Por Julio Irazusta
Alberdi ha sido de preferencia estudiado en su aspecto de Solón
argentino, y la influencia de sus ideas en la organización institucional
del país fue ya ampliamente señalada. Pero yo creo que hasta ahora no
se ha establecido con precisión la fecha de su grandeza desde el punta
de vista de la personalidad que decide los destinos de una nación.
Para mi esa fecha no es la de 1852, en que redactó Las Bases
al enterarse en Chile de la caída de Rosas, sino la de 1838, año en que
emigró a Montevideo. El papel que desempeña en la época llamada de la
organización nacional es preponderante, pero no singular. Ya para
entonces las ideas que expone en Las Bases habían
ganado mucho terreno en la opinión del país, habían tenido otros
expositores tan brillantes o tan vigorosos, si no tan claros como él; el
giro tomado por la revolución liberal contra Rosas no dependía
directamente de él, sino de hombres que tal vez ni lo conocían (aunque
sufrieran por modo indirecto una influencia de su propaganda anterior).
Es más. Quedan indicios (ya coordinados por Groussac), de que, hacia el
final de la dictadura, Alberdi no veía con malos ojos los resultados
obtenidos por el dictador, de que cualquiera fuese la fijeza de sus
objetivos políticos fundamentales (que jamás variaron), su manera de
concebir la oportunidad no era la de aquellos que se puede llamar sus
correligionarios.
En 1838, al emprender en Montevideo la campaña política que debía
provocar la alianza de la emigración argentina con las autoridades de la
escuadra francesa que bloqueaba el puerto de Buenos Aires, Alberdi está
solo. Ningún argentino, entre los peores enemigos de Rosas ha pensado
todavía en acudir al extranjero europeo en busca de auxilio; ningún
patriota prestigioso se ha atrevido a desafiar la opinión nacional
aplaudiendo la intromisión de Francia en América. De sus compañeros de
generación que luego habían de formar con él la pléyade de la Argentina
liberal ninguno ha cobrado todavía importancia. Echeverría es
personalidad poética, no política. Sarmiento es un tímido principiante
que apenas ha hecho sus primeras armas. Mitre no ha salido del cascarón
estudiantil. Y así de los demás. Cuando Alberdi adopta su trascendental
política de 1838, ningún mayor le da un ejemplo autorizado, ningún
contemporáneo suyo lo acompaña. Está en el destierro, después de
abandonar voluntariamente una patria en la que ya ha triunfado, no sin
duda como él lo deseara, pero entre los suyos al fin. Para colmo de
dificultades, cuando llega al medio ajeno que en adelante será el de su
acción, las novedades aportadas por él a la lucha antirrosista
contrarían las negociaciones de paz con Rosas iniciadas por Rivera, y en
lugar de la acogida que sin duda esperaba de las circunstancias
favorables dadas en la situación internacional rioplatense, fué atacado
en su calidad de extranjero por la prensa oficiosa de Montevideo, que
así desautorizaba su prédica internacionalista.
Midiendo la acción de Alberdi por los obstáculos que venció con su
tesón y su capacidad intelectual, por las dramáticas circunstancias en
que la empezó, el joven emigrado de 1838 es indudablemente más grande
que el hombre maduro de 1852. Y como esa acción fue trascendental para
los destinos de nuestro país, me ha parecido indispensable no dejar que
la fecha de su centenario pasara sin un recuerdo. Hoy, en 1938, se palpan las consecuencias últimas de la política
extranjerizante cuya adopción decidió Alberdi con su campaña de 1838.
Para los partidarios como para los adversarios de esa política, ninguna
figura de hace un siglo puede ser en estos momentos más digna de estudio
que la de Alberdi. Así los primeros colocarán sus admiraciones y los
segundos asignarán las responsabilidades, con más justicia. Otras
conmemoraciones bullangueras e inoportunas celebradas este año parecen
destinadas a confundirlo todo, a extraviar a los unos sobre el verdadero
autor de la política aún imperante en el país, y a los otros sobre sus
verdaderas consecuencias.
II Si se quiere tomar el hilo de esa evolución del pensamiento de
Alberdi que le permitiría luego todo un planteamiento novedoso del
problema social y político del Río de Plata, se nos permitirá
transcribir esta página de su Autobiografía:
“Durante mis estudios de jurisprudencia que no absorbían todo mi tiempo”, dice en ella,
“me daba también a estudios de derecho filosófico, de literatura y de
materias políticas”. En ese tiempo contraje relación estrecha con dos
ilustrísimos jóvenes, que influyeron mucho en el curso ulterior de mis
estudios y aficiones literarias: don Juan Manuel Gutiérrez y don Esteban
Echeverría. Ejercieron en mí ese profesorado indirecto, más eficaz que
el de las escuelas que es el de la simple amistad entre iguales.
Nuestro trato, nuestros paseos y conversaciones fueron un constante
estudio libre, sin plan ni sistema, mezclado a menudo a diversiones y
pasatiempos del mundo. Por Echeverría, que se había educado en Francia
durante la Restauración, tuve las primeras noticias de Lerminier, de
Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y
de todo lo que entonces se llamó el romanticismo, en oposición a la
vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía en la Universidad
de Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres
de Helvecio, Cabanis, de Holbach, de Benthamn, de Rousseau. A
Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con las
lecturas de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffrey y todos
los eclécticos procedentes de Alemania en favor de lo que se llamó el
espiritualismo”.
“Echeverría y Gutiérrez propendían por sus aficiones y estudios, a
la literatura; yo, a las materias filosóficas y sociales. A mi ver, yo
creo que algún influjo ejercí en este orden sobre mis cultos amigos. Yo
les hice admitir, en parte, las doctrinas de la Revista Enciclopédica, en lo que más llamaron el Dogma Socialista“. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 293).
El pasaje es encantador. No da los detalles precisos de la evolución
sufrida por Alberdi en el comercio intelectual con sus dos amigos. Los
nombres de autores se hallan barajados en la página redactada por el
anciano, como ocurrirían en las conversaciones de los jóvenes, sin
ninguna notación concreta sobre las ideas particulares que cada uno de
ellos le enseñara. Pero encierra sugestiones preciosas, que han servido
de punto de partida para la investigación. Nadie ha realizado sobre el
tema una más profunda que el doctor Coriolano Alberini en su conferencia
sobre “La metafísica de Alberdi”, pronunciada en una colación de grados universitarios de 1933 y publicada en los Archivos de la universidad.
Remitimos a esa conferencia para todo lo concerniente a la formación
intelectual de Alberdi, y a su posición filosófica definitiva tal como
quedó desde sus primeras publicaciones.
Lo fundamental para el objeto de este ensayo es que la evolución sufrida por el autor de Las Bases
entre sus años de Colegio y el advenimiento de Rosas, lo había
preparado a recibir el nuevo hecho político con su espíritu más
realista que el aprendido en el primer grupo de autores citados por él
en la página transcripta. El segundo grupo le había dado por así decir
una clave de la historia mundial, que comprendía fenómenos como el del
rosismo. Y cuando Rosas triunfó, Alberdi ya podía encararlo con
serenidad. Los románticos francesas le habían enseñado la concepción del
progreso elaborada por la filosofía alemana, en contraste con el
iluminismo francés del siglo XVIII. Para éste, el progreso era obra de
la razón trascendente, exterior al mundo, anti-histórica, que persigue
la realización de un ideal utópico por medio del despotismo ilustrado,
de un derecho natural desligado de la tradición histórica, fuerza
perturbadora. Para aquella, en cambio, el progreso era obra de una de
una razón inmanente, ínsita en el mundo, que se va realizando en la
historia e introduciendo en los conceptos del derecho natural los nuevos
hechos aportados por la vida de la sociedad. El iluminismo utópico y
legiferante, ciego a la realidad de cada momento y de cada lugar, era
superada por el historicismo, cuyo respeto por las particularidades de
época y de localidad le diera a Alberdi el criterio necesario para
considerar los acontecimientos de que era espectador. Cousin y los eclécticos, Lerminier y los románticos, difundieron en
Francia, hacia el final de la Restauración, es decir durante la estada
de Echeverría en París, aquellas ideas fundamentales del historicismo
que la nueva generación argentina iba a repetir entre nosotros.
Resultado de esa empresa intelectual sería la superación del ideologismo
utópico de los unitarios y la valoración del hecho federal.
Bien es verdad, como lo observa repetidas veces el doctor Alberini,
que ni Echeverría ni Alberdi tomaron al pie de la letra las ideas de
los publicistas franceses de la nueva escuela. En lo que se refiere al
historicismo, de los dos elementos que él considera en el derecho, el
histórico y el racional, su creador, el alemán Savigny, da más
importancia al primero; su divulgador, el francés Lerminier, da más
importancia al segundo. Pero no lo bastante a gusto de Alberdi, que en
ve el peligro de la glorificación del hecho, implícita en el
historicismo, y trata de evitarlo, corrigiéndolo mediante las teorías
morales de Jouffroy. En lo que se refiere a la filosofía propiamente
dicha, la nueva concepción del progreso es demasiado determinista,
demasiado excluyente de la iniciativa humana. Al tomarla de los
eclécticos y románticos franceses, repetidores de los filósofos
postkantianos, Alberdi la corrige también, dando más juego a la libertad
de determinación de la voluntad, y aceptando los fines del iluminismo
unitario, es decir, sus ideales de civilización, pero negándole
comprensión de los medios que la realidad argentina aconseja. Según la
brillante fórmula del doctor Alberini, para Alberdi “es
indispensable llegar a una síntesis de fines iluministas y de medios
historicistas, merced a la teoría providencial del progreso,
interpretada con hondo sentimiento de nuestra peculiaridad social”. Lo de la hondura de esa interpretación es discutible. Pero es cierto que A1berdi postuló su necesidad.
III La independencia relativa con que nuestro personaje manejaba las
ideas de los maestros en boga se manifestaba más en el terreno de la
teoría que en el de la práctica. Por lo general, los jóvenes dejan el
andador ideológico mucho antes que el andador moral. El mismo bachiller
que se ha emancipado hasta cierto punto de los textos escolásticos,
necesita catálogos de acción, es decir libros de casuistas, moralistas o
sociólogos (según la época) que lo provean de recetas para tales y
cuales hechos, menos manejables que las ideas. Ahora bien, si la escuela
histórica proporcionaba categorías de juicio mejores que las de los
ideólogos (y que permitieran a la nueva generación argentina encarar la
realidad social del país con más tino que sus predecesores los
unitarios), los historicistas franceses predicaban en ese momento con el
ejemplo de modo más persuasivo que con la palabra. Hay menos semejanza
entre las ideas de Alberdi y las de sus maestros, que entre la política
del primero y la de los últimos. La de estos consistía en un cambio de táctica, en abandonar el
extremismo revolucionario de 1793 por una propaganda pacífica de los
mismos fines esenciales. Desde 1834 el abogado Dupont había propugnado
esa política en la Revista Republicana, Raspail y Kersausie escribían en El Reformador: “Basta de polémicas personales, basta de lucha social”.
Las leyes de setiembre (que fueron la edición francesa de nuestra ley
de marzo de 1835), habían amilanado todavía más a los republicanos. La Falange, publicación prestada por Fourier a Considérant, y El Buen Sentido
de Luis Blanc, predicaban la sustitución de las conjuras tenebrosas por
un ideal de mejoramiento pacífico de la sociedad y de la política.
Lammenais, Jorge Sand y Leroux seguían la misma tendencia.
El autor de Palabras de un creyente, al separarse de
la posición reaccionaria del comienzo de su carrera (pues sabido es que
Lammenais se inició junto a De Maistre y De Bonald), había dado la
fórmula que la nueva generación argentina adaptaría a la política de los
partidos locales: “miro al antiguo partido monárquico con todo el
respeto que se debe a un glorioso veterano. Pero no puedo tener
confianza en ese veterano, pues con su pierna de palo está incapacitado
para avanzar con la nueva generación”. Salvo la imagen final, esas
palabras de Lammenais en 1834 son casi las mismas que la nueva
generación argentina diría sobre el partido unitario.
La política de Lammenais separábase, a la derecha, de los
monárquicos, y a la izquierda, de los revolucionarios y jacobinos. Y
dada la influencia preponderante que su libro más famoso, traducido por
Larra con el nombre de Dogma de los hombres libres,
ejerciera sobre los jóvenes rioplatenses en la cuarta década del siglo
XIX, es fácil creer que su recetario práctico, de la conciliación de los
partidos, fué adoptado al pie de la letra por sus admiradores de
aquende el Océano, como el que mejor cuadraba con el nuevo realismo
aprendido en la más reciente literatura política de Francia.
De España llegaban iguales voces de realismo en los pocos autores de
la madre patria que Alberdi leía. Así p. e. Donoso Cortés, citado en
otro pasaje de la Autobiografía. Antes de su época reaccionaria, antes del Ensayo sobre el catolicismo y su célebre discurso de los dos termómetros, cuando era representante del liberalismo a la moda, Donoso Cortés escribía:
“Las constituciones son las formas con que se revisten las
sociedades en los distintos períodos de su historia y su existencia; y
como las formas no existen por sí mismas, no tienen una belleza que las
sea propia, ni pueden ser consideradas sino como la expresión de las
necesidades de los pueblos que las deciben”……Las constituciones, pues, no deben examinarse, en sí mismas,
sino en su relación con las sociedades que las adoptan … … Las
constituciones para que sean fecundas, no se han de buscar en los libros
de los filósofos, porque sólo se encuentran en las entrañas de los
pueblos”. (Consideraciones sobre la diplomacia y su
influencia en el estado político y social de Europa, desde la Revolución
de Julio hasta el tratado de la Cuádruple Alianza, Madrid, 1834).
Estas consideraciones impregnadas de sano realismo eran en España
reflejo del mismo pensamiento europeo no español que Alberdi reflejaría
en el Río de la Plata. Ese pensamiento había superado, en el primer
tercio del siglo XIX, el utopismo de 1789, aunque conservando algunos de
los fines esenciales que entonces persiguiéronse: y como queda dicho
más arriba, sus representantes más genuinos daban en Francia, en esos
precisos momentos, el ejemplo de la política prudente que correspondía
al nuevo concepto de evolución y de progreso que había predominado en el
terreno puramente intelectual.
IV Aunque Alberdi no especifique la época en que sus ideas se aclararon,
entre sus conversaciones con Echeverría desde 1829 en adelante y la
publicación del Estudio preliminar en 1887, es de
suponer que ello habría ya ocurrido hacia la época en que Buenos Aires
debatió el problema constitucional de la suma del poder. La elaboración
de un sistema como el que se expone en aquel libro, por mucho que tenga
de ejercicio escolar, de trabajo de taracea con textos ajenos, no se
puede improvisar. Y dada la suma de labor intelectual que implica, es
legítimo atribuir a Alberdi las ideas que maneja en 1837 como adquiridas
varios años antes. Así las cosas, su actitud no podía ser, frente al predominio del
hombre que representaba la causa opuesta a la suya, la que sus
antecedentes de círculo y de educación permitían esperar. En las cartas
que le escribían sus amigos de Buenos Aires durante su viaje a Tucumán
en 1834, cuando aquel debate estaba en su punto más álgido, se
transparentaba un gran temor a Rosas, un gran anhelo constitucional que
se siente contrariado por las circunstancias. De regreso en el Río de la
Plata Alberdi no canalizaría los sentimientos de quienes le habían
llamado con angustia, hacia la oposición violenta, la sempiterna lucha
armada que el viejo partido liberal argentino ofrecía como única receta.
Aunque las íntimas simpatías del grupo juvenil estaban con dicho
partido, los errores de su política ya eran evidentes para Alberdi. Y
aunque en el fondo el ideal que él y sus amigos perseguían era el de los
fundadores de las instituciones liberales en el país, el mejor modo de
servirlo no sería obstinarse en la utilización de los mismos medios que
ya habían fracasado tantas veces. Tal la génesis psicológica de esa política de la nueva generación.
Teniendo ante sí dos caminos: las armas o las ideas, optó por el
segundo, como más a su alcance. Para ello se asoció, escribió. Pero,
según las palabras de Alberdi, “transó (sic) aparentemente con el poder de entonces, lo agasajó para no ser estorbado por él”. (Alberdi Escritos póstumos,
tomo XV, p. 433). Para mí es indudable que en esas palabras hay una
esquematización demasiado rígida y torcida, y que en la conducta de los
jóvenes acaudillados por Echeverría y Alberdi, hubo más sinceridad,
menos maquiavelismo de los que dice este último. Es raro que la extrema
juventud se alíe a tanta hipocresía como, aún en medio de los mayores
peligros, supóne la politica que Alberdi esquematiza a posteriori de los
hechos en las palabras citadas. Por esos mismos días la juventud
liberal italiana arrostraba riesgos muy superiores a los ofrecidos por
la severa represión de Rosas; los principillos reaccionarios de la
península hicieron correr ríos de sangre entre 1830 y 1836. La
diferencia de conducta no se debe a una diferencia fundamental de
carácter entre unos y otros jóvenes, sino a la diferente manera de
concebir lo operable. Al mismo tiempo que Alberdi tomaba la suya de los
publicistas franceses a la moda, Mazzini la combatía en estos. Y la
misma juventud liberal argentina que Alberdi presenta como poseedora de
una prudencia monstruosa para sus años, daría poco después muestras de
audacia sin cálculo, de heroísmo indudable.
La política de transacción entre los fines del iluminismo y el hecho
federal parece haber sido sinceramente concebida y planeada a mediados
de la cuarta década del ochocientos por aquellos jóvenes espíritus, cuya
euforia de poseedores de la única doctrina explicativa de la novedad
surgida en el país se nota en sus escritos de entonces, en los discursos
de Sastre, Gutiérrez y Alberdi al inaugurar el Salón Literario, en el
Preliminar al estudio del derecho. El análisis detenido de esas
producciones lo hará más evidente.
V En enero de 1837, Alberdi imprimió un prospecto de la obra que tenía
en preparación sobre los principios del derecho. En él exponía la
esencia de los conceptos que encerraría y desarrollaría aquélla. Pocos
meses después aparecía el Fragmento preliminar al estudio del derecho. Si el título era largo más lo era el subtítulo, que rezaba como sigue “acompañado
de una serie numerosa de consideraciones formando una especie de
programa de los trabajos futuros de la inteligencia argentina”. La
presunción del tono corresponde a la moda de la época y los cortos años
del autor. Alberdi tenía apenas ventisiete, edad en que rara vez pueden
dar toda su medida los espíritus filosóficos, que maduran tarde. El
manejo de un complicado sistema de ideas en su libro (por artificiosa y
poco espontánea que haya sido su redacción), y la conciencia sobre la
rareza del hecho, debían de dar a Alberdi un engreimiento que cuadraba
con el de sus maestros europeos, los románticos, personajes muy pegados
de sí mismos. Pero el sentimiento de Alberdi en el caso no es
injustificado. Teniendo en cuanta la circunstancia antes apuntada sobre
la estación del florecimiento filosófico, su trabajo es notable. Notable
por la concepción general, por la cantidad de filosofía verdadera que
(no obstante los prejuicios de escuela) Alberdi ha encerrado en su
libro, por su capacidad para el desarrollo de las ideas, por el aplomo
de sus juicios, por su independencia de espíritu respecto de los
maestros (cuyas fórmulas abandona muchas veces, sustituyéndoles otras de
su cosecha), por su discernimiento de la compleja experiencia política
nacional.
Vale la pena detenerse a comentar este libro, fundamental en la obra
de Alberdi en la parte que interesa al objeto de estos estudios.
La filosofía no le interesaba a nuestro jóven autor sino como
proveedora de principios a cuya luz debían aparecer con toda claridad
sus conceptos sobre el derecho. Este era el objeto permanente del Fragmento preliminar. Desde
el principio confiesa Alberdi la evolución sufrida por él (bajo el
influjo del publicista francés que introdujo el historicismo alemán en
Francia) en la concepción del derecho: “Abrí a Lerminier”, dice, “y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. (Alberdi Escritos jurídicos,
T. I, pág …, de la ed. de J. V. González). Señalado un extremo de la
evolución, pasa a señalar el otro, con el cual entra de lleno en
materia. El derecho es, para el autor del Fragmento preliminar “un elemento constitutivo de la sociedad, que se desarrolla con ésta, de una manera individual”, del mismo modo que “el
arte, la filosofía, la industria, no son como el derecho, sino fases
vivas de la sociedad, cuyo desarrollo se opera en una íntima
subordinación a las condiciones de tiempo y lugar”. (Ibid, ps. 14-15); “aunque (el derecho) es
indestructible y universal en su substancia, en su principio, su
aplicación debe ser tan móvil como las relaciones que preside, y éstas
como las necesidades sociales, tan fecundas también como los climas y
los siglos”; “el derecho positivo es totalmente adherente,
privativo, peculiar de cada pueblo, de cada momento; como dice
Montesquieu, sería una rarísima casualidad que pudiese recibir una doble
aplicación”. (Ibid, ps 119-120).
El derecho relativo y variable es para Alberdi, pues, el positivo; no
así el derecho natural, cuya inmutabilidad afirma declarando blasfemos a
quienes la niegan. Es tan categórico sobre este punto que, en cierto
momento, llega a confundir lo que él mismo había distinguido,
estableciendo un pasaje del derecho positivo al derecho natural: “Con la serie de los tiempos” dice, “el derecho acaba por tomar una inflexibilidad de hierro” (Ibid, p. 100); y más adelante: “Cada día debe asimilarse más y más el derecho real al derecho racional…”
(Ibid, p. 121). Ilusión contradictoria con sus afirmaciones iniciales.
Pero una frase de Guizot, que cita de inmediato, remedia la
contradicción: “La perfección racional es el fin, pero la imperfección es la condición”.
Otros desfallecimientos encierra el opúsculo, cuyo jóven autor suele
perderse en un laberinto de distingos, y que tan pronto coloca al
derecho en el subordinado lugar que le corresponde como hace de él una
disciplina intelectual que engloba a todas sus afines. Mas, pese a los
defectos (o tal vez a causa de ellos el Fragmento preliminar
es la manifestación más notable de pensamiento filosófico entre
nosotros, durante el siglo XIX. Tal aparece también en la excelente
página que resume los opuestos vicios del abstractismo jurídico y del
historicismo extremos:
“Despreciar la historia, los hechos, la realidad, es oponerse a
la fuerza, y negar a esta fuerza su dosis necesaria de verdad y
legitimidad, pues que no es fuerza sino porque es o miente ser legítima.
Despreciar lo racional, lo filosófico, lo universal, es despreciar la
fuente de lo real, de lo histórico, de lo nacional, y por lo tanto, es
comprender mal todo esto; es limitar la verdad a la realidad, la
filosofía a la historia, todo hecho es verdadero, legítimo, justo, sin
otra razón que porque es hecho. Tal es error de la escuela histórica.
Sin duda que no es chico. El mejor partido será siempre un temperamento
medio entre los extremos, de la escuela histórica que ve la razón en
todas partes, y la escuela filosófica que no la ve en ninguna”. (Alberdi Escritos jurídicos, I; p. 123, ed. J. V. González).
Al precepto uniendo el ejemplo, el autor del Fragmento preliminar
aplicó a la realidad argentina el criterio expuesto en esa página. La
tópica de su aplicación se refiere más a la política que al derecho. Una
palabra de su maestro Lerminier, que él califica de profunda: “la vocación del derecho es enteramente política”
(Ibid, p. 159), había sacado a Alberdi de la órbita de lo jurídico puro
a que se suelen limitar los estudios de los doctores noveles. Y su
opúsculo de 1837 no es principalmente el preliminar al estudio del
derecho que el título promete, sino un tratado de ciencia política
argentina. Más por eso mismo es que el libro ha tenido nuestra atención.
Pues lo que este trabajo se propone examinar no son las ideas jurídicas
y filosóficas de Alberdi, sino su política, teórica y práctica, y su
influencia decisiva en los acontecimientos del Río de la Plata en 1838.
VI
Queda más arriba señalada de paso la esencia de la política
emprendida por la joven generación argentina al definirse en el país el
triunfo de la causa federal. Hay que insistir sobre ello. Hasta ahora no
se ha destacado con exactitud uno de sus aspectos salientes. El Fragmento preliminar
es, entre otras cosas, un estatuto intelectual ofrecido por Alberdi a
Rosas. Las escapatorias ulteriores del publicista que había cambiado de
opción práctica, aceptadas sin examen, han extraviado sobre el verdadero
alcance de aquel hecho. Pero la confusión no resiste al estudio de los
textos.
Cierto, la política planteada por Alberdi en su opúsculo de 1837 no
es capitulación ante el triunfo federal. Es sólo una componenda, en la
cual se reservan (para procurarlos a su tiempo) los fines esenciales de
la causa opuesta. Su propio carácter imitativo de la política moderada
seguida en Francia por los maestros del liberalismo es una prueba más de
la seriedad con que Alberdi planteaba la transacción con el rosismo, no
como astucia de campaña opositora bajo un régimen de censura de la
prensa y despótica represión, sino como expediente de oportunidad para
sacarle al despotismo, inevitable por el momento, lo que pudiera dar de
sí, a la espera del otro momento en que la causa liberal volviese por
todos sus fueros. La joven generación quería galopar al lado del potro,
hasta que se amansara.
Pero la transacción, lejos de ser lo accesorio en el opúsculo de
Alberdi, es parte fundamental del mismo, como que se enlaza con uno de
los dos aspectos esenciales de su doctrina: el que se refiere a la
necesidad de que el derecho positivo, relativo y mudable, contemple las
exigencias de lugar y de tiempo. En ese criterio se basa todo el examen
de la realidad nacional hecho por Alberdi en 1837.
Tomando las cosas desde el comienzo el autor del Fragmento dice: “cuando
en mayo de 1810 dimos el primer paso de una sabia jurisprudencia
política y aplicamos a la cuestión de nuestra vida política, la ley de
las leyes: esta ley quiere ser aplicada con la misma decisión a nuestra
vida civil, y a todos los elementos de nuestra sociedad, para completar
una independencia fraccionaria hasta hoy”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 12 ed. J. V. González). Y agrega que los norteamericanos son “felices…por haber adoptado desde el principio instituciones propias a las circunstancias normales de su ser nacional. Al paso que nuestra historia constitucional no es más que una continua serie de imitaciones forzadas…La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de una semejante lucha contra el imperio del espacio y del tiempo” (Ibid, p. 18); “La inteligencia quiere también su Bolívar, su San Martín” (Ibid, p. 20); “tenemos ya una voluntad propia; nos falta una una inteligencia propia” (Ibid, p. 21); “una
nueva era se abre, los pueblos de Sud América, modelada sobre la que
hemos empezado nosotros, cuyo doble carácter es: la abdicación de lo
exótico, por lo nacional; del plagio, por la espontaneidad; de lo
extemporáneo, por lo oportuno; del entusiasmo, por la reflexión; y
después, el triunfo de la mayoría popular sobre la minoría popular” (Ibid, p. 40).
Lo nacional, lo auténtico, lo espontáneo de que habla el autor del Fragmento preliminar
no es, en resumidas cuentas, lo oportuno. Cuando creíamos que iba a
delinear los rasgos particulares de una sociedad adulta, nos sale con
que la particularidad que a ella le atribuye es la infancia “No tenemos historia, somos de ayer, nuestra sociedad en embrión… estamos bajo el dominio del instinto”(Ibid,
p. 58). Más por lo menos reconoce el valor de la oportunidad en
política. Y ello significa la superación del concepto unitario del
transplante de las instituciones europeas al nuevo continente, tal y
como aparecían en el viejo después de largos siglos de evolución. La
polémica que en consecuencia lleva contra el partido derrotado es
vigorosísima. Cuando la unidad filosófica, dice, acabe con la
incoherencia general, escribiremos nuestro código, “expresión de la
unidad social …Tal es lo que parecen no haber comprendido un instante
aquellos que han pretendido someter nuestra constitución nacional a una
forma unitaria. Y en este sentido nosotros acordamos
preferentemente a los que han seguido la idea federativa un sentimiento
más fuerte y más acertado de las condiciones de nuestra actualidad
nacional” (Ibid, p. 58). Y en otro lugar: “Confesemos que la
civilización de los que nos precedieron se había mostrado impolítica y
estrecha: había adoptado el sarcasmo como un medio de conquista, sin
reparar que la sátira es más terrible que el plomo, porque hiere hasta
el alma y sin remedio. No debiera extrañarse que las masas incultas
cobraran ojeriza contra una civilización de la que no habían merecido
“sino un tratamiento cáustico y hostil“” (Ibid, p. 43). Y por último: “Pretender
nivelar el progreso americano al progreso europeo, es desconocer la
fecundidad de la naturaleza en el desarrollo de todas sus creaciones: es
querer subir tres siglos sobre nosotros mismos” (Ibid).
El autor del Fragmento preliminar describe del siguiente modo la actualidad nacional: “los
que piensan que la situación presente de nuestra patria es fenomenal,
episódica, excepcional, no han reflexionado con madurez sobre lo que
piensan. La historia de los pueblos se desarrolla con una lógica
admirable. Hay, no obstante, posiciones casuales, que son siempre
efímeras; pero tal no es la nuestra. Nuestra situación, a nuestro ver,
es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir, era inevitable, debía de
llegar más o menos tarde, pues no era más que la consecuencia de
premisas que habían sido establecidas de antemano. Si las
consecuencias no han sido buenas, la culpa es de los que sentaron las
premisas, Y el pueblo no tiene otro pecado que haber seguido el camino
de la lógica. La culpa, hemos dicho, no el delito, porque la
ignorancia no es delito. ¿En qué consiste esta situación? En el triunfo
de la mayoría popular que algún día debía ejercer los derechos políticos
de que había sido habilitada. Esta misma mayoría existe en todos los
Estados de Sud América, cuya constitución normal tiene con la nuestra
una fuerte semejanza que deben a la antigua política colonial que
obedecieron juntos. El día que halle representantes, triunfará también,
no hay que dudarlo, y ese triunfo será de un ulterior progreso
democrático, por más que repugne a nuestras reliquias aristocráticas”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 39, ed. J.V. González)
…“Por lo demás, aquí no se trata de calificar nuestra situación
actual; sería arrojarnos una prerrogativa de la historia. Es normal, y
basta; es porque es, y porque puede no ser. Llegará tal vez un día en
que no sea como es, y entonces sería tal vez tan natural como hoy. El
Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme
sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la
buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí
la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la
universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo
comprendemos como Aristóteles, como Montesquieu, como Rousseau, como
Volney, como Moisés como Jesucristo. Así, si el despotismo pudiese tener
lugar entre nosotros, no sería el despotismo de un hombre sino el
despotismo de un pueblo: sería la libertad déspota de sí misma; sería la
libertad esclava de la libertad. Pero nadie se esclaviza por designio,
sino por error. En tal caso, ilustrar la libertad, moralizar la
libertad, sería emancipar la libertad”. (Ibid, ps. 36-37).
En esa descripción, el maridaje del historiador y del iluminismo es
perfecto. El hecho es dialectizado, pero no juzgado. Y al rehuir el
juicio, Alberdi deja adivinar que, de formularlo, habría sido adverso.
El sociólogo admite el hecho como exigencia del realismo postulado por
la escuela histórica; mas el político idealista no deja de considerarlo
un mal, aunque necesario, al encarar -en un prudente condicional- la
hipótesis de su maldad, atribuyendo la culpa a quienes sentaron las
premisas, es decir, a quienes pretendieron violentar la evolución del
país.
El sesgo de esas consideraciones induciría a admitir la aludida
escapatoria de Alberdi, que habla de los “sofismas” de su prefacio como
de ardides de guerra. No así otros pasajes, que debemos transcribir para
mostrar la importancia de la política transigente planteada y durante
cierto tiempo ensayada por la nueva generación argentina:
“es…nuestra misión presente”, dice el autor del Fragmento preliminar, “el
estudio y el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma
más adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona
grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte
intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto
antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de
una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego, por su
razón espontánea, de no sé qué de impotente, de ineficaz, de
inconducente que existía en los medios de gobierno practicados
precedentemente en nuestro país; que estos medios, importados y desnudos
de toda originalidad, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas
condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que
debían su origen exótico; que, por tanto, un sistema propio nos era
indispensable. Esta exigencia nos había sido ya advertida por eminentes
publicistas extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle en
nuevos ensayos, cuya apreciación es, sin disputa, una prerrogativa de la
Historia, y de ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo
el desarrollo a que están destinados y que sería menester para hacer
una justa apreciación. Entretanto podemos decir que esta concepción no
es otra cosa que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y
filosófica, que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y
del espacio. Bien, pues; lo que el gran magistrado ha ensayado de
practicar en la política es llamada la juventud a ensayar en el arte, en
la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada
la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de
estos elementos sociales”. (Alberdi: Escritos póstumos, I, ps. 25-26, ed. J. V. González).
Se advierte ahí la misma repugnancia a juzgar el hecho Rosas, y los
elogios a éste son nada más que concesiones. Pero es sincero el
reconocimiento de su originalidad. Y el carácter de esa originalidad
encaja perfectamente en el sistema filosófico sustentado por el autor
del Fragmento preliminar. No es difícil que el joven
Alberdi se creyera capaz de realizar una política americana original,
aunque de modales europeos, superando el ensayo de Rosas. Pero esa
ilusión no alcanza a perturbar el juego de las grandes ideas del
historicismo que permitían comprender la realidad argentina del momento,
tal cual ella se presentaba. Véase cómo insiste Alberdi en sus
conceptos:
“No más tutela doctrinaria que la inspección severa de nuestra
Historia próxima. Hemos pedido… a la filosofía una explicación del vigor
gigantesco del poder actual; la hemos podido encontrar en su carácter
altamente representativo. Y en efecto, todo poder que no es la expresión
de un pueblo, cae: el pueblo es siempre más fuerte que todos los
poderes, y cuando sostiene uno es porque lo aprueba. La plenitud de un
poder popular es un síntoma irrecusable de su legitimidad. “La
legitimidad del gobierno está en ser -dice Lerminier-. Ni en la
Historia ni en el pueblo cabe la hipocresía, y la popularidad es el
signo más irrecusable de la legitimidad de los gobiernos””. (Alberdi: Escritos jurídicos, I, p.17).
Una cita de Napoleón en el mismo sentido es menos adecuada, puesto que al decir: “Todo gobierno que no ha sido impuesto por el extranjero es un gobierno nacional”, el usurpador del trono francés hablaba pro domo sua. Las necesidades de la argumentación han llevado al autor del Fragmento preliminar
sin duda más lejos de donde se proponía llegar. Más adelante se verá
cómo corrige el concepto de la legitimidad por el sólo hecho del origen
popular del gobierno. Pero las anteriores consideraciones estaban
destinadas a desvirtuar las habituales tergiversaciones de los emigrados
sobre la legitimidad del poder establecido en la Confederación
Argentina, tergiversaciones en las que basaban su política de guerra por
todos los medios, que Alberdi juzgaba severamente:
“Nada…más estúpido y bestial que la doctrina del asesinato político…Derrocar los gobiernos”, dice, “es
pretender mejorar el fruto de un árbol cortándole Dará nuevo fruto,
pero siempre malo, porque habrá existido la misma savia; abonar la
tierra y regar el árbol será el único medio de mejorar el fruto. ¿A qué
conduciría una revolución de poder entre nosotros? ¿Dónde están las
ideas nuevas que habría que realizar? Que se practiquen cien cambios
materiales, las cosas no quedarán de otro modo que los que están, o no
valdrá la mejoría la pena de ser buceada por una revolución. Porque las
revoluciones materiales suprimen el tiempo, copan los años y quieren
ver de un golpe lo que no puede ser desenvuelto sino al favor del
tiempo. Toda revolución material quiere ser fecunda, y cuando no es la
realización de una mudanza moral que la ha precedido, abunda en sangre y
esterilidad en vez de vida y progreso. Pero la mudanza, la preparación
de los espíritus, no se opera en un día. ¿Hemos examinado la situación
de los nuestros? Una anarquía y ausencia de creencias filosóficas,
literarias, morales, industriales, sociales los dividen. ¿Es peculiar de
nosotros el achaque? En aparte; en el resto es común a toda la Europa, y
resulta de la situación moral de la humanidad en el presente siglo.
Nosotros vivimos en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y
política que cuenta ventisiete años, otra humana y social que principia
donde muere la Edad Media, y cuenta trescientos años. No se acabarán
jamás, y todos los esfuerzos materiales no harán más que alejar su
término si no acudimos al remedio verdadero: la creación de una fe común”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, ps. 28-29. ed. J.V González).
Aquí aparece perfectamente expuesta la teoría del progreso pacífico
difundida en Francia por los maestros del liberalismo europeo, y
adoptada con calor por la nueva generación argentina. Hay en ella
verdades válidas para todos los tiempos, pero que el mismo Alberdi
desconocería pocos meses después, al emigrar a Montevideo y sumarse a la
oposición a mano armada contra Rosas, incurriendo en errores
admirablemente enrostrados a los unitarios en las páginas del Fragmento preliminar.
VII
¿Cuál fue la razón de que un año y medio más tarde, emigrado Alberdi a
Montevideo, trocara esos conceptos de evolución pacífica por los de la
necesidad revolucionaria?
Por todo lo que se sabe a ciencia cierta no es presumible que el cierre del Salín Literario, ni la cesación de La Moda,
ni la expatriación de los jóvenes liberales se debiera a un cambio en
la conducta de Rosas frente a la política de aquéllos, tal y como la
proclamaron en el Prospecto del Fragmento preliminar a
principios de 1837 y la continuaron hasta entrado el año 1838. Ella era
conveniente para el régimen establecido. Quien cambió fue la nueva
generación. Y no porque el ambiente de la dictadura se hubiese hecho más
irrespirable en el curso de esos diez y ocho, o veinte meses, que en
los dos años anteriores a la concepción pública de la transigencia con
Rosas, sino porque creyó hallar una ocasión para cambiar de táctica.
Alberdi lo confirma en Escritos póstumos. Pocos meses después de su llegada a Montevideo diría en artículo periodístico: “Emigrados
espontáneamente, sin ofensas ni odios, sin motivos personales, nada más
que por odio a la tiranía… nuestras palabras jamás tendrán por resorte
motivo ninguno personal. Ni a la persona, ni a la administración del
señor Rosas tenemos que dirigir quejas personales de injurias que jamás
nos hicieron” (Alberdi, Escritos póstumos, XIII,
p. 478), y en los citados apuntes autobiográficos, resumiendo su
actitud frente a los conflictos internacionales de Rosas con Bolivia,
Uruguay y Francia; diría años más tarde de: “La juventud dejó inmediatamente la revolución inteligente (es decir, la del progreso pacífico exaltado en el Fragmento preliminar), y
se entregó a la revolución armada: dejó las ideas y tomó la acción:
este camino le pareció preferible, por ser más corto. Diplomacia,
concesiones, manejos parlamentarios, todo quedó a un lado con las
letras: la juventud dió la cara y se proclamó en guerra abierta con la
tiranía. Ella no olvidó que el país no contenía elementos suficientes
de reacción; y que era indispensable para hacer girar la rueda de la revolución adoptar un eje extranjero. Bolivia
podía servir a este fin a falta de otro poder mayor. El Estado
Oriental, con mucha más razón que Bolivia; pero ninguno como la Francia.
La juventud pues, se contrajo a establecer la cuestión francesa en
provecho de la revolucion
De la nota se desprende que el Dr. Gonzalez Arzac fue critico del "menemismo", pero despues colaboro con el "kirchnerismo". ¿noto alguna diferencia entre la Ing. Maria Julia Alsogaray y el Dr. Amado Boudou?
ResponderEliminarEl gaucho Federal.
no sabemos si lo habra notado...lamentablemente tampoco se lo podemos preguntar.
ResponderEliminarPero si agradecer todo su esfuerzo volcado en el nacionalismo y revisionismo en particular. Descanse en paz Don Alberto
No se que tiene que ver el menemismo o el kirchnerismo del Dr. Gonzalez Arzac con la figura del Dr. Alberdi?
ResponderEliminarAlberdi tiene dos etapas opuestas, la primera de liberal y extranjerofilo a ultranza y la ultima de patriota , cuando visita al viejo Restaurador y se opone a la inicua Guerra de la Triple Alianza.
Juan Bondiola