Rosas

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miércoles, 30 de octubre de 2013

Las Bases alberdianas

Por Honorio Alberto Díaz

Cuando las fuerzas de Oribe se disponían a sitiar Montevideo, Juan Bautista Alberdi (1810 - 1884) decidió partir hacia Europa. A su regreso se dirigió a Chile donde colaboró con el diario El Mercurio y fundó El Comercio en la ciudad de Valparaíso. Una vez que terminó la reválida de su título de abogado pudo dedicarse plenamente a las dos profesiones que más le atraían. Por eso Sarmiento acremente lo llamaba “abogado-periodista” atribuyéndole un alma sedienta de riqueza. En el país trasandino vivió más de diez años hasta que, en 1855, asumió funciones diplomáticas para la Confederación Argentina con destino europeo. Fue una etapa de importantes progresos personales en la que, bajo el amparo del presidente chileno Bulnes, hizo buenos negocios y alcanzó un cómodo despliegue político. Sobre ese sustento adoptó una postura crítica que lo alejaba tanto de los unitarios como los federales.

Una vez conocido el pronunciamiento de Urquiza contra Rosas, mantuvo una posición ambigua. Sin condenar al rosismo comenzó a referirse a la situación reinante como la cenagosa expresión de una declinación inevitable. Tampoco después celebró el resultado de la batalla de Caseros prefiriendo decir que “la participación brasileña me ha hecho ese día nublado y triste” (según las confidencias que Ernesto Quesada dijo haber recibido en un encuentro parisino). En realidad había mantenido una aceptable relación con las superiores jerarquías gubernativas durante los últimos años, lo que le permitió dejar en el olvido su actuación montevideana apoyando la intervención francesa, incitando la campaña de Lavalle y redactando la declaración de guerra de la Banda Oriental. Además todavía nada lo ligaba al emprendimiento urquicista.  Como tantos otros intelectuales de su generación sostenía que era necesario terminar abruptamente con el desierto argentino y con el atraso económico. Una de las claves de la postergación se encontraba en el aislamiento del país del proceso civilizatorio que encarnaba tanto el capitalismo europeo como el norteamericano. La solución no pasaba por la educación como creía Sarmiento, sino por el implante de esa modernidad mediante el reemplazo inmediato de la población. El gran factor educativo sería la presencia misma del inmigrante, elemento de excelencia para el progreso y la cultura que se necesitaba. Además, ese era el camino más rápido para lograr la opulencia de ciertos estados sin tener que esperar la formación de las nuevas generaciones. “Cada europeo que vine a nuestras playas trae más civilización en sus hábitos, que luego comunica a nuestros habitantes, que muchos libros de filosofía. Se comprende mal la perfección que no se ve, toca ni palpa. Un hombre laborioso es el catecismo más edificante ¿Queremos plantar y aclimatar en América la libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de Estados Unidos? Traigamos pedazos vivos de ella en la costumbre y radiquémosla aquí. ¿Queremos que los hábitos de orden, de disciplina e industria prevalezcan en nuestra América? Llenémosla de gente que posea hondamente esos hábitos. Ellos son comunicativos; al lado del industrial europeo, pronto se forma el industrial americano. La planta de la civilización no se produce de semilla. Es como la viña: prende de gajo”.
Desde esas convicciones, desencadenada la crisis que llevará al cisma entre la Confederación y Buenos Aires, se decidió a redactar Bases. Apeló a algunos textos anteriores (sobre todo a sus artículos de El Mercurio), se apartó de otros (especialmente de los que poseían un corte americanista como Memoria sobra la convivencia y objeto de un Congreso General Americano de 1845) y produjo nuevos escritos para ahondar en el específico campo del derecho público. Confiaba en la fuerza de su influencia y en su sentido de ubicuidad. (“Como medio músico que soy, tengo el órgano del tiempo y sé tocar la nota que me corresponde en el momento oportuno”).
Los hechos fueron adquiriendo una dinámica diferente. Finalmente existía un serio emprendimiento constitucionalista encarnado por Urquiza. Ello lo obligaba a la apresurada redacción de Bases (“una obra de acción que, pensada en reposo, fue escrita velozmente”). La primera edición se conoció en mayo de 1852 y la segunda estuvo difundida pocos meses después conteniendo diversas ampliaciones y un proyecto de constitución. La versión definitiva corresponde a la edición de 1889. Su prestigio jurídico le posibilitaba incidir seriamente en la confección de la ley suprema de los argentinos que estaba a punto de dictarse. Esa era la oportunidad de actuar y no había que dejarla pasar de largo. Este intelectual tucumano desde muy joven hablaba en nombre de la civilización, es decir de la europeidad. Pensaba que existían rígidas leyes reguladoras de la humanidad en su conjunto, pero que, en su desarrollo, iban adquiriendo fisonomías cambiantes en el tiempo y en el espacio. De ese modo surgían los perfiles singulares que conforman el aporte original de cada nacionalidad a la multifacética historia universal.
Para Alberdi el proceso civilizatorio global (que actualmente se denomina modernidad) ya había sido dilucidado acabadamente por estudios europeos y la filosofía nacional debía abocarse a desentrañar sus manifestaciones locales. En el terreno específico de la historia y de la política, es decir en la esfera del pasado y del presente, la conformación biológica del hombre americano poseía una influencia decisiva. Correspondía entonces a los intelectuales develar la identidad pretérita para que los políticos puedan orientar su gestión tendiente a lograr la armonía entre el desarrollo social argentino y el desarrollo social de la humanidad. Esa tarea crucial se encontraba aún pendiente porque no había sido abordada debidamente ni por el iluminismo ni por el historicismo. La clara determinación de lo específicamente propio y distintivo de cada pueblo resultaba indispensable para la construcción de un pensamiento autónomo: “Tener libertad política y no tener libertad artística, filosófica, industrial, es tener libres los brazos y la cabeza encadenada”.  Esa falta de una auténtica filosofía nacional, acorde a la originalidad del pueblo, explica el fracaso del intento organizativo de los unitarios. El desconocimiento de lo específicamente argentino engendró proyectos constitucionales apartados de la realidad que resultaron inaplicables. La política que posteriormente encarnó Rosas careció del necesario fundamento intelectual convirtiéndose en pura acción vacía de ideación. Para cubrir ese hueco realizó Alberdi dos obras aparecidas en 1837: Fragmento preliminar al estudio del derecho y Doble armonía. Las mismas fueron difundidas desde el “Salón Literario” de Marcos Sastre y desde la “Asociación de la Joven Argentina” de Esteban Echeverría.
La agudización de las preocupaciones propias de la política concreta experimentadas en Montevideo, cuando se fue ligando a la gestión antirrosista de los proscriptos, lo colocaron bajo el influjo de socialistas franceses como Claude Saint Simón y Pierre Leroux. Pero una vez afincado en Chile (tras su viaje a Europa) morigeró estos enfoques desde una posición diferente: abandonó influencias utopistas e historicistas para incorporar categorías del liberalismo de Adam Smith y del positivismo de Augusto Comte. En La República Argentina 37 años después de la Revolución de Mayo se permitió realizar un balance crítico parejamente condenatorio de unitarios y de federales (“los dos hicieron mal”), los primeros por recurrir a “la liga con los extranjeros” y los segundos por “echar mano a la tiranía”. Si la postura ecléctica de los románticos rioplatenses le había permitido oscilar entre el iluminismo y el historicismo, últimamente se encontraba cada vez más influido por las fundamentaciones de políticas que se encargaron de despojar al liberalismo de contenidos democráticos y por las concepciones económicas de la escuela clásica que inaugurara Smith de fuerte sentido individualista. De allí surgió el sistema argumentativo que se expresa en las Bases cuando ya había dejado de confiar en la capacidad de sus compatriotas para producir el avance civilizatorio. ¿Qué era lo que se necesitaba realizar para lograr un trasplante de gajo exitoso? En la respuesta de este interrogante Alberdi busca la mayor precisión. Su discurso se excede en explicaciones y cae en reiteraciones porque entiende que se trata de una cuestión decisiva.  La batalla de Caseros abre directamente el camino de la organización nacional. El país en esta instancia precisa un gobierno eficaz y un orden jurídico adecuado que lo regule. Ninguna de las constituciones sudamericanas sirven como modelo porque son fruto de un momento históricamente superado. Ellas nacieron en la etapa de lucha por la independencia de España que concluyó en la batalla de Ayacucho (1824). Todas están marcadas por la necesidad de apartarse de Europa y por ese motivo prestigian los aspectos políticos independentistas por sobre las decisiones económicas cruciales. Una vez lograda la soberanía resulta menester alcanzar el progreso mediante un impulso productivo, establecer la libertad industrial y comercial, el derecho al trabajo y a la propiedad. (“He aquí el fin de las constituciones de hoy día: ellas deben propender a organizar y constituir los grandes medios prácticos de sacar a la América emancipada del estado oscuro y subalterno en que se encuentra. Las constituciones económicas creativas, adecuadas a la etapa de transición, son las propicias a los tiempos excepcionales que vive el país”).
La que sí resultaba realmente aconsejable —siempre siguiendo a Alberdi— era la constitución del nuevo estado de California (1849). Conservaba la tradición de libertad que caracteriza las instituciones estadounidenses y estaba calculada para el logro de un gran bienestar en un breve lapso. Todo el pueblo californiano gozaba de plenos derechos civiles (facultades ambulatorias, seguridad personal, inviolabilidad de la propiedad, etc.). Con el fin de estimular la inmigración se les permitió a los extranjeros acceder a cargos públicos con sólo un año de ciudadanía pues se los consideraba agentes esenciales del progreso.
El examen que realiza Alberdi es llamativamente insuficiente y sectorizado. Nada expresa sobre el despojo del cual surge el estado de California que pertenecía a México. Tampoco se refiere a la particular existencia de un verdadero caos originado en la lucha entre los buscadores de oro con aventureros y bandidos de todas partes del mundo. Omite la verdadera dinámica política y económica de un estado singular en un momento INédito para atribuirle a las bondades constitucionales el gran incremento poblacional y económico. Pero en la propia esfera jurídica también incurre en omisiones notables. Más que una igualdad para los extranjeros lo que se implantó fue una inferioridad para los nativos de las tierras conquistadas. Los mejicanos del lugar se encontraban privados de derechos políticos a los que sólo podían acceder mediante la acreditación de pureza racial y expresa manifestación de lealtad al país invasor. De ese modo silencia la condición ominosa a que quedaban sometidos los nativos. Éste modelo normativo, expresión de un descarnado colonialismo, guió el proyecto alberdiano.
Era conocida la preferencia de Alberdi por una organización monarquíca constitucional. Sin embargo se pronunció abiertamente a favor de un determinado tipo de república. Presentó lo que se denominó una “república posible” diferente de la “república verdadera” la cual debía tenderse a lograr en el futuro. Partiendo de un supuesto realismo elemental sostenía que no estaban dadas las condiciones para la vigencia de una monarquía ni de una república en sus términos clásicos. Deberíamos los argentinos lograr la sensatez de los chilenos que adoptaron “una constitución monárquica en el fondo y republicana en la forma”, particular modo de crear un régimen que, por un lado, respete una tradición y, por otro lado, genere un cambio. Fundaba su posición en cuestiones pragmáticas sin llegar a generar una convincente argumentación teórica. (“Felizmente, la república, tan fecunda en formas reconoce muchos grados y se presta a todas las exigencias de la edad y del espacio. Saber acomodarla a nuestra edad es todo el arte de constituirse entre nosotros.”). En consecuencia abogaba por la creación de un poder ejecutivo unipersonal fortalecido con una amplitud de facultades que lo aproximaran a la condición monárquica.
Con ese soporte institucional entra en el terreno económico que le preocupa. La transformación económica que permita superar el atraso colonial debe ser llevada a cabo bajo la dirección de una elite que aproveche los medios de coerción desarrollados durante el gobierno de Rosas para otro fin, en este caso benéfico y superior. Esa minoría política y económica que conducirá al país será aprobada por la selecta intelectualidad comprometida con el cambio civilizatorio del capitalismo. “Crecimiento económico —aclara Tulio Halperin Donghi— significa para Alberdi crecimiento acelerado de la producción, sin ningún elemento redistributivo. No hay —se ha visto ya— razones político-sociales que hagan necesario este último; el autoritarismo preservado en su nueva envoltura constitucional es por hipótesis suficiente para afrontar el módico desafío de los desfavorecidos por el proceso. Alberdi no cree siquiera preciso examinar si habría razones económicas que hicieran necesaria alguna redistribución de ingresos, y su indiferencia por este aspecto del problema es perfectamente entendible: el mercado para la acrecida producción argentina ha de encontrarse sobre todo en el extranjero.”
Ese crecimiento económico forjará una sociedad nueva. Hasta que ella se pueda concretar el estado debe estructurarse bajo la forma de una “república posible”. La provisoriedad de la propuesta se extiende hasta el logro del ambicionado resultado. Finalmente la consolidación de la nueva sociedad permitirá la erección de una perdurable “república verdadera”.
En lo referente al mayor o menor grado de centralización o descentralización del gobierno, cuestión que provocó el derrame de tanta sangre en las Provincias Unidas del Río de la Plata, también se inclinó por una solución mixta. En el país se habían dado antecedentes unitarios y federales, en el período de dominación española y en la etapa de independencia política. La asamblea constituyente que se forme —si desea dictar una constitución real, natural y posible— no puede intentar borrar de cuajo estos antecedentes plenamente incorporados a la historia propia. La tentativa de cada tendencia de imponerse, rechazando toda fórmula de conciliación, ha sido la causa de que ninguna de ellas se haya establecido definitivamente. La situación nacional lleva a una tramitación opuesta a la de EE.UU. donde primero los estados se dieron su propia constitución y luego se dictó la constitución nacional. En la Argentina las constituciones provinciales serán sancionadas con posterioridad y dentro de los lineamientos que establezca la constitución nacional. Sólo cabe lograr un federalismo híbrido intermedio entre la desconcentración confederal norteamericana vigente entre 1776 y 1787 y la concentración unitaria rivadaviana. En esta “federacion unitaria” o “unidad federativa” que postulaba Alberdi queda muy poco del federalismo de la constitución estadounidense de 1787 que tuvo como modelo en otras cuestiones. (“El poder respectivo de esos hechos anteriores, tanto unitarios como federativos, conduce a la opinión pública de aquella república al abandono de todo sistema exclusivo y al alejamiento de las dos tendencias o principios, que habiendo aspirado en vano al gobierno exclusivo del país, durante una lucha estéril, alimentada por largos años, busca hoy una fusión parlamentaria en el seno de un sistema mixto, que abrace y concilie las libertades de cada Provincia y las prerrogativas de toda la Nación, solución inevitable y única, que resulta de la aplicación de los grandes términos del problema argentino —la Nación y la Provincia— de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que consiste en la combinación armónica de la individualidad con la generalidad, del localismo con la nación, o bien de la libertad con la asociación…”).
Cuando el proyecto de Alberdi define la forma de gobierno propuesta la caracteriza como democrática. ( Art. 20 “El Gobierno de la República es democrático, representativo y federal”). Esta palabra no aparecerá después en la constitución nacional y recién fue incorporada por la reforma de 1994. La estructuración del proyecto y del texto de 1853 no poseen diferencias sustanciales en lo que respecta al diseño de los derechos políticos y a la materialización de la representación liberal. En ambos casos no surgen elementos normativos tendientes a garantizar el ejercicio efectivo de la elección soberana. Por el contrario, se establecen mecanismos para morigerar los riesgos del sufragio popular, con elecciones indirectas de diversos grados para presidente y vicepresidente. Seguía en este sentido a Sarmiento, que incluía a la democracia revolucionaria de 1810 entre las causas de la lucha que desplazaba a la republica.
En las Bases se propicia el otorgamiento de facilidades para el acceso a la ciudadanía de los extranjeros procedentes de regiones más ilustradas. También aconseja la restricción por condiciones culturales y económicas. (“La inteligencia y la fortuna en cierto grado no son condiciones que excluyan la universalidad del sufragio, desde que ellas son asequibles para todos mediante la educación y la industria. Sin una alteración grave en el sistema electoral de la República Argentina, habrá que renunciar a la esperanza de obtener gobiernos dignos de la obra del sufragio. Para olvidar los inconvenientes de una supresión brusca de los derechos que ha estado en posesión la multitud, podrá emplearse el sistema de elección doble o triple, que es el mejor medio de purificar el sufragio universal sin reducirlo ni suprimirlo, y de preparar las masas para el ejercicio futuro del sufragio directo”).
La programada limitación de los derechos políticos contrasta con la amplitud asignada a los derechos civiles. El rasgo saliente de la exuberancia procede de la necesidad de establecer condiciones similares (cuando no más ventajosas) para los extranjeros y para los nativos. Porque la presencia de inmigrantes se relaciona tanto con la necesidad de una mayor cantidad de habitantes como con la necesidad de la llegada de capitales, en una constitución con marcada preocupación por las cuestiones económicas. (“Esta América necesita de capitales tanto como de población. El inmigrante sin dinero es un soldado sin armas. Haced que inmigren los pesos en estos países de riqueza futura y pobreza actual. Pero el peso de un inmigrando que exige muchas concesiones y privilegios. Dádselos, porque el capital es el brazo izquierdo del progreso de estos países”).
En el diagnóstico alberdiano el más grave problema del país radicaba en la falta de población. No se trata de una dolencia exclusivamente argentina pues afectaba al conjunto de los estados americanos. Esa carencia no sólo nos impedía ser nación sino también poseer un gobierno general acorde a nuestras necesidades. En consecuencia la normativa constitucional debe propender decididamente la poblamiento del territorio. Es necesario asegurar la libertad religiosa y facilitar los matrimonios mixtos a fin de terminar con una población escasa, impura y estéril. Conforme a esta visión la población constituye el fin a alcanzar y es además el medio para lograrlo. Por ello la ciencia económica se centra en esta problemática. El aumento de población estadounidense es una de las claves del crecimiento y fortalecimiento de ese país. En tal medida América se convierte en el remedio que necesita el mal europeo tan temido por Mathus.
La empresa superior consiste, entonces, en la concreción de un trasplante cultural que, para su mejor éxito, debe ser hecho de gajo. Poseemos una cultura hispana que ha consolidado el atraso. La europeidad es la solución por su aptitud para el cambio y por sus ansias de progreso. Debe implantarse una sociedad que libere al hombre de la esclavitud del medio natural. No puede esperarse el cambio educativo de la población que ni siquiera posee un aceptable crecimiento vegetativo. La propuesta sarmientina nos demora esperanzada en futuras generaciones educadas. Pero el gran agente de innovación civilizatoria inmediata es la presencia misma del extranjero que se convierte en embajador de la nueva cultura. (“Con tres millones de indígenas, cristianos y católicos no realizaremos la república ciertamente. No la realizaremos tampoco con cuatro millones de peninsulares, porque el español es incapaz de realizarla, acá o allá. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la electricidad.”).
Los marcados tintes europeístas del proyecto de Alberdi lo llevaron a una posesión alejada de toda manifestación americanista. También la profunda subordinación al capital europeo que se diseña en la propuesta lo opone a cualquier postura independentista. Por eso se apartó de los antecedentes constitucionales latinoamericanos producidos en la etapa de ruptura con España y, además, tomó distancia de las grandes figuras de la emancipación a las que no se privó de aludir críticamente. (“ En América, todo lo que no es europeo es bárbaro, no hay más división que esta: 1º, el indígena, el salvaje; 2º, el europeo, es decir, nosotros… Los libertadores de 1810… nos enseñaron a detestar bajo el nombre de europeo a todo lo que no había nacido en América… en su tiempo esos odios fueron resortes útiles y oportunos; hoy son preocupaciones aciagas a la prosperidad de nuestro país”).
La frase de Alberdi “gobernar es poblar” hizo una extraordinaria carrera política. En su elementalidad, para un país semipoblado, aparece como inatacable. Pero, en el plexo de su pensamiento enuncia una fórmula autodenigratoria impregnada de prejuicios europeos que sostenían la inferioridad geográfica y demográfica americana. Esa subalternidad expresaba la existencia de un desgraciado sino emergente de fuerzas insuperables. De allí la necesidad del injerto de gajo.
Con incuestionable justicia Arturo Jaureche incluyó el aserto de Alberdi entre las zonceras argentinas señeras. La alta estimación de lo ajeno y el severo menosprecio de lo propio, la ingenua visión del progreso civilizatorio y la privilegiada incidencia asignada al ordenamiento normativo justifican el encuadramiento: “Pero aunque la idea —gobernar es poblar— era básicamente buena, el europeísmo reinante en la Argentina del siglo XIX la arruinó por completo; si el clima era dañino para la salud de las instituciones, como lo enseñaban los sabios de la Europa, y las razas nativas, mestizadas de españoles, no eran mejores, se imponía introducir otras razas, ya que el clima era inmodificable. Ante un país desierto, que sólo necesitaba grandes masas de población para explotar sus recursos vigentes, Alberdi condensó un programa de gobierno en la célebre fórmula. Como su modelo de nación civilizada era Inglaterra (anglomanía compartida hasta por la opinión pública de los padres europeos) redondeó en Bases la idea de que de un peón criollo jamás saldría un buen operario inglés. (Que le contesten a Alberdi los torneros cordobeses de Kaiser o Fiat, que hace cuatro o cinco años pastoreaban cabras en la sierra). En otras palabras, poblar era para Alberdi acarrear inmigración inglesa, que encastrase con las mujeres criollas: para lo único que éstas servían era para echar hijos al mundo. Por este extraño mecanismo de un intelectual —y Alberdi fue en realidad el único pensador: auténtico de la Argentina del siglo XIX, pues Sarmiento no fue un pensador: era más bien un poderoso artista de la palabra— una buena idea de gobierno se transformó en una de las zonceras de este manual.”
En la época en que apareció el ensayo alberdiano se editaron otros libros de similares propósitos destinados a incidir en la organización del estado argentino. Sarmiento en Argirópolis propuso la elección de la capital de los Estados Unidos del Río de la Plata en la isla Martín García. Mariano Fragueiro dio a publicidad Cuestiones argentinas abordando aspectos económicos del gobierno federal y de los gobiernos provinciales. Profesión de fe se llamó el texto donde Mitre fijó las bases ideológicas de su posicionamiento político. Hubo otras obras de figuras de menor notoriedad, pero ninguna alcanzó la divulgación y la gravitación de las Bases.
En abril de 1852 Alberdi con premura comenzó a realizar la distribución de ejemplares entre sus relaciones más íntimas y las personalidades cuya opinión le interesaba. Mandó libros a sus amigos Gutiérrez, Cané y Frias. También hizo llegar ejemplares a Mitre, Arcos y Balbastro. Los diarios chilenos El Mercurio y El Progreso lo comentaron elogiosamente como así también el mendocino El constitucional de los Andes y el porteño El Nacional, entre otros. Sarmiento en copiosa correspondencia le comunicó al autor sus coincidencias centrales y la carta de Urquiza no se hizo esperar: “ Su bien pensado libro es a mi juicio, un medio de cooperación importantísimo…” (22-07-52).
De todos modos la inquietud al autor consistía en conocer la medida en que su ensayo iba influir en el texto constitucional que se preparaba en Santa Fe. El análisis estructural de las dos constituciones (la proyectaba y la sancionada) permite establecer el amplio campo de las coincidencias. Tal como lo propiciara Alberdi se adoptó la forma republicana con un poder ejecutivo unipersonal fuerte. También fue establecido un federalismo que configura una expresión sintética de la descentralización confederal estadounidense y la centralización unitaria rivadaviana. Se proclama una forma representativa de gobierno sin garantizar el efectivo ejercicio democrático del sufragio, mientras se adoptan mecanismos tendientes a limitar su gravitación como la elección indirecta de presidente, vicepresidente y senadores. Otro dato estructural de raíz alberdiana es la marcada amplitud en el otorgamiento de los derechos civiles sin menoscabo para los extranjeros, lo que contrasta con la exigua normatización de los derechos políticos. Esto permite concluir que el proyecto, junto con otros escasos antecedentes (Constitución de Estados Unidos y Constitución de 1826), tuvo decisiva influencia en las resoluciones de los constituyentes de Santa Fe.
En su vejez Alberdi escribió un libro, que consideraba complementario de Bases (La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital, 1881), para adherir al proceso político que se abrió con la presidencia de Roca. No son pocos los estudiosos que consideran al roquismo, en especial al período que se extiende hasta la reforma electoral de 1912, como la materialización efectiva de la “república posible”, para decirlo con sus propias palabras.
“Juan Baustista Alberdi —sostiene Natalio Botana— fue el autor de una fórmula prescriptiva que gozó del beneficio de alcanzar una traducción institucional sancionada por el Congreso Constituyente de 1853. Lo significativo de esta fórmula consistió en su perdurabilidad sobre las vicisitudes de la guerra interna entre Buenos Aires y la Confederación, las impugnaciones posteriores provenientes de muchas provincias del interior y la resistencia de la misma Buenos Aires a ceder parte de su capacidad de decisión al poder central. Esta persistencia a través de las múltiples oposiciones de que fue objeto, hizo que la fórmula alcanzara los acontecimientos del 80 y justificara la acción política de los protagonistas del régimen político en ciernes”.
Cuando se dictó la constitución norteamericana no integraban la ciudadanía ni los esclavos ni los siervos, tampoco gozaban de derechos políticos los indios que no pagasen impuestos. Esos criterios discriminatorios incidieron directamente en la redacción de nuestro máximo texto legal. La adopción de la forma republicana de gobierno no dejó en claro los alcances de la soberanía popular argentina. El temor alberdiano al voto de la “chusma” mantuvo su plena vigencia en el orden jurídico implantado la organización estatal argentina una vez iniciado el siglo XX.  La ya comentada concepción del sufragio como función social entusiasmó a nuestros constitucionalistas. Desde el católico José M. Estrada al ateo Carlos Sánchez Viamonte, del conservador Joaquín V. González al progresista Segundo V. Linares Quintana, adhirieron a la cáustica tesis. La razón es muy simple: apartarse de la posición rousseuniana implicaba mantener una puerta abierta para la calificación del voto. La teoría era un eficaz instrumento para el propósito de evitar el “triunfo de la ignorancia universal” de acuerdo a la significativa expresión de Eduardo Wilde. El sufragio dejaba de ser considerado un derecho que se posee para convertirse en una función que se recibe. No era una facultad propia del ciudadano sino una obligación impuesta por el estado. La tesis también permitió escindir totalmente el liberalismo de la democracia; más precisamente sirvió para que el liberalismo se despojase de su contenido democrático.  Dicho liberalismo antidemocrático no sólo campea en las obras de nuestros juristas de más prestigio, sino que además se convirtió en un perrequisito de reputación profesional. Juan A. González Calderón prologó un libro (Reforma electoral y sufragio familiar) de su aventajado discípulo Martín Cobo que propicia conceder el derecho de voto solamente a los padres de familia. Allí el prologista, sin pelos en la lengua, sostiene: “Cada día estoy más convencido que la llamada democracia cuantitativa o política, la que se basa en el principio básico de que cada hombre —sufragante, o sea cada cuidado— elector es un voto y no vale más ni menos que un voto, va a hacer desalojada por alguna estructuración estatal sobre la base del sufragio —función pública (privilegio privativo de los más capaces), que posibilita la realidad de una democracia orgánica”. Siguiendo ese odioso criterio la república de los iguales queda desplazada por el reino de las minorías selectas. Allí las elites crecen geométricamente sobre las masas: los menos valen más en el escrutinio de las calidades preferentes.
Considerando al sufragio una función, el ciudadano al votar cumple una tarea pública. Para desempeñarse como funcionario público la constitución establece ( Art. 16º ) el requisito insalvable de la idoneidad. De ese modo se llega a la conclusión de que para poder votar es necesario ser capaz y encontrarse oficialmente considerado como tal. El razonamiento conduce invariablemente al “voto capacitario” marginador de analfabetos y de todos cuantos no cumplan con los niveles de exigencia que se establezcan. También desemboca en la necesidad de crear un cuerpo calificador que no pueda llegar a ser calificado.
La literalidad de los artículos 33º y 37º de la constitución apuntalando la soberanía popular no detuvo a estos teorizadores de la selectividad. Linares Quintana, otro encumbrado catedrático, afirmó: “De ahí se ha inferido que nuestra constitución prohibe la calificación del voto. Sin embargo, la buena doctrina entiende que el artículo 37º la palabra pueblo está empleada en un sentido restringido, equivaliendo a cuerpo electoral, o sea, a un pueblo calificado, calificación que la constitución deja librada al Congreso”. Esta aviesa interpretación desnuda perversos móviles políticos. La norma establece que el gobierno es elegido por el pueblo, pero el glosador entiende que, en la práctica, sólo pueden ser electores aquellos que gocen de la venia aprobatoria de las cámaras legislativas. Se genera de esta manera un círculo vicioso donde, además, no queda claro quién puede designar el primer cuerpo parlamentario.
El constitucionalismo argentino bebió en las fuentes del liberalismo oligárquico cuyos rasgos antidemocráticos impregnaron todo el andamiaje jurídico. No faltaron citas a los jueces superiores para avalar las más flagrantes violaciones de la voluntad popular. A pesar de las reformas efectuadas, nuestra constitución (Art. 55º) requiere para ser senador el goce de una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una ingreso equivalente. Ese requisito es extendido (Art. 89º) para poder ser presidente o vicepresidente y para integrar la Corte Suprema de Justicia (Art. 111º). Así quedó establecida la exigencia para los miembros de los tres poderes.  Adoptada la teoría de la función social del sufragio se justifica la restricción de su universalidad. La turbulencia de la cantidad cede paso al orden apacible que emana del imperio de las calidades selectas. La cuestión no ha quedado acotada a una simple discusión académica: avanzado el siglo veinte el pueblo sólo había podido votar libremente a Yrigoyen, a Perón y sus candidatos (Alvear y Cámpora, respectivamente). Reinstalados gobiernos constitucionales desde 1983, no fueron necesarios el fraude ni las proscripciones para imponer políticas que perjudicaron seriamente al país y a los sectores populares. De ese modo el distante pensamiento antidemocrático de las Bases mantiene gravitación en medio de las miserias del democratismo emergentes de la dramática subordinación económica en que el país se encuentra sumergido.  
Notas:
Acción de la Europa en América, Valparaíso, El suceso nº 104 11/8/45, p. 88. Fragmento preliminar al estudio del derecho, Bs As, Biblos, 1984, p 43. Una nación para el desierto, Bs As, CEAL, 1982, p 39. Manual de zonceras argentinas, Bs As, Peña Lillio,1980, p100. El régimen conservador, Bs As, Hispamérica, 1986, p 43. Reforma electoral y sufragio familiar,Bs As, Kraft, 1944, p 9. Gobierno y administración de la República Argentina, Bs As, Kraft, 1994, p. 79.

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