Rosas

Rosas

lunes, 30 de junio de 2014

Souvenir con restos del General Manuel Belgrano

Por el Prof. Jbismarck

Oración a la bandera
¡Bandera de la Patria, celeste y blanca, símbolo de la unión y de la fuerza con que nuestros padres nos dieron independencia y libertad; guía de la victoria en la guerra, y del trabajo y la cultura en la paz; vínculo sagrado e indisoluble entre las generaciones pasadas, presentes y futuras; juremos defenderla hasta morir antes que verla humillada! ¡Que flote con honor y gloria al frente de nuestras fortalezas, ejércitos y buques, y en todo tiempo y lugar de la Tierra donde éstos la condujeran; que a su sombra la Nación Argentina acreciente su grandeza por siglos y siglos, y sea para todos los hombres mensajera de libertad, signo de civilización y garantía de justicia!
Joaquín V. González


Precisamente Joaquin V. González fue actor de un episodio desgraciado donde buscó apropiarse como “souvenir” de parte de los restos del Creador de la Bandera:
el 4 de septiembre de 1902, el gobierno de Roca, decidido a cumplir la última voluntad del prócer, que había sido "poder descansar en una tumba austera", había convocado a una "suscripción popular" para levantar un mausoleo hecho de los mejores materiales de la época: mármoles y escultores italianos.
El diario de los Mitre comentó: "Se verificó ayer a las dos de la tarde la exhumación de los restos del General Belgrano que, como se sabe, estaban sepultados en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo y deben depositarse en el mausoleo cuya inauguración se efectuará el mes próximo". Los Ministros del Interior y de Guerra, Joaquín V. González y el Coronel Pablo Ricchieri, presidieron el acto en que se levantó la losa del suelo. No había vestigios del ataúd sino algunos clavos y tachuelas, y los huesos estaban dispersos y destruidos por la acción del tiempo. Señala “La Nación” "A medida que se extraían se depositaban en una bandeja de plata, que sostenía uno de los monjes del convento. Las tibias se descubrieron en la tierra colocadas casi paralelamente, pero al sacarlas quedaron reducidas a pequeños fragmentos. (...) Se han encontrado en relativo buen estado algunos dientes. El escribano Enrique Garrido levantó un acta que firmaron Carlos Vega Belgrano, nieto del prócer, Manuel Belgrano, bisnieto, Armando Claros, el Dr. Luis Peluffo, el Reverendo Padre Becco, prior de la orden dominicana, el mayor Ruiz Díaz y los ministros del gabinete. La urna fue depositada bajo el altar mayor esperando la terminación de los trabajos del suntuoso mausoleo".
Sin embargo el diario “La Prensa” dio otra versión: "En el sepulcro del General Belgrano. Exhumación de sus restos. Un acta defectuosa. Repartición de dientes entre los ministros….. en la tumba de Belgrano se encontraron varios dientes en buen estado de conservación, y admírese el público: esos despojos sagrados se los repartieron buena, criollamente, el ministro del Interior y el ministro de Guerra. Ese despojo hecho por los dos funcio¬narios nacionales que nombramos debe ser reparado inmediatamente, porque esos restos forman parte de la herencia que debe vigilar severa¬mente la gratitud nacional; no son del Gobierno sino del pueblo entero de la República y ningún funcionario, por más elevado o irresponsable que se crea, puede profanarla. Que devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación".
¿Cuáles fueron los motivos del robo? Increíble: tanto González como Ricchieri admiradores del Gral Bartolomé Mitre (el Héroe que liberó al Paraguay de la tiranía de López..) robaron los dientes para que su admirado los observe….
Ricchieri declaró que había retirado el diente del General Belgrano con el objeto de consultar al General Mitre sobre "la conveniencia de engarzarlo en oro, para colocarlo luego con los demás restos en la urna del monumento".
La edición de Caras y Caretas del 7 de septiembre incluyó un artículo titulado "El Mausoleo a Belgrano": "Sólo unos pocos dientes consérvanse en buen estado y si la oportunidad no hubiera sido tan impropia, habríase celebrado la ocurrencia de un chusco al ver la curiosidad con que los ministros examinaban los caninos del gran hombre y establecer la comparación mental con los afilados y mordientes de los políticos actuales...". En el mismo número podía verse una caricatura de Belgrano levantándose de la tumba con una leyenda que dice: "Hasta los dientes me llevan! ¿No tendrán bastante con los propios para comer del presupuesto?".

Bibliografía

Sáenz, Jimena “Todo es Historia” Nro 38. “La exhumación de los restos de Belgrano”

Manuel Belgrano

Por Salvador Ferla

BELGRANO

El día de la muerte de San Martín es el día de la muerte de San Martín, no "el día de la cordillera". El día de la muerte de belgrano es el día de la bandera. El acto de independencia cumplido por Belgrano en las barrancas del Paraná es, quizás -no estoy seguro- su momento más glorioso. Pero sucede que la bandera lo tapa, esconde su rica personalidad así como la vigorosa personalidad de Domingo French está oculta tras una decoración de escarapelas y cintitas.

  Creación de la Bandera Argentina a orillas del Paraná (no es fiel, hay mucho de "Billiken" en esto).

Belgrano es un tipo de mala suerte histórica. En Vilcapugio y Ayohuma perdió su chance de "héroe militar". Y en Buenos Aires, el Buenos Aires de las intrigas y los misterios políticos, cedió su puesto de primera figura en beneficio del doctor Moreno, indiscutiblemente inferior a él. Su defensa del norte argentino, del que llegó a ser un verdadero experto, su decisión de no retroceder más abajo de Tucumán; su limpia y ardiente pasión política valen más que la bandera, pues se trata de realidades. No obstante no es el "numen" de mayo, y si no se le ocurre crear la bandera estaría al nível de Ortiz de Ocampo o de Rondeau, lo cual sería absurdo.
Abogado, economista, funcionario público, periodista y militar. Como militar fue, a pesar de sus derrotas, el mejor de todos los que actuaron en su tiempo excepto San Martín. Y en nadie se encarna la revolución porteña con más amplitud y autenticidad. Con república con monarquía, con la Carlota o con un rebuscado Inca, Belgrano piensa en la independencia argentina y trabaja por ella. Se siente dueño y responsable de la revolución. Por eso no va al norte simplemente a ganar batallas sino a cumplir un plan político, a remediar los efectos desastrosos del morenismo aplicado por su primo Castelli...

Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano.

En el seno de la Junta adhirió a las ideas terroristas de Moreno. Pero Belgrano, este desconcertante Belgrano de la voz afeminada y unas agallas enormes, tenía entre sus muchas virtudes, la de una gran capacidad de aprendizaje. Cuando sale a campaña al frente de su ejército, al Paraguay primero, al Alto Perú después, el señorito porteño del círculo de los ilustrados va conociendo el país, comprendiéndolo y amándolo.

El "señorito porteño" Manuel Belgrano.

Pero no fue un líder nacional, requisito "sine qua non" del "padre de la patria". Necesitaba más ambición y menos subordinación a la élite de la que provenía. Le faltaba la simpatía y el dinamismo de Dorrego para convertir sus nobles ideales humanistas en una auténtica y sentida relación con el pueblo. No tuvo tiempo de eliminar totalmente el prejuicio ideológico que señalaba a España y al Interior como zonas de barbarie. En definitiva, siendo el único astro surgido de la revolución porteña, al igual que Liniers y Saavedra no se animó a cruzar "el Rubicón". Y en vez de bajar a Buenos Aires a tomar un poder mostrenco, vio impotente y angustiado cómo su ejército se desintegraba. Le faltó voluntad de convertirse en caudillo ancional, quizás por ese prejuicio adverso respecto de los caudillos, común en su círculo; y se malogró al fin en sus posibilidades de "padre de la patria", de supremo hacedor político-militar del país naciente. Nuevamente el Río de la Plata se quedó sin caudillo; y Atanasio Duarte, el oficial de Patricios que brindara por "Saavedra emperador", siguió desde el destierro brindando en vano por un caudillo nacional, que era lo que en realidad quería.

JUAN MANUEL DE ROSAS, COMO CENTRALIZAR Y UNIFICAR SIN SER CENTRALISTA NI UNITARIO

Por Oscar Sulé

Con la Jefatura de Rosas, otorgada por todas las provincias, tomó comienzo la federación como organismo de unidad. La integración federativa, o sea, la unidad por la federación se alcanza desde que Buenos Aires desembarazada el centralismo unitario se convierte en ciudad de provincia y provincia de caudillo.

Como en ninguna otra ocasión anterior el poder emanado de Buenos Aires centralizó y unificó sin ser centralista ni unitario. Hay así un proceso federativo que se pone en movimiento en dirección contraria al centralismo porteño y que solo se perfecciona o culmina con el ingreso de Buenos Aires como una provincia con caudillo al seno de las provincias federales. Será por lo tanto el país provincial y campesino movilizado por los caudillos el que sostiene la unidad nacional siendo Buenos Aires el que impulsa y perfecciona el proceso integrativo. El federalismo no se constituyó espontáneamente, siempre hubo acá y en todos los lugares del mundo un poder federador (como ocurrió primero con el feudalismo y luego las nacionalidades).

         El poder federador, (Rosas-Buenos Aires) es consagrado por delegación de las provincias. El partido directorial-unitario no representó al país, solo se representó a sí mismo teniendo la oposición del país, por lo tanto fue una facción, por lo tanto fue un poder faccioso.

         Las diferencias son ostensibles: mientras que el partido directorial unitario quería hacer la “unidad a palos” al decir de Agüero, nombrando los gobernadores desde Buenos Aires, el federalismo determinó que las provincias eligieran por el voto a sus gobernadores. Mientras el partido directorial-unitario utilizó la aduana en función de los intereses mercantiles porteños, estableciendo el libre comercio y reteniendo los derechos de aduana, el federalismo se inclinó hacia el proteccionismo y devolvió derechos aduaneros.

         Mientras el directorial-unitarismo se marchitaba intoxicado por el iluminismo racionalista europeo, el federalismo expresaba sin contaminaciones culturales las mejores tradiciones hispanocriollas.

         Definitivamente el grupo directorial irrepresentativo y con poluciones frustráneas fue un poder faccioso que apeló al golpe militar y  hasta el magnicidio de ayer y de hoy para llegar al poder.

Conferencia sobre "Forja y la Década Infame"

El Dr Julio R. Otaño exponiendo sobre el grupo Forja y sus luchas por instaurar la "conciencia nacional"

sábado, 28 de junio de 2014

viernes, 27 de junio de 2014

RESPONSO AL RESTAURADOR

RESPONSO AL RESTAURADOR POR EL PADRE ALBERTO EZCURRA, EL DIA DE LA LLEGADA DE LOS RESTOS A BUENOS AIRES, SEPTIEMBRE DE 1989

martes, 17 de junio de 2014

Combate de San Lorenzo. 3 de Febrero de 1813

por Luis Maggi

      El Combate de San Lorenzo tuvo lugar el 3 de febrero de 1813, en la localidad homónima de la provincia de Santa Fe (Argentina), entre las fuerzas independentistas argentinas y las colonialistas españolas (realistas).
     La ciudad de Montevideo declarada por España capital provisional del Virreinato del Río de la Plata, era la principal base naval española en el Atlántico Sur; por tierra estaba sitiada por el ejército de José Rondeau, al que luego se sumaría José Gervasio Artigas. Los españoles tenían  la salida al mar y al Río de la Plata para abastecerse. Una escuadrilla realista salía de Montevideo en dirección al Paraná, y sus hombres merodeaban las costas robando los ganados.
       Una expedición compuesta de once embarcaciones, que había salido de Montevideo a fines de 1812, con el propósito indicado, fue seguida paralelamente por tierra por el coronel de caballería José de San Martín, al frente de 125 hombres de su Regimiento de Granaderos a Caballo, recientemente creado.
      Las fuerzas de San Martín se adelantaron, deteniéndose cerca de la posta de San Lorenzo, situada 26 kms al norte del Rosario. En ese lugar estaba el convento de San Carlos, donde — tras negociar la situación con el superior de los frailes franciscanos del convento, Fray Pedro García — San Martín ocultó a sus granaderos, de modo que la escuadrilla realista no pudo observarlos.
       Los españoles desembarcaron, subieron las barrancas y avanzaron hacia el convento, suponiendo que allí estaban depositados los principales bienes de la zona. Para sorpresa de los realistas, mientras aún estaba desembarcando y organizando la defensa en tierra,  fueron atacados por los granaderos a caballo sable en mano. Las tropas argentinas  realizaron un movimiento de pinzas que salían de la parte trasera del convento, la izquierda y la primera en moverse estaba encabezada por José de San Martín; la derecha, estaba encabezada por el Capitán Bermúdez.
        El desembarco no se produjo enfrente del convento, como había previsto San Martín, sino en dirección al centro de la actual ciudad. La columna de San Martín llegó antes que la de Bermúdez pudiera completar el movimiento. Por un momento, los españoles lograron defenderse: una bala hirió al caballo de San Martín, que rodó y apretó una de las piernas del coronel, inmovilizándolo. Un enemigo iba a clavarle la bayoneta, pero en el preciso instante se interpuso el Sargento Juan Bautista Cabral, quien salvó a San Martín de la muerte en combate.
       La llegada del grupo de Bermúdez, completó la victoria de San Martín, impidió que los realistas se reorganizaran  los obligó a huir apresuradamente. Algunos se arrojaron al río desde la barranca y perecieron ahogados. El combate duró 15 minutos aproximadamente. 
       El histórico combate constituyó el bautismo de fuego del Regimiento de Granaderos a Caballo y el único que desarrolló este regimiento en territorio argentino.
       El triunfo de las tropas criollas en esta batalla, tuvo consecuencias estratégicas determinantes, puesto que no hubo más campañas de los realistas de Montevideo hacia el Río Paraná, y aquella ciudad sitiada comenzó con los problemas de abastecimiento, lo que produjo su caída en manos de las tropas de Buenos Aires.
       San Martín al grito de: “Viva la Patria y ataque”, con su cabalgadura y sable en mano, se expuso al fuego enemigo a tal punto que en el combate casi perdió la vida. Este hecho, muestra que en esa época muchos de los oficiales principales encabezaban los combates para dar el ejemplo a sus subordinados; el otro motivo fue disipar las sospechas sobre la fidelidad de San Martín a su Patria, por su formación militar en España,  por acento peninsular, algunos sospechaban que fuera un agente realista. 
       Parte de notificación del combate 
      El Parte, o Carta del combate de San Lorenzo, suscripto por el coronel José de San Martín al superior gobierno decía:
"Exmo Señor. Tengo el honor de decir a V. E. que en el día 3 de febrero los Granaderos de mi mando en su primer ensayo han agregado un nuevo triunfo á las armas de la Patria. Los enemigos en número de 250 hombres desembarcaron a las 5 y media de la mañana en el puerto de San Lorenzo, y se dirigieron sin oposición al Convento San Carlos conforme al plan que tenían meditado en dos divisiones de a 60 hombres cada una, los ataques por derecha e izquierda, hicieron no obstante una esforzada resistencia sostenida por los fuegos de los buques, pero no capaz de contener el intrépido arrojo con que los granaderos cargaron sobre ellos sable en mano: al punto se replegaron en fuga a las bajadas y barrancas, dejando en el campo de batalla 40 muertos, 14 prisioneros de ellos, 12 heridos sin incluir los que se desplomaron, y llevaron consigo, que por los regueros de sangre, que se ven en las barrancas considero mayor número. Dos cañones, 40 fusiles, 4 bayonetas, y una bandera que pongo en manos de V. E. y la arrancó con la vida al abanderado el valiente oficial D. Hipolito Bouchard. De nuestra parte se han perdido 26 hombres, 6 muertos, y los demás heridos, de este número son: el capitán D. Justo Bermúdez, y el teniente Manuel Díaz Velez, que avanzándose con energía hasta el borde de la barranca cayó este recomendable oficial en manos del enemigo.
      El valor e intrepidez que han manifestado la oficialidad y tropa de mi mando los hace acreedores a los respetos de la Patria, y atenciones de V. E.; cuento entre estos al esforzado y benemérito párroco Dr. Julián Navarro, que se presentó con valor animando con su voz, y suministrando los auxilios espirituales en el campo de batalla: igualmente lo han contraído los oficiales voluntarios D. Vicente Mármol, y D. Julián Corvera, que á la par de los míos permanecieron con denuedo en todos los peligros. Seguramente el valor e intrepidez de mis granaderos hubieran terminado en este día de un solo golpe las invasiones de los enemigos en las costas del Paraná, si la proximidad de las bajadas no hubiera protegido su fuga, pero me arrojo a pronosticar sin temor que este escarmiento será un principio para que los enemigos no vuelvan a inquietar a estos pacíficos moradores.
Dios guarde a V. E. muchos años. San Lorenzo febrero 3 de 1813. Coronel José de San Martín". 
       Varios nombres y lugares, evocan este combate: 1º. El Monasterio de San Carlos, frente al campo de combate en la localidad de San Lorenzo, Provincia de Santa Fe. 2º. La  localidad del Gran  Rosario: Puerto General San Martín por el victorioso General Libertador jefe de aquella Batalla.3º. La localidad de Fray Luis Beltrán, por el  fraile del monasterio, que auxilió a los heridos del combate y luego fue uno de los jefes de arsenales y logística de las campañas sanmartinianas. 4º. La localidad de Capitán Bermúdez por un capitán del Regimiento de Granaderos. 5º. La localidad de Granadero Baigorria por un soldado de Granaderos. 6º.La localidad de Sargento Cabral, 60 kms. al Sur Oeste de Rosario,  por el soldado correntino que ofrendó su vida  y salvó la de San Martín. 7º. Una calle de Rosario se llama Bajada Sargento Cabral, cercana al Monumento a la Bandera, por el sargento Juan Bautista Cabral. 8º. La amplia  Avenida San Martín, atraviesa la Ciudad de Rosario de Norte a Sur hasta el Arroyo Saladillo..
        El Convento de San Carlos Borromeo, que puede visitarse,  conserva los restos mortales de los combatientes muertos en una urna. Funciona un Museo Histórico sobre el combate, con la celda ocupada por el General San Martín. En el exterior y frente a él, está el Monumento conmemorativo del combate, y el Campo de la Gloria[. ]Detrás del Convento, vive aún un viejo pino, bajo el cual San Martín redactó el parte de guerra referente al combate al Combate de San Lorenzo librado el 3 de Febrero de 1813. 
Las  Bajas patriotas.
GRANADERO
PADRES
EST.
ORIGEN
Juan Bautista Cabral
Francisco y Carmen Robledo
soltero
Saladas (Ctes.)
Feliciano Sylvas
Francisco Antonio y Florencia Navarro
Soltero
Corrientes
Ramón Saavedra
José Lorenzo y María Juana Díaz
casado
Stgo. del Estero
Blas Vargas
Martín y María de los Santos
soltero
La Rioja
Domingo Soriano Gurel
Juan Gil y Justa Herrera
soltero
Ciudad de la Rioja
José Márquez
Agustín y Juana Méndez
soltero
Córdoba
José Manuel Díaz
Juan Antonio y María Barroso
soltero
Tulumba (Cba.)
Juan Mateo Gelvez
Luís y Francisca Viezma
soltero
Cañada de Escobar (Bs. As.)
Juanario Luna
Crespín y Mónica Mayo
soltero
Renca de la Pta. De San Luís
Basilio Bustos
Granadero Lorenzo y Luisa Rodríguez
soltero
Renca de la Pta. De San Luís
José Gregorio Franco Fredes
Eduardo Franco y María L. Fredes
soltero
Partido de Renca de San Luís
Cabo Ramón Amador
Ramón y Francisco Sosa y Cabral
soltero
Montevideo (Uruguay)
Capitán Justo G. Bermúdez

casado
Montevideo (Uruguay)
Fallecido 14-2-1813
Julián Alzogaray
Vicente y Josefa Coria
soltero
Quillota  (Chile)
Sargento Domingo Porteau
Bernardo y Catalina Geseau
soltero
Saint Gaudens (Francia)
Teniente Manuel Díaz Vélez

casado
Buenos Aires. Fallecido y sepultado en Buenos Aires
         Cuarenta fueron las bajas producidas entre las tropas realistas, en tanto que las filas patriotas tuvieron catorce y fueron: Juanario Luna, José Gregorio y Basilio Bustos, de San Luis. Juan Bautista Cabral y Feliciano Silva, de Corrientes. Ramón Saavedra y Blas Vargas, de Santiago del Estero. Ramón Amador y Domingo Soriano, de La Rioja. José Márquez y José Manuel Díaz, de Córdoba. José Mateo Jelvez, de Buenos Aires. Domingo Pourteu, de los Pirineos en España. Julián Alzogaray, de Chile
        El Capitán Justo Germán Bermúdez, nacido en Montevideo,  falleció14 días después, en una sala del Convento de San Lorenzo, a consecuencia de las heridas recibidas en combate.
       
                La Marcha de San Lorenzo.- Letra: Carlos Javier Benielli; música:  Cayetano Alberto Silva
Febo asoma; ya sus rayos
iluminan el histórico convento;
tras los muros, sordos ruidos
oír se dejan de corceles y de acero.
Son las huestes que prepara
San Martín para luchar en San Lorenzo;
el clarín estridente sonó
y a la voz del gran jefe
a la carga ordenó.
Avanza el enemigo
a paso redoblado,
al viento desplegado
su rojo pabellón (bis).
Y nuestros granaderos,
aliados de la gloria,
inscriben en la historia
su página mejor (bis).
Cabral, soldado heroico,
cubriéndose de gloria,
cual precio a la victoria,
su vida rinde, haciéndose inmortal.
Y allí salvó su arrojo,
la libertad naciente
de medio continente.
¡Honor, honor al gran Cabral! (bis)

jueves, 5 de junio de 2014

ALBERDI. VERDADERO Y ÚNICO PRECURSOR DE LA CLAUDICACIÓN

Por Julio Irazusta
 

Alberdi ha sido de preferencia estudiado en su aspecto de Solón argentino, y la influencia de sus ideas en la organización institucional del país fue ya ampliamente señalada. Pero yo creo que hasta ahora no se ha establecido con precisión la fecha de su grandeza desde el punta de vista de la personalidad que decide los destinos de una nación.
Para mi esa fecha no es la de 1852, en que redactó Las Bases al enterarse en Chile de la caída de Rosas, sino la de 1838, año en que emigró a Montevideo. El papel que desempeña en la época llamada de la organización nacional es preponderante, pero no singular. Ya para entonces las ideas que expone en Las Bases habían ganado mucho terreno en la opinión del país, habían tenido otros expositores tan brillantes o tan vigorosos, si no tan claros como él; el giro tomado por la revolución liberal contra Rosas no dependía directamente de él, sino de hombres que tal vez ni lo conocían (aunque sufrieran por modo indirecto una influencia de su propaganda anterior). Es más. Quedan indicios (ya coordinados por Groussac), de que, hacia el final de la dictadura, Alberdi no veía con malos ojos los resultados obtenidos  por el dictador, de que cualquiera fuese la fijeza de sus objetivos políticos fundamentales (que jamás variaron), su manera de concebir la oportunidad no era la de aquellos que se puede llamar sus correligionarios.
En 1838, al emprender en Montevideo la campaña política que debía provocar la alianza de la emigración argentina con las autoridades de la escuadra francesa que bloqueaba el puerto de Buenos Aires, Alberdi está solo. Ningún argentino, entre los peores enemigos de Rosas ha pensado todavía en acudir al extranjero europeo en busca de auxilio; ningún patriota prestigioso se ha atrevido a desafiar la opinión nacional aplaudiendo la intromisión de Francia en América. De sus compañeros de generación que luego habían de formar con él la pléyade de la Argentina liberal ninguno ha cobrado todavía importancia. Echeverría es personalidad poética, no política. Sarmiento es un tímido principiante que apenas ha hecho sus primeras armas. Mitre no ha salido del cascarón estudiantil. Y así de los demás. Cuando  Alberdi adopta su trascendental política de 1838, ningún mayor le da un ejemplo autorizado, ningún contemporáneo suyo lo acompaña. Está en el destierro, después de abandonar voluntariamente una patria en la que ya ha triunfado, no sin duda como él lo deseara, pero entre los suyos al fin. Para colmo de dificultades, cuando llega al medio ajeno que en adelante será el de su acción, las novedades aportadas por él a la lucha antirrosista contrarían las negociaciones de paz con Rosas iniciadas por Rivera, y en lugar de la acogida  que sin duda esperaba de las circunstancias favorables dadas en la situación internacional rioplatense, fué atacado en su calidad de extranjero por la prensa oficiosa de Montevideo, que así desautorizaba su prédica internacionalista.
Midiendo la acción de Alberdi  por los obstáculos que venció con su tesón y su capacidad intelectual, por las dramáticas circunstancias en que la empezó, el joven emigrado de 1838 es indudablemente más grande que el hombre maduro de 1852. Y como esa acción fue trascendental para los destinos de nuestro país, me ha parecido indispensable no dejar que la fecha de su centenario pasara sin un recuerdo.   Hoy, en 1938, se palpan las consecuencias últimas de la política extranjerizante cuya adopción decidió Alberdi con su campaña de 1838. Para los partidarios como para los adversarios de esa política, ninguna figura de hace un siglo puede ser en estos momentos más digna de estudio que la de Alberdi. Así los primeros colocarán sus admiraciones y los segundos asignarán las responsabilidades, con más justicia. Otras conmemoraciones bullangueras e inoportunas celebradas este año parecen destinadas a confundirlo todo, a extraviar a los unos sobre el verdadero autor de la política aún imperante en el país, y a los otros sobre sus verdaderas consecuencias.


II  Si se quiere tomar el hilo de esa evolución del pensamiento de Alberdi que le permitiría luego todo un planteamiento novedoso del problema social y político del Río de Plata, se nos permitirá transcribir esta página de su Autobiografía:
Durante mis estudios de jurisprudencia que no absorbían todo mi tiempo”, dice en ella, “me daba también a estudios de derecho filosófico, de literatura y de materias políticas”. En ese tiempo contraje relación estrecha con dos ilustrísimos jóvenes, que influyeron  mucho en el curso ulterior de mis estudios y aficiones literarias: don Juan Manuel Gutiérrez y don Esteban Echeverría. Ejercieron en mí ese profesorado indirecto, más eficaz que el de las escuelas que es el de la simple amistad entre iguales.  Nuestro trato, nuestros paseos y conversaciones fueron un constante estudio libre, sin plan ni sistema, mezclado a menudo a diversiones y pasatiempos del mundo. Por Echeverría, que se había educado  en Francia durante la Restauración, tuve las primeras noticias de Lerminier, de Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y de todo lo que entonces se llamó el romanticismo, en oposición a la vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía  en  la Universidad de Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres de Helvecio, Cabanis, de Holbach, de Benthamn, de Rousseau. A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con las lecturas de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffrey y todos los eclécticos procedentes de Alemania en favor de lo que se llamó el espiritualismo”.
Echeverría y Gutiérrez propendían por sus aficiones y estudios, a la literatura; yo, a las materias filosóficas y sociales. A mi ver, yo creo que algún influjo ejercí en este orden sobre mis cultos amigos. Yo les hice admitir, en parte, las doctrinas de la Revista Enciclopédica, en lo que más llamaron el Dogma Socialista“. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 293).
El pasaje es encantador. No da los detalles precisos de la evolución sufrida por Alberdi en el comercio intelectual con sus dos amigos. Los nombres de autores se hallan barajados en la página redactada por el anciano, como ocurrirían en las conversaciones de los jóvenes, sin ninguna notación concreta sobre las ideas particulares que cada uno de ellos le enseñara. Pero encierra sugestiones preciosas, que han servido de punto de partida para la investigación. Nadie ha realizado sobre el tema una más profunda que el doctor Coriolano Alberini en su conferencia sobre “La metafísica de Alberdi”, pronunciada en una colación de grados universitarios de 1933 y publicada en los Archivos de la universidad. Remitimos a esa conferencia para todo lo concerniente a la formación intelectual de Alberdi, y a su posición filosófica definitiva tal como quedó desde sus primeras  publicaciones.
Lo fundamental para el objeto de este ensayo es que la evolución sufrida por el autor de Las Bases entre sus años de Colegio y el advenimiento de Rosas, lo había preparado  a recibir el nuevo hecho político con su espíritu más realista que el aprendido en el primer  grupo de autores citados por él en la página transcripta. El segundo grupo le había dado por así decir una clave de la historia mundial, que comprendía fenómenos como el del rosismo. Y cuando Rosas triunfó, Alberdi ya podía encararlo con serenidad.  Los románticos francesas le habían enseñado la concepción del progreso elaborada por la filosofía alemana, en contraste con el iluminismo francés del siglo XVIII. Para éste, el progreso era obra de la razón trascendente, exterior al mundo, anti-histórica, que persigue la realización de un ideal utópico por medio del despotismo ilustrado, de un derecho natural desligado de la tradición histórica, fuerza perturbadora. Para aquella, en cambio, el progreso era obra de una de una razón inmanente, ínsita en el mundo, que se va realizando en la historia e introduciendo en los conceptos del derecho natural los nuevos hechos aportados por la vida de la sociedad. El iluminismo utópico y legiferante, ciego a la realidad de cada momento y de cada lugar, era superada por el historicismo, cuyo respeto por las particularidades de época y de localidad le diera a Alberdi el criterio necesario para considerar los acontecimientos de que era espectador.  Cousin y los eclécticos, Lerminier y los románticos, difundieron en Francia, hacia el final de la Restauración, es decir durante la estada de Echeverría en París, aquellas ideas fundamentales del historicismo que la nueva generación argentina iba a repetir entre nosotros. Resultado de esa empresa intelectual sería la superación del ideologismo utópico  de los unitarios y la valoración del hecho federal.
Bien es verdad, como lo observa repetidas veces el doctor Alberini, que ni Echeverría  ni Alberdi tomaron al pie de la letra las ideas de los publicistas franceses de la nueva escuela. En lo que se refiere al historicismo, de los dos elementos que él considera en el derecho, el histórico y el racional, su creador, el alemán Savigny, da más importancia al primero; su divulgador, el francés Lerminier, da más importancia al segundo. Pero no lo bastante a gusto de Alberdi, que en ve el peligro de la glorificación del hecho, implícita en el historicismo, y trata de evitarlo, corrigiéndolo mediante las teorías morales de Jouffroy. En lo que se refiere a la filosofía propiamente dicha, la nueva concepción del progreso es demasiado determinista, demasiado excluyente de la iniciativa humana. Al tomarla de los eclécticos y románticos franceses, repetidores de los filósofos postkantianos, Alberdi la corrige también, dando más juego a la libertad de determinación de la voluntad, y aceptando los fines del iluminismo unitario, es decir, sus ideales de civilización, pero negándole comprensión de los medios que la realidad argentina aconseja. Según la brillante fórmula del doctor Alberini, para Alberdi “es indispensable llegar a una síntesis de fines iluministas y de medios historicistas, merced a la teoría providencial del progreso, interpretada con hondo sentimiento de nuestra peculiaridad social”. Lo de la hondura de esa interpretación es discutible. Pero es cierto que A1berdi postuló su necesidad.
III La independencia relativa con que nuestro personaje manejaba las ideas de los maestros en boga se manifestaba más en el terreno de la teoría que en el de la práctica. Por lo general, los jóvenes dejan el andador ideológico mucho antes que el andador moral. El mismo bachiller que se ha emancipado hasta cierto punto de los textos escolásticos, necesita catálogos de acción, es decir libros de casuistas, moralistas o sociólogos (según la época) que lo provean de recetas para tales y cuales hechos, menos manejables que las ideas. Ahora bien, si la escuela histórica proporcionaba categorías de juicio mejores que las de los ideólogos  (y que permitieran a la nueva generación argentina encarar la realidad social del país con más tino que sus predecesores los unitarios), los historicistas franceses predicaban en ese momento con el ejemplo de modo más persuasivo que con la palabra. Hay menos semejanza entre las ideas de Alberdi y las de sus maestros, que entre la política del primero y la de los últimos.  La de estos consistía en un cambio de táctica, en abandonar el extremismo revolucionario de 1793 por una propaganda pacífica de los mismos fines esenciales. Desde 1834 el abogado Dupont había propugnado esa política en la Revista Republicana, Raspail y Kersausie escribían en El Reformador: “Basta de polémicas personales, basta de lucha social”.  Las leyes de setiembre (que fueron la edición francesa de nuestra ley de marzo de 1835), habían amilanado todavía más a los republicanos. La Falange, publicación prestada por Fourier a  Considérant, y El Buen Sentido de Luis Blanc, predicaban la sustitución de las conjuras tenebrosas por un ideal de mejoramiento pacífico de la sociedad y de la política. Lammenais, Jorge Sand y Leroux seguían la misma tendencia.
El autor de Palabras de un creyente, al separarse de la posición reaccionaria del comienzo de su carrera (pues sabido es que Lammenais se inició junto a De Maistre y De Bonald), había dado la fórmula que la nueva generación argentina adaptaría a la política de los partidos locales: “miro al antiguo partido monárquico con todo el respeto que se debe a un glorioso veterano. Pero no puedo tener confianza en ese veterano, pues con su pierna de palo está incapacitado para avanzar con la nueva generación”. Salvo la imagen final, esas palabras de Lammenais en 1834 son casi las mismas que la nueva generación argentina diría sobre el partido unitario.
La política de Lammenais separábase, a la derecha, de los monárquicos, y a la izquierda, de los revolucionarios y jacobinos. Y dada la influencia preponderante que su libro más famoso, traducido por Larra con el nombre de Dogma de los hombres libres, ejerciera sobre los jóvenes rioplatenses en la cuarta década del siglo XIX, es fácil creer que su recetario práctico, de la conciliación de los partidos, fué adoptado al pie de la letra por sus admiradores de aquende el Océano, como el que mejor cuadraba con el nuevo realismo aprendido en la más reciente literatura política de Francia.
De España llegaban iguales voces de realismo en los pocos autores de la madre patria que Alberdi leía. Así p. e. Donoso Cortés,  citado en otro pasaje de la Autobiografía. Antes de su época reaccionaria, antes del Ensayo sobre el catolicismo y su célebre discurso de los dos termómetros, cuando era representante del liberalismo a la moda, Donoso Cortés escribía:
Las constituciones son las formas con que se revisten las sociedades en los distintos períodos de su historia y su existencia; y como las formas no existen  por sí mismas, no tienen una belleza que las sea propia, ni pueden ser consideradas sino como la expresión de las necesidades de los pueblos que las deciben”……Las constituciones, pues, no deben examinarse, en sí mismas, sino en su relación con las sociedades que las adoptan …  … Las constituciones para que sean fecundas, no se han de buscar en los libros de los filósofos, porque sólo se encuentran en las entrañas de los pueblos”. (Consideraciones sobre la diplomacia y su influencia en el estado político y social de Europa, desde la Revolución de Julio hasta el tratado de la Cuádruple Alianza, Madrid, 1834).
Estas consideraciones impregnadas de sano realismo eran en España reflejo del mismo pensamiento europeo no español que Alberdi reflejaría en el Río de la Plata. Ese pensamiento había superado, en el primer tercio del siglo XIX, el utopismo de 1789, aunque conservando algunos de los fines esenciales que entonces persiguiéronse: y como queda dicho más arriba, sus representantes más genuinos daban en Francia, en esos precisos momentos, el ejemplo de la política prudente que correspondía al nuevo concepto de evolución y de progreso que había predominado en el terreno puramente intelectual.
IV Aunque Alberdi no especifique la época en que sus ideas se aclararon, entre sus conversaciones con Echeverría desde 1829 en adelante y la publicación del Estudio preliminar en 1887, es de suponer que ello habría ya ocurrido hacia la época en que Buenos Aires debatió el problema constitucional de la suma del poder. La elaboración de un sistema como el que se expone en aquel libro, por mucho que tenga de ejercicio escolar, de trabajo de taracea con textos ajenos, no se puede improvisar. Y dada la suma de labor  intelectual que implica, es legítimo atribuir a Alberdi las ideas que maneja en 1837 como adquiridas varios años antes.  Así las cosas, su actitud no podía ser, frente al predominio del hombre que representaba la causa opuesta a la suya, la que sus antecedentes de círculo y de educación permitían esperar. En las cartas que le escribían sus amigos de Buenos Aires durante su viaje a Tucumán en 1834, cuando aquel debate estaba en su punto más álgido, se transparentaba un gran temor a Rosas, un gran anhelo constitucional que se siente contrariado por las circunstancias. De regreso en el Río de la Plata Alberdi no canalizaría los sentimientos de quienes le habían llamado con angustia, hacia la oposición violenta, la sempiterna lucha armada que el viejo partido liberal argentino ofrecía como única receta. Aunque las íntimas simpatías del grupo juvenil estaban con dicho partido, los errores de su política ya eran evidentes para Alberdi. Y aunque en el fondo el ideal que él y sus amigos perseguían era el de los fundadores de las instituciones liberales en el país, el mejor modo de servirlo no sería obstinarse en la utilización de los mismos medios que ya habían fracasado tantas veces.  Tal la génesis psicológica de esa política de la nueva generación. Teniendo ante sí dos caminos: las armas o las ideas, optó por el segundo, como más a su alcance. Para ello se asoció, escribió. Pero, según las palabras de Alberdi, “transó (sic) aparentemente con el poder de entonces, lo agasajó para no ser estorbado por él”. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 433). Para mí es indudable que en esas palabras hay una esquematización demasiado rígida y torcida, y que en la conducta de los jóvenes acaudillados por Echeverría y Alberdi, hubo más sinceridad, menos maquiavelismo de los que dice este último. Es raro que la extrema juventud se alíe a tanta hipocresía como, aún en medio de los mayores peligros, supóne la politica que Alberdi esquematiza a posteriori de los hechos en las palabras citadas. Por esos mismos días la juventud liberal italiana arrostraba riesgos muy superiores a los ofrecidos por la severa represión de Rosas; los principillos reaccionarios de la península hicieron correr ríos de sangre entre 1830 y 1836. La diferencia de conducta no se debe a una diferencia fundamental de carácter entre unos y otros jóvenes, sino a la diferente manera de concebir lo operable. Al mismo tiempo que Alberdi tomaba la suya de los publicistas franceses a la moda, Mazzini la combatía en estos. Y la misma juventud liberal argentina que Alberdi presenta como poseedora de una prudencia monstruosa para sus años, daría poco después muestras de audacia sin cálculo, de heroísmo indudable.
La política de transacción entre los fines del iluminismo y el hecho federal parece haber sido sinceramente concebida y planeada a mediados de la cuarta década del ochocientos por aquellos jóvenes espíritus, cuya euforia de poseedores de la única doctrina explicativa de la novedad surgida en el país se nota en sus escritos de entonces, en los discursos de Sastre, Gutiérrez y Alberdi al inaugurar el Salón Literario, en el Preliminar al estudio del derecho. El análisis detenido de esas producciones lo hará más evidente.
V En enero de 1837, Alberdi imprimió un prospecto de la obra que tenía en preparación sobre los principios del derecho. En él exponía la esencia de los conceptos que encerraría y desarrollaría aquélla. Pocos meses después aparecía el Fragmento preliminar al estudio del derecho. Si el título era largo más lo era el subtítulo, que rezaba como sigue “acompañado de una serie numerosa de consideraciones formando una especie de programa de los trabajos futuros de la inteligencia argentina”. La presunción del tono  corresponde a la moda de la época y los cortos años del autor. Alberdi tenía apenas ventisiete, edad en que rara vez pueden dar toda su medida los espíritus filosóficos, que maduran tarde. El manejo de un complicado sistema de ideas en su libro (por artificiosa y poco espontánea que haya sido su redacción), y la conciencia sobre la rareza del hecho, debían de dar a Alberdi un engreimiento que cuadraba con el de sus maestros europeos, los románticos, personajes muy pegados de sí mismos. Pero el sentimiento de Alberdi en el caso no es injustificado. Teniendo en cuanta la circunstancia antes apuntada sobre la estación del florecimiento filosófico, su trabajo es notable. Notable por la concepción general, por la cantidad de filosofía verdadera que (no obstante los prejuicios de escuela) Alberdi ha encerrado en su libro, por su capacidad para el desarrollo de las ideas, por el aplomo de sus juicios, por su independencia de espíritu respecto de los maestros (cuyas fórmulas abandona muchas veces, sustituyéndoles otras de su cosecha), por su discernimiento de la compleja experiencia política nacional.
Vale la pena detenerse a comentar este libro, fundamental  en la obra de Alberdi en la parte que interesa al objeto de estos estudios.
La filosofía no le interesaba a nuestro jóven autor sino como proveedora de principios a cuya luz debían aparecer con toda  claridad sus conceptos sobre el derecho. Este era el objeto permanente del Fragmento preliminar. Desde el principio   confiesa Alberdi la evolución sufrida por él (bajo el influjo del publicista francés que introdujo el historicismo alemán  en Francia) en la concepción del derecho: “Abrí a Lerminier”, dice, “y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. (Alberdi Escritos jurídicos, T. I, pág …, de la ed. de J. V. González). Señalado un extremo de la evolución, pasa a señalar el otro, con el cual entra de lleno en materia. El derecho es, para el autor del Fragmento preliminarun elemento constitutivo de la sociedad, que se desarrolla con ésta, de una manera individual”, del mismo modo que “el arte, la filosofía, la industria, no son como el derecho, sino fases vivas de la sociedad, cuyo desarrollo se opera en una íntima subordinación a las condiciones de tiempo y lugar”. (Ibid, ps. 14-15); “aunque (el derecho) es indestructible y universal en su substancia, en su principio, su aplicación debe ser tan móvil como las relaciones que preside, y éstas como las necesidades sociales, tan fecundas también como los climas y los siglos”; “el derecho positivo es totalmente adherente, privativo, peculiar de cada pueblo, de cada momento; como dice Montesquieu, sería una rarísima casualidad que pudiese recibir una doble aplicación”. (Ibid, ps 119-120).
El derecho relativo y variable es para Alberdi, pues, el positivo; no así el derecho natural, cuya inmutabilidad afirma declarando blasfemos a quienes la niegan. Es tan categórico sobre este punto que, en cierto momento, llega a confundir lo que él mismo había distinguido, estableciendo un pasaje del derecho positivo al derecho natural: “Con la serie de los tiempos” dice, “el derecho acaba por tomar una inflexibilidad de hierro” (Ibid, p. 100); y más adelante: “Cada día debe asimilarse más y más el derecho real al derecho racional…” (Ibid, p. 121). Ilusión contradictoria con sus afirmaciones iniciales. Pero una frase de Guizot, que cita de inmediato, remedia la contradicción: “La perfección racional es el fin, pero la imperfección es la condición”.
Otros desfallecimientos encierra el opúsculo, cuyo jóven autor suele perderse en un laberinto de distingos, y que tan pronto coloca al derecho en el subordinado lugar que le corresponde como hace de él una disciplina intelectual que engloba a todas sus afines. Mas, pese a los defectos (o tal vez a causa de ellos el Fragmento preliminar es la manifestación más notable de pensamiento filosófico entre nosotros, durante el siglo XIX. Tal aparece también en la excelente página que resume los opuestos vicios del abstractismo jurídico y del historicismo extremos:
Despreciar la historia, los hechos, la realidad, es oponerse a la fuerza, y negar a esta fuerza su dosis necesaria de verdad y legitimidad, pues que no es fuerza sino porque es o miente ser legítima. Despreciar lo racional, lo filosófico, lo universal, es despreciar la fuente de lo real, de lo histórico, de lo nacional, y por lo tanto, es comprender mal todo esto;  es limitar la verdad a la realidad, la filosofía a la historia, todo hecho es verdadero, legítimo, justo, sin otra razón que porque es hecho. Tal es error de la escuela histórica. Sin duda que no es chico. El mejor partido será siempre un temperamento medio entre los extremos, de la escuela histórica que ve la razón en todas partes, y la escuela filosófica que no la ve en ninguna”. (Alberdi Escritos jurídicos, I; p. 123, ed. J. V. González).
Al precepto uniendo el ejemplo, el autor del Fragmento preliminar aplicó a la realidad argentina el criterio expuesto en esa página. La tópica de su aplicación se refiere más a la política que al derecho. Una palabra de su maestro Lerminier, que él califica de profunda: “la vocación del  derecho es enteramente política” (Ibid, p. 159), había sacado a Alberdi de la órbita de lo jurídico puro a que se suelen limitar los estudios de los doctores noveles. Y su opúsculo de 1837 no es principalmente el preliminar al estudio del derecho que el título promete, sino un tratado de ciencia política argentina. Más por eso mismo es que el libro ha tenido nuestra atención. Pues lo que este trabajo se propone examinar no son las ideas jurídicas y filosóficas de Alberdi, sino su política, teórica y práctica, y su influencia decisiva en los acontecimientos del Río de la Plata en 1838.
VI
Queda más arriba señalada de paso la esencia de la política emprendida por la joven generación argentina al definirse en el país el triunfo de la causa federal. Hay que insistir sobre ello. Hasta ahora no se ha destacado con exactitud uno de sus aspectos salientes. El Fragmento preliminar es, entre otras cosas, un estatuto intelectual ofrecido por Alberdi a Rosas. Las escapatorias ulteriores del publicista que había cambiado de opción práctica, aceptadas sin examen, han extraviado sobre el verdadero alcance de aquel hecho. Pero la confusión no resiste al estudio de los textos.
Cierto, la política planteada por Alberdi en su opúsculo de 1837 no es capitulación ante el triunfo federal. Es sólo una componenda, en la cual se reservan (para procurarlos a su tiempo) los fines esenciales de la causa opuesta. Su propio carácter imitativo de la política moderada seguida en Francia por los maestros del liberalismo es una prueba más de la seriedad con que Alberdi planteaba la transacción con el rosismo, no como astucia de campaña opositora bajo un régimen de censura de la prensa y despótica represión, sino como expediente de oportunidad para sacarle al despotismo, inevitable por el momento, lo que pudiera dar de sí, a la espera del otro momento en que la causa liberal volviese por todos sus fueros. La joven generación quería galopar al lado del potro, hasta que se amansara.
Pero la transacción, lejos de ser lo accesorio en el opúsculo de Alberdi, es parte fundamental del mismo, como que se enlaza con uno de los dos aspectos esenciales de su doctrina: el que se refiere a la necesidad de que el derecho positivo, relativo y mudable, contemple las exigencias de lugar y de tiempo. En ese criterio se basa todo el examen de la realidad nacional hecho por Alberdi en 1837.
Tomando las cosas desde el comienzo el autor del Fragmento dice: “cuando en mayo de 1810 dimos el primer paso de una sabia jurisprudencia política y aplicamos a la cuestión de nuestra vida política, la ley de las leyes: esta ley quiere ser aplicada con la misma decisión a nuestra vida civil, y a todos los elementos de nuestra sociedad, para completar una independencia fraccionaria hasta hoy”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 12 ed. J. V. González). Y agrega que los norteamericanos son “felices…por haber adoptado desde el principio instituciones propias a las circunstancias normales de su ser nacional. Al paso que nuestra historia constitucional no es más que una continua serie de imitaciones forzadas…La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de una semejante lucha contra el imperio del espacio y del tiempo” (Ibid, p. 18); “La inteligencia quiere también su Bolívar, su San Martín” (Ibid, p. 20); “tenemos ya una voluntad propia; nos falta una una inteligencia propia” (Ibid, p. 21); “una nueva era se abre, los pueblos de Sud América, modelada sobre la que hemos empezado nosotros, cuyo doble carácter es: la abdicación de lo exótico, por lo nacional; del plagio, por la espontaneidad; de lo extemporáneo, por lo oportuno; del entusiasmo, por la reflexión; y después, el triunfo de la mayoría popular sobre la minoría popular” (Ibid, p. 40).
Lo nacional, lo auténtico, lo espontáneo de que habla el autor  del Fragmento preliminar no es, en resumidas cuentas,   lo oportuno. Cuando creíamos que iba a delinear los rasgos particulares de una sociedad adulta, nos sale con que la particularidad que a ella le atribuye es la infancia “No tenemos historia, somos de ayer, nuestra sociedad en embrión… estamos bajo el dominio del instinto”(Ibid, p. 58). Más por lo menos reconoce el valor de la oportunidad  en política. Y ello significa la superación del concepto unitario del transplante de las instituciones europeas al nuevo continente, tal y como aparecían en el viejo después de largos siglos de evolución. La polémica que en consecuencia  lleva contra el partido derrotado es vigorosísima. Cuando la unidad filosófica, dice, acabe con la incoherencia general, escribiremos nuestro código, “expresión de la unidad social …Tal es lo que parecen no haber comprendido un instante  aquellos que han pretendido someter nuestra constitución nacional a una forma unitaria. Y en este sentido nosotros acordamos preferentemente a los que han seguido la idea  federativa un sentimiento más fuerte y más acertado de las condiciones de nuestra actualidad nacional” (Ibid, p. 58). Y en otro lugar: “Confesemos que la civilización de los que  nos precedieron se había mostrado impolítica y estrecha: había adoptado el sarcasmo como un medio de conquista, sin reparar que la sátira es más terrible que el plomo, porque  hiere hasta el alma y sin remedio. No debiera extrañarse que las masas incultas cobraran ojeriza contra una civilización de la que no habían merecido “sino un tratamiento cáustico y hostil“” (Ibid, p. 43). Y por último: “Pretender nivelar el progreso americano al progreso europeo, es desconocer la fecundidad de la naturaleza en el desarrollo de todas sus creaciones: es querer subir tres siglos sobre nosotros mismos” (Ibid).
El autor del Fragmento preliminar describe del siguiente modo la actualidad nacional: “los que piensan que la situación presente de nuestra patria es fenomenal, episódica, excepcional, no han reflexionado con madurez sobre lo que piensan. La historia de los pueblos se desarrolla con una lógica admirable. Hay, no obstante, posiciones casuales, que son siempre efímeras; pero tal no es la nuestra. Nuestra situación, a nuestro ver, es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir, era inevitable, debía de llegar más o menos tarde, pues no era más que la consecuencia de premisas que habían sido establecidas de antemano. Si las consecuencias no han sido buenas, la culpa es de los que sentaron las premisas, Y el pueblo no tiene otro pecado que haber seguido el camino de la lógica. La culpa, hemos dicho, no el delito, porque la ignorancia no es delito. ¿En qué consiste esta situación? En el triunfo de la mayoría popular que algún día debía ejercer los derechos políticos de que había sido habilitada. Esta misma mayoría existe en todos los Estados de Sud América, cuya constitución normal tiene con la nuestra una fuerte semejanza que deben a la antigua política colonial que obedecieron juntos. El día que halle representantes, triunfará también, no hay que dudarlo, y ese triunfo será de un ulterior progreso democrático, por más que repugne a nuestras reliquias aristocráticas”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 39, ed. J.V. González)
…“Por lo demás, aquí no se trata de calificar nuestra situación actual; sería arrojarnos una prerrogativa de la historia. Es normal, y basta; es porque es, y porque puede no ser. Llegará tal vez un día en que no sea como es, y entonces sería tal vez tan natural como hoy. El Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo comprendemos como Aristóteles, como Montesquieu, como Rousseau, como Volney, como Moisés como Jesucristo. Así, si el despotismo pudiese tener lugar entre nosotros, no sería el despotismo de un hombre sino el despotismo de un pueblo: sería la libertad déspota de sí misma; sería la libertad esclava de la libertad. Pero nadie  se esclaviza por designio, sino por error. En tal caso, ilustrar la libertad, moralizar la libertad, sería emancipar la libertad”. (Ibid, ps. 36-37).
En esa descripción, el maridaje del historiador y del iluminismo es perfecto. El hecho es dialectizado, pero no juzgado. Y al rehuir el juicio, Alberdi deja adivinar que, de formularlo, habría sido adverso. El sociólogo admite el hecho como exigencia del realismo postulado por la escuela histórica; mas el político idealista no deja de considerarlo un mal, aunque necesario, al encarar -en un prudente condicional- la hipótesis de su maldad, atribuyendo la culpa a quienes sentaron las premisas, es decir, a quienes pretendieron violentar la evolución del país.
El sesgo de esas consideraciones induciría a admitir la aludida escapatoria de Alberdi, que habla de los “sofismas” de su prefacio como de ardides de guerra. No así otros pasajes, que debemos transcribir para mostrar la importancia de la política transigente planteada y durante cierto tiempo ensayada por la nueva generación argentina:
es…nuestra misión presente”, dice el autor del Fragmento preliminar, “el estudio y el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma más adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego, por su razón espontánea, de no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios, importados y desnudos de toda originalidad, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen exótico; que, por tanto, un sistema propio nos era indispensable. Esta exigencia nos había sido ya advertida por eminentes publicistas extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle en nuevos ensayos, cuya apreciación es, sin disputa, una prerrogativa de la Historia, y de ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo el desarrollo a que están destinados y que sería menester para hacer una justa apreciación. Entretanto podemos decir que esta concepción no es otra cosa que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y filosófica, que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y del espacio. Bien, pues; lo que el gran magistrado ha ensayado de practicar en la política es llamada la juventud a ensayar en el arte, en la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos sociales”. (Alberdi: Escritos póstumos, I, ps. 25-26, ed. J. V. González).
Se advierte ahí la misma repugnancia a juzgar el hecho Rosas, y los elogios a éste son nada más que concesiones. Pero es sincero el reconocimiento de su originalidad. Y el carácter de esa originalidad encaja perfectamente en el sistema filosófico sustentado por el autor del Fragmento preliminar. No es difícil que el joven Alberdi se creyera capaz de realizar una política americana original, aunque de modales europeos, superando el ensayo de Rosas. Pero esa ilusión no alcanza a perturbar el juego de las grandes ideas del historicismo que permitían comprender la realidad argentina del momento, tal cual ella se presentaba. Véase cómo insiste Alberdi en sus conceptos:
No más tutela doctrinaria que la inspección severa de nuestra Historia próxima. Hemos pedido… a la filosofía una explicación del vigor gigantesco del poder actual; la hemos podido encontrar en su carácter altamente representativo. Y en efecto, todo poder que no es la expresión de un pueblo, cae: el pueblo es siempre más fuerte que todos los poderes, y cuando sostiene uno es porque lo aprueba. La plenitud de un poder popular es un síntoma irrecusable de su legitimidad.   “La legitimidad del gobierno está en ser -dice Lerminier-. Ni en la Historia ni en el pueblo cabe la hipocresía, y la popularidad es el signo más irrecusable de la legitimidad de los gobiernos””. (Alberdi: Escritos jurídicos, I, p.17).
Una cita de Napoleón en el mismo sentido es menos adecuada, puesto que al decir: “Todo gobierno que no ha sido impuesto por el extranjero es un gobierno nacional”, el usurpador del trono francés hablaba pro domo sua. Las necesidades de la argumentación han llevado al autor del Fragmento preliminar sin duda más lejos de donde se proponía llegar. Más adelante se verá cómo corrige el concepto de la legitimidad por el sólo hecho del origen popular del gobierno. Pero las anteriores consideraciones estaban destinadas a desvirtuar las habituales tergiversaciones de los emigrados sobre la legitimidad del poder establecido en la Confederación Argentina, tergiversaciones en las que basaban su política de guerra por todos los medios, que Alberdi juzgaba severamente:
Nada…más estúpido y bestial que la doctrina del asesinato político…Derrocar los gobiernos”, dice, “es pretender  mejorar el fruto de un árbol cortándole Dará nuevo fruto, pero siempre malo, porque habrá existido la misma savia; abonar la tierra y regar el árbol será el  único medio de mejorar el fruto. ¿A qué conduciría una revolución de poder entre nosotros? ¿Dónde están las ideas nuevas que habría que realizar?  Que se practiquen cien cambios materiales,  las cosas no quedarán de otro modo que los que están, o no  valdrá la mejoría la pena de ser buceada por una revolución. Porque las revoluciones materiales suprimen el tiempo, copan los años y quieren ver de un golpe lo que no puede ser desenvuelto sino al favor del tiempo.  Toda revolución material quiere ser fecunda, y cuando no es la realización de una mudanza moral que la ha precedido, abunda en sangre y esterilidad en vez de vida y progreso. Pero la mudanza, la preparación de los espíritus, no se opera en un día. ¿Hemos examinado la situación de los nuestros? Una anarquía y ausencia de creencias filosóficas, literarias, morales, industriales, sociales los dividen. ¿Es peculiar de nosotros el achaque? En aparte; en el resto es común a toda la Europa, y resulta de la situación moral de la humanidad en el presente siglo. Nosotros vivimos en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política que cuenta ventisiete años, otra humana y social que principia donde muere la Edad Media, y cuenta trescientos años. No se acabarán jamás, y todos los esfuerzos materiales no harán más que alejar su término si no acudimos al remedio verdadero: la creación de una fe común”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, ps. 28-29. ed. J.V González).
Aquí aparece perfectamente expuesta la teoría del progreso pacífico difundida en Francia por los maestros del liberalismo europeo, y adoptada con calor por la nueva generación argentina. Hay en ella verdades válidas para todos los tiempos, pero que el mismo Alberdi desconocería pocos meses después, al emigrar a Montevideo y sumarse a la oposición a mano armada contra Rosas, incurriendo en errores admirablemente enrostrados a los unitarios en las páginas del Fragmento preliminar.
VII
¿Cuál fue la razón de que un año y medio más tarde, emigrado Alberdi a Montevideo, trocara esos conceptos de evolución pacífica por los de la necesidad revolucionaria?
Por todo lo que se sabe a ciencia cierta no es presumible que el cierre del Salín Literario, ni la cesación de La Moda, ni la expatriación de los jóvenes liberales se debiera a un cambio en la conducta de Rosas frente a la política de aquéllos, tal y como la proclamaron  en el Prospecto del Fragmento preliminar a principios de 1837 y la continuaron hasta entrado el año 1838. Ella era conveniente para el régimen establecido. Quien cambió fue la nueva generación. Y no porque el ambiente de la dictadura se hubiese hecho más irrespirable en el curso de esos diez y ocho, o veinte meses, que en los dos años anteriores a la concep­ción pública de la transigencia con Rosas, sino porque creyó hallar una ocasión para cambiar de táctica.
Alberdi lo confirma en Escritos póstumos. Pocos meses después de su llegada a Montevideo diría en artículo perio­dístico: “Emigrados espontáneamente, sin ofensas ni odios, sin motivos personales, nada más que por odio a la tira­nía… nuestras palabras jamás tendrán por resorte motivo ninguno personal. Ni a la persona, ni a la administración del señor Rosas tenemos que dirigir quejas personales de injurias que jamás nos hicieron” (Alberdi, Escritos póstumos, XIII, p. 478), y en los citados apuntes autobiográficos, resu­miendo su actitud frente a los conflictos internacionales de Rosas con Bolivia, Uruguay y Francia; diría años más tarde de: “La juventud dejó inmediatamente la revolución inte­ligente (es decir, la del progreso pacífico exaltado en el Fragmento preliminar), y se entregó a la revolución arma­da: dejó las ideas y tomó la acción: este camino le pareció preferible, por ser más corto. Diplomacia, concesiones, ma­nejos parlamentarios, todo quedó a un lado con las letras: la juventud dió la cara y se proclamó en guerra abierta con la tiranía. Ella no olvidó que el país no contenía ele­mentos suficientes de reacción; y que era indispensable para hacer girar la rueda de la revolución adoptar un eje extranjero. Bolivia podía servir a este fin a falta de otro poder mayor. El Estado Oriental, con mucha más razón que Bolivia; pero ninguno como la Francia. La juventud pues, se contrajo a establecer la cuestión francesa en prove­cho de la revolucion