Rosas

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jueves, 31 de octubre de 2013

Los que odiaron al Gral. José de San Martín

Por Vicente D. Sierra
Muchos militares que hasta su llegada al país eran considerados hábiles guerreros a caballo, no ocultaron su rencor a quien les demostró que carecían de tal habilidad y les enseñó el arte de la guerra por la caballería, dotándola de armas de nuevo tipo, entre otras la lanza, que hizo fabricar con cañas tacuaras. En alguna época, para desacreditarlo ante la opinión popular, se le llamó "el rey José", difundiendo y dejando que se creyera, que su afán era coronarse rey del país. Es que estaba adornado de una integridad moral que no le permitió ser hombre de ninguno, para serlo sólo de su ideal emancipador. Hasta los caudillos populares, como Juan Bautista Bustos, Estanislao López, Francisco Ramírez y Gervasio José de Artigas, desconfiaron en algún momento sobre la lealtad de San Martín, desconcertados por una conducta que no se acomodaba al módulo dominante, o engañados por José Miguel Carrera. Entre los que lo odiaron se destacan dos personajes de singularísimo prestigio intelectual: Sarmiento y Alberdi, y otro de mal ganado prestigio político: Bernardino Rivadavia. Los dos primeros figuran entre los acreditados enemigos de Rosas, y es evidente que por tal motivo, miraron a San Martin sin ningún amor y trataron de negarle los derechos al procerato con que hoy ocupa un puesto de honor en el panteón de nuestros héroes.
En una de las piezas del epistolario de Yungay, Sarmiento, con fecha 9 de julio de 1852, escribía a Alberdi: ".. .Desmadryl hace un Panteón de hombres célebres de Chile: la obra es acabada. Se necesita la biografía de San Martín, y usted podría hacerla breve, espiritual, saisisante, instructiva. San Martín fue una víctima; pero su expatriación fue una expiación. Sus violencias, pero sobre todo, la sombra de Manuel Rodríguez, se levantó contra él y lo anonadó. Haga usted resaltar este hecho para precavernos. Esta justicia silenciosa, pero inflexible que lo alejó para siempre de la América. Hoy es Rosas el proscripto. Sus afinidades las encuentra en el apoyo que prestó al tirano por lo que usted ha dicho: por el sentimiento de repulsión al extranjero. El ejército de los Andes se sublevó en Lima por razones generales; pero el sentimiento, la pasión eficiente, fue el resentimiento que causaba a los argentinos, el verse despojados de su bandera, esto es, de su gloria nacional, para izar las nuevas banderas de los estados libertados, dándoles el aire de condottieri. También él se sublevó contra su gobierno en las Tablas, y su ejército se sublevó contra él. ¿Se encargará usted del trabajo? Fundemos de una vez nuestro tribunal histórico. Seamos justos, pero dejemos de ser panegiristas de cuanta maldad se ha cometido. San Martín castigado por la opinión, expulsado para siempre de la América, olvidado veinte años, y rehabilitado por ios laicos, como Montt, el doctor, el letrado, es una digna y útil lección".
Alberdi ya había escrito antes del pedido de Sarmiento una biografía de San Martín, pero se negó a hacerla en las condiciones impuestas, por lo que el 2 de setiembre de 1852 Sarmiento le volvió a escribir, diciendo: ".. .Yo le indiqué a usted que escribiese la biografía de San Martin, porque ya lo había usted hecho antes, insinuando que podia hacerse justicia ahora, etc. Sin ser mi ánimo que fuese una detracción, porque yo no aconsejaría a nadie nada que no fuese honorable. Creía que una alabanza eterna de nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza y la condenación nuestra".
Pero Alberdi escribió sobre San Martin algunas páginas que, posiblemente, habrían gustado a Sarmiento. Lo hizo en su obra "Grandes y pequeños hombres del Plata", para destacar que, si algún día un poeta como Byron, "señor o milord y no lacayo", visitara estos pueblos y recogiera sus crónicas y le¬yendas, "no serán los Carrera los menos apreciados". Veamos otros conceptos de Alberdi:
"Fue fortuna para Chile que la Revolución Argentina tuviera que buscar en su territorio el camino que debia llevarla a la libertad de las cuatro provincias argentinas del Norte. Pero si San Martin hubiera faltado, Chile no habría carecido de libertadores, y en el Perú mismo hubiese sido reemplazado como lo fue, en efecto, por Bolívar. Su ausencia no perjudica más que a la República Argentina, a quien le costó cuatro provincias... Ningún hombre es necesario en este mundo cuando la Providencia ha creado la necesidad de un gran cambio".
Como se ve, Alberdi acusa a San Martin de haber abandonado las provincias del Alto Perú para libertar a Chile y usar a este país para pasar al Perú. Alberdi no dice que fue el Congreso rivadaviano de 1826 el que dispuso que dichas cuatro provincias estaban en libertad de hacer lo que les viniera en gana: independizarse, o unirse a las del Río de la Plata. Alberdi no dice que Bernardino Rivadavia abandonó a San Martín en el Perú. No dice que la prensa rivadaviana se burló prácticamente del emisario que San Martín envió a Buenos Aires en demanda de apoyo militar para atacar en la frontera de las cuatro provincias altoperuanas, pero dice que cuando la Providencia interviene no necesita de hombre alguno. ¡Soberbia lección de metodología histórica! En virtud de ella, el autor de "Bases" agrega:
"A Chile le habrían sobrado igualmente los libertadores, y, sin San Martin, repito, no habría tardado en ser libre por los Carrera. Esos si que eran el genio de la acción y de los recursos. ¡Nada menos fueron que mártires de su impaciencia de acción liberal y patriótica!"
Para Alberdi, San Martin ni siquiera se destacó como militar; no le encuentra ningún rasgo genial, y se pregunta: "¿Dónde está entonces el genio de San Martin? ¿En que pasó cañones a través de los Andes? ¿Por eso seria otro ANIBAL? Comparaciones pueriles". Evidentemente, si sólo se hubiera tratado de pasar cañones, no seria otro Aníbal, ya que éste no los pasó en los Alpes, puesto que aún no se habían inventado. Pero la torpeza de Alberdi llega a tal punto que dice: "La gloria en el arte del transportar es muy preciosa, pero pertenece más bien a la Industria"; de lo que cabe deducir que el paso de los Andes pudo haber sido hecho —según Alberdi— por cualquier empresa de mudanzas...
Este odio a San Martin fue de tal magnitud en la época de Rivadavia, que el encargado en Buenos Aires de negocios de Chile, Zañartú, escribió refiriéndose al gobierno de Buenos Aires dice: ''Los hombres odian a San Martin, una ruta tan contraria a la opinión general, que este solo principio cada día pierde más su partido, a pesar de que materia de rentas y Gobierno, hecho cosas buenas". El dia 28, una nueva carta, informaba que gobierno de Tucumán había pedído ser provisto de armas para habilitar una expedición de 600 hombres se preparaban para enviar al Perú a apoyar a San Martin, y decía: "Pero todo se le negará. Todo lo que sea obrar conforme las ideas de San Martin, se reprueba aunque tenga la aceptación verbal".
Desde Bruselas, el 20 de octubre de 1827, San Martin escribía a O'Higgins, y al referirse a la renuncia de Rivadavia, decía:
"Ya habrá usted sabido la renuncia de Rivadavia; su administración ha sido desastrosa, y sólo ha contribuido a dividir los ánimos; él ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que minar mi opinión suponiendo que mi viaje a Éuropa no ha tenido otro objeto que el de establecer gobiernos en América, he despreciado tanto sus groseras imposturas, como su innoble persona".
¿Cómo explicar este irracional odio a San Martin? El lo dijo, carta a O'Higgins, desde Montevideo, el 5 de abril de 1829: "La situación de este país (se refiere a la República Argentina) es tal que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de someterse a una facción o dejar de ser hombre público; ESTE último partido es el que yo adopto".
Para comprender estas palabras hay que recordar que en aquel entonces, Lavalle se habla dirigido a San Martin para encontrar en él un elemento que lo sacara del enredo en que habia caido al encabezar la revolución de diciembre de 1828 y el asesinato de Dorrego. San Martin pudo ser entonces el hombre que salvara a los rivadavianos del lio en que se hablan metido por odio a cuanto oliera a pueblo, y San Martin se negó. San Martin era el que en 1812 puso fin al Primer Triunvi¬rato, expresión neta del localismo porteño y de su minoría dirigente mercantilizada; el mismo San Martín que, ante el alzamiento de los pueblos en 1820, se negó a salvar a la Oligarquía del puerto. Ese San Martín que se negó a entrar en los cuadros de la politiquería sucia de los prohombres del liberalismo rivadaviano, tenia que ser odiado por aquellos que lo odiaron. Herederos de ese odio fueron Alberdi y Sarmiento; aumentado en ellos el desapego al héroe, por el hecho de que legara su sable de Chacabuco y Maipú a Juan Manuel de Rosas, el hombre que consolidó la independencia nacional, como con verdad, dijo el héroe de los Andes.

Pero San Martin era un prestigio legitimo; a tal punto, que más tarde, Alberdi y Sarmiento variaron sus puntos de vista sobre él, condicionándolo a olvidar que no habla sido político, sino puramente militar; confundiendo los términos, o sea política con politiquería. Ningún gran general, y San Martin lo fue, puede no ser político, ya que las guerras son esencialmente actos políticos. Justamente, de alta y trascendental política fue la campaña de Chile y Perú; de la más elevada política fue dejar terminar la campaña a Bolívar. Toda política tiene una finalidad, y
San Martín fue leal a la suya; a tal punto, que hasta supo emprender el duro camino del renunciamiento, con tal que su finalidad se realizara, sacrificando su gloria. Política que no podía comprender un Rivadavia, inflado de vanidad hasta lo grotesco, y menos un Sarmiento tan pagado de si mismo, que cuando en 1857 Mitre lo hizo elegir, junto con Vélez Sársfield, miembros de la legislatura local, en carta privada informando sobre tal favor, decía:

"Es una felicidad para Buenos Aires que hayamos sido nombrados senadores; era menester que algunos hombres de talento y de capacidad entrasen en las Cámaras para dirigir la PLEBE e ilustrar el juicio de TANTOS IMBECILES QUE HEMOS INTRODUCIDO".

"Rosas y sus relaciones con los indios"

Libro del profesor Jorge Sule.- ("2da edición)
Primer libro del Instituto de Investigaciones Históricas. Juan Manuel de Rosas de Gral. San Martin, Editorial Corregidor
El presente es un libro en el cual se narra la verdadera historia de Juan Manuel de Rosas con los aborígenes, está ausente de novelescas interpretaciones, pleno de novedades y precisiones fruto de profundas y abundantes investigaciones.
El prestigioso escritor : Profesor Jorge Sule, basa sus argumentos en la consulta y estudio minucioso de más de 4.000 documentos del Archivo General de la Nación, el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, en distintos repositorios oficiales, y en archivos privados o particulares.
El autor nos brinda un aporte fundamental sobre la verdadera realidad histórica de los aborígenes de nuestro territorio. El tema que aborda nos introduce en un capítulo en que los protagonistas son Rosas y los distintos mundos indígenas, variados y hasta contrapuestos.
Surge de la amena lectura un Juan Manuel Rosas que apostó con intensidad a la integración del indio en el mundo cristiano. También trabajó para estimularlos o
iniciarlos en las prácticas de la agricultura, suministrándole arados, semillas y otros implementos, incluso hablando su misma lengua, aplicando vacunas, apadrinando
a sus hijos, etc.; es decir, colocándolos en un escalón superior al que tenían en el nivel civilizatorio. La cuestión indígena es un tema atrapante, estimula nuestra imaginación, interroga nuestra inteligencia y nos pone en contacto con un mundo distinto y distante.
El Revisionismo histórico estaba en deuda con este tema, hoy comenzamos a amortizarlo. Invitamos al lector a compartir este extraordinario camino.
COMPRELO EN LAS MEJORES LIBRERIAS O DIRECTAMENTE AL INSTITUTO EN SUS
CONFERENCIAS Y TERTULIAS.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Los ex combatientes: ¿héroes o chicos de la guerra?

Por Fernando Cangiano

El autor de esta nota empuñó las armas contra el invasor británico en Puerto Argentino. A su regreso del frente de batalla, colaboró con el Centro de ex Soldados Combatientes y con la Federación de Veteranos de Guerra, de la que fue uno de sus fundadores. Su condición de psicólogo le permitió brindar apoyo a los camaradas afectados por las secuelas de la guerra. En abril de 1992 escribió en la revista Noticias y expuso en el programa Hora Clave, de Mariano Grondona, su convicción de que la causa dé los mayores problemas que afrontan los ex combatientes no residen tanto en la guerra misma como en el vaciamiento de sentido de que fuera objeto y en la política desmalvinizadora implementada desde junio de 1982 hasta nuestros días. En la nota que sigue reitera que los ex combatientes no fueron chicos engañados sino que son héroes de la Patria y que en ese punto está la clave tanto de su salud psíquica como de la recuperación de la dignidad nacional.
Tras la derrota militar de Malvinas, el sistema colonial se lanzó presuroso a corroer aquella colosal voluntad patriótica brotada espontáneamente en las jornadas de abril/mayo de 1982, después de largos años de horror y silencio.  Para ello empleó toda su artillería: políticos genuflexos, renegados intelectuales (isi eran de izquierda, tanto mejor!), periodistas venales, pacifistas vegetarianos y hasta ilustres pensadores del estilo de un Sábato o de un Borges, cuyo abnegado humanismo estaba fuera de toda discusión.[1] El objetivo era claro y los medios enormes. No había micrófono o pluma que no estuviera al alcance de quienes repetían machaconamente sobre la perversidad intrínseca a todo hombre de armas, descubrimiento súbito éste, que curiosamente coincidía con el viraje de los fusiles que dejaban de apuntar hacia dentro como hasta entonces, para hacerlo hacia afuera, justamente al corazón de la flota imperialista.
A manera de efecto secundario, tal vez no previsto pero en todo caso inevitable, los ex-combatientes quedaban como residuo en un rincón del escenario. No eran los hombres que combatieron con gallardía, tal como se los denomina en cualquier guerra- (justa o no, y ¡vaya si nos asistía la razón en Malvinas!), en cualquier país con un soplo de dignidad nacional. Eran los chicos de la guerra, los pichi ciegos,[2] es decir víctimas ingenuas, sin identidad, conducidas en estado hipnótico a una contienda que ninguno comprendía y, mucho menos, deseaba.
Todos se sorprendieron cuando la prensa entregó los primeros casos de suicidio o cuando cientos y cientos de veteranos presentaban señales evidentes de patología post-traumática. Pero, ¿podía ser de otra manera? ¿Puede un hombre que vió morir a un camarada, que fue herido o que realizó indecibles sacrificios por una causa que asumía como propia, devenir chico, tolerar la indiferencia social y, lo que es peor, asistir a un fenomenal vaciamiento de sentido que transformaba en un absurdo, en un disparate histórico, lo que creyó una epopeya soberana llamada a inscribirse en las mejores páginas de nuestra lucha por la independencia? Todo sacrificio había sido vano, se decía, y toda muerte INútil. Ciertamente, fue el discurso de la posguerra, de inocultables motivaciones políticas, el que estragó como nadie la salud PSíquica de los veteranos.
Fueron las propias organizaciones de ex-combatientes, y unos pocos más, quienes procuraron dotar nuevamente de significado al hecho de Malvinas. No es casual que todos los grupos, independientemente de su orientación ideológica, reivindiquen el valor histórico de la gesta, emparentándolo al concepto de soberanía y orgullo nacional. Se trata no sólo de una estricta verdad en términos políticos sino también de un evidente mecanismo de defensa de naturaleza psicológica, tal vez no consciente, tendiente a resignificar en héroe al pobre hombrecito construido por la propaganda cipaya y a desmistificar una de las zonceras que por sus efectos resulta particularmente trágica.
En los años que corren, signados por el más primario retroceso a lo individual, resulta casi inconcebible que alguien pueda dar su vida por algo que trascienda sus más inmediatos intereses particulares. Allí están los veteranos de guerra para dar testimonio de lo contrario.
Decía Sartre que un hombre es tal cuando ha encontrado una razón por la cual es capaz de morir. Los ex-combatientes no fueron chicos sino hombres y no son víctimas sino héroes.
Notas:
  1. Decía Sábato en 1978 a una revista alemana: “la inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder (en 1976)”. Y, saludando la represión de Videla, expresaba: “sin duda alguna, en los últimos meses, en nuestro país, las cosas han mejorado, las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control”. Sobre Borges, conocido es el elogio dispensado a Videla (junto a Sábato), a quien denominó “un auténtico caballero”.
  2. Títulos de dos libros de gran difusión durante el alfonsinismo.

Las Bases alberdianas

Por Honorio Alberto Díaz

Cuando las fuerzas de Oribe se disponían a sitiar Montevideo, Juan Bautista Alberdi (1810 - 1884) decidió partir hacia Europa. A su regreso se dirigió a Chile donde colaboró con el diario El Mercurio y fundó El Comercio en la ciudad de Valparaíso. Una vez que terminó la reválida de su título de abogado pudo dedicarse plenamente a las dos profesiones que más le atraían. Por eso Sarmiento acremente lo llamaba “abogado-periodista” atribuyéndole un alma sedienta de riqueza. En el país trasandino vivió más de diez años hasta que, en 1855, asumió funciones diplomáticas para la Confederación Argentina con destino europeo. Fue una etapa de importantes progresos personales en la que, bajo el amparo del presidente chileno Bulnes, hizo buenos negocios y alcanzó un cómodo despliegue político. Sobre ese sustento adoptó una postura crítica que lo alejaba tanto de los unitarios como los federales.

Una vez conocido el pronunciamiento de Urquiza contra Rosas, mantuvo una posición ambigua. Sin condenar al rosismo comenzó a referirse a la situación reinante como la cenagosa expresión de una declinación inevitable. Tampoco después celebró el resultado de la batalla de Caseros prefiriendo decir que “la participación brasileña me ha hecho ese día nublado y triste” (según las confidencias que Ernesto Quesada dijo haber recibido en un encuentro parisino). En realidad había mantenido una aceptable relación con las superiores jerarquías gubernativas durante los últimos años, lo que le permitió dejar en el olvido su actuación montevideana apoyando la intervención francesa, incitando la campaña de Lavalle y redactando la declaración de guerra de la Banda Oriental. Además todavía nada lo ligaba al emprendimiento urquicista.  Como tantos otros intelectuales de su generación sostenía que era necesario terminar abruptamente con el desierto argentino y con el atraso económico. Una de las claves de la postergación se encontraba en el aislamiento del país del proceso civilizatorio que encarnaba tanto el capitalismo europeo como el norteamericano. La solución no pasaba por la educación como creía Sarmiento, sino por el implante de esa modernidad mediante el reemplazo inmediato de la población. El gran factor educativo sería la presencia misma del inmigrante, elemento de excelencia para el progreso y la cultura que se necesitaba. Además, ese era el camino más rápido para lograr la opulencia de ciertos estados sin tener que esperar la formación de las nuevas generaciones. “Cada europeo que vine a nuestras playas trae más civilización en sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es el catecismo más edificante ¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ella en la costumbre y radiquémosla aquí. ¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina e industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son comunicativos; al lado del industrial europeo, pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se produce de semilla. Es como la viña: prende de gajo”.
Desde esas convicciones, desencadenada la crisis que llevará al cisma entre la Confederación y Buenos Aires, se decidió a redactar Bases. Apeló a algunos textos anteriores (sobre todo a sus artículos de El Mercurio), se apartó de otros (especialmente de los que poseían un corte americanista como Memoria sobra la convivencia y objeto de un Congreso General Americano de 1845) y produjo nuevos escritos para ahondar en el específico campo del derecho público. Confiaba en la fuerza de su influencia y en su sentido de ubicuidad. (“Como medio músico que soy, tengo el órgano del tiempo y sé tocar la nota que me corresponde en el momento oportuno”).
Los hechos fueron adquiriendo una dinámica diferente. Finalmente existía un serio emprendimiento constitucionalista encarnado por Urquiza. Ello lo obligaba a la apresurada redacción de Bases (“una obra de acción que, pensada en reposo, fue escrita velozmente”). La primera edición se conoció en mayo de 1852 y la segunda estuvo difundida pocos meses después conteniendo diversas ampliaciones y un proyecto de constitución. La versión definitiva corresponde a la edición de 1889. Su prestigio jurídico le posibilitaba incidir seriamente en la confección de la ley suprema de los argentinos que estaba a punto de dictarse. Esa era la oportunidad de actuar y no había que dejarla pasar de largo. Este intelectual tucumano desde muy joven hablaba en nombre de la civilización, es decir de la europeidad. Pensaba que existían rígidas leyes reguladoras de la humanidad en su conjunto, pero que, en su desarrollo, iban adquiriendo fisonomías cambiantes en el tiempo y en el espacio. De ese modo surgían los perfiles singulares que conforman el aporte original de cada nacionalidad a la multifacética historia universal.
Para Alberdi el proceso civilizatorio global (que actualmente se denomina modernidad) ya había sido dilucidado acabadamente por estudios europeos y la filosofía nacional debía abocarse a desentrañar sus manifestaciones locales. En el terreno específico de la historia y de la política, es decir en la esfera del pasado y del presente, la conformación biológica del hombre americano poseía una influencia decisiva. Correspondía entonces a los intelectuales develar la identidad pretérita para que los políticos puedan orientar su gestión tendiente a lograr la armonía entre el desarrollo social argentino y el desarrollo social de la humanidad. Esa tarea crucial se encontraba aún pendiente porque no había sido abordada debidamente ni por el iluminismo ni por el historicismo. La clara determinación de lo específicamente propio y distintivo de cada pueblo resultaba indispensable para la construcción de un pensamiento autónomo: “Tener libertad política y no tener libertad artística, filosófica, industrial, es tener libres los brazos y la cabeza encadenada”.  Esa falta de una auténtica filosofía nacional, acorde a la originalidad del pueblo, explica el fracaso del intento organizativo de los unitarios. El desconocimiento de lo específicamente argentino engendró proyectos constitucionales apartados de la realidad que resultaron inaplicables. La política que posteriormente encarnó Rosas careció del necesario fundamento intelectual convirtiéndose en pura acción vacía de ideación. Para cubrir ese hueco realizó Alberdi dos obras aparecidas en 1837: Fragmento preliminar al estudio del derecho y Doble armonía. Las mismas fueron difundidas desde el “Salón Literario” de Marcos Sastre y desde la “Asociación de la Joven Argentina” de Esteban Echeverría.
La agudización de las preocupaciones propias de la política concreta experimentadas en Montevideo, cuando se fue ligando a la gestión antirrosista de los proscriptos, lo colocaron bajo el influjo de socialistas franceses como Claude Saint Simón y Pierre Leroux. Pero una vez afincado en Chile (tras su viaje a Europa) morigeró estos enfoques desde una posición diferente: abandonó influencias utopistas e historicistas para incorporar categorías del liberalismo de Adam Smith y del positivismo de Augusto Comte. En La República Argentina 37 años después de la Revolución de Mayo se permitió realizar un balance crítico parejamente condenatorio de unitarios y de federales (“los dos hicieron mal”), los primeros por recurrir a “la liga con los extranjeros” y los segundos por “echar mano a la tiranía”. Si la postura ecléctica de los románticos rioplatenses le había permitido oscilar entre el iluminismo y el historicismo, últimamente se encontraba cada vez más influido por las fundamentaciones de políticas que se encargaron de despojar al liberalismo de contenidos democráticos y por las concepciones económicas de la escuela clásica que inaugurara Smith de fuerte sentido individualista. De allí surgió el sistema argumentativo que se expresa en las Bases cuando ya había dejado de confiar en la capacidad de sus compatriotas para producir el avance civilizatorio. ¿Qué era lo que se necesitaba realizar para lograr un trasplante de gajo exitoso? En la respuesta de este interrogante Alberdi busca la mayor precisión. Su discurso se excede en explicaciones y cae en reiteraciones porque entiende que se trata de una cuestión decisiva.  La batalla de Caseros abre directamente el camino de la organización nacional. El país en esta instancia precisa un gobierno eficaz y un orden jurídico adecuado que lo regule. Ninguna de las constituciones sudamericanas sirven como modelo porque son fruto de un momento históricamente superado. Ellas nacieron en la etapa de lucha por la independencia de España que concluyó en la batalla de Ayacucho (1824). Todas están marcadas por la necesidad de apartarse de Europa y por ese motivo prestigian los aspectos políticos independentistas por sobre las decisiones económicas cruciales. Una vez lograda la soberanía resulta menester alcanzar el progreso mediante un impulso productivo, establecer la libertad industrial y comercial, el derecho al trabajo y a la propiedad. (“He aquí el fin de las constituciones de hoy día: ellas deben propender a organizar y constituir los grandes medios prácticos de sacar a la América emancipada del estado oscuro y subalterno en que se encuentra. Las constituciones económicas creativas, adecuadas a la etapa de transición, son las propicias a los tiempos excepcionales que vive el país”).
La que sí resultaba realmente aconsejable —siempre siguiendo a Alberdi— era la constitución del nuevo estado de California (1849). Conservaba la tradición de libertad que caracteriza las instituciones estadounidenses y estaba calculada para el logro de un gran bienestar en un breve lapso. Todo el pueblo californiano gozaba de plenos derechos civiles (facultades ambulatorias, seguridad personal, inviolabilidad de la propiedad, etc.). Con el fin de estimular la inmigración se les permitió a los extranjeros acceder a cargos públicos con sólo un año de ciudadanía pues se los consideraba agentes esenciales del progreso.
El examen que realiza Alberdi es llamativamente insuficiente y sectorizado. Nada expresa sobre el despojo del cual surge el estado de California que pertenecía a México. Tampoco se refiere a la particular existencia de un verdadero caos originado en la lucha entre los buscadores de oro con aventureros y bandidos de todas partes del mundo. Omite la verdadera dinámica política y económica de un estado singular en un momento INédito para atribuirle a las bondades constitucionales el gran incremento poblacional y económico. Pero en la propia esfera jurídica también incurre en omisiones notables. Más que una igualdad para los extranjeros lo que se implantó fue una inferioridad para los nativos de las tierras conquistadas. Los mejicanos del lugar se encontraban privados de derechos políticos a los que sólo podían acceder mediante la acreditación de pureza racial y expresa manifestación de lealtad al país invasor. De ese modo silencia la condición ominosa a que quedaban sometidos los nativos. Éste modelo normativo, expresión de un descarnado colonialismo, guió el proyecto alberdiano.
Era conocida la preferencia de Alberdi por una organización monarquíca constitucional. Sin embargo se pronunció abiertamente a favor de un determinado tipo de república. Presentó lo que se denominó una “república posible” diferente de la “república verdadera” la cual debía tenderse a lograr en el futuro. Partiendo de un supuesto realismo elemental sostenía que no estaban dadas las condiciones para la vigencia de una monarquía ni de una república en sus términos clásicos. Deberíamos los argentinos lograr la sensatez de los chilenos que adoptaron “una constitución monárquica en el fondo y republicana en la forma”, particular modo de crear un régimen que, por un lado, respete una tradición y, por otro lado, genere un cambio. Fundaba su posición en cuestiones pragmáticas sin llegar a generar una convincente argumentación teórica. (“Felizmente, la república, tan fecunda en formas reconoce muchos grados y se presta a todas las exigencias de la edad y del espacio. Saber acomodarla a nuestra edad es todo el arte de constituirse entre nosotros.”). En consecuencia abogaba por la creación de un poder ejecutivo unipersonal fortalecido con una amplitud de facultades que lo aproximaran a la condición monárquica.
Con ese soporte institucional entra en el terreno económico que le preocupa. La transformación económica que permita superar el atraso colonial debe ser llevada a cabo bajo la dirección de una elite que aproveche los medios de coerción desarrollados durante el gobierno de Rosas para otro fin, en este caso benéfico y superior. Esa minoría política y económica que conducirá al país será aprobada por la selecta intelectualidad comprometida con el cambio civilizatorio del capitalismo. “Crecimiento económico —aclara Tulio Halperin Donghi— significa para Alberdi crecimiento acelerado de la producción, sin ningún elemento redistributivo. No hay —se ha visto ya— razones político-sociales que hagan necesario este último; el autoritarismo preservado en su nueva envoltura constitucional es por hipótesis suficiente para afrontar el módico desafío de los desfavorecidos por el proceso. Alberdi no cree siquiera preciso examinar si habría razones económicas que hicieran necesaria alguna redistribución de ingresos, y su indiferencia por este aspecto del problema es perfectamente entendible: el mercado para la acrecida producción argentina ha de encontrarse sobre todo en el extranjero.”
Ese crecimiento económico forjará una sociedad nueva. Hasta que ella se pueda concretar el estado debe estructurarse bajo la forma de una “república posible”. La provisoriedad de la propuesta se extiende hasta el logro del ambicionado resultado. Finalmente la consolidación de la nueva sociedad permitirá la erección de una perdurable “república verdadera”.
En lo referente al mayor o menor grado de centralización o descentralización del gobierno, cuestión que provocó el derrame de tanta sangre en las Provincias Unidas del Río de la Plata, también se inclinó por una solución mixta. En el país se habían dado antecedentes unitarios y federales, en el período de dominación española y en la etapa de independencia política. La asamblea constituyente que se forme —si desea dictar una constitución real, natural y posible— no puede intentar borrar de cuajo estos antecedentes plenamente incorporados a la historia propia. La tentativa de cada tendencia de imponerse, rechazando toda fórmula de conciliación, ha sido la causa de que ninguna de ellas se haya establecido definitivamente. La situación nacional lleva a una tramitación opuesta a la de EE.UU. donde primero los estados se dieron su propia constitución y luego se dictó la constitución nacional. En la Argentina las constituciones provinciales serán sancionadas con posterioridad y dentro de los lineamientos que establezca la constitución nacional. Sólo cabe lograr un federalismo híbrido intermedio entre la desconcentración confederal norteamericana vigente entre 1776 y 1787 y la concentración unitaria rivadaviana. En esta “federacion unitaria” o “unidad federativa” que postulaba Alberdi queda muy poco del federalismo de la constitución estadounidense de 1787 que tuvo como modelo en otras cuestiones. (“El poder respectivo de esos hechos anteriores, tanto unitarios como federativos, conduce a la opinión pública de aquella república al abandono de todo sistema exclusivo y al alejamiento de las dos tendencias o principios, que habiendo aspirado en vano al gobierno exclusivo del país, durante una lucha estéril, alimentada por largos años, busca hoy una fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concilie las libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación, solución inevitable y única, que resulta de la aplicación de los grandes términos del problema argentino —la Nación y la Provincia— de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste en la combinación armónica de la individualidad con la generalidad, del localismo con la nación, o bien de la libertad con la asociación…”).
Cuando el proyecto de Alberdi define la forma de gobierno propuesta la caracteriza como democrática. ( Art. 20 “El Gobierno de la República es democrático, representativo y federal”). Esta palabra no aparecerá después en la constitución nacional y recién fue incorporada por la reforma de 1994. La estructuración del proyecto y del texto de 1853 no poseen diferencias sustanciales en lo que respecta al diseño de los derechos políticos y a la materialización de la representación liberal. En ambos casos no surgen elementos normativos tendientes a garantizar el ejercicio efectivo de la elección soberana. Por el contrario, se establecen mecanismos para morigerar los riesgos del sufragio popular, con elecciones indirectas de diversos grados para presidente y vicepresidente. Seguía en este sentido a Sarmiento, que incluía a la democracia revolucionaria de 1810 entre las causas de la lucha que desplazaba a la republica.
En las Bases se propicia el otorgamiento de facilidades para el acceso a la ciudadanía de los extranjeros procedentes de regiones más ilustradas. También aconseja la restricción por condiciones culturales y económicas. (“La inteligencia y la fortuna en cierto grado no son condiciones que excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas son asequibles para todos mediante la educación y la industria. Sin una alteración grave en el sistema electoral de la República Argentina, habrá que renunciar a la esperanza de obtener gobiernos dignos de la obra del sufragio. Para olvidar los inconvenientes de una supresión brusca de los derechos que ha estado en posesión la multitud, podrá emplearse el sistema de elección doble o triple, que es el mejor medio de purificar el sufragio universal sin reducirlo ni suprimirlo, y de preparar las masas para el ejercicio futuro del sufragio directo”).
La programada limitación de los derechos políticos contrasta con la amplitud asignada a los derechos civiles. El rasgo saliente de la exuberancia procede de la necesidad de establecer condiciones similares (cuando no más ventajosas) para los extranjeros y para los nativos. Porque la presencia de inmigrantes se relaciona tanto con la necesidad de una mayor cantidad de habitantes como con la necesidad de la llegada de capitales, en una constitución con marcada preocupación por las cuestiones económicas. (“Esta América necesita de capitales tanto como de población. El inmigrante sin dinero es un soldado sin armas. Haced que inmigren los pesos en estos países de riqueza futura y pobreza actual. Pero el peso de un inmigrando que exige muchas concesiones y privilegios. Dádselos, porque el capital es el brazo izquierdo del progreso de estos países”).
En el diagnóstico alberdiano el más grave problema del país radicaba en la falta de población. No se trata de una dolencia exclusivamente argentina pues afectaba al conjunto de los estados americanos. Esa carencia no sólo nos impedía ser nación sino también poseer un gobierno general acorde a nuestras necesidades. En consecuencia la normativa constitucional debe propender decididamente la poblamiento del territorio. Es necesario asegurar la libertad religiosa y facilitar los matrimonios mixtos a fin de terminar con una población escasa, impura y estéril. Conforme a esta visión la población constituye el fin a alcanzar y es además el medio para lograrlo. Por ello la ciencia económica se centra en esta problemática. El aumento de población estadounidense es una de las claves del crecimiento y fortalecimiento de ese país. En tal medida América se convierte en el remedio que necesita el mal europeo tan temido por Mathus.
La empresa superior consiste, entonces, en la concreción de un trasplante cultural que, para su mejor éxito, debe ser hecho de gajo. Poseemos una cultura hispana que ha consolidado el atraso. La europeidad es la solución por su aptitud para el cambio y por sus ansias de progreso. Debe implantarse una sociedad que libere al hombre de la esclavitud del medio natural. No puede esperarse el cambio educativo de la población que ni siquiera posee un aceptable crecimiento vegetativo. La propuesta sarmientina nos demora esperanzada en futuras generaciones educadas. Pero el gran agente de innovación civilizatoria inmediata es la presencia misma del extranjero que se convierte en embajador de la nueva cultura. (“Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos no realizaremos la república ciertamente. No la realizaremos tampoco con cuatro millones de peninsulares, porque el español es incapaz de realizarla, acá o allá. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la electricidad.”).
Los marcados tintes europeístas del proyecto de Alberdi lo llevaron a una posesión alejada de toda manifestación americanista. También la profunda subordinación al capital europeo que se diseña en la propuesta lo opone a cualquier postura independentista. Por eso se apartó de los antecedentes constitucionales latinoamericanos producidos en la etapa de ruptura con España y, además, tomó distancia de las grandes figuras de la emancipación a las que no se privó de aludir críticamente. (“ En América, todo lo que no es europeo es bárbaro, no hay más división que esta: 1º, el indígena, el salvaje; 2º, el europeo, es decir, nosotros… Los libertadores de 1810… nos enseñaron a detestar bajo el nombre de europeo a todo lo que no había nacido en América… en su tiempo esos odios fueron resortes útiles y oportunos; hoy son preocupaciones aciagas a la prosperidad de nuestro país”).
La frase de Alberdi “gobernar es poblar” hizo una extraordinaria carrera política. En su elementalidad, para un país semipoblado, aparece como inatacable. Pero, en el plexo de su pensamiento enuncia una fórmula autodenigratoria impregnada de prejuicios europeos que sostenían la inferioridad geográfica y demográfica americana. Esa subalternidad expresaba la existencia de un desgraciado sino emergente de fuerzas insuperables. De allí la necesidad del injerto de gajo.
Con incuestionable justicia Arturo Jaureche incluyó el aserto de Alberdi entre las zonceras argentinas señeras. La alta estimación de lo ajeno y el severo menosprecio de lo propio, la ingenua visión del progreso civilizatorio y la privilegiada incidencia asignada al ordenamiento normativo justifican el encuadramiento: “Pero aunque la idea —gobernar es poblar— era básicamente buena, el europeísmo reinante en la Argentina del siglo XIX la arruinó por completo; si el clima era dañino para la salud de las instituciones, como lo enseñaban los sabios de la Europa, y las razas nativas, mestizadas de españoles, no eran mejores, se imponía introducir otras razas, ya que el clima era inmodificable. Ante un país desierto, que sólo necesitaba grandes masas de población para explotar sus recursos vigentes, Alberdi condensó un programa de gobierno en la célebre fórmula. Como su modelo de nación civilizada era Inglaterra (anglomanía compartida hasta por la opinión pública de los padres europeos) redondeó en Bases la idea de que de un peón criollo jamás saldría un buen operario inglés. (Que le contesten a Alberdi los torneros cordobeses de Kaiser o Fiat, que hace cuatro o cinco años pastoreaban cabras en la sierra). En otras palabras, poblar era para Alberdi acarrear inmigración inglesa, que encastrase con las mujeres criollas: para lo único que éstas servían era para echar hijos al mundo. Por este extraño mecanismo de un intelectual —y Alberdi fue en realidad el único pensador: auténtico de la Argentina del siglo XIX, pues Sarmiento no fue un pensador: era más bien un poderoso artista de la palabra— una buena idea de gobierno se transformó en una de las zonceras de este manual.”
En la época en que apareció el ensayo alberdiano se editaron otros libros de similares propósitos destinados a incidir en la organización del estado argentino. Sarmiento en Argirópolis propuso la elección de la capital de los Estados Unidos del Río de la Plata en la isla Martín García. Mariano Fragueiro dio a publicidad Cuestiones argentinas abordando aspectos económicos del gobierno federal y de los gobiernos provinciales. Profesión de fe se llamó el texto donde Mitre fijó las bases ideológicas de su posicionamiento político. Hubo otras obras de figuras de menor notoriedad, pero ninguna alcanzó la divulgación y la gravitación de las Bases.
En abril de 1852 Alberdi con premura comenzó a realizar la distribución de ejemplares entre sus relaciones más íntimas y las personalidades cuya opinión le interesaba. Mandó libros a sus amigos Gutiérrez, Cané y Frias. También hizo llegar ejemplares a Mitre, Arcos y Balbastro. Los diarios chilenos El Mercurio y El Progreso lo comentaron elogiosamente como así también el mendocino El constitucional de los Andes y el porteño El Nacional, entre otros. Sarmiento en copiosa correspondencia le comunicó al autor sus coincidencias centrales y la carta de Urquiza no se hizo esperar: “ Su bien pensado libro es a mi juicio, un medio de cooperación importantísimo…” (22-07-52).
De todos modos la inquietud al autor consistía en conocer la medida en que su ensayo iba influir en el texto constitucional que se preparaba en Santa Fe. El análisis estructural de las dos constituciones (la proyectaba y la sancionada) permite establecer el amplio campo de las coincidencias. Tal como lo propiciara Alberdi se adoptó la forma republicana con un poder ejecutivo unipersonal fuerte. También fue establecido un federalismo que configura una expresión sintética de la descentralización confederal estadounidense y la centralización unitaria rivadaviana. Se proclama una forma representativa de gobierno sin garantizar el efectivo ejercicio democrático del sufragio, mientras se adoptan mecanismos tendientes a limitar su gravitación como la elección indirecta de presidente, vicepresidente y senadores. Otro dato estructural de raíz alberdiana es la marcada amplitud en el otorgamiento de los derechos civiles sin menoscabo para los extranjeros, lo que contrasta con la exigua normatización de los derechos políticos. Esto permite concluir que el proyecto, junto con otros escasos antecedentes (Constitución de Estados Unidos y Constitución de 1826), tuvo decisiva influencia en las resoluciones de los constituyentes de Santa Fe.
En su vejez Alberdi escribió un libro, que consideraba complementario de Bases (La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital, 1881), para adherir al proceso político que se abrió con la presidencia de Roca. No son pocos los estudiosos que consideran al roquismo, en especial al período que se extiende hasta la reforma electoral de 1912, como la materialización efectiva de la “república posible”, para decirlo con sus propias palabras.
“Juan Baustista Alberdi —sostiene Natalio Botana— fue el autor de una fórmula prescriptiva que gozó del beneficio de alcanzar una traducción institucional sancionada por el Congreso Constituyente de 1853. Lo significativo de esta fórmula consistió en su perdurabilidad sobre las vicisitudes de la guerra interna entre Buenos Aires y la Confederación, las impugnaciones posteriores provenientes de muchas provincias del interior y la resistencia de la misma Buenos Aires a ceder parte de su capacidad de decisión al poder central. Esta persistencia a través de las múltiples oposiciones de que fue objeto, hizo que la fórmula alcanzara los acontecimientos del 80 y justificara la acción política de los protagonistas del régimen político en ciernes”.
Cuando se dictó la constitución norteamericana no integraban la ciudadanía ni los esclavos ni los siervos, tampoco gozaban de derechos políticos los indios que no pagasen impuestos. Esos criterios discriminatorios incidieron directamente en la redacción de nuestro máximo texto legal. La adopción de la forma republicana de gobierno no dejó en claro los alcances de la soberanía popular argentina. El temor alberdiano al voto de la “chusma” mantuvo su plena vigencia en el orden jurídico implantado la organización estatal argentina una vez iniciado el siglo XX.  La ya comentada concepción del sufragio como función social entusiasmó a nuestros constitucionalistas. Desde el católico José M. Estrada al ateo Carlos Sánchez Viamonte, del conservador Joaquín V. González al progresista Segundo V. Linares Quintana, adhirieron a la cáustica tesis. La razón es muy simple: apartarse de la posición rousseuniana implicaba mantener una puerta abierta para la calificación del voto. La teoría era un eficaz instrumento para el propósito de evitar el “triunfo de la ignorancia universal” de acuerdo a la significativa expresión de Eduardo Wilde. El sufragio dejaba de ser considerado un derecho que se posee para convertirse en una función que se recibe. No era una facultad propia del ciudadano sino una obligación impuesta por el estado. La tesis también permitió escindir totalmente el liberalismo de la democracia; más precisamente sirvió para que el liberalismo se despojase de su contenido democrático.  Dicho liberalismo antidemocrático no sólo campea en las obras de nuestros juristas de más prestigio, sino que además se convirtió en un perrequisito de reputación profesional. Juan A. González Calderón prologó un libro (Reforma electoral y sufragio familiar) de su aventajado discípulo Martín Cobo que propicia conceder el derecho de voto solamente a los padres de familia. Allí el prologista, sin pelos en la lengua, sostiene: “Cada día estoy más convencido que la llamada democracia cuantitativa o política, la que se basa en el principio básico de que cada hombre —sufragante, o sea cada cuidado— elector es un voto y no vale más ni menos que un voto, va a hacer desalojada por alguna estructuración estatal sobre la base del sufragio —función pública (privilegio privativo de los más capaces), que posibilita la realidad de una democracia orgánica”. Siguiendo ese odioso criterio la república de los iguales queda desplazada por el reino de las minorías selectas. Allí las elites crecen geométricamente sobre las masas: los menos valen más en el escrutinio de las calidades preferentes.
Considerando al sufragio una función, el ciudadano al votar cumple una tarea pública. Para desempeñarse como funcionario público la constitución establece ( Art. 16º ) el requisito insalvable de la idoneidad. De ese modo se llega a la conclusión de que para poder votar es necesario ser capaz y encontrarse oficialmente considerado como tal. El razonamiento conduce invariablemente al “voto capacitario” marginador de analfabetos y de todos cuantos no cumplan con los niveles de exigencia que se establezcan. También desemboca en la necesidad de crear un cuerpo calificador que no pueda llegar a ser calificado.
La literalidad de los artículos 33º y 37º de la constitución apuntalando la soberanía popular no detuvo a estos teorizadores de la selectividad. Linares Quintana, otro encumbrado catedrático, afirmó: “De ahí se ha inferido que nuestra constitución prohibe la calificación del voto. Sin embargo, la buena doctrina entiende que el artículo 37º la palabra pueblo está empleada en un sentido restringido, equivaliendo a cuerpo electoral, o sea, a un pueblo calificado, calificación que la constitución deja librada al Congreso”. Esta aviesa interpretación desnuda perversos móviles políticos. La norma establece que el gobierno es elegido por el pueblo, pero el glosador entiende que, en la práctica, sólo pueden ser electores aquellos que gocen de la venia aprobatoria de las cámaras legislativas. Se genera de esta manera un círculo vicioso donde, además, no queda claro quién puede designar el primer cuerpo parlamentario.
El constitucionalismo argentino bebió en las fuentes del liberalismo oligárquico cuyos rasgos antidemocráticos impregnaron todo el andamiaje jurídico. No faltaron citas a los jueces superiores para avalar las más flagrantes violaciones de la voluntad popular. A pesar de las reformas efectuadas, nuestra constitución (Art. 55º) requiere para ser senador el goce de una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una ingreso equivalente. Ese requisito es extendido (Art. 89º) para poder ser presidente o vicepresidente y para integrar la Corte Suprema de Justicia (Art. 111º). Así quedó establecida la exigencia para los miembros de los tres poderes.  Adoptada la teoría de la función social del sufragio se justifica la restricción de su universalidad. La turbulencia de la cantidad cede paso al orden apacible que emana del imperio de las calidades selectas. La cuestión no ha quedado acotada a una simple discusión académica: avanzado el siglo veinte el pueblo sólo había podido votar libremente a Yrigoyen, a Perón y sus candidatos (Alvear y Cámpora, respectivamente). Reinstalados gobiernos constitucionales desde 1983, no fueron necesarios el fraude ni las proscripciones para imponer políticas que perjudicaron seriamente al país y a los sectores populares. De ese modo el distante pensamiento antidemocrático de las Bases mantiene gravitación en medio de las miserias del democratismo emergentes de la dramática subordinación económica en que el país se encuentra sumergido.  
Notas:
Acción de la Europa en América, Valparaíso, El suceso nº 104 11/8/45, p. 88. Fragmento preliminar al estudio del derecho, Bs As, Biblos, 1984, p 43. Una nación para el desierto, Bs As, CEAL, 1982, p 39. Manual de zonceras argentinas, Bs As, Peña Lillio,1980, p100. El régimen conservador, Bs As, Hispamérica, 1986, p 43. Reforma electoral y sufragio familiar,Bs As, Kraft, 1944, p 9. Gobierno y administración de la República Argentina, Bs As, Kraft, 1994, p. 79.

martes, 8 de octubre de 2013

Paysandú...

Por Juan Carlos Jara

El sitio y batalla final de Paysandú, con la inmolación de Leandro Gómez y sus hombres, el 2 de enero de 1865, constituye el primer acto de una tragedia mayor: la Guerra del Paraguay o guerra de la "triple infamia", como la llamó Alberdi.  En 1863 gobernaba en la otra orilla el Partido Blanco, asimilable al Federal de nuestro país. Aquí estaba en su apogeo la guerra de policía de Mitre contra las provincias.  La historia oficial, es decir, la historia mistificada por el propio Mitre y sus herederos con la misma coherencia que tuvieron los dictadores de 1976-83 para designar a su propia matanza "Proceso de Reorganización Nacional", llamó a aquella masacre "pacificación del interior".
 El 12 de noviembre de 1863 era degollado el Chacho Peñaloza y colgada su cabeza sangrante de una pica en la localidad de Olta. Sarmiento -director de la guerra- aplaudió el asesinato "sobre todo por su forma".
  Marcos Paz, vicepresidente de Mitre, diría para que no quedaran dudas: "En este banquete de civilización y de principios, sólo se excluyen el poncho, el crimen, la barbarie, es decir los caudillos".
  Con el exterminio de éstos, vendrían las mercaderías extranjeras cometiendo un segundo aniquilamiento, más silencioso: la desarticulación de las economías artesanales del interior profundo.
  Ahora se imponía hacer lo mismo en la ex Banda Oriental, gobernada por el partido opuesto a los unitarios de ambas orillas, y para cumplir ese cometido se anotaban varios "pacificadores". 
Entre los emigrados colorados en Buenos Aires se hallaban los llamados "coroneles de Mitre": Ambrosio Sandes, Ignacio Rivas, Wenceslao Paunero - todos de prominente actuación en la guerra civil argentina- y el más calificado de ellos, Venancio Flores, responsable del masivo degüello de Cañada de Gómez, luego de Pavón.
  Encabezando un grupo de exiliados y mercenarios, Flores invadió tierra oriental el 19 de abril de 1863.
  Su objetivo -y el de Mitre, que lo apoyó con armas y logística-, era derribar al presidente constitucional Bernardo Berro.
  Denominó a su golpe de estado con el épico nombre de "Cruzada Libertadora" y en vista de que la resistencia de Berro y su sucesor Atanasio Aguirre era difícil de vencer, no trepidó en aliarse con el Imperio de Brasil, que intervino en la contienda en defensa de sus propios intereses, que, al mismo tiempo, eran los de su mandante, Gran Bretaña, siempre interesada en destruir los lazos que pudieran unir a nuestros países.
  La escuadra brasileña al mando del almirante Tamandaré y una fuerza de 10.000 hombres ponen sitio a Paysandú y durante varias semanas, sin previa declaración de guerra, la cañonean hasta destruirla, hecho inédito en la historia de Latinoamérica.  Entre los defensores se hallaban federales argentinos, entre ellos Rafael Hernández, hermano del autor de Martín Fierro.   El jefe de la plaza sitiada, general Leandro Gómez, resiste hasta el último aliento, al frente de 600 hombres, "un puñado de héroes de los tiempos de Sagunto y de Numancia", al decir de Francisco F. Fernández.  Finalmente, sin cumplir una tregua pactada entre ambas facciones, la plaza es tomada y, por orden superior, de sargento arriba, fusilados todos los defensores.      Los restantes serán masacrados a cuchillo.
  Lo que no será obstáculo para que días después, "La Nación Argentina", diario del presidente Mitre, enfatice: "La conducta del general Flores y del barón de Tamandaré en el asalto y toma de Paysandú ha sido la más noble, generosa y Caballeresca”.
  Tomada Paysandú, la caída de Montevideo era cuestión de tiempo. La intervención, en defensa propia, del Paraguay de Solano López, sería una de las consecuencias del drama.
  El otro, la conformación de la Triple Alianza entre los gobiernos "liberales" de Brasil, Argentina y Uruguay.

  La máxima tragedia sudamericana del siglo XIX estaba por iniciarse.

jueves, 3 de octubre de 2013

Manuel Ugarte: el gran intelectual de la semicolonia

Por Julio Fernández Baraibar



La prodigiosa pluma de Jorge Abelardo Ramos escribió en 1985: Tengo en mis manos un retrato amarillento y algo borroso, de ambigua retícula. Una muchacha francesa, con una chispa maliciosa en los ojos, observa arrobada a un criollo sereno, bien plantado. Es su marido. Joven todavía, en su pelo rizado se advierten canas. El criollo, de traje, corbata y ancho cuello de camisa a la moda, luce bigotes recortados a la 1914 y un aire formal. Ella se llama Therese. El marido es Manuel Ugarte, un argentino en el destierro. La escena se fija en un solemne estudio de Niza. Son años felices. Las catástrofes del siglo XX aún se incuban en el inescrutable provenir. Pero Ugarte vive su estadía europea con melancolía”.
Ese hombre, mucho después de esa foto, moriría en el mismo lugar, en el balneario francés de Niza, el 2 de diciembre de 1951.
Detrás quedaba una vida dedicada a una pasión irrenunciable: unir la heredad hispanoamericana que había estallado en mil pedazos inermes después de la Independencia.
Nació en Buenos Aires el 27 de febrero de 1875, en San José de Flores, cuando ésta era aún una villa cercana a Buenos Aires. Sus padres pertenecían a la alta clase media de la época lo que le permitió estudiar en el Colegio Nacional de Buenos Aires. De muy joven se despertó su interés por la literatura y los temas sociales. Como todos los jóvenes acomodados de entonces, realizó su viaje de iniciación a París en 1897. Allí debutó en las letras y el Modernismo será su primer militancia literaria. Y allí conoció a América Latina por boca de los cientos de jóvenes de ese origen que vivían la bohemia de un, para muchos, dorado exilio.
Curiosamente fue la residencia en París la que le permitió a Ugarte descubrir a nuestro continente. El aislamiento y el desinterés de la semicolonia próspera del Río de la Plata eran tales que resultaba imposible descubrir el mundo que se abría más allá de la llanura rebozante de ganados y mieses.
De vuelta en Buenos Aires se acercó al partido Socialista ya que este pensamiento había ganado su conciencia en la Francia del caso Dreyfus y de Jean Jaurés. El joven Manuel Ugarte, de gran sensibilidad literaria, hispanoamericanista y católico entraría rápidamente en conflicto con el avinagrado y anglófilo positivismo de Juan B. Justo. Expulsado del partido, volvió a Francia y se estableció en Niza, donde comenzó su gigantesca labor política y literaria por la reconstrucción de la gran unidad continental perdida. En 1909 publicó El Porvenir de la América Española.
Dos años después, en 1911 comenzó su legendaria gira latinoamericana que lo llevó a recorrer el Nuevo Mundo, desde México hasta retornar a la Argentina dos años después. Habló para cientos de miles de estudiantes y obreros del continente. Desafíó al poder de los EE.UU. que ya consideraban a Centroamérica como su patio trasero y al Caribe como su mediterráneo propio. Despertó en los pueblos que visitaba el viejo deseo de unidad, el antiguo sentimiento fraterno y el odio a la amenaza imperialista que ya había mostrado sus garras en Cuba, en Puerto Rico y poco después lo haría en Colombia, segregando al Panamá. Su carta abierta al presidente norteamericano William Taft es hoy una pavorosa denuncia de las tropelías y agresiones del imperialismo yanqui sobre Nuestra América, como la llamó Martí.
En 1922, publicó Mi Campaña Hispanoamericana, recopilando muchos de los discursos con los que electrizara a la juventud del continente. La Patria Grande y El Destino de un Continente fueron sus dos libros siguientes. Había abandonado para entonces su carrera literaria, para volcar todos sus esfuerzos a esa tarea ciclópea: reunificar la América Latina. A él y a su prédica le debemos la expresión misma de Patria Grande para referirnos al continente, en oposición a las pequeñas patrias parroquiales en que nos encerró la mediocridad de nuestras oligarquías y el poder imperialista angloyanqui.
Al final de esa enorme labor, Manuel Ugarte descubrió que la pequeña fortuna heredada de sus padres se había terminado. Había logrado despertar prodigiosas fuerzas en otras latitudes americanas pero la medianía orgullosa de la Reina del Plata lo había sometido al aislamiento. Dice Jorge Abelardo Ramos: “No era para menos, pues en la irresistible Argentina del Centenario, orgullosa y rica, el emporio triguero del mundo, no había lugar para él”.
La vida de Manuel Ugarte resumió la ética de un intelectual nacional en la semicolonia. Industrialista y proteccionista, neutralista en las dos guerras imperialistas, defensor de los trabajadores y latinoamericanista, en medio de una intelligentzia que hacia culto del librecambio, el alineamiento con las grandes potencias y el desprecio por la América criolla.
Manuel Ugarte fue embajador de Juan Domingo Perón en México.
Poco antes de morir, había votado para reelegir a Perón en las elecciones de 1951.
Sus restos fueron repatriados en 1954 por una comisión integrada, entre otros, por Jorge Abelardo Ramos, John William Cooke, Ernesto Palacio, Carlos María Bravo y Rodolfo Puiggrós. Recuerda Ramos aquel acto: Salvo el Presidente Perón, que envió un telegrama de adhesión, ni el gobierno ni el peronismo oficial se hicieron presentes. Y, va de suyo, nadie de la “inteligentzia” llamada argentina. Soplaba un viento gélido y en el espíritu colectivo palpitaban sórdidos presagios. La contrarrevolución democrática estaba en marcha. El año 1955, año clave para explicar la profundidad de la crisis orgánica que se abatió sobre la sociedad argentina, ya estaba a la vista”.
Por fortuna, la Patria Grande de don Manuel Ugarte ha recorrido ya un largo camino y su prédica ha sido asumida por las nuevas generaciones latinoamericanas. Su vida no fue en vano. Sus frutos, el Mercosur, la Unasur, la CELAC, han comenzado a modificar el mapa político de un continente que Manuel Ugarte soño fuerte y unido.

Leonardo Castellani y su definición de "Hombre libre"

Por Leonardo Castellani

La definición argentina de  hombre libretal vez no sea muy filosófica pero es bien argentina. 
Dice así:
“Me siento libre… La justicia de Dios está más alta que la soberbia de los hombres. El hombre verdaderamente LIBRE es aquel que exento de temores infundados y deseos innecesarios en cualquier país y cualquier condición se halle, está SUJETO (es decir, libremente cautivo) a los mandatos de Dios, al dictado de su conciencia y a los dictámenes de la sana  razón...
.(Carta de don Juan Manuel de Rosas desde el destierro a doña Josefa Gómez)
 

miércoles, 2 de octubre de 2013

Viejo Soldado de la Patria

(Al pié de la estatua de San Martín) De Luis Rodríguez Velazco Enviado por Argentino López

¡SOY YO, MI GENERAL ¡ VIEJO SOLDADO,

IBA A DORMIR MI SUEÑO POSTRIMERO

CUANDO DE NUEVO ME HAN LLAMADO

LOS FUERTES ECOS DEL CLARIN GUERRERO



ES ILUSION TAL VEZ QUE SE ME OFRECE

PERO EN EL NUEVO ARDOR CON QUE BATALLA

YO CREO QUE ESTA BASE SE ESTREMECE

Y QUE RELINCHA ARDIENTE ESE CABALLO

SOY UN RECUERDO OSCURECIDO, APENAS,

DE AQUELLOS TIEMPOS DE COMBATE Y GLORIA,

CUANDO EL TRISTE CRUJIR DE LAS CADENAS

APAGO LOS CANTARES DE VICTORIA


AL ACERCARME AL PIE DEL MONUMENTO

QUE TIENE VUESTRA GLORIA ETERNIZADA,

VIEJO Y ENFERMO, GENERAL, YO SIENTO

EN MIS VENAS HERVIR LA SANGRE HELADA



Y VIENEN A GOLPEAR SOBRE MI FRENTE

LOS GLORIOSOS RECUERDOS DEL PASADO

REVIVIENDO EN MI PECHO MÁS ARDIENTE

MI DORMIDO ENTUSIASMO DE SOLDADO



YO EN VUESTRA MANO VI LA ENSEÑA SANTA

TREMOLAR SOBRE EL ANDE ARROGANTE,

CUANDO GIGANTE ALZAZTEIS VUESTRA PLANTA

EN LA CUMBRE INMORTAL DE OTRO GIGANTE




Y AL VICTORIOSO ONDEAR DE ESA BANDERA

AMONTONANDO HAZAÑA SOBRE HAZAÑA

VOLVER HICIMOS LA SANGRIENTA FIERA

A LA GUARDIA DE SU VIEJA ESPAÑA


POR TODAS PARTES AL LEON VENCIMOS

ROMPIERON SUS CADENAS LOS ESCLAVOS

Y LIBERTAD Y PATRIA DIMOS

SELLADA CON LA SANGRE DE SUS BRAVOS



AHORA VUELVE ESE LEON VENCIDO

CAYENDO INFAME SOBRE UN PUEBLO HERMANO;

YO DESDE LEJOS CONOCI EL RUGIDO.

Y AQUÍ ESTA, GENERAL, EL VETERANO



II


NUESTROS PADRES ILUSTRES YA MURIERON

MAS NO MURIO SU ESPIRITU INMORTAL

DEL EJEMPLO DE HONOR QUE ELLOS NOS DIERON

HAN NACIDO MIL HEROES, GENERAL…



HOY AL ANTIGUO HONOR HA RENACIDO

HAY CADA CIUDADANO ES UN CAMPEON

Y COMO ENTONCES HOY HA VENCIDO,

EL INSOLENTE IBERO PABELLON



……………..

LOS PADRES DE LA PATRIA, DE SU TUMBA

DE NUEVO A DEFENDERLA SE ALZARAN

Y POR CADA GUERRERO QUE SUCUMBA

DE SU SANGRE OTROS MIL RENACERAN



III



POR QUE OTRA VEZ SUS HUESTES DESLEALES

MUEVE A ESPAÑA EN CONTRA DEL PERU,

A PROFANAR LOS LAUROS INMORTALES

DE JUNIN, AYACUCHO Y DE MAIPU?



NO COBIJAN AQUÍ NUESTRAS BANDERAS

MAS QUE PUEBLOS QUE CRECEN A LA PAR

MÁS GRANDES QUE SUS VASTAS CORDILLERAS,

MÁS LIBRES QUE LAS OLAS DE SU MAR



JUNTO A LA LIBRE BICOLOR BANDERA

CUANDO TOME SU PUESTO CADA CUAL

YO, SI NO SE PELEAR, SABRE SIQUIERA,

DAR MI SANGRE A LA PATRIA, GENERAL…”






Recuerdo de la ASOCIACION CULTURAL SANMARTINIANA DE CALETA OLIVIA

martes, 1 de octubre de 2013

Sancti Spíritus

Por Pablo Yurman


El 9 de junio de 1527, en coincidencia con la Fiesta de Pentecostés –de ahí el nombre elegido–, Sebastián Gaboto fundó el Fuerte de Sancti Spiritus. Lo hizo tras remontar el río Paraná, a la altura de la desembocadura del río Carcarañá, cerca del lugar donde actualmente se emplaza la localidad de Puerto Gaboto, al norte de Rosario. No todos los historiadores coinciden en la fecha exacta de la fundación, puesto que los españoles habían llegado unas semanas antes y luego de elegir el lugar como el más apropiado comenzaron la construcción del fuerte o real, con la ayuda de los naturales que habitaban el lugar, los carcaráes o caracaráes, y también los timbúes.
La expedición de Gaboto no tenía por fin la fundación de ciudades, por tal motivo lo que a lo sumo se limitaría a erigir serían asientos o fuertes, que como tales no necesitaban de una “fundación” propiamente dicha. En rigor de verdad, el “fuerte” no era más que un rancho de paja rodeado de una empalizada sobre un terraplén, al que poco después se agregaría una modesta capillita de similares condiciones, pero que constituyó el primer templo en nuestro suelo, lugar donde a poco el sacerdote Diego García que integraba la expedición celebraría las primeras misas y los casamientos entre españoles y nativas. Ello habla a las claras de que no todo fue hostilidad y enfrentamiento, rasgos de los cuales si bien no hay conquista que este exenta en la historia de la humanidad, no ocuparon la totalidad de las relaciones entre nativos y conquistadores.
¿Gaboto o Cabot?
Acaso sea la figura de Sebastián Gaboto una de las más polifacéticas de cuantas arribaron en aquellas épocas a esta parte del mundo. De él nos dice el historiador Vicente Sierra que “arribó a España haciéndose pasar por inglés, y como tal se lo tuvo mucho tiempo. Nacido en Venecia, en 1479, fue su padre Juan Gaboto quien al servicio de Inglaterra trató en 1496 de descubrir un paso al Asia en la costa norte del Nuevo Mundo”, agregando que “desde el principio mostró aptitudes para la intriga y la deslealtad”.
Lo cierto es que luego de haber acompañado a su padre en esa aventura por las costas canadienses, John Cabot se casó con una española, Catalina de Medrano, instalándose en España. Quiso el azar que heredara el cargo de Piloto Mayor que la Casa de Contratación había otorgado a Juan Díaz de Solís, el descubridor del Río de la Plata (llamado durante años Mar de Solís en su honor) hasta que fue muerto y, literalmente, devorado por los charrúas.
Según el contrato celebrado entre el navegante y la Corona de Castilla, su empresa tendría estricto carácter mercantil en orden a intentar seguir la ruta descubierta años antes por Magallanes para llegar al Asia a través del paso entre los océanos Atlántico y Pacífico, es decir, lograr circunnavegar el globo con rumbo a lo que los españoles llamaban “la especiería”. No hay que olvidar que pese al posterior interés por el oro y la plata, en realidad, lo más importante en términos estratégicos para la Europa de entonces, no eran esos metales sino las especias (pimienta, mostaza, canela, etcétera) que procedentes de Oriente permitían conservar los alimentos y así pasar los duros inviernos del Hemisferio Norte.
El amor prohibido
No hay datos corroborados por documentos que den cuenta de la presencia de mujeres españolas en la expedición de Gaboto a estas tierras, a diferencia de otras travesías en las que sí embarcaban hombres casados. Sin embargo, el primer historiador criollo, el asunceño Ruy Díaz de Guzmán, en su obra La Argentina. Historia Argentina del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata, escrita en 1612, es decir, muy próxima a la fecha en que ocurrieron los hechos, relata que cuando Gaboto abandonó Sancti Spiritus para retornar a España dejó una guarnición de unos cien hombres, entre quienes se hallaba el soldado Sebastián Hurtado y su esposa, Lucía Miranda.
Según Julio de Guernica, autor de Somos porque fuimos, los indios vecinos “de la tribu de los timbúes, encabezados por sus caciques Mangoré y Siripo, concurrían a aportar provisiones e intercambiar bienes con los españoles. Mangoré se enamoró de Lucía e hizo toda suerte de propuestas galantes; ante el rechazo de ella concibió tomarla por la fuerza, y para ello persuadió al otro cacique, su hermano”.
Aparentemente, algunos soldados, entre quienes se encontraba el esposo de Lucía, salieron en busca de víveres, ocasión que fue aprovechada por los indios para atacar el fuerte. En el combate murió el cacique Mangoré y varios españoles, sobreviviendo solo algunos, entre ellos Lucía y otras pocas mujeres. Agrega De Guernica: “A su vuelta de la expedición, Sebastián Hurtado fue apresado por los indios y llevado ante Siripo. Éste lo condenó a muerte, pero ante los ruegos de Lucía consintió en salvarle la vida, pero a cambio de que nunca se comunicaran entre ellos, ofreciendo incluso otorgarle una mujer india”.
El amor entre los esposos resultaba inocultable y el furioso cacique Siripo habría ordenado darles muerte a ambos: Sebastián fue atado a un árbol y “flechado por aquella bárbara gente” según el relato de Díaz de Guzmán, en tanto que Lucía murió quemada en una hoguera improvisada, poniendo así fin a la primera historia de amor prohibido en nuestras tierras.

Guillermo Furlong

Por Prof. Carlos Pauli - Ing. Jorge A. Terpin
Con franqueza poco habitual, el padre Furlong nos relata sus primeros años: “Nacido en los campos santafesinos, al suroeste de Rosario, en la provincia de Santa Fe, vivió y se educó en la colectividad británica de esa ciudad y, cuando en 1902, ya en sus trece abriles, pasó al colegio que en la ciudad de Santa Fe dirigían los jesuitas desde 1611, ignoraba aún el habla castellana, y si bien conocía en sus grandes líneas la geografía y la historia del Reino Unido de la Gran Bretaña, vaga por demás e imprecisa era la idea que entonces tenía, de lo que era el país en que había nacido”.
En efecto, Guillermo Furlong Cardiff nació en Arroyo Seco, provincia de Santa Fe, el 21 de junio de 1889 en el seno de una familia de inmigrantes irlandeses. Inició sus estudios en 1896 en el Colegio de la Sra. Woods de Rosario, continuándolos al año siguiente en el Colegio Británico St. Bartholomew. En marzo de 1902, ingresa al Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, al que consideró “nuestra más querida Alma Mater” y si bien se relacionó con muchos padres jesuitas, destaca “por sobre todos ellos, el entonces maestrillo Julián Hurley y el santo portero Hno. José Marcos Figueroa”.
Con 14 años, en abril de 1903 ingresa al Noviciado de la Compañía de Jesús en Córdoba para dirigirse a España en 1905 donde inicia estudios de humanidades y continúa los de ciencias en el Colegio de Gandía (Valencia). Posteriormente, en el monasterio de Veruela (Aragón), comienza sus investigaciones históricas que continuaría a lo largo de toda su vida. En 1911, se lo destina a EE.UU., para completar los Estudios Superiores en el Woodstock College de Maryland y en 1913 la Georgetown University de Washington, le otorga el título de Doctor en Filosofía, a la vez que realiza estudios de Paleografía en la Library of Congress de Washington e investiga en repositorios de Baltimore y en la Hispanic Society Library de Nueva York.
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Banda del Colegio en 1896.
De regreso en Buenos Aires, ejerce la docencia en el Seminario Pontificio y en el Colegio del Salvador. En 1920, regresa a España donde en el Colegio Máximo de Sarriá de Barcelona cursa estudios de Teología, a la vez que investiga en varios archivos, fundamentalmente en el General de Indias. Fue ordenado sacerdote en 1924, regresando a Buenos Aires al año siguiente.
Investigador incansable
Ya por entonces, es un incansable investigador, tanto en archivos españoles como en los de Francia, Alemania y Bélgica, a los que sumó los americanos: Brasil, Uruguay, Bolivia, Chile y Estados Unidos, frecuentando no sólo el Archivo General de la Nación y el museo Mitre sino además las bibliotecas privadas de los grandes estudiosos de su época. En 1929, publica Glorias Santafesinas, su primer trabajo sobre temas históricos.
Su desempeño como docente en el Colegio del Sagrado Corazón de Montevideo a partir de 1930, le posibilitó contactarse los archivos e historiadores uruguayos. Además fue alumno suyo, Lauro Ayestarán, quien con el paso del tiempo sería el destacado musicólogo que estudió y difundió la actuación del gran Doménico Zípoli en tierras americanas, a partir de las noticias brindadas por Guillermo Furlong sobre la presencia de ese gran músico en el Río de la Plata.
El 24 de junio de 1939, es designado Miembro de Número de la Academia Nacional de la Historia, y en su presentación, José Torre Revello expresó “una sola entre sus tantas obras, la titulada ‘Cartografía jesuítica’, le da categoría y jerarquía para figurar en primera fila entre los hombres dedicados al estudios de esa rama de la historia colonial en el Nuevo Mundo”.
La diversidad de su tarea sin descanso -“tenía el esfuerzo largo y corto el descanso. Más aun, no tenía descanso; era apenas una pausa entre dos acciones”-, lo lleva a fundar en 1942 la Junta de Historia Eclesiástica Argentina, siendo su primer vicepresidente a la vez que dirige la Revista Archivum desde 1959 a 1974.
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En 1922, la Academia de Literatura culminó sus actividades anuales con la presencia de Jacinto Benavente. En la foto: “Dr. Errando - Salvador Cabedo - Ricardo Pugo - Pbro. Alfonso Durán - D. Jacinto Benavente - P. Joaquín Añon, rector - Horacio Caillet-Bois - Pbro. Carlos Sánchez”.
En 1956, funda con otros especialistas la Academia Nacional de Geografía, la que presidió en tres oportunidades, siendo designado en función de sus méritos, presidente Honorario. A ello sumó su actividad en más de un centenar de instituciones de las que formó parte, tanto nacionales y extranjeras, con las que colaboró con su habitual generosidad, y le valieron reconocimientos como la condecoración de la Orden de Isabel la Católica, otorgada en 1952 por España.
De su obra, que suma alrededor de dos mil investigaciones y cuya enumeración escapa a las posibilidades de este escrito, se deben destacar: “Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata 1536-1810” que publicada en 1952 recibe el Premio Nacional de Historia en 1957, a la que se suma en 1969, la monumental “Historia Social y Cultural de Río de la Plata 1536-1810”, fecha en que el autor confiesa: “Lo único que lamentamos es el haber compuesto esta obra hallándonos en los suburbios del octogésimo año en nuestro ya largo vivir, cuando la memoria es frecuentemente infiel y cuando la vista se obnubila e impide la visión clara de los impresos, cuanto más de los manuscritos, ennegrecidos con la pátina de los años”.
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Presidentes de la Congregación de María Inmaculada y San Luis Gonzaga 1890-1900, Sección de Pupilos, que fuera constituida el 15 de agosto de 1890.
No se puede dejar de mencionar dos obras muy caras a su afecto, la edición en 1935 de “Nuestra Señora de los Milagros”, y en 1962 “Historia del Colegio de la Inmaculada de la ciudad de Santa Fe”, “cuya composición nos encomendó en 1959 el entonces y actual rector, padre Juan Moglia” para celebrar el Centenario de la Reapertura del Histórico Colegio del que si bien fue alumno sólo un año, guardó un entrañable e inextinguible afecto.
Ese mismo año, se edita “Misiones y sus pueblos de Guaraníes” y en virtud de “su amplia y valiosa labor historiográfica desarrollada a lo largo de medio siglo”, la Universidad del Salvador lo nombra Doctor Honoris Causa, grado que también le es otorgado por la Universidad Nacional de Buenos Aires en 1971. Fallece en Buenos Aires a los 86 años de edad, el 20 de mayo de 1974.

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