismos adversarios siguen cambiando sus papeles sobre los mismos territorios, devastados siempre.

- ¿Ha quedado usted satisfecho de la gestión pacificadora, general?

- Bastante. No sólo Salta, Tucumán y Santiago han acordado la paz. También coinciden en la necesidad de constituir la nación. Claro que en Buenos Aires no estarán igual de conformes.

Quiroga muestra a Santos Ortiz unos pliegos que guarda en el bolsillo.

- He aquí una carta de Rosas. Él considera que nuestros pueblos no se hallan, ni se hallarán por mucho tiempo en condiciones de constituirse. Que las dificultades son aún insuperables, porque ni siquiera en cada estado hay concordia, ni sus gobiernos propios se encuentran armoniosamente establecidos.

- ¿Y qué cree usted, general?

- Me asquean los políticos y me ahoga la sangre. Quisiera llegar a una resolución. No tengo voluntad de volver a combate. Tuve que enfrentar a Paz en La Ciudadela con un ejército de presidiarios por el que nadie apostaba nada. Y ya antes, en La Tablada y en Oncativo, Rosas y López me dejaron solo, y volverían a hacerlo en cuanto les conviniera.

Quiroga calla. Mira al camino como si el animal radiante que ha soñado en la víspera pudiese volver ahora.

- Si por lo menos López me hubiese devuelto al Moro.

- ¿Pero está usted seguro de que él lo tiene? El ha jurado que no se trata de su caballo. ¿No han intercedido incluso Rosas y Tomás de Anchorena para que se lo retornase?

- Conozco bien a ese gaucho ladrón de vacas. Él dirá lo que quiera. Pero mis propios hombres lo han visto montando al Moro después de que se lo quitó a Lamadrid, en San Juan. No me extraña que todos crean que van a matarme, puesto que nos hallamos en el territorio de sus títeres, los Reinafé. Pero se equivocan. López es demasiado cobarde para permitirles que se atrevan conmigo.

Quiroga cierra los ojos y acomoda los cojines de la galera. El ataque reumático apenas ha cedido, a pesar de las friegas y las tisanas calmantes. Sin el Moro nada ha vuelto a ser lo mismo: las victorias se vacían inmediatamente, como cáscaras de frutas exprimidas y desechadas; su humor y su salud se han desgastado como el filo de una espada que ya no quiere derramar sangre humana. De nada valió la carta que le ha escrito a Anchorena, exponiéndose a sus burlas: yo bien veo que para usted, es ésta cosa muy pequeña y que aún tiene por ridículo el que yo pare mi consideración en un caballo; sí, amigo, que usted lo sienta no lo dudo, pero como yo estoy seguro que se pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro igual, y también le protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina, es que me hallo disgustado más allá de lo posible.

Después de perder al Moro se deja encarcelar en los salones de Buenos Aires. Se entrega a las atenciones asiduas y oficiosas de la Restauradora, doña Encarnación Ezcurra, abandona la ropa rústica de las campañas para vestirse en la sastrería de Lacomba y Dudignac, la misma donde Rosas y el general Mansilla mandan cortar sus trajes. Sólo en la hirsuta cabellera rizada, todavía completamente negra, y en la barba que ha jurado no afeitarse hasta vengar el agravio del Moro, se reconoce al Tigre de los Llanos. Comienza a extraviarse en los laberintos de la ciudad, donde los perfumes tapan y confunden el olor acre del peligro, donde las víboras ponzoñosas se ocultan bajo los paisajes bordados de las alfombras. El Moro ya no puede alertarlo contra esas otras emboscadas, que no se preparan a la intemperie. Los caireles de las arañas francesas, que se balancean a la menor correntada, reemplazan el alto mapa inmóvil de las constelaciones. Las pampas son ahora un pedazo de felpa verde sobre las mesas de juego, donde los doctores y los hacendados dibujan a su gusto las sendas de la política.

Compra finalmente una casa en la ciudad del puerto, para no hallarse en ella tan extranjero. Muda allí a su familia. Hace educar a sus hijos en las leyes, la música, los idiomas; no sufrirá que los motejen de gauchos bárbaros. Su mujer lo acompaña. Juntos pasean por la Alameda, en un coche tirado por caballos inofensivos que desconocen el dibujo errante de la guerra. Dolores cree que ha olvidado al Moro. Se cree feliz. No le importa el oro abandonado sobre el campo de un azar incruento, en los salones. Ya no son cuerpos de otros en el campo de batalla, y el cuerpo de Facundo ha vuelto, definitivamente, al lugar adecuado, ceñido por sus brazos entre sábanas justas, mientras el Moro corre por el cauce de su especie: un caballo más entre los otros, anónimo, sin dones de previsión ni de palabra.

Pero Facundo se siente solo ante el asedio de voces contrapuestas que no estiman tanto su opinión como su brazo, o el grito de guerra capaz de levantar en armas, no ya a los profesionales de la muerte, sino a los paisanos analfabetos que convalidan su poder y se alistan bajo su mando como quien se convierte a la religión verdadera. Todos, los dueños de los negocios, como su amigo Braulio Costa, o los dueños de la palabra, se aproximan para seducir al general retirado que no acierta a desentrañar las redes de las voces y las corta con gestos como disparos y con interjecciones que hacen tajos en la malla del aire.

Todos. Y sobre todos, Rosas, el más fuerte o el más astuto, que cubre con papeles, con leguas negras de prolija escritura, las extensiones que no puede vigilar de a caballo.

Juan Facundo Quiroga estudia el camino que se va tupiendo con talas y algarrobales. El calor aumenta dentro de la galera; los dos hombres se han desembarazado ya de las chaquetas. Ortiz atisba las alturas.

- Hay nubes al Noroeste. Pronto tendremos lluvia.

Las ruedas van descendiendo a medida que el bosque se adelanta y se cierra como una montonera sublevada. Sin embargo un alivio fresco afloja y desata por momentos los nudos de sopor cálido que aprietan el cuello y el pecho de los hombres. Han entrado en la sombra de Barranca-Yaco, por donde una vez, antes de la Historia, corrieron las aguas piadosas de algún río. Cuando salgan de entre esos túneles vegetales, piensa Facundo, verán al sol en la mitad del cielo.

Un cruce de gritos y relinchos detiene bruscamente la galera. Alguien, que no es el general, ha osado dar la voz de alto. Santos Ortiz se santigua, con un gesto que aúna despedida y penitencia. Sables y disparos brotan de un cerco de ponchos azules. Cuatro peones se derrumban, heridos.

Facundo Quiroga sabe que no alcanzarán las pistolas que ha hecho limpiar, menos por temor que por rutina, la noche antes. Tampoco la partida que mandan los Reinafé va a detenerse o a cambiar de amos cuando él mismo se incorpore para increparlos. No hay esperanza porque nadie puede seguir viviendo si ha perdido su alma.

Asoma la cabeza por la ventanilla.

- ¿Qué significa esto?, pregunta inútilmente.

Un tiro de pistola le perfora el centro de la pupila, donde persiste un sol de mediodía, un incendio sin llama sobre la crin del Moro.

Scalabrini Ortíz y el 17 de Octubre

"Es increíble y hasta admirable el poder de persuaden y de ejecución de nuestra oligarquía. En el mes de octubre de 1945, el coronel Perón fue destituido y encarcelado. El país azorado se enteraba de que el asesor de la formación del nuevo gabinete era el doctor Federico Pinedo, personaje a quien no puede calificarse sino con la ignominia de su propio nombre. El Ministerio de Obras Públicas había sido ofrecido al ingeniero Atanasio Iturbe, director de los Ferrocarriles británicos, que optó por esconderse detrás de un personero. El Ministerio de Hacienda sería ocupado por el doctor Alberto Hueyo, gestor del Banco Central y presidente de la Cade, entidad financiera que tiene una capacidad de corrupción de muchos kilovatios.
"La oligarquía vitalizada reflorecía en todos los resquicios de la vida argentina. Los judas disfrazados de caballeros asomaban sus fisonomías blanduzcas de hongos de antesala y extendían sus manos pringadas de avaricia y de falsía. Todo parecía perdido y terminado. Los hombres adictos al coronel Perón estaban presos o fugitivos. El pueblo permanecía quieto en una resignación sin brío, muy semejante a una agonía.

"Con la resonancia de un anatema sacudía mi memoria el recurso de las frases con que hace muchos años nos estigmatizó al escritor Kasimir Edschmidt. "Nada es durable en este continente, había escrito. Cuando tienen dictaduras, quieren democracias. Cuando tienen democracia, buscan dictaduras. Los pueblos trabajan para imponerse un orden, articularse, organizarse y configurarse, pero, en definitiva, vuelven a combatir. No pueden soportar a nadie sobre ellos. Si hubieran tenido un Cristo o un Napoleón, lo hubieran aniquilado".

"Pasaban los días y la inacción aletargada y sin sobresaltos parecía justificar a los escépticos de siempre. El desaliento húmedo y rastrero caía sobre nosotros como un ahogo de pesadilla. Los incrédulos se jactaban de su acierto. Ellos habían dicho que la política de apoyo al humilde estaba destinada al fracaso, porque nuestro pueblo era de suyo cicatero, desagradecido y rutinario. La inconmovible confianza en las fuerzas espirituales del pueblo de mi tierra que me había sostenido en todo el transcurso de mi vida, se disgregaba ante el rudo empellón de la realidad.

"Pensaba con honda tristeza en esas cosas en esa tarde del 17 de octubre de 1945. El sol caía a plomo cuando las primeras columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su traje de fajina, porque acudían directamente de sus fábricas y talleres. No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábito de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pingües, de restos de breas, grasas y aceites. Llegaban cantando y vociferando, unidos en la impetración de un solo nombre: Perón. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir.

"Los rastros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. El descendiente de meridionales europeos, iba junto al rubio de trazos nórdicos y el trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. El río cuando crece bajo el empuje del sudeste disgrega su enorme masa de agua en finos hilos fluidos que van cubriendo los bajidos y cilancos con meandros improvisados sobre la arena en una acción tan minúscula que es ridícula y desdeñable para el no avezado que ignora que es el anticipo de la inundación. Así avanzaba aquella muchedumbre en hilos de entusiasmos que arribaban por la Avenida de Mayo, por Balcarce, por la Diagonal.

"Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de la Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor mecánico de automóviles, la hilandera y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el substrato de nueva idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimulos. Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón."

[Publicado en En Hechos e Ideas, febrero 1946, reproducido por la Revista Dinamis, 1972. Fuente: www.magicasruinas.com.ar]

17 de septiembre de 1861, batalla de Pavón. La derrota del Pueblo

Por José Maria Rosa

Chocan cerca de la estancia de Palacios, junto al arroyo Pavón en la provincia de Santa Fe, los ejércitos de Urquiza y Mitre. A Urquiza, a pesar de Caseros, lo rodea el pueblo entero; Mitre representa la oligarquía porteña. Aquél es un militar de experiencia, éste ha sido derrotado hasta por los indios en Sierra Chica. El resultado no parece dudoso, y todos suponen que pasará como en Cepeda, en octubre de 1859, cuando el ejército federal derrotó a los libertadores.

Parece que va a ser así. La caballería de Mitre se desbanda. Ceden su izquierda y su derecha ante las cargas federales. Apenas si el centro mantiene una débil resistencia que no puede prolongarse, y Mitre como Aramburu en Curuzú Cuatiá, emprende la fuga. Hasta qué le llega un parte famoso: "¡No dispare, general, que ha ganado!". Y Mitre vuelve a recoger los laureles de su primera – y única – victoria militar.  ¿Que ha pasado? .. Inexplicablemente Urquiza no ha querido coronar la victoria. Lentamente, al tranco de sus caballos para que nadie dude que la retirada es voluntaria, ha hecho retroceder a los invictos jinetes entrerrianos. Inútilmente los generales Virasoro y López Jordán, en partes que fechan "en el campo de la victoria" le demuestran el triunfo obtenido. Creen en una equivocación de Urquiza. ¡si nunca ha habido triunfo más completo! Pero Urquiza sigue su retirada, se embarca en Rosario para Diamante, y ya no volverá de Entre Ríos.

¿Qué pasó en Pavón?.. Es un misterio no aclarado todavía. Se dice que intervino la masonería fallando el pleito en contra del pueblo, sin que Urquiza pagara las costas (las pagó el país), que un misterioso norteamericano de apellido Yatemon fue y vino entre uno y otro campamento la noche antes de la batalla concertando un arreglo, que Urquiza desconfiaba del presidente Santiago Derqui, que estaba cansado y prefirió arreglarse con Mitre, dejando a salvo su persona, su fortuna y su gobierno en Entre Ríos. Todo puede conjeturarse. Menos que lo que dirá en su parte de batalla: que abandonó la lucha "enfermo y disgustado al extremo por el encarnizado combate". ¡Urquiza con desmayos de niña clorótica! ..
Derqui ingenuamente intentará la resistencia. El grueso del ejército federal está intacto y lo pone a las órdenes de Juan Saa, mientras espera el regreso de Urquiza. Lo cree enfermo y le escribe deseándole "un pronto restablecimiento para que vuelva cuanto antes o ponerse al frente de las tropas". Pero Urquiza no vuelve, no quiere volver. A cuarenta días de la batalla, el 27 de octubre, el inocente Derqui todavía escribe al sensitivo guerrero interesándose por su salud y rogándole que "tome el mando".
La trompetería oligárquica anuncia la gran victoria, aunque Mitre no puede mover a los suyos de la estancia de Palacios porque no tiene caballada. Sarmiento, desde Buenos Aires, le escribe el 20 de setiembre: "No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos" (Archivo Mitre, tomo IX, pág. 363). Pero Urquiza quiere medidas radicales "o Southampton o la horca". En Southampton pasaba su ancianidad, pobre pero jamás amargado, Juan Manuel de Rosas.

Ni uno ni otro. Urquiza no será un prófugo. Quedará en Entre Ríos y no perderá ni el gobierno de esa provincia ni una sola de sus muchas vacas. Derqui, Pedenera, Saa, el Chacho Peñaloza, Virasoro, Juan Pablo López, esperan que vuelva Urquiza de Entre Ríos y en una sola carga desbarate las atemorizadas tropas mitristas. Por toda la República, de Rosario al Norte, vibra el grito ¡Viva Urquiza! en desafío a los oligarcas: todos llevan al pecho la roja divisa federal con el dístico "Defendemos la ley federal jurada. Son traidores quienes la combaten". Urquiza tiene trece provincias consigo y un partido que es todo, o casi todo, en la República. Se lo espera con impaciencia. Derqui suponiendo que es el obstáculo para el regreso del general, opta por eliminarse de la escena y en un buque inglés se va silenciosamente a Montevideo, renunciando la presidencia. Lo reemplaza Pedernera, que tiene toda la confianza de Urquiza. Pero Urquiza no viene.
Entonces las divisiones mitristas a las órdenes de Sandes, Iseas Irrazabal Flores, Paunero, Arredondo (todos jefes extranjeros) entran implacables en el interior o cumplir el consejo de Sarmiento. Hombre encontrado con la divisa federal es degollado; si no lo llevan es mandado a un cantón de fronteras a pelear con los indios. No importa que tenga hijos y mujer Es gaucho, y debe ser eliminado del mapa político. Todo el país debe "civilizarse".
Venancio Flores, antiguo presidente uruguayo, a las ordenes de los porteños, sorprende en Cañada de Gómez el 22 de noviembre al grueso del ejército federal que sigue esperando órdenes de Urquiza. Ahí están sin saber a quién obedecer, ni qué hacer. Flores pasa tranquilamente a degüello a la mayoría e incorpora a los otros a sus filas. Nuestras guerras civiles no se habían distinguido por su lenidad precisamente, pero ahora se colma la medida. Hasta Gelly y Obes, ministro de Guerra de Mitre, se estremece con la hecatombe: "El suceso de la Cañada de Gómez – informa – es uno de los hechos de armas que aterrorizan al vencedor... Este suceso es la segunda edición de Villamayor, corregida y aumentada" (en Villamayor, Mitre había hecho fusilar al coronel Gerónimo Costa y sus compañeros por el sólo delito de ser federales).

Esa limpieza de criollo que hace el ejército de la Libertad entre 1861 y 1862 es la página más negra de nuestra historia, no por desconocida menos real. Debe ponerse el país "a un mismo color" eliminando a los federales. Como los incorporados por Flores desertan en la primera ocasión, en adelante no habrá más incorporaciones: degüellos, nada más que degüellos. No los hace Mitre, que no se ensucia las manos con esas cosas; tampoco Paunero ni Arredondo. Serán Flores, Sandes, Irrazabal, todos extranjeros. Y los ejecutores materiales tampoco son criollos: se buscan mafiosos traídos de Sicilia: "En la matanza de la Cañada de Gómez – escribe José María Roxas y Patrón a Juan Manuel de Rosas, los italianos hicieron despertar en lo otra vida a muchos que, cansados de los trabajos del día, dormían profundamente" (A. Saldías: La evolución republicana, pág. 406).   Así avanza la ola criminal, estableciendo "El reinado de la libertad", como dice La Nación Argentina, el diario de
 

Sarmiento sigue con sus aplausos: "Los gauchos son bípedos implumes de tan infame condición, que nada se gana con tratarlos mejor", dice el apóstol de la civilización. Los pobres criollos que caen en manos de los libertadores, solo pueden exclamar ¡Viva Urquiza! al sentir el filo de la cuchilla. Algunos consiguen disparar al monte a hacer una vida de animales bravíos.  Seguirá la matanza en Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, mientras se oiga el ¡Viva Urquiza! en alguna pulpería o se vea la roja cinta de la infamia. Que viva Urquiza mientras mueren los federales. Y Urquiza vive tranquilo en su palacio San José de Entre Ríos, porque ha concertado con Mitre que se le deje su fortuna y su gobierno a condición de abandonar a los federales. Dentro de poco hará votar por Mitre en las elecciones de presidente.  "Pavón no es solo una "victoria militar – escribe Mitre o su ministro de Guerra – es sobre todo el triunfo de la civilización sobre los elementos de la barbarie".
EL CHACHO PEÑALOZA
Fue entonces que se alzó la noble figura del general Ángel Vicente Peñaloza, llamado El Chacho por todos. Era brigadier de la Nación y jefe del III ejército nacional acantonado en Cuyo. Al ver que los libertadores proceden de esa manera, escribe a uno de ellos, el general Antonino Taboada, el 8 de febrero de 1862: "¿Por qué hacen una guerra a muerte entre hermanos con hermanos?", contraria a la hidalguía de la raza. No hay objeto porque Urquiza ya no vuelve más y los federales han aceptado su derrota. Pero de allí a exterminarlos, va mucho "¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitaran tan pernicioso ejemplo?".
La carta es tomada como una provocación, y Peñaloza queda despojado de su rango militar y declarado indigno de vestir el uniforme. Las tropelías siguen: degüellos, saqueos, raptos, violaciones. En Guaja, Sandes ordena quemar la casa del Chacho, después de saquearla.
Peñaloza se revuelve como un jaguar herido. No tiene tropas de línea, ni armas, ni jefes, Pero su grito de guerra resuena por todos los contrafuertes andinos, y van a reunírseles cientos, miles, de paisanos que llegan con su caballo de monta y otro de tiro, agenciado quién sabe cómo. Con medio tijera de esquilar fabrican una lanza acoplándola a una caña Tacuara. Y el Chacho empieza sus victoriosas marchas y contramarchas de La Rioja a Catamarca, de Mendoza a San Luis. La montonera crece y se hace imbatible. Poco pueden contra ella los ejércitos de línea formados por milicos enganchados o condenados a servir las armas: las cargas de los jinetes llanistas desbaratan a los ejércitos de la libertad.
Le ofrecen la paz, y el Chacho la acepta porque es un ingenuo. Cree en la sinceridad y buena fe de los libertadores. El no pelea para imponerse a nadie, sino para defender a los suyos. En La Banderita el 30 de mayo se firma el compromiso: no se perseguirá más a los criollos, y Peñaloza desarmará su montonera. José Hernández, el autor de Martín Fierro, cuenta la entrega de los prisioneros tomados por el Chacho: "Ustedes dirán si los he tratado bien – pregunta éste – ¡Viva el general Peñaloza! fue la respuesta. Después el riojano pregunto: – ¿Y bien? ¿Dónde está la gente que ustedes me apresaron? .. ¿Por qué no responden? .. ¡Qué! ¿Será verdad lo que se ha dicho? Será verdad que los han matado a todos? .. Los jefes de Mitre se mantenían en silencio,- humillados. Los prisioneros habían sido fusilados sin piedad, como se persigue y se mata a las fieras de los bosques; sus mujeres habían sido arrebatadas por los vencedores". (Vida del Chacho, p. 176).
  Todo es mentira en los libertadores. No habrá paz. Al Chacho lo han engañado valiéndose de su buena fe de caballero y de criollo. Apenas se licencia el ejército federal, que Sarmiento - ahora gobernador de San Juan y director de la guerra – incita o Mitre a no cumplir el compromiso: "Sandes está saltando por llegar a La Rioja y darle una buena tunda al Chacho. ¿Qué regla seguir en esta emergencia? Si va, déjelo ir. Si mata gente, cállese la boca".
Recomienza la persecución de la gente. "Quiero hacer en La Rioja una guerra de policía – escribe Mitre a Sarmiento –. Declarando ladrones a los montoneros sin hacerles el honor de considerarlos partidarios políticos ni elevar sus depredaciones al rango de reacciones, lo que hay que hacer es muy sencillo..." (D. F. Sarmiento Obras Completas, XIX 292). No dice lo que es sencillo, porque hay cosas que Mitre no escribe y debe ser entendido a medias palabras. Pero Sarmiento, que tiene otra pasta, reúne a los jefes militares, les lee instrucciones de Mitre y acota: "Está establecido en este documento la guerra a muerte... es permitido quitarles la vida donde se los encuentre".
Con todo hay en Mitre y Sarmiento un homenaje al derecho. Mitre debe dictar una cátedra para decir que debe aplicarse a la gente del Chacho la guerra de policía, Sarmiento debe aclararla que es a muerte, que Sandes y los suyos no tengan escrúpulos. Un siglo más tarde, la ley marcial se aplicará en la Argentina – sin retorcerla, ni interpretarla, ni valerse de subterfugio alguno – a todo prisionero vencido, aún a quienes se entregan voluntariamente, aún a los tomados antes de iniciarse las operaciones. Pero no estoy escribiendo sobre años tan estúpidamente crueles (*), de retroceso moral tan manifiesto, sino sobre cosas ocurridos hace un siglo cuando Sarmiento y Mitre – algo distintos a sus sucesores de 1956 – debían explicar con razonamientos especiosos, pero razonamientos al fin, porque aplicaban la ley marcial a los adversarios Tiempos que Chacho con su generosidad criolla temía que llegaran si los libertadores de 1861-62 encontraban quienes los tomaran como modelo. "¿No es de temer que las generaciones futuras nos imitarán tan pernicioso ejemplo?" ... ¿Imitarán?

(*) Rosa escribía esto en 1964

Vladimir Putin, un estadista singular

P. ALFREDO SÁENZ
Antes de entrar en el tema, algunas palabras muy sintéticas sobre la historia de Rusia, ya que no suele ser demasiado conocida. Los orígenes del cristianismo en dicha nación se remontan al año 988 y coinciden con el bautismo del príncipe Vladímir, acontecido en Constantinopla, al que siguió la evangelización del principado de Rus’ con sede en Kiev. Todo ello aconteció antes de la separación de Roma. Dicho nuevo reino comprendería, con el tiempo, un amplio espacio geográfico, hoy ocupado por Rusia, Ucrania y Bielorusia, primera forma política organizada de las tribus eslavas orientales que adhirieron al cristianismo, constituyéndose así el pueblo ruso. La escritura rusa, que representa el quicio fundamental de una cultura, fue allí introducida por la difusión del cristianismo entre las tribus eslavas a través de la creación de los caracteres cirílicos. Ello, gracias a dos grandes santos, Cirilo y Metodio.
Tiempo más adelante aconteció la invasión de los mogoles, que cubrieron el mapa de la vieja Rus’. El pueblo ruso, un pueblo entonces acosado, encontró su sostén en la Iglesia. En ese período, el centro religioso y político fue transferido de Kiev a Vladímir en 1299 y luego a Moscú en 1322. Durante esos años los príncipes se fueron capacitando para enfrentar a los mogoles, y bajo el mando del príncipe Dimitri Donskoi, vencieron definitivamente al ejército mogol en la batalla de Kulikovo.
En 1453 Constantinopla, a la que adhería la Iglesia rusa, fue conquistada por el Imperio Otomano. El principado de Moscú, que no cayó en poder de los turcos, realzó la importancia de esta ciudad que fue llamada Tercera Roma y Constantinopla. Los zares consideraron a Rusia el heredero legítimo del Imperio Romano de Oriente.
Bajo el gobierno de Pedro el Grande y de Catalina la Grande, la Iglesia ortodoxa se vio subordinada al ámbito político. Tras la caída del último zar, Nicolás II, el bolchevismo llevó adelante una gigantesca obra de laicización del pueblo ruso.
1. LA FIGURA DE PUTIN
Vladímir Putin nació en “Leningrado”, la antigua San Petersburgo, el 7 de octubre de 1952, en el seno de una familia muy modesta, su madre lo hizo bautizar en la catedral de la Transfiguración de aquella ciudad, y ello en el mayor secreto. El padre era militante del Partido Comunista. Sólo en 1996 Vladímir se enterará de que había sido bautizado. Toda su juventud se desarrolló en Leningrado. En esos años sintió deseos de servir a su país en el campo de la información, más concretamente, en la KGB. En Leningrado funcionaba una de las más prestigiosas universidades soviéticas, donde estudió Derecho. Ya miembro de la KGB fue enviado en 1985 a Dresde, en Alemania del Este.
Tal destino sería providencial porque le dio ocasión de asistir, en 1989, a los graves acontecimientos que conmovieron a Alemania del Este. La KGB no sabía cómo enfrentar la situación, esperando de Moscú instrucciones que nunca llegaron. Pronto vendría la disolución del Pacto de Varsovia y el naufragio de la Unión Soviética. “Con este asunto de ‘Moscú no responde’, tuve la sensación de que el país no existía más. Había desaparecido. Era claro que la Unión Soviética había entrado en agonía, en su fase terminal”, dirá Putin en el 2000. En enero de 1990, sin esperar el hundimiento de un sistema que ya se mostraba inevitable, dejó el servicio activo de la KGB y volvió a Leningrado para acabar su tesis de doctorado.
¿Qué haría entonces en el campo político? Se le ocurrió ofrecerse a Boris Yeltsin, de quien fue colaborador directo, pero éste renunció el 31 de diciembre. Dicha circunstancia colocó a Vladímir Putin a la cabeza del Estado, antes de ser elegido triunfalmente, unos meses después, en marzo de 2000, presidente de la Federación de Rusia. Extraordinario asenso de alguien que nunca quiso “hacer carrera”, y del que Solzhenitsyn diría, después de haberlo encontrado en septiembre de 2000: “Tiene un espíritu penetrante, comprende pronto y no tiene ninguna sed personal de poder. El Presidente comprende todas las enormes dificultades que ha heredado. Hay que destacar su extraordinaria prudencia y su juicio equilibrado”. Por lo que puede preverse, tomaría otros caminos que los preferidos por las democracias occidentales.
 Basta considerar el perfil de algunos miembros actuales de Gobierno, para apreciar la competencia, la experiencia y el desinterés que exige Putin de los que lo acompañan en su elevada gestión política. De los treinta y tres miembros con que cuenta, todos son titulares de diplomas universitarios, en Derecho, Economía, Ciencias, Ingeniería, etc., con amplia experiencia profesional. El principal de ellos es Dimitri Medvedev, que estudió Derecho. En 2005 Putin lo nombró Vicepresidente de su gobierno. En marzo de 2008, a los 42 años, fue elegido Presidente de la Federación de Rusia en reemplazo de Putin, a quien la Constitución le impedía tener un nuevo mandato, pero no el ejercer las funciones de Primer Ministro, cargo que le dio Medvedev. Los dos hombres se entienden perfectamente. Medvedev es una personalidad más conciliadora que la de Putin, pero se ha mostrado tan enérgico como él, tan determinado como él a hacer respetar la ley y restaurar la grandeza del país. En 2012, Medvedev terminó su mandato presidencial. Entonces fue reelecto Putin, retomando el poder, y nombró a Medvedev Primer Ministro, lo que da gran estabilidad a Rusia.
2. EL DESPERTAR DE RUSIA FRENTE A UNA EUROPA VACILANTE
Putin sostiene que Rusia ha pasado por un desierto espiritual, camino a un reencuentro con sus raíces. Así, dice, los rusos han vuelto a la fe cristiana sin ninguna presión por parte del Estado ni tampoco de la Iglesia. La gente se pregunta por qué. La gente de mi edad se acuerda del Código de los constructores del comunismo… Cuando ese Código dejó de existir, se hizo un vacío moral que no se podía colmar sino retornando a los valores auténticos”.
Fue sobre todo con ocasión de los Congresos que se realizan en Valdai donde Putin nos ha dejado sus reflexiones más inteligentes. En dichos Congresos, que se efectúan todos los años, participan unos doscientos expertos y periodistas, líderes políticos y espirituales, filósofos y hombres de la cultura, de Rusia, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y China. Putin ve todo un símbolo en el hecho de que Valdai, el sitio elegido para esos Congresos, se encuentre geográficamente en un lugar “fundacional” de la antigua Rus’.
Precisamente en uno de esos Congresos, el de 19 de septiembre de 2013, destacó Putin la conveniencia de haber elegido este lugar: “Estamos en el centro de Rusia, no en un centro geográfico, sino espiritual”. Es justamente, señala, en la región de Nóvgorod, a la que pertenece Valdai, la cuna donde nació la primera Rusia, la Rusia cristiana. Putin ha asistido a varios de esos Congresos, aprovechando la ocasión para pronunciar allí enjudiosos discursos. En el del 10 de noviembre de 2014 aprovechó para decir que en esos actos él se expresaba con total libertad: Voy a hablar clara y sinceramente. Algunas cosas pueden parecer duras. Pero si no hablamos directa y sinceramente de lo que realmente pensamos no tendría sentido reunirse en esta forma. Entonces habría que reunirse en alguna reunión diplomática, donde nadie dice nada claro y, recordando las palabras de un conocido diplomático, podemos indicar que la lengua e dio a los diplomáticos para no decir la verdad”.
Pues bien, en el discurso del 19 de septiembre al que acabamos de aludir, habló de su propósito de restaurar la Rusia tradicional, que nació cristiana y patriótica. Frente a la prensa reunida dedicó Putin una buena parte de su discurso al tema de la identidad nacional rusa. Allí dijo: “Para nosotros, porque estoy hablando sobre los rusos y acerca de Rusia, las preguntas; ‘¿Quiénes somos? ¿Qué queremos ser?’ suenan en nuestra sociedad cada vez más fuerte. Hemos dejado atrás la ideología soviética y no hay retorno. Está claro que el progreso es imposible sin lo espiritual, cultural y la autodeterminación nacional. De otra manera no seremos capaces de soportar los desafíos internos y externos, y no podremos tener éxito en la competencia global”.
El acercamiento de la Iglesia y el Estado se intensificó por dos hechos: la elección en 2009 de Cirilo, obispo de Smolensk, como Patriarca de Moscú y de toda Rusia, y el retorno al poder de Putin en 2012. En el famoso discurso del 19 de septiembre de 2013, donde  con su alocución ceró el Congreso dedicado al tema “La diversidad de Rusia ara el mundo moderno”, no temió afirmar su convicción de la necesidad de volver a la fe. Allí dijo: “Mucha gente de los países europeos están avergonzados y tienen miedo de hablar de estas convicciones religiosas. Las fiestas religiosas se están eliminando o se les está cambiando el nombre, escondiendo la esencia celebración”. En esa misma alocución hizo un llamado a la población rusa para fortalecer una nueva identidad nacional basada en los valores tradicionales, como los que posee la Iglesia Ortodoxa, advirtiendo que el lado oeste del país estaba enfrentando una crisis moral. Al hablar del “lado oeste del país” ¿no se estaría refiriendo a la zona rusa colindante con la Luropa que va perdiendo la fe?
Al parecer, lo que quería Putin era impulsar a su pueblo –ruski mir– a retornar a la fe de sus padres, sobre todo ante el espectáculo de una Europa que parecía querer olvidar sus raíces católicas. No deja de resultar sugerente que en el año 2012 Putin haya pedido ser bendecido con la imagen de la Virgen de Tiflin, costumbre que tenían los zares de Rusia a partir de Iván el Temible. En el mismo discurso en Valdai al que acabamos de aludir, se animó a decir:Rusia es uno de los últimos guardianes de la cultura europea, de los valores cristianos y de la verdadera civilización europea”. Fustigó a continuación a esa Europa que renuncia a sus raíces.
De hecho, Rusia ha conocido un reflorecimiento religioso tras la caída del comunismo. Si en 1988, antes del derrumbe de la Unión Soviética, la Iglesia Ortodoxa contaba con 67 diócesis, 21 monasterios, 6893 parroquias, 2 academias y seminarios, en 2008 contaba con 133 diócesis, más de 23.000 parroquias, 620 monasterios, 32 seminarios, 1 instituto teológico, 2 universidades ortodoxas. Entre 1991 y 2008, la cuota de adultos rusos que se consideraban ortodoxos creció del 31% al 72%, mientras que la cuota de la población rusa que no se consideraba de ninguna religión bajó del 61% al 18%.
La posición de Putin es clara, como lo deja traslucir con toda contundencia la misma alocución pronunciada en Valdai. Extractemos algunos párrafos. “Cada país tiene que tener fortaleza militar, tecnológica y económica, pero sin embargo lo principal que determinará el éxito, la calidad de los ciudadanos, de la sociedad, es su fortaleza espiritual y moral. Por eso, agregará, el país deberá considerarse como una nación con su propia identidad, con su propia historia, con sus propias tradiciones. Solo así sus miembros podrán unirse para un fin común. “En ese sentido, la cuestión del encuentro y el fortalecimiento de la identidad nacional es realmente fundamental para Rusia”. Las diversas catástrofes del siglo XX, agregó, tuvieron como consecuencia un golpe devastador a la cultura nacional rusa y sus códigos espirituales, así como la consiguiente desmoralización de la sociedad.
 Insistió Putin durante el mismo discurso en la gravedad de la apostasía de Europa: “Otro desafío serio para la identidad de Rusia está relacionado con algunos eventos que se produjeron en el mundo. Son dos temas: la política extranjera y el aspecto moral. Podemos apreciar cómo muchas de las naciones euro-atlánticas están rechazando actualmente sus raíces, incluyendo los valores cristianos que constituyen el fundamento de la civilización occidental. Están negando los principios morales y toda identidad tradicional: nacional, cultural, religiosa e incluso sexual.Están implementando políticas que equiparan las familias numerosas con parejas del mismo sexo, la fe en Dios con la fe en Satanas”. Y prosigue: “La gente en muchas naciones europeas se siente avergonzada o temerosa de hablar de su filiación religiosa. Las fiestas religiosas son abolidas o bien toman un nombre distinto; su significado permanece oculto, tanto como su origen moral. Y se está tratando de exportar agresivamente este modelo a todo el mundo”.
Hay, pues, en la vieja Europa, un profunda degradación moral. “Sin los valores enraizados en el cristianismo…, sin las normas de la moralidad que han tomado forma a lo largo de un milenio,los pueblos perderán su dignidad humana. Nosotros consideramos natural y recto defender esos valores. Uno debe respetar los derechos de las minorías, pero los derechos de la mayoría no deben ser puestos en cuestión”. Y concluye: “Yo creo profundamente que el desarrollo personal, moral, intelectual y físico deben permanecer en el corazón de nuestra filosofía. Antes de 1990 Solzhenistsyn afirmó que el objetivo principal de la nación debería ser preservar a la población después de un muy dificultoso siglo XX”.
3. SIGNOS DE RESURRECCIÓN ESPIRITUAL
Rusia vive un profundo renacer de la religión allí tradicional, la llamada Ortodoxia. Este renacimiento parece un verdadero milagro luego de las más de siete décadas de comunismo soviético en el curso del cual millones de cristianos, ortodoxos y católicos han sido asesinados o apartados de practicar su religión. Actualmente se asiste en Rusia a un admirable retorno, sobre todo a la liturgia La Pascua sigue siendo la más importante celebración de la Rusia moderna como lo prueban las iglesias llenas de gente de todas condiciones que van allí a rezar y a confesarse.
El mismo Putin, así como el Primer Ministro Dimitri Medvedev, en comunión con su pueblo asisten cada año al oficio pascual celebrado por el Patriarca en la Catedral de Cristo Salvador de Moscú. Pero ello no es todo. Si bien es cierto que la Constitución rusa de 1993 parece mostrar cierto carácter laicista, semejante a las Constituciones de varios países de Europa, sin embargo Putin ha hecho lo posible por favorecer a la Iglesia Ortodoxa, apoyándose en su doctrina. El 19 de noviembre de 2010, hizo votar por la Duma, es decir, el Congreso Nacional, una ley por la que se autorizaba la devolución a la Iglesia de todos los bienes que le habían sido arrebatados por el Estado y las municipalidades, a partir del triunfo de la Revolución bolchevique. El 8 de febrero de 2012, prometió el otorgamiento de subvenciones por cerca de 80 millones de euros para financiar diversos proyectos de renovación de la Iglesia Ortodoxa. Incluso creemos haber leído que dispuso que hubiera capellanes en las Fuerzas Armadas. Agreguemos el coraje que exhibió al ordenar el traslado de los restos de la familia imperial, vilmente asesinada por orden de Lenin, a San Petersburgo, donde les hizo dar una digna sepultura, confesando y comulgando en dicho día.
Una anécdota esclarecedora. Hace unos años el rey de Arabia Saudita visitó a Putin en Moscú. Antes de partir le dijo que quería comprar un terreno grande, y allí edificar, con dinero totalmente árabe, una gran mezquita en la capital rusa“No hay problema -le respondió Putin- pero con una condición: que autorice que se construya también en su capital una gran iglesia ortodoxa”“No puede ser”, repuso el rey. “¿Por qué?”, preguntó Putin. “Porque su religión no es la verdadera y no podemos dejar que se engañe al pueblo”. A lo que Putin replicó: “Yo pienso igual de su religión y sin embargo permitiría edificar su templo si hubiera correspondencia. Así que hemos terminado el tema”.
De hecho la Iglesia es considerada por el Kremlin un aliado fundamental del Estado, destinada a custodiar la identidad espiritual y cultural de Rusia. Así como el Kremlin promueve a la Iglesia como sociedad que representa los valores de la nación, de manera semejante la Iglesia considera oportuno colaborar con las autoridades políticas para promover medidas que protejan la familia y salvaguarden la moralidad pública.
Consideremos algunos casos de dicha colaboración. Uno de ellos es la ley anti-blasfemia que fue votada por la Duma como consecuencia de un episodio deleznable. Tres mujeres feministas se habían exhibido en el interior de la Catedral de Cristo Salvador en Moscú, ubicándose en la parte más sagrada del presbiterio, con música rock de fondo, de carácter irreverente. Las autoridades políticas lo consideraron un gesto claramente vandálico, condenándolo categóricamente y castigándolo como correspondía, mientras que para las autoridades eclesiásticas fue una profanación blasfema. Los medios de comunicación occidentales mostraron el episodio como una violación de los derechos humanos por parte de las autoridades políticas y de persecución a artistas “creativos”. La Iglesia, por su parte, ha apoyado las nuevas normas del Gobierno que limitan el acceso al aborto y la ley introducida por Putin según la cual se prohíbe publicar cualquier material que fomente la homosexualidad, el lesbianismo, la bisexualidad y la transexualidad, sobre todo si busca influir en los menores de edad. Los manifestantes que en cierta ocasión quisieron hacer pública en las calles su arrogancia “gay”, fueron hostigados al grito de “¡Moscú no es Sodoma!”.
En su famoso discurso en Valdai en septiembre de 2013, Putin incluyó una altiva respuesta a los reiterados llamados de Occidente a boicotear los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, debido a la ley rusa que prohíbe la promoción de la homosexualidad. Tras dicho discurso, los asistentes al Congreso pasaron al comedor, donde se encontraba el ex presidente de la Comisión Europea Romano Prodi. Allí Putin bromeó aludiendo a la larga amistad que tenía con Prodi, y también con su enemigo, el ex presidente del Consejo de Ministros italiano Silvio Berlusconi, afirmando que “Berlusconi estaba siendo juzgado por vivir con mujeres, pero si fuera homosexual nadie le pondría un dedo encima”. Al mismo tiempo, el Estado promueve abiertamente el carácter sacramental del matrimonio tal como lo entiende la Iglesia. Se comprende la inquina del Occidente post-cristiano.
 Como puede verse, Putin ha asumido expresamente la defensa de la familia tradicional. El 11 de febrero de 2013, se realizó un encuentro entre el Gobierno y las autoridades religiosas. Allí el jefe de Estado señaló la necesidad de reconocer a la Iglesia Ortodoxa mayor espacio en las discusiones políticas tocantes a cuestiones como la familia, la instrucción de los jóvenes y el espíritu patriótico. Respecto a la defensa de tales valores, y en particular de la familia, en varias ocasiones Putin ha querido mostrar su voluntad de que en este campo Rusia retorne a los valores tradicionales de la sociedad. A tal fin ha señalado el alto aprecio que tiene de la familia, entendida como elemento fundante para el desarrollo del Estado y de la sociedad, y la actuación de una estrategia política y social que la favorezca, contribuyendo así de un modo decisivo a invertir la corriente demográfica fuertemente negativa que afligió a Rusia en los últimos decenios. Si se tiene en cuenta el hecho de que “el invierno demográfico” que ha golpeado a esa gran nación entre los años 1990 y 2005 manifiesta hoy una situación común a la de la mayor parte de los Estados europeos, no hay duda de que en esta materia el actual modelo ruso constituye un ejemplo a nivel internacional. Varias veces Putin se ha referido a los ataques que se llevan a cabo contra la institución familiar. Esto explica por qué Rusia está tan atenta a la cuestión demográfica. La protección de los derechos y los intereses de la familia, de la maternidad y de la infancia son una cuestión prioritaria para las autoridades públicas. Los actuales dirigentes parecen entender que el problema de la reducción de la natalidad no es atribuible sólo a motivos económicos, sino que tiene raíces más profundas, de carácter cultural, lo que explica la necesidad de intervenir también en el campo de la educación y de la información. El sistema de vida capitalista y globalizado crea una peligrosa tendencia que atenta contra la sociedad. Putin lo afirma sin vueltas: “La crisis de la sociedad humana se expresa principalmente en la pérdida de su capacidad reproductiva”. Gracias a las medidas del Gobierno, en Rusia se ha reducido drásticamente el número de abortos y se ayuda a la mujer embarazada del segundo hijo, por el equivalente de 10.000 dólares, y con terrenos para el tercer hijo.
En un discurso en la Asamblea Federal el jefe de Estado, así se expresó: “Hoy, muchas naciones están revisando sus valores morales y normas éticas, erosionando tradiciones étnicas y diferencias entre pueblos y culturas. La sociedad es ahora requerida no solamente a reconocer el derecho de cada uno a la libertad de conciencia, sino también a aceptar sin condicionamiento la igualdad del bien y del mal, por extraño que ello parezca, conceptos que son totalmente contrarios… Nosotros sabemos que cada vez hay más pueblos en el mundo que sostienen nuestra posición de defender los valores tradicionales, que han hecho las bases espirituales y morales de la civilización de cada nación por miles de años: los valores de familia tradicionales, la realidad de la vida humana, incluyendo la vida religiosa, y no sólo de la existencia material sino también lo espiritual y los valores del humanismo y de la diversidad global. Por supuesto que esta es una posición conservadora. Pero en palabras de Nicolás Berdiaev, el punto de vista del conservadorismo no es el de prevenir movimientos de hacia y para, sino el de prevenir movimientos para atrás y para abajo, en una oscuridad caótica y un retorno al estado primitivo”.
Gracias a Dios, Putin se siente acompañado en la defensa de los valores tradicionales por el Patriarca de Moscú, Monseñor Cirilo, hombre lúcido y valiente. De él hemos tratado largamente en un comentario que hicimos a su libro “Libertad y responsabilidad: en búsqueda de la armonía”, Moscú 2009. Ver nuestra reseña en la revista Gladius, n° 80, año 2010, pp. 138-144.
continuará


[1] Alfredo Sáenz, “Vladimir Putin, un estadista singular”, en Gladius 93 [2015], 33-50).

Acto al Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas en el Colegio Militar de la Nación

Rosas


Hace seis meses atrás pinté el retrato de Juan Manuel de Rosas para el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego, que lo donó al Colegio Militar de la Nación, y el 21 de marzo fue el acto de inaguración de la llegada del cuadro y del busto de Rosas, esculpido por el artista Juan Palau. Con estas dos obras Rosas entró en la sala de próceres del Colegio Militar.


audiencia
Yo no tengo academia, soy básicamente autodidacta. Pintar este cuadro fue un desafío para mi, que por suerte salió bien. Y suerte tuve al haber sido elegida para tal tarea. Un aire naif se vislumbra en las escenas que se encuentran alrededor de su retrato. Siempre luché para dejar de ser naif, pero me quedó esa huella callejera, de falta de escuela. El retrato en sí no es naif, se parece a él y tiene una fuerte expresión. Una extraña mezcla la mía.
aula magna
Tuve que escribir un discurso sobre mi pintura para leerlo en el acto, frente a miles de personas. Ese mi peor desafío porque tengo fobia de hablar en público. Eso me tuvo nerviosa durante días y creí que no lo iba a conseguir pero me fue muy bien, con la ayuda de Germán, al ensayar conmigo oratoria en casa. No se olviden que Germán es profesor de teatro. Los militares que me acompañaron hasta el aula magna también me dieron ánimos. Todos ellos me trataron con simplicidad e hicieron todo para que yo me sienta segura.
en el discurso
En el aula magna estuve sentada en la mesa con Pacho O´Donnell, director del Estudio de Investigaciones Históricas Manuel Dorrego, el General Fabián Brown, director de Educación del Ejército, el artista escultor Juan Palau, que realizó el busto de Rosas, el director del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, Dr. Alberto González Arzac y el director del Colegio Militar de la Nación, Grl. Br. Bari del Valle Sosa. Era mucho para mi y no me sentía a la altura de la circunstancia. Lo que me ayudó a relajarme fue el cuadro. En el momento que lo desvelaron me invadió una profunda emoción y se me cayeron las lágrimas. Después de eso, todo fue más fácil.
cuadro tapado


destapando rosas


aplausos
Coloqué el FM sobre la mesa y gracias a eso pude escuchar los discursos de Pacho O´Donnell y del General Brown. Fue la primera vez que no me aburrí en una conferencia porque pude comprender todas las palabras, muy interesantes e instructivas. Cuando me dieron el micrófono, miré al director del Colegio Militar que estaba a mi lado. Me hizo un gesto para empezar. Empecé bajito y luego subí el tono y la emoción de mis palabras. Fue una experiencia maravillosa que nunca había vivido antes.
en la mesa de discurso
Luego hubo danzas folclóricas y para terminar nos llevaron al comedor. Nos esperaban ricas comidas. En ese momento no me sirvió el FM porque la acústica era mala y todos hablaban a la vez. Es ahí cuando la lectura labial se vuelve una herramienta importante.
danza folclórica
danza en acto
en el comedor
Mi hija, Germancito, Germán, Rosario y Maffy (Maria Balcarce) me acompañaron ¡Qué alegrón compartirlo con todos ellos! Ahora lo comparto en el blog
rosas y agatha
Mi discurso:
Para la generación de mi padre, reinvindicar a Don Juan Manuel de Rosas no era el resultado de vacías rebeldías juveniles. Era enfrentar el anatema, sumergirse en el “mal gusto”, y en última instancia era la violación de una ley.
Esta obra es a la vez un homenaje a mi padre y a todos los que se animaron a ubicarse en el lugar que le aseguraba el desprecio de la academia, el rechazo de la prensa y el boicot de las editoriales.
Es claro que esto ya no es así. Hoy en día los restos de Don Juan Manuel descansan en su patria, aunque el blindaje de su tumba nos recuerda que el odio nos es contemporáneo. Su figura se plasma en un billete, su estatua ecuestre se sitúa en el lugar de la que fuera su residencia y hoy la fecha que le diera un lugar en la historia de América es feriado nacional. No es poco.
Y sin embargo aún faltaba esto: hoy el lugar donde se forman nuestros oficiales, allí donde las imágenes instaladas de los héroes de nuestra independencia y de la formación del Estado Nacional son parte de la instrucción, el Colegio Militar de la Nación recibe la imagen de un héroe que fue olvidado, de un General gaucho, criollo, negro y pampa.
Esta obra me introdujo al estudio de su figura, su piel, su postura y sus ojos. Hay sobre estas características muchas descripciones y en todas ellas, aún para denostarlo, queda la clara impresión para un artista, que sus cronistas sabían que se encontraban frente a un hombre diferente, un hombre que sentía que su paso por la historia dejaría su huella.
Darwin, Ramos Mejía, Mitre, Sarmiento, Mansilla y la poesía gauchesca y negra han descrito su mirada, el color celeste de sus ojos penetrantes, como imborrables, como parte sustancial de su capacidad de conducción, de su autoridad. En el cuadro sus ojos lo abarcan todo, siempre nos está mirando, no importa donde nos encontremos, para dar enfásis a su fuerte personalidad.
El cuadro está dividido en cuatro escenas contemporáneas a la vida de Rosas, bajo un cielo rojizo, pampeano y federal. Los rojos del cielo se reflejan por todo el cuadro, tanto en la tierra como en el agua y una las cuatro escenas en una sola esencia federal. Evité el celeste, menos en sus ojos, color de sus enemigos unitarios. Dos líneas imaginaria, en forma de cruz diagonal llevan las cuatro escenas hacia la figura del restaurador. El río Paraná contornea su busto y esa imagen refuerza la curva que le dió el nombre donde se libró la batalla de la Vuelta de Obligado.
En la parte superior, y a la izquierda está su residencia, en pleno barrio de Palermo, en el corazón de la ciudad que amó y que todavía le debe el nombre de una calle. Arriba a la derecha, nos encontramos con un Rosas que reinvindica un candombe con su presencia, junto a su esposa Encarnación y su hija Manuelita, en un claro indicio de la idea de la integración nacional, que fue el desvelo de su pasión sanmartiniana.
Abajo a la izquierda, sus Colorados del Monte, su milicia rural, su milicia gaucha. Entre ellos se encontraban no pocos indios pampas, a los que no he querido diferenciar para no ofender la memoria de quien no quiso diferenciarlos.
Y finalmente, abajo a la derecha, el acontecimiento en el que Rosas fue Rosas, allí donde afianzó la independencia argentina, su soberanía, su derecho a que se la reconozca como Nación: La batalla de la Vuelta de Obligado, la batalla olvidada y hoy recuperada para la memoria de la patria.
Para producir esta obra he debido sumergirme en su iconografía y redescubrir su figura con nuevas lecturas, aprender a indignarme por el oprobio que este patriota ha sufrido y destacar al Ejercito Argentino por este reconocimiento a uno de sus jefes más gloriosos.