Rosas

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sábado, 28 de septiembre de 2019

Francisco Ramírez (1786-1821)


Por Ernesto Palacio
Había debido retirarse del sitio de Buenos Aires a raíz de su ruptura con Artigas. Instalado en Entre Ríos, éste le había reprochado violentamente la firma, sin su consentimiento, del Tratado del Pilar, que no tenía otro objeto —afirmaba— que "confabularse con los portugueses para destuir la obra de los pueblos y traicionar al jefe supremo que éstos se habían dado".    Ramírez le replicó negándole autoridad y marchó sobre Entre Ríos.  Después de algunos combates en que la suerte le fue desfavorable, el entrerriano infligió a su antiguo jefe una seria derrota que lo obligó a replegarse en desorden. Desde ese momento no le dio tregua para reponer sus fuerzas, y en una violenta y rápida persecución lo llevó hasta los confines de Corrientes. El Protector de los Pueblos Libres se vio forzado a cruzar el río y a pedir asilo al Paraguay, cuyo dictador don Gaspar Francia lo confinó en la villa de Caraguataí. Allí debía permanecer hasta su muerte, a los 85 años, a quien le corresponde sin disputa el título de fundador de nuestro federalismo republicano y que fue un valiente guerrero y un gran patriota.
Pero su ciclo había terminado, por mera acción del tiempo. Ramírez, en cambio, no menos patriota ni valiente, era joven, lleno de bríos y se hallaba exento de la huraña obsesión localista que achicaba la visión y había vuelto rutinaria y estéril la acción del Protector.  Enriquecido por la experiencia de su campaña reciente contra Buenos Aires, en la que había humillado el orgullo porteño, entrando con sus montoneras hasta el Fuerte, oteaba un horizonte más amplio.  Sin esfuerzo, asumió la sucesión del caudillo oriental. Tenía bajo su mando toda la región mesopotámica y ramificaciones en la otra banda, entre las guerrillas artiguistas. El 30 de noviembre, en la capilla de Nuestra Señora del Rosario de la localidad del Tala, proclamó  la República de Entre Ríos.   Además de los recursos militares de la zona, disponía de la escuadrilla que le había cedido Buenos Aires a raíz del Tratado del Pilar, a la que unió las embarcaciones quitadas al Protector.  Se propuso entonces llevar a cabo el gran propósito que había inspirado la acción contra el directorio y que los acontecimientos posteriores amenazaban frustrar:  la guerra decisiva contra el invasor portugués.   El Tratado de Benegas nada decía sobre este punto. Al tal efecto, dirigió una nota al gobierno de Buenos Aires, en la que condenaba la política dilatoria de esta provincia frente a la ocupación de una fracción del territorio nacional por el tradicional enemigo; se manifestaba dispuesto a llevar adelante la guerra hasta desalojarlo, y expresaba su confianza en que se le prestaría para este objeto toda la ayuda necesaria, en tropas, armas y dinero.   El general don Marcos Balcarce, que actuaba en ese momento como gobernador delegado, le contestó en una nota de tono mesurado en la que le expresaba un completo acuerdo en principio sobre la finalidad propuesta; pero le advertía que todas las fuerzas militares de la provincia estaban comprometidas en la campaña que el gobernador titular, general Rodríguez, había emprendido contra los indios, quienes capitaneados por don José Miguel Carrera asaltaban las poblaciones del sur; y que por lo demás consideraba que correspondía al próximo- congreso decidir sobre esa guerra, cuyo término feliz haría necesario el concurso de todas las fuerzas de la nación. El general Carrera, en efecto, obligado por López a salir de Santa Fe con sus chilenos, acudía a los medios desesperados a que lo llevaban las circunstancias, con el fin de abrirse paso con fuerzas y recursos suficientes hasta la cordillera y ganar su tierra natal. Se había corrido hasta el desierto y aliado a tribus pampas y ranqueles, asaltado el pueblo de Salto, donde los indios mataron y saquearon, llevándose cautivas y hasta los vasos sagrados de las iglesias. Evidentemente, el caudillo chileno, urgido por proveerse de recursos, no lograba disciplinar los elementos incontrolables a quienes lo unía la fatalidad, ni evitar sus tropelías.   Rodríguez había salido a campaña para perseguirlo, con el auxilio de las milicias de Rosas.   EL  general don Francisco Ramírez, jefe de Entre Ríos —o Supremo Entrerriano, como se le llamaba— había concebido un vasto proyecto de unificación nacional bajo su influencia, sobre la base de la empresa común contra el enemigo histórico. — Pensó en el primer momento en llevar una campaña contra el Paraguay, para obtener los recursos de esa provincia, principalmente en hombres de guerra; luego, en un ataque inmediato a las misiones, ocupadas por los portugueses desde la derrota de "Andresito".  Pero ambas acciones significaban dejar a las espaldas enemigos, o amigos dudosos. Se decidió por intentar primero la realización de la unidad interna bajo su hegemonía. Las circunstancias se presentaban favorables gracias a la impopularidad notoria del sistema de Buenos Aires. A ello lo impulsaban los refugiados en su provincia a raíz del motín de Pagola, como el doctor Agrelo; y los emigrados a la Banda Oriental, como Alvear, antes enemigos y a la sazón reconciliados contra el adversario común y que esperaban las noticias del primer éxito para precipitarse a la capital, según lo cuenta Iriarte, que vivió esos días de esperanzas, zozobras y decepciones.   Pero quedaba para Ramírez una incógnita que previamente debía resolver: el caudillo de Santa Fe. Este había ganado todos sus galones en la lucha contra los ataques de los porteños y se hallaba unido al entrerriano por viejos pactos que seguían vigentes. Sus antecedentes lo obligaban a secundar la empresa, cuyas posibilidades de éxito habrían sido entonces incontrastables, y su intervención debía, si no arrastrar a Bustos, por lo menos  neutralizarlo. Ramírez lo invitó a que se le uniera Para derribar al gobierno de Buenos Aires (que por sí mismo constituía una violación irritante del Tratado del Pilar), provocar su reemplazo y llevar adelante la campaña contra los portugueses por la recuperación de la Banda Oriental. López le replicó invocando los pactos que acababa de firmar con Buenos Aires y Córdoba (y cuya violación ya estaba preparando la otra parte).  
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Los mediocres intereses localistas se sobrepusieron, en- el ánimo del mediocre personaje, a los grandes objetivos nacionales: sacrificaba a su aliado en los principios por las pingües achuras de las vacas de Rosas.   El gobernador Rodríguez, por su parte, se aprestó para resistir. El 3 de marzo de 1821 publicó un bando por el que se obligaba a todos los habitantes de la ciudad, incluso españoles y extranjeros, a tomar las armas. Como Ramírez dominaba los ríos con su escuadrilla, debió formar otra, que puso a las órdenes del coronel Zapiola, cerró las comunicaciones con Entre Ríos y formó un ejército de vanguardia al mando de Lamadrid, mientras él mismo se situaba en Luján con el resto de las fuerzas. Envió también dinero y armas al gobernador López, que reorganizaba su ejército en Santa Fe.   El general. Carrera había atravesado entre tanto la pampa con 400 hombres, la mayor parte indios, internándose en la provincia de Córdoba.   Allí recibió una comunicación de Ramírez, invitándolo a que se le uniese para invadir Buenos Aires. Resolvió aceptar. Al pasar Carrera por Córdoba, Bustos se replegó sobre la ciudad eludiendo el combate. Carrera saqueó la campaña y se dirigió al encuentro del entrerriano. El campamento de Ramírez estaba en Punta Gorda. De allí mandó un destacamento de vanguardia que cruzara el Paraná, tomara el pueblo de Coronda y se proveyea de caballadas; y a la escuadrilla del coronel Mansilla, con tropas de desembarco, a ocupar la ciudad de Santa Fe. Luego invadió él mismo la provincia, al frente de una fuerte columna de caballería.    El general Ramírez había llegado ya a Rosario donde enfrentó a una división de caballería santafesina que le salía al encuentro, dispersándola, y se dirigió a Coronda, donde esperaba que se le uniría Carrera. Sin embargo la carrera victoriosa del Supremo Entrerriano había llegado a su fin. Dos días después entraría en batalla con el grueso de las fuerzas de López, en posición desfavorable y terreno desventajoso, y sería derrotado con grandes pérdidas al cabo de un encarnizado combate.   Con poco más de 400 hombres se replegó hacia Córdoba. El 7 de junio se encontró con el destacamento errante de Carrera en Río Segundo, a diez leguas de la capital de la provincia.  Desde ese momento la suerte les fue adversa. Ambos compañeros parecían signados por la fatalidad. Decidieron atacar a Bustos, para copar sus tropas y llevar una nueva campaña contra Santa Fe. Pero Bustos se había fortificado en Cruz Alta, donde lo atacaron el 16 y fueron rechazados con grandes bajas, debiendo retirarse., Fraile Muerto se separarían, por no ponerse de acuerdo sobre el rumbo que habrían de seguir: a cada uno le tiraba su tierra. Carrera marchó en dirección a Cuyo, y Ramírez hacia el norte, buscando el rumbo de Entre Ríos por el Chaco.   Sus enemigos despacharon dos columnas en su persecución. Con este objeto había salido de Córdoba una división de caballería al mando del gobernador delegado coronel Bedoya. Después de una marcha tenaz, alcanzó el 10 de julio al resto de las tropas del caudillo entrerriano en Río Seco, donde las destrozó completamente. Ramírez lograba escapar, gracias a la superioridad de su montado, seguido de unos pocos soldados y de su compañera "la Delfina", que vestida de oficial lo acompañaba en todas sus campañas. Un tiro de boleadoras hizo  rodar el caballo de ésta, que cayó en manos de sus perseguidores. Ramírez volvió grupas y atropelló a lanzazos al tropel enemigo, en un intento desesperado por salvarla, en cuya circunstancia fue muerto de un pistoletazo en el pecho.        
El varón cabal perece
dichoso en la adversidad,
si le abren sus puertas de oro
patria, amor y libertad.                                     
Leopoldo Lugones ha cantado el episodio y comenta así esa muerte envidiable.

La Paz de Obligado

Por José Luis Muñoz Azpiri
Triunfante en París, la revolución de febrero de 1848, que da por tierra la monarquía orleanista y el ministerio de Guizot, Manuel de Sarratea, enviado argentino en Francia y amigo personal del nuevo Ministro de relaciones Exteriores, Alphonse de Lamartine, comunica a Buenos Aires que luego de una entrevista con el flamante Canciller, ha arribado al convencimiento de que toca a su fin la aventura en el Plata.  El gobierno provisional lo ha recibido oficialmente, dice, y, al despedirse la guardia del Ayuntamiento lo ha aclamado con un estentóreo “¡Vive la Republique Argentine!”. El vitor representa una expresión de solidaridad y simpatía con una victima triunfante de la prepotencia orleanista, unida con los republicanos en su victoria contra el enemigo común. Los libres del mundo responden: ¡Al gran pueblo argentino, salud! Así como en la revolución liberal de 1830, se coreó, en París, el nombre de Bolívar, recordábanse ahora los de la Argentina y Rosas, como llamas que ardían jubilosas junto al “feu sacré des republiques” encendidos entre las barricadas de Francia.
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Sarratea extrae de los sucesos revolucionarios el mayor caudal de ventajas convencido de que la intervención platense es una aventura impopular en Francia – denomínase así a todo acto de gobierno que no triunfa – la cual a sido promovida y sustentada por el gabinete de Londres y la resignada complicidad del Rey Burgués y Guizot. París ha sido arrastrada al conflicto por la política de intimidación del “Foreing Office” cometiendo lo que el lúcido Tomás Guido, confidente de San Martín, definiría desde la corte del emperador brasileño como “el extravío más insensato y la afrenta más necia a la voluntad de su rival”. Toda abdicación es gravosa, tanto más si resulta improductiva, como ésta realizada por Guizot, quien ha visto agitarse contra su política claudicante la bandera subversiva del nombre y la causa del general Rosas, junto con los símbolos de la revolución republicana.
La táctica de Sarratea consiste en explotar los sentimientos populares contra Londres y tratar de provocar una fisura en la coalición, a ejemplo de lo sucedido en Buenos Aires, donde se ha abrumado a la inversa a los negociadores ingleses con el espectáculo de los “execrables” designios de Francia, opuestos a las intenciones de su aliado, con la conciencia de que todo el integrante de una gavilla recela de los movimientos de su colega. El enviado argentino se pone de acuerdo con Manuel Moreno, ministro de la Confederación en Londres y hermano del prócer de Mayo, para encontrarse en Aquisgrán y preparar un plan conjunto de acción destinado a separar a los aliados. La técnica del “divide ut imperam” permite tanto que reine el fuerte como que pueda defenderse mejor el débil.
El clima era propicio y Sarratea, viejo y venerable artista de combinaciones insospechadas, resulta un experto en beber los vientos. El “acuerdo cordial” que regía las relaciones de Inglaterra y Francia había comenzado a resquebrajarse desde tiempo antes., cuando manifestaciones y actos internacionales de Guizot relativos a Italia, Polonia y Suiza empezaron a ilustrar la contramarcha de Francia hacia el autoritarismo y la represión política. Lamartine había declarado en el Parlamento que la nación se había hecho “gibelina en Roma, clerical en Berna, austríaca en el Piamonte y rusa en Cracovia, pero en ninguna parte francesa y, en todas, contrarrevolucionaria”. Los errores denunciados por la oposición no se enmendaban y sólo habrían de desaparecer con la destrucción del régimen.
La política interna tampoco contribuían a reforzar el fondo liberal del “acuerdo” Francois Guizot, más empeñado en perdurar en el poder que en hacer buen uso de él y más cuidadosote la paz de su administración que la del país, gobernaba mediante la corrupción, acaso porque, en su tiempo, tal como aseguró Macaulay del primer Walpole, no existiese otra manera de gobernar. Se sostenía merced al apoyo que alcanzaba en las cámaras, formadas por parlamentarios cuyas actas representaban un sistema de compromiso culpable entre el dinero y el gobierno. Los personajes activos y egoístas, intrigantes y serviles de Balzac, obsesionados por la sed de oro y el escalamiento de posiciones públicas personificaban los ideales de esa sociedad que prosperaba en un clima de vicios y abusos. Acaudalados comerciantes, financieros y ricos industriales, decidían en toda cuestión de índole nacional a través de sus personeros burocráticos. Los principios de la representación política estaban cercenados y los campeones del derecho – así se presentaban en el Río de la Plata – no reconocían libertad de reunión ni de asociación, ni siquiera opción al trabajo, a sus propios compatriotas. Como las manos de los Cresos no eran ociosas, solían a veces perder sentido del tacto y .aparecían sus dedos untuosos mezclados en clamorosos casos de cohecho, peculado y venalidad.
¿Qué sucedía mientras tanto en la otra orilla respecto de la política con Sudamérica? Henry Palmerston, un heredero de la vieja familia de los Temple, ocupaba ahora el gobierno. Sus sentimientos eran contrarios a Guizot y a la prosecución de la alianza. En marzo de 1846 había censurado acremente en la Cámara de lo Pares ante Robert Peel, presidente del consejo de ministros, la intervención en América, demostrando que los hechos de los marinos ingleses eran actos bélicos, aún cuando el gobierno se empeñase en demostrar lo contario. Había existido un bloqueo, desembarco de tropas y asalto de baterías, captura de buques de guerra y oferta de venta de dichas naves, tal como si se tratase de presas de guerra; la oposición gubernativa no podía imaginar por cuales razones toda esta virulencia y actividad combativa debía interpretarse solamente como un experimento de persuasión diplomática.
A dicha interpelación había respondido Peel candorosamente que no existía guerra, por cuanto no se la había declarado, y que las naves debieron venderse por no existir personal apto para mantenerlas o cuidarlas; ninguna operación bélica había sido prevista, autorizada o aprobada por el gobierno de S.M., el cual confiaba galantemente en que los opositores no se asieran de esta oportunidad para provocar una discusión que “en la actualidad mucho lastimaría”.
John Russell, otro parlamentario, se sumó a los ataques de Palmerston, quién resultaba con este acto, sorpresivo amigo de un país que se oponía a la expansión imperial de la Corona, sin meditar aún en el proyecto que acariciaría con posterioridad, de despojar a dicha nación de la parte austral de su territorio, es decir, de la Patagonia. Sir John alegó que la venta de los barcos era una medida de guerra que no podía verificarse sin la previa reunión y autorización del consejo, noción elemental del derecho de naciones y medida administrativa que el presidente no podía menos que conocer y respetar. El primer ministro, acosado, optó por eludir la respuesta y formuló un elogio hacia la conducta de los soldados ingleses “cualesquiera hayan sido las instrucciones de su gobierno”, sin ver que no se trataba precisamente de los soldados, sino por el contrario, de las instrucciones y del gobierno.
Más tarde el diputado Cobden aportó leños a la hoguera y lo mismo hizo un sector de la prensa británica. El “Daily News” publicó un artículo importante sobre las negociaciones del Río de la Plata y la falsa política de Lord Aberdeen, origen del conflicto, a través del cual venía a luz todo el revés del tapiz diplomático. Manuel Moreno remitió el recorte a Arana recomendándolo por la justicia de sus ideas y la perfecta exactitud con que exponía la engañosa política de la intervención con el pretexto de la presunta garantía de independencia del Uruguay, por parte de Inglaterra y la menos presunta que se arrogaba, sin ningún derecho, Francia.
Desde que el “Morning Chronicle” donde se publicara una carta de San Martín sobre el conflicto, hacía más de dos años que no había aparecido en la prensa de Europa un artículo sobre nuestros problemas tan importante y oportuno que el que publicaba el “Daily” del 9 de agosto de 1849, por cuanto el medio usado por los agentes montevideanos en Londres para confundir la cuestión y desvirtuar los tratados propuestos, era el argumento de garantía de dicha independencia por los interventores y quedar la misma, sujeta a grave peligro. Aberdeen, al ver que el asunto no adelantaba, había pretendido dar marcha atrás con la misión Hood, pero luego, estimulado por la oposición a Palmerston e influido por los agentes orientales, pretendió desde las cámaras, dar a la intervención un peso que no podía tener en la balanza pública ni en los arreglos territoriales de Europa, tal como lo denunciaba, con precisión y firmeza, el “Daily News”.
En una palabra, el “acuerdo” incomodaba a Francia, tanto en su aspecto europeo como en la aparcería americana, y, en Inglaterra, desde Palmerston a un sector de la opinión pública y periodística, sin citar el comercio y las finanzas – los cariacontecidos accionistas del empréstito de los Baring –deseaban poner punto final al incidente. Una expedición “colonial”, equipada con los cañones y las banderas de Trafalgar, que no logra imponer la victoria después de tres años, compromete la política, el erario y el propio prestigio. Palmerston, sabiamente, ordenó la retirada y, un año más tarde, el 29 de noviembre de 1849 se firma la Convención Arana-Southern o Paz de Obligado que puso fin a la guerra.
El repliegue británico no alteraba, de cualquier modo, principios fundamentales de convivencia internacional o de política, por cuanto los motivos de la intervención no se relacionaban con la defensa de tratados y derechos humanos y, si, con algunas menudencias, como las que supo enumerar Guido en una carta que escribió a San Martín, desde Río de Janeiro, en 1846:
“La aduana de Montevideo. Las adquisiciones de una compañía inglesa. El tratado de comercio y navegación celebrado por Inglaterra con el gobiernillo de aquella plaza. El interés mercantil y político de aquella nación es que gobierne en la Banda Oriental una gavilla de hombres prostituidos miserablemente al extranjero. Si Oribe (presidente constitucional) triunfa, no será tan ancho el campo para los especuladores ingleses, ni habrá la docilidad de sus adversarios a la política de Inglaterra. Cualquier otro pretexto es historia de viejas, o, como decían nuestros padres, engañabobos…”.
Y como anticipándose a los argumentos de Sir Robert Peel en Londres y a los de sus prosélitos porteños del siglo XXI, embobados con los beneficios de una supuesta globalización, desautorizaba las intenciones pacíficas de “tales misioneros”, cuando encendían la guerra en la Banda Oriental, “cuando transportan expediciones militares a ocupar los puntos principales, cuando entran a sangre y fuego en nuestros ríos interiores, cuando se demuelen a cañonazos nuestras baterías y nos matan por cientos nuestros soldados y cuando saquean y queman nuestros buques neutrales y nacionales dentro de nuestros puertos; cuando se nos apresan y destruyen nuestras embarcaciones, cuando bloquean nuestras costas; por último, cuando habilitan al caudillo Rivera y le conducen de un punto al otro con una columna de extranjeros para invadir su propio país. ¿Si todo esto hacen en paz, qué se reservan estos caballeros para tiempos de guerra?"
Por lo visto, nada

sábado, 21 de septiembre de 2019

El Proyecto Colonial de Bartolomé Mitre

Por el Prof. Jbismarck
Durante la presidencia de Mitre se instalan las bases fundamentales del proyecto agroexportador:
a) Bancos: en 1862 se instala el Banco de Londres y Río de la Plata. También en 1862, la sucursal del Banco de Londres y Brasil. En 1863, se funda el Banco Británico de la América del Sud.
b) Ferrocarriles: en 1862, se inicia la construcción del F.0 del Sur. En 1863, del F.C. Argentino yen 1864, del Ferrocarril del Este. El Ferrocarril del Pacifico se aprueba bajo el gobierno de Sarmiento en 1872. La red de ferrocarriles en abanico, trazada por el capital inglés, se constituirá -como diría Scalabrini Ortiz- «en la telaraña metálica que aprisiona a la mosca de la República», sellando su destino agroexportador, con punta en el puerto de Buenos Aires. Es decir: una economía complementaria, subordinada, destinada a producir carnes y cereales baratos y a importar manufactura europea, especialmente inglesa; un país donde impere «el primitivismo agrario», sin industrias, sin hidroelectricidad, sin explotación minera, ni pesquera, circunscripto al litoral.
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El historiador inglés Ferns afirma: «... La presidencia del general Mitre fue la señal de una fundamental decisión política de toda la sociedad argentina. Una vez tomada la decisión política primaria a favor de la expansión económica y de la integración del país en la comunidad y los mercados internacionales, era posible la adopción de múltiples decisiones secundarias... La nueva época fue una época de inversión de capital y de libre comercio... y venía a responder a un ritmo acelerado de desarrollo que se estaba verificando al otro lado del Atlántico... La respuesta que recibió fue casi instantánea. Al cabo de tres años, hombres de negocios e ingenieros británicos habían establecido bancos y compañías ferroviarias y tranviarias en la Argentina...» 
En la Historia de la Academia, se reconoce que: «...Vélez Sársfield como ministro de Hacienda, enunció otros proyectos y la declaración terminante según la cual era necesario producir un cambio completo, acabar con el sistema protector de las leyes de nuestra aduana, acabar con las industrias preferidas, traer los capitales, sean de la naturaleza que fuesen, a iguales condiciones y a iguales contribuciones...»  
La consolidación de la oligarquía porteña y de su proyecto semicolonial se compaginó necesariamente con una política exterior, por sobre todo, antilatinoamericana, expresada en la guerra de la Triple Alianza que destruyó al Paraguay progresista de los López. Esta tendencia se manifiesta de manera permanente en el mitrismo.
En 1856 se firmó un tratado entre Chile, Perú y Ecuador, de sentido latinoamericano. Perú intenta después la posterior adhesión de otros países latinoamericanos. Entonces, el 22 de noviembre de 1862, Mitre y su canciller Elizalde manifiestan su rechazo a la idea: «... La Unión Americana con los propósitos y en la forma que se pretendía crear hasta entonces era imposible e inconveniente según el gobierno argentino...»  
Poco después al reunirse en Lima un congreso de países del Pacífico, Sarmiento concurre aceptando una invitación dirigida a asegurar la unión con Chile. Mitre lo desaprueba el 10 de diciembre de 1864. Allí dice Mitre que una de las bases fundamentales de la política argentina consiste en no tomar parte de un congreso Americano como el reunido en Lima... Hernández sostiene que Mitre y Elizalde rechazan la invitación al tratado afirmando «... que la República Argentina está identificada con la Europa hasta lo más que es posible...» y que «... la América independiente no puede nunca formar una sola entidad política...»  Así, mientras nos liga económicamente, como apéndice, al Imperio Británico, la clase dominante se vuelve hacia Europa, rechazando la bandera de la Unión Americana levantada por Felipe Varela. 

jueves, 19 de septiembre de 2019

Tupac-Amaru.

Por el Prof. Jbismarck
Era cacique por derecho hereditario de Tinta (Bajo Perú) y rico propietario. Había recibido buena instrucción en su villa natal, completada por los jesuitas en el Colegio de Cuzco. Dedicado al negocio de las arrias, había recorrido el Bajo y el Alto Perú, logrando fortuna y amigos. Vivía, al decir de sus historiadores, como un príncipe, rodeado de servidores y un capellán a su servicio. Vestía lujosamente, a la española: terciopelo negro, medias de seda, hebillas de oro, camisa bordada, chaleco de tisú de oro, sombrero de castor; sobre el traje llevaba bordados de oro, insignia de su condición caciquil.  Su rebeldía fue súbita. Una noche —el 4 de septiembre de 1780— encuentra en una fiesta de cumpleaños del rey al corregidor de Tinta, Antonio Arriaga, con quien discute por la represión de Cochabamba y cobro de los “repartimientos”. Tupac-Amaru lo espera a la salida con sus parciales, lo apresa y hace escribir una carta a su cajero pidiendo dinero que  distribuye a los indios. Sin misericordia ahorca al infeliz en la plaza de Tungasuca. 
Al grito de Tinta responden los pueblos cercanos del Bajo Perú. José Gabriel no puede controlar el movimiento que se extiende al Cuzco. Cada “corregimiento” lo interpreta a su manera: en San Pedro de Bella Vista los indios pasan a degüello a los blancos, hombres, mujeres y niños; en Calca agregan a los mestizos. El grito, que había sido la rebelión contra los malos administradores, toma tonalidades raciales. Se habla del Inca redivivo. 
Aquello es desordenado y absurdo, y Tupac-Amaru ve cómo los excesos van a desvirtuar su pronunciamiento y llevarlo a una derrota segura. El 15 de noviembre quiere poner orden asumiendo la jefatura. Dará satisfacción a los suyos proclamándose Rey Inca. 
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Un ejército de quince mil hombres sale de Lima al mando de Gaspar de Avilés (luego virrey en Buenos Aires y Perú). El Inca ordena el ataque a Cuzco, perola acción es apresurada, y aunque cuenta más hombres, no tienen éstos el armamento ni la instrucción suficiente: se estrella contra las fortificaciones y artillería de la ciudad, y debe retirarse en desastre. Se entrega en Tinta a Areche, escribiéndole el 5 de marzo: le dice que ha obrado “en alivio de los pobres provincianos, españoles e indios, buscando el sosiego de este reino, el adelantamiento de los reales tributos y que no tenga en ningún momento opción de entregarse a otras naciones infieles”; espera se modifique el régimen tributario, y se ofrece como único responsable de la rebelión: “Aquí estoy para que me castiguen solo, al fin de que otros queden con vida y yo solo con el castigo”.
El visitador le pregunta el nombre de los demás conspiradores. Contesta con gallardía: “Nosotros somos los únicos conspiradores; Vuestra Merced por haber agobiado al país con exacciones insoportables, y yo por haber querido libertar al pueblo de semejante tiranía”.
El 15 de marzo el visitador dicta sentencia. No se limita a la pena de muerte por degüello, con espada, como hubiera correspondido a un noble; ni la reduce al jefe que se ha declarado único responsable. Areche es absurdamente  cruel: a Tupac-Amaru le arrancarán la lengua “por los vituperios contra los ministros del Rey”, después será atado vivo por cada pie y mano a cuatro potros que tirarán en opuestas direcciones hasta despedazarlo; sus miembros serán exhibidos en la picota de los pueblos rebelados. A su mujer, Micaela Bastida, también le arrancarían la lengua, dándole garrote vil a ella y a la cacica de Acós; seis compañeros serían ahorcados. Fernando, hijo del cacique, de doce año, debía contemplar la tortura del padre y permanecer el resto de la vida en presidio. Lo mismo, harán con los hermanos del cacique, a pesar de no haber tomado parte en la rebelión.
No pudo cumplirse la sentencia al pie de la letra; los potros no consiguieron despedazar a Tupac-Amaru, que debió ser decapitado; a Micaela Bastida no pudo cortársele la lengua, y fue al garrote con ella. Fernando morirá de privaciones en la prisión.
La rebelión se extiende al Alto Perú. Sucesos de Jujuy y La Rioja.
Al tiempo de capturarse al jefe, la rebelión se ha extendido al Alto Perú. En Oruro los criollos se han apoderado en ero del cabildo, unidos con los indios contra los españoles; pero las masacres del Bajo Perú contra los blancos, han hecho que el jefe de la rebelión, el criollo Jacinto Rodríguez, que al hacerse cargo del gobierno el 10 de febrero ha vestido ropas indias y reconocido a Tupac-Amaru como monarca, atemorizado se pase a los españoles y coopere en luchar contra los indios. 
El estado de conmoción del Alto Perú mueve al virrey Vértiz a mandar tropas de línea. No lo hace con las milicias porque tiene dudas de su fidelidad, como escribe José de Gálvez el 30-4-1781:
… en estos parajes reconozco, si no una adhesión a las turbulencias que hoy agitan al Perú, a lo menos una frialdad e indiferencia… (las milicias se muestran) disgustadas, y vacilante su obediencia por imitar a las gentes del Perú”. 
Tras las tremendas represiones, tanto Vértiz como el virrey del Perú obran con prudencia. Obtienen de Madrid la cesantía de Areche y que se deje sin efecto el alza de las alcabalas. “No era brillante ganancia —dice un comentarista— cobrar unos pesos más a cambio de tales revoluciones”.
La conmoción se tranquiliza y diluye. Los indios quedaron escarmentados, y no se moverían más. Pero los criollos, blancos y mestizos, añorarán el breve y turbulento gobierno del Rey Inca que no pudo estabilizarse por el desenfreno popular y el cariz racial; treinta y cinco años más tarde —en el Congreso de Tucumán de 1816— Belgrano con el apoyo de los diputados altoperuanos propondría la coronación con Rey Inca al hermano de Tupac-Amaru, que envejecido y enfermo permanecía prisionero en las casamatas de Cádiz. 

jueves, 12 de septiembre de 2019

Rosas, el nacionalista


Por Julio Irazusta (1977)
Hace cien años moría en Southampton, Inglaterra, don Juan Manuel de Rosas, derrocado un cuarto de siglo antes, luego de una larga dictadura, más corta sin embargo que su prolongado destierro en el extranjero. Este primer hecho que salta a la vista, en el momento de recordar un centenario que sin duda será tan controvertido como con todo lo que se refiere al personaje, es un primer indicio acerca del hombre. Raros son los gobernantes despuestos del más alto rango temporal que hayan solvevivido tan largo tiempo a la pérdida del poder, con sus tremendas dificultades y sus indudables granjerías. Entre sus contemporáneos, Luis Felipe —su adversario— y Napoleón III —su imitador— no soportaron más de dos años la pérdida de sus coronas. Cierto, ambos murieron septuagenarios, y alguno de los dos, como Napoleón el Pequeño, bastante enfermo desde antes de su caída. Pero el gran Napoleón cayó joven, a los 46 años; y si tuvo desde temprano una enfermedad al hígado, mucho más grave fue la repugnancia por la especie humana que le causaron dos abdicaciones. ¡Qué diferencia con la actitud de Rosas en circunstancias similares! En vez del odio y la execración a sus vencedores, a sus parientes, a sus más fieles seguidores y al mundo entero, demostró una benevolencia pocas veces vista en un vencido, respecto de quienes le habían sucedido en el poder. 
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Constante preocupación por la suerte de la humanidad, por la necesidad de organizar una sociedad de naciones. Utopía. Sin duda. Pero cuán superior esa actitud a la del gran corso, dedicado exclusivamente, durante los seis años de prisión en Santa Elena, a transformar el sentido de su experiencia, a sublimar su figura de Dios de la guerra en el arcángel de la paz, a persuadir —como lo pudo— que el mayor déspota de todos los tiempos merecía ser el paradigma de la libertad. Pero en esta oportunidad, más que esos fuegos turnantes de la opinión acerca de los personajes históricos, nos interesa apreciar la obra positiva del que nos ocupa en este momento. Ella fue, según consenso casi universal de panegiristas y detractores, la unidad del país
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Tal resultado pudo ser el fruto de la resistencia obstinada opuesta a las agresiones externas e internas —por lo general combinadas unas con otras—, por un hombre dotado del más elemental sentido de responsabilidad para conservar intacta la carga que un pueblo le había confiado. Pero en Rosas hubo algo más que ese empirismo del gobernante más mediocre. Desde muy temprano, al verse enredado en los compromisos de la política, mostró un sentido del Estado, rarísimo entre sus contemporáneos, y más aún en sus próximos y remotos sucesores. La carta del 10 de agosto de 1831 a Vicente González, sobre las facultades extraordinarias, revela neta superioridad, en la materia específica a que se refiere, sobre los pseudo intelectuales de la época.  Pero más valioso que eso fue la temprana comprensión de los intereses fundamentales de la nación en el concierto del mundo. En el arreo de las vacas a Santa Fe para compensar a la provincia hermana las pérdidas que le habían ocasionado los atracos de los directoriales, el joven Rosas asiste a las                   negociaciones de Estanislao López con los representantes del Cabildo de Montevideo, que pedían ayuda argentina para sacudirse el yugo portugués. Su comprensión del problema es inmediata. Desde entonces se ocupa en preparar la liberación de la Banda Oriental, ayudando a los patriotas uruguayos que, pese a las negativas de los rivadavianos y a las vacilaciones del caudillo santafesino, preparan la insurrección que había de estallar triunfante en 1825 con los famosos 33 Orientales.   No se ha investigado debidamente cómo encaraba la clase dirigente rioplatense, que había tenido fija la mirada en la frontera del Atlántico, que había recuperado varias veces la Colonia del Sacramento —para perderla otras tantas por culpa de la Corona—, que arrancó a ésta la fundación del virreinato, las renuncias de los porteños netos a los territorios de las provincias que no se les sometían incondicionalmente. Pero es de suponer que no toda esa clase que había acaudillado la revolución por el gobierno propio y la independencia estaba conforme con_ las desmembraciones territoriales. La abdicación ante Bolívar en el Alto Perú después de Ayacucho había dejado estupefacto al propio Libertador del Norte. La renuncia a la Banda Oriental amenazaba repetir los garrafales errores de los comisionados Alvear y Díaz Vélez en el Altiplano. Las voluntades particulares, en el caso de los 33 Orientales, se impusieron a la apatía de los poderes públicos y provocaron la guerra con el Brasil, que por lo menos evitó la incorporación de lo que los portugueses llamaban provincia cisplatina al flamante imperio fundado en Río de Janeiro. La amistad que Rosas trabó con Lavalleja desde aquella época fue entrañable, y no habrá ejercido poca influencia en la que luego de varias dificultades había de ligarlo con Manuel Oribe. Aunque en ninguno de los dos casos, el caudillo porteño dejó que sus sentimientos personales se sobrepusieran a las exigencias de sus deberes públicos. En los conflictos iniciales del Estado oriental, no influyó a favor de don Juan Antonio en contra de Rivera. Al producirse la ruptura entre Rivera y Oribe en 1837 tampoco se dejó guiar por sus inclinaciones personales en favor de uno u otro de los dos rivales. Pero al intervenir Francia en el Uruguay, para asegurarse una base contra Rosas en su conflicto de 1838, el encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina reconoció a Oribe, derrocado por los marinos galos, como presidente legal del Uruguay. No sólo por el atentado a la justicia internacional sino además —como lo dijo en su declaración oficial— porque dicho atentado afectaba la soberanía argentina. Sobrevino la guerra grande del Plata, provocada por el extranjero; los partidos  los partidos internos de ambos estados del Plata se volvieron internacionales. Y derrotados los unitarios en nuestro país, la guerra va a pasar al Uruguay. Se interponen esta vez, no únicamente los franceses, sino también los ingleses. La reacción de la fuerza argentina no era consentida por las potencias marítimas europeas. Rosas hace caso omiso de la intimación que le formulan los agentes anglofranceses. Y el conflicto se encamina a la intervención anglo-francesa conjunta contra la República Argentina. Esa intervención no había sido resistida por ningún Estado. en ninguna parte del mundo. Ocurrió aquí lo único, lo insólito. Las fuerzas anglo-francesas que se repartieron el globo en el siglo XIX, y crearon dos de los mayores imperios conocidos, fracasaron ante Rosas.  Vencedores argentinos y orientales en Arroyo Grande, en 1842, pasaron al Uruguay, contra la voluntad europea; y desde entonces Oribe se reinstaló en su presidencia legal, al frente del ejército oriental, auxiliado por 10 mil soldados argentinos.
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Imposible seguir en poco espacio las interminables negociaciones de los Estados rio-platenses con los poderes europeos, y el afán de éstos porque dichos auxiliares argentina; se retirasen de la Banda Oriental. Nada lograron, hasta el pronunciamiento de Urquiza.  Sin duda, la agresión exterior es el mejor aglutinante para un país en trance de unificación nacional. Pero Rosas agregó a ese factor que debió enfrentar, luego de hacer lo imposible por evitarlo, una habilidad política que ya había mostrado desde el comienzo de su carrera en el manejo del partido que le tocó acaudillar, y de la empresa que le permitió crear la Confederación Argentina. La recomposición del poder central, por medio de precedentes consentidos por las provincias, es una obra maestra práctica. La letra de los decretos por los cuales recreó las facultades de un Poder Ejecutivo nacional, deshecho en la guerra civil, se puede rastrear en la constitución de 1853. Algunos de sus detractores suponen que debió vivir sus últimos años atormentado por los remordimientos que debieron causarle las tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque olvidan que ellas le fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus contemporáneos, como Cavour o Bismarck, se hallaron en casos peores: el primero no tuvo tiempo de sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito, pero estuvo a punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase la guerra; el segundo, sí —según su propio testimonio—, pues perdía el sueño al recordar que con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles de jóvenes a la muerte. Su tranquilidad de espíritu en la vejez queda explicada en la entrevista con los Quesada, padre e hijo, en 1873. Esa visión de sí mismo, como un condenado a galeras, que el anciano Dictador les dio a los dos porteños adversarios suyos, será siempre aceptable para todo investigador que haya compulsado en los repositorios documentales del país la masa de papeles manuscritos que Rosas dejó en los archivos públicos, como prueba de que ningún otro primer mandatario dedicó tanto de su tiempo como él al examen de los asuntos que le tocó dirigir. El Estado argentino está aún en deuda con el gobernante que desarrolló esa extraordinaria labor. La derogación de la ley que lo había condenado como traidor y ladrón, no basta. Todavía no se ha producido un hecho equivalente al que produjo Luis XVIII a poco de restaurarse en el trono, cuando ordenó a uno de sus ministros, el señor De Serre, declarar en el Parlamento que la convención que había decretado la muerte de su hermano había salvado a la nación en Valmy.  El combate de Obligado y el rechazo de la intervención anglo-francesa conjunta no desmerecen en nada, en comparación con aquel hecho que Goethe dijo trascendente en la historia universal, la noche en que ocurrió. Ningún otro país del mundo aceptó con éxito semejante desafío. El país ganaría mucho agredeciéndoselo a quien tuvo la osadía de tomar aquella decisión. ¿Podría volver a encontrar el camino de las grandes empresas, que no se halla tanto en lo material como en lo espiritual y, en política, en la voluntad esclarecida? Cuando en 1916 Zeballos dijo en el Congreso que al resistir la intervención anglo-francesa toda la fuerza del país residía en la voluntad, no ignoraba la fuerza argentina de entonces. Quiso decir que la mayor fuerza mundial, mal manejada, nada significa, pero que, en cambio, bien manejada, puede aspirar a lo más alto.

sábado, 7 de septiembre de 2019

El rencor unitario

Por Julio Irazusta   
Las MEMORIAS de Paz es uno de los libros más atrayentes de la Historiografía nacional. Está admirablemente escrito, pese a ligeros defectos de forma, muy explicables en quien no aspiraba a ser considerado experto en el oficio de literato, y sin duda no lo redactó pensando en la posteridad, sino en restablecer verdades que creyó desfiguradas por otros. Nadie escribió con más espontaneidad ni con menos preocupación por el estilo. De haber tenido conciencia de las dotes que tenía para la tarea que emprendió en sus MEMORIAS, y  sospechado que el éxito le daría la fama que alcanzó su libro, no es improbable que antes de escribirlas habría producido algún trabajo notable sobre la cosa pública, en una época en que tantos incapaces se creían autorizados a fatigar las prensas con sus inepcias. 
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Pese a dicha espontaneidad, o tal vez a causa de ella, y sobre todo al inmenso talento que reveló el libro, sumado a la cultura recibida en los institutos educacionales de Córdoba, las MEMORIAS son de un interés prodigioso. Es sabido que Paz fue sorprendido por el 25 de Mayo cuando estudiaba para recibirse de doctor, y que su carrera militar debióse a la circunstancia histórica: la movilización general decretada por la Primera junta, y la reiterada insistencia de Pueyrredón  —enviado por el nuevo gobierno a la capital del interior, como el hombre de encargo para neutralizar la influencia de Liniers— en que abandonara los estudios civiles por la milicia; para que, cambiara la instituta por la espada. Ciudadano hasta la medula, nada de lo que vio en las variadas regiones adonde lo llevaron las necesidades del servicio, según las vicisitudes de la guerra, escapó a su aguda observación. Al punto de que sus observaciones parecen las de un campesino, cuando se refiere a las cosas de la campaña. Lo mismo ocurre cuando habla de la alta sociedad que agasajó a los vencedores, cuando lo fueron; y en muchos casos, aun después. Una de las observaciones más agudas formuladas en las MEMORIAS del general Paz es la que atribuye el desapego permanente del Alto Perú hacia la metrópoli que era capital de una gran parte de su país, al jacobinismo de Castelli, con sus aires de convencional en misión, quien miraba impasible a sus oficiales enlazar de los frentes de los templos, para arrastrarlas por las calles de la ciudad que atravesaban, las imágenes religiosas, en un estúpido despliegue de extemporáneo anticlericalismo. Otro pasaje de las MEMORIAS, aporte fundamental como el anterior a la hermenéutica de los sucesos, es lo que refiere sobre los prolegómenos de la revolución de diciembre de 1828: la injustificada jactancia de Lavalle, diciéndole a su colega cordobés en la Banda Oriental: "Con un escuadrón de coraceros, meteré a los caudillos en un zapato, y los taparé con otro". El autor del libro que comentamos dice no haber compartido tan descabellada ilusión. Y le podemos creer, puesto que él, con su soberana libertad de juicio, pese a su admiración por Belgrano y por todos los patriotas que habían contribuido a darnos primero libertad o gobierno propio, y luego una patria, no dejó de ver sus errores. Y había compartido el descontento de la oficialidad joven que se sublevó en Arequito en 1820, al ver que los dirigentes nacionales desguarnecían las fronteras del norte para meter a las fuerzas armadas en la guerra civil. Movimiento parecido al de San Martín en su famosa desobediencia. Para terminar, me permito citar una página que escribí sobre el general hace varias décadas: "Joven de veinte años al dejar sus estudios universitarios y tomar las armas en 1810, Paz fue contemporáneo de los hombres de la independencia y de las 'guerras civiles. Su inteligencia superior hace sumamente valioso el testimonio que nos da su libro sobre dos épocas decisivas de nuestra historia.
El mérito artístico de su narración nos apasiona por los hechos del pasado, los revive en nosotros. Su ecuanimidad nos ofrece un hilo conductor para el laberinto de natural complicación. La narración es en las MEMORIAS amenísima. Se las lee como una novela. El escritor elige bien los detalles, reparte equitativamente el espacio entre los mayores, los medianos y los menores, y a todos los sitúa diestramente en la amplia perspectiva de reflexiones generales, pasando siempre a tiempo de la representación concreta de los hechos a su interpretación causal, y de ésta a aquélla, sin jamás perder el hilo de la narración. Las MEMORIAS es uno de los libros más desprovistos de egotismo con que cuenta el género, egotista por excelencia. 
El autor apenas da noticias sobre su familia, su formación, sus gustos. Y los datos personales que no podían menos que aparecer en el libro no están destinados a explicar a Paz en cuanto tal, como personalidad de excepción, sino para explicar  a Paz en cuanto protagonista de los sucesos que narra. Lo autobiográfico en las MEMORIAS es hermenéutica antes que panegírico". 
Fue irreparable desgracia para su carrera, y para el porvenir nacional, que su participación en Arequito sellara su destino.  Los directoriales, y sus herederos los unitarios, jamás se lo perdonaron. Habiéndose iniciado políticamente con los futuros caudillos, no supo perseverar en esa actitud. Los unitarios los arrastraron a la aventura de diciembre en 1828. Pero cuando Rosas, después de haber pensado que habría sido necesario ejecutarlo en 1831, y de tenerlo cinco años en la cárcel, lo dejó en libertad, lo incorporó a la plana mayor del Ejército, y después de su fuga, le mandó ofrecer una embajada cuando ya estaba refugiado en Montevideo; no supo aprovechar el momento estelar que se le ofrecía. Su alta estrategia, sumada a la política de Rosas, habría cambiado el destino de la nación. Tal vez Dios no lo quiso. Nosotros pagamos las consecuencias.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

El Senador "Martín Fierro"; a 185 años de su nacimiento.

Por Julio R. Otaño
En un proceso histórico juegan tanto las ideas, como los hombres que las encarnan, como los intereses que los mueven, y todos ellos son abrazados como por círculos concéntricos por un tiempo y un lugar dados. Si no se lo ve en esa integridad, en esta complejidad, el fenómeno histórico se escamotea o se estereotipa. Es claro que si uno atiende a ciertos personajes típicos, un Bartolomé Mi­tre o un Facundo Quiroga por ejemplo, puede encontrar entre ellos tan marcadas diferencias de concepción del país y del mundo que le permitan sostener válidamente la existencia de dos líneas enfrentadas en la historia­argentina.  Pero otros hombres son más complejos, más atípicos, más incoherentes con sus ideas o menos conse­cuentes con sus intereses. Por eso el afán esquematizan­te pasado como un brasero no deja sino una historia tan simplificada, tan elemental e ingenua, que no puede ser cierta.
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Esto es lo que ha pasado, en buena medida, con el caso de José Hernández.
Hay quienes leyendo alguno de sus escritos lo han visto como el abanderado del federalismo a ultranza (Manuel Gálvez, de Paoli y quienes lo siguen), mientras que otros utilizando artículos periodísticos distintos, lo juzgan como un progresista alberdiano-liberal (Beatriz Bosch, Pagés Larraya, etcétera). Y aún existe un criterio más o menos ecléctico, de situarlo como un federal tibio, re­formista (Martínez Estrada). Es claro que si solo se atiende a lo que Hernández expuso en sus artículos del "Eco de Corrientes" ("Candidaturas"), de "La Capi­tal" ("De mal en peor"), de "El Argentino" ("Biografía de Peñaloza"), o de "La Libertad" ("¿Por qué mataron Sr. Sarmiento?"), uno se enfrenta a un Hernández ene­migo decidido de la persona y de la política de Sarmiento. Lo mismo puede verificarse con respecto a Mitre (ver: artículo "La Oligarquía" de "El Río de la Plata o los artícu­los de "El Río de la Plata" que transcribe Pagés Larraya, o la mayoría de sus discursos legislativos del 80 (recopi­lados en La Actuación Parlamentaria) en especial el famoso sobre la "Capitalización de Buenos Aires", uno tiene que llegar a la conclusión opuesta. Si a su vez se admite que colaboró en "La Reforma Pacífica", o se leen los suel­tos de "El Río de la Plata" dedicados a simples cuestiones de administración provincial, la idea a formarse resulta la del eclecticismo político.  
¿Pero qué pasa si se leen todos esos escritos?
Lo mismo sucede con las obras mayores. La sola lectura de La vida del Chacho (en particular el capítulo de "La política del puñal"), unida a la del Gaucho Martín Fierro, nos deja la convicción de estar ante un Hernán­dez federal entero y de una sola pieza. Pero quienes glo­san la Instrucción del Estanciero o La vuelta de Martín Fierro, tienen derecho a sostener todo lo contrario.
Entonces tiene que preguntarse el historiador: ¿Es imposible establecer la filiación política de nuestro per­sonaje? El remedio aparente se presenta declarando en forma lisa y llana que existe una variación —defección o traición si se quiere— dentro de los ideales políticos sustentados por Hernández.
En cierta medida esta es la conclusión lógica a la que arriban Martínez Estrada y Fermín Chávez. Martínez Estrada, en su gran estudio se aproximó al problema. "vo­cación política activa", como homo políticus específico.
Es decir, que ubicamos a Hernández dentro de aquella cate­goría de los apasionados por la política, de los mordidos por el virus de la cosa pública.
Por eso también cuando se menciona el habitual curriculum, con las expresiones: "periodista, legislador, convencional, taquígrafo, etcétera" y se incluye al pasar "político", se escamotea la médula del asunto. Hernández fue todo aquello y mucho más, pero su definición —exceptuando la de "Poeta"— es una sola: Político.
Y orientó su invicta pluma poética —que antes había sido acerada arma de combate— hacia la de­fensa del sistema de opresión del gaucho, en La Vuelta de Martín Fierro. Como lo ha dicho de manera incom­parable Martínez Estrada: "En la primera parte Hernán­dez era Martín Fierro, en la segunda Martín Fierro es Hernández".
Adolfo Alsina, conciliador, brindando el puente necesario para que el proceso no se fracture.
Lo que se fractura definitivamente, y queda arrum­bado en el desván de los trastos viejos es la Argentina anterior: la Argentina patriarcal, guerrera, rural, sin  alambrados, confesional, latina, hispana, mediterránea, autárquica; "gaucha", en la palabra-síntesis en la que vienen a coincidir sus amigos y enemigos.
Su última posibilidad de sobrevivir se desvaneció en Ñaembé, el 26 de enero de 1871 (aunque luego agonice en Don Gonzalo y Alcaracito). Es notable cómo el sistema de medición por décadas, utilizado arbitrariamente por la pedagogía histórica, En 1851, el pronunciamiento de Urquiza, en 1861, Pavón; en 1871 Ñaembé, en 1881 Roca en la Presidencia de la República, treinta años se ha dado vuelta como a un guante
Pero en el momento en que la Argentina criolla muere enciende en su apoteosis el más maravilloso poema hayan producido los argentinos: El Gaucho Martín Fierro.  
En la tarde del 22 de enero de 1853 el niño inglés William Henry Hudson presintió pasar los restos de una tropa derrotada, "dispersados hacia el sur como flor de cardo que se lleva el viento". Eran los hombres de don Pedro Rosas y Belgrano, que vencidos en el "Rincón de San Gregorio", se desbandaban para evitar la muerte que venía montada en los caballos de sus perseguidores.
Tenían buen motivo para apurar a sus cansadas ca­balgaduras. Allí, sobre la orilla izquierda del Salado en la estancia de Miguens, habían quedado los infantes, el parque y la artillería apresados por el ejército federal de Lagos, al mando de su jefe de estado mayor, general Gre­gorio Paz.  El 15 de diciembre de 1852 el ex juez de paz de Azul y fuerte hacendado sureño, hijo natural de Manuel Bel­grano y adoptivo de Juan Manuel de Rosas, en cumpli­miento de instrucciones del gobierno secesionista de Pinto del comandante del departamento, Rosas y Belgrano consiguió totalizar unos 2.300 hombres de las tres ar­mas, tropa bisoña en su mayor parte, que reforzó con 300 lanceros indígenas colocados a sus órdenes por el cacique Catriel  se aven­turaron no obstante a cruzar el Salado, que venía muy crecido, y allí fueron envueltos por las veteranas tropas de Gregorio Paz, quien les infligió la aniquiladora derro­ta de San Gregorio.
El autor de esos recuerdos era entonces un mozo de 18 años, a quien —de grado o por fuerza— se había incorporado a la milicia, e iba entre los que a uña de caballo escapaban de la persecución.
Aunque la vida de José Hernández —puesto que él era el joven miliciano— ha sido exhaustivamente estu­diada, con prolijos y cada vez más menudos detalles, nos­otros tenemos que proporcionar al lector una rápida sem­blanza biográfica. Como ya su hermano Rafael en el libro Pehuajó, dio los datos más trascendentes de su vida, sólo insistiremos en los aspectos que más interesan a nuestro asunto.
José Rafael Hernández Pueyrredón había nacido el 10 de noviembre de 1834, en la chacra de Perdriel, partido de San Isidro, luego de San Martín, Provincia de Buenos Aires, propiedad de los esposos Mariano y Victoria Pueyrredón.  Sus padres eran Pedro Rafael Hernández e Isabel Pueyrredón; sus abuelos paternos, José Gregorio Hernández Plata y María Antonia Venancia de los Sanios, y sus abuelos maternos, Teniente Coronel José Cipriano Pueyrredón y Manuela Caamuño. Fue bautizado el 27 de julio de 1835 en la Iglesia de la Merced de Buenos Aires y habían sido sus padrinos el abuelo Hernández Plata y la propia Virgen, tomada a ese efecto por el sacerdote. Entre sus familiares más conocidos se contaban sus tíos paternos, los coroneles Eugenio y Juan José Hernández (héroe de Ituzaingó, miembro del estado mayor de la Campaña del Desierto y muerto en combate en las filas rosistas en Caseros), y el materno, coronel de la guerra de la Independencia, Manuel Alejandro Pueyrredón. El después famoso pintor Prilidiano Pueyrredón, es su primo por vía materna y a esa misma familia pertenece su más conspicuo pariente, su tío abuelo el ex Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el Brigadier Juan Martín de Pueyrredón.
Como sus padres trabajaban en el campo, él ha vivido hasta 1840 con su tía Victoria (apodada "Mamá Totó"), año en que los Pueyrredón, tenidos por unitarios, se exi­lian y lo dejan en la casa de su abuelo y padrino en Ba­rracas. Desde allí concurrirá al Liceo Argentino de San Telmo, que dirige Pedro Sánchez, hasta que en 1846 (ya fallecida su madre el 11 de julio de 1843), el padre se lo lleve a las estancias del sur, donde se desempeña como ca­pataz de Juan Manuel de Rosas.  En la ciudad quedará su único hermano varón, Rafael Hernández, nacido el 1 de diciembre de 1840, y en la es­tancia "La Primavera", de Baradero, su hermana mayor Magdalena, casada con Gregorio Castro.
"Allá en Camarones y en Laguna de los Padres se hizo gaucho, aprendió a jinetear, tomó parte en varios entre­veros, rechazando malones de los indios pampas y pre­senció aquellos grandes trabajos que su padre ejecutaba y de que hoy no se tiene idea. Esta es la base de los pro­fundos conocimientos de la vida gaucha y amor al paisano que desplegó en todos sus actos".
De tales ocupaciones lo sacaron las convulsiones de la Provincia después de Caseros. Así se incorporó a las tro­pas de Rosas y Belgrano, y luego en busca de la revancha, el 8 de noviembre de ese mismo año entrará en un nuevo entrevero bélico. Ese día las tropas del general Manuel Hornos, la más prestigiosa espada del septembrismo, de­rrotan en "El Tala" a las partidas de federales porteños que manda el coronel Gerónimo Costa y que han invadido a la Provincia bajo el mando del ahora exiliado coronel Hilario Lagos, buscando cambiar la situación. Hernández ha entrado en batalla formando en el primer escuadrón de la caballería liberal a las órdenes del famoso rengo Sotelo.
¿Existe alguna razón política para explicar ese doble bautismo de fuego en las filas liberales?
Pagés Larraya cree que sí y lo atribuye a la suerte corrida por la familia Pueyrredón durante la dictadura de Rosas, lo que explica "por qué en 1853, a los 19 años, Her­nández tomó las armas contra las fuerzas de Hilario La­gos, que estaban integradas por fieles del rosismo. Pero se olvida que el padre del joven miliciano era un hombre de confianza, capataz y adicto fervoroso de don Juan Manuel; que "Isabel Pueyrredón simpatizaba con la causa de los federales, circunstancia que ahondó la divergencia con sus parientes"; que la misma "mamá Totó vuelve en 1849, viuda, se supone que al amparo de la amnistía que se concede al general Puey­rredón"; que él ha recibido con profunda aflicción la noticia de la muerte de su tío, el coronel Juan José Hernández, y que los niños Hernández han recibido educación federal.
La época es confusa para muchos de sus actores y Her­nández, por otra parte, no ha comenzado a formarse polí­ticamente y tomar posición". La edad del personaje avala este juicio, y quizás se podría añadir algo que no tiene nada que ver con la "ideología" del futuro poeta: son los probables lazos amistosos que lo ligan con Don Pedro Rosas y Belgrano, quien ha convocado al paisa­naje sureño más que contra Lagos, contra Urquiza, que lo auxilia. Cuando el caudillo del sur advierta la mendacidad de la argumentación con que Lorenzo Torres lo ha inducido a la empresa y queden en claro los verdaderos objetivos de la Revolución del Once, se pasará al bando de Urquiza e intervendrá en las sucesivas campañas contra Buenos Aires. Para entonces también Hernández habrá cambiado de colores.
Pero inmediatamente después de "El Tala" seguirá en el ejército porteño con el grado de capitán ayudante (teniente).  En 1857 muere su padre, fulminado por un rayo, en medio del campo. Y se cree que él participa en la guerra de fortines contra los indios y que se retira del ejército por causa de cierto duelo que tiene en 1857. Mientras tanto, su opinión políti­ca ha cambiado. No se ha vuelto precisamente urquicista, pero simpatiza con el partido, en cierto modo interme­dio, entre el Federal y el Liberal, llamado 'reformismo'... Este cambio de opinión del joven Hernández es perfecta­mente lógico. El amigo de los gauchos, el criollo de ley, tiene que estar en contra de los gobernantes liberales, que persiguen a los gauchos y que han hecho que la vida tran­quila en la campaña sea imposible. Ya no hay trabajo para el paisano. Los malones de los indios se suceden con frecuencia. Las estancias están arrasadas y uno de los perjudicados fue el padre del joven Hernández, quien, al morir, sentíase derrotado y desesperado.
Aún se podría agregar otra causa de orden psico­lógico a las ya apuntadas para explicar su cambio político. Es la que trae Pedro De Paoli: luego del combate de Villamayor se ha producido el fusilamiento de sus jefes y el día 4 de febrero de 1856 Hernández se encuentra con el ca­dáver del general Gerónimo Costa que es llevado en una volanta por su amiga y pariente, doña Mercedes Rosas de Rivera, hermana del Restaurador. Hernández colabora en obtener la autorización del gobierno para poder dar cris­tiana sepultura a los restos del héroe de Martín García y solo, junto a su amiga, acompaña hasta el cementerio los despojos mortales. Tal encuentro habría producido en su ánimo un shock que lo impulsó inmediatamente a afiliarse al partido "chupandino". El mismo Rafael Hernández nos mostrará qué pasó después. En el aludido discurso del Senado (del 17-XII-91), destaca Rafael el luctuoso hecho de Villamayor y añade: "A consecuencia de aquel hecho nefando, ocurrieron nue­vas revoluciones en la provincia de Buenos Aires. Se ha­llaba siempre revolucionada porque las proscripciones no nos dejaron vivir un momento y tuvimos que emigrar mi­llares de porteños para peregrinar veinticinco años fuera de nuestro país.  Concluyamos el itinerario de la mano del biógrafo fraterno. En la sesión del 26 de setiembre de 1892 en el Senado provincial, Rafael retoma el tema y dice: "Así resulta que íbamos a la provincia de Entre Ríos, a donde emigramos como dos mil porteños el año 57, y durante el tiempo que allí permanecimos, los porteños éramos el ele­mento más repudiado. Eran recibidos los alemanes, los rusos, los turcos, los judíos, pero los porteños, no". E in­sistiendo en la suerte corrida agrega: Pues bien; en la provincia de Entre Ríos durante muchos años yo no he visto más que a un porteño desempeñar un puesto público, lira el doctor Victorica, que ocupaba el puesto de secreta­rio del general Urquiza, y hasta puede decirse que no era funcionario público. Pero fuera de esa excepción yo no he visto que se haya nombrado ni para alcalde a un por­teño ..
En Santa Fe.. . ¡ qué diré! Con referirles a los Menores senadores que reinaba este refrán: '¡Porteño y víbora de la cruz no se pueden dejar vivos!' ¡Por ahí pueden calcular cuál era nuestra situación.  Entre tantos porteños emigrados, Hernández se rodeó de los hermanos González del Solar, Andrés, Nicanor y Melitón, de Martínez Fontes y de su inseparable más que hermano, ahijado, Rafael.
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Instalado en la Capital de la Confederación, consigue trabajo, como tenedor de libros, en el negocio del comer­ciante catalán don Ramón Puig (suegro de Ricardo López Jordán). A poco, y de seguro por las relaciones de su tío el coronel Pueyrredón residente en Rosario, es nombrado como oficial segundo de la teneduría de libros de la Con­taduría Nacional (el 1-1-1859, D. en Registro Nacional, t. IV, p. 180). Y luego de rendir un examen ingresa como taquígrafo a la Cámara de Senadores.
Mientras tanto, los sucesos de San Juan han caldeado el ambiente y el ejército de la Confederación se apresta a lograr "la integridad nacional" en los campos de Cepeda. En la batalla —junto a Rafael y a Leandro Alem— participa José Hernández como capitán.
Al volver de la guerra se reincorpora a sus tareas del Senado y empieza a desempeñarse como secretario pri­vado del vicepresidente, general Juan Esteban Pedernera, después de la incomprensible para ellos, derrota de Pavón, no cruzan el Paraná, sino que siguen la lucha a las órdenes del Presidente Derqui y bajo el mando in­mediato del General Virasoro y del coronel Laprida. Así concurre al encuentro de Cañada de Gómez con las tropas de Venancio Flores. Hernández y su hermano se salvaron entonces de entrar en la extensa lista de degollados
En esos fines del año 61 retorna a Paraná, para prestar servicios junto al vicepresidente a cargo de la Presidencia. "Pedernera recuerda al joven taquígrafo. Designa a José Hernández secretario de la presidencia. Esa es una verdadera definición política que señala la gravitación de Hernández en las filas federales.    No puede lle­gar a creer que Urquiza traicione a las provincias y a sus amigos. Junto con su secretario Hernández planea una serie de medidas para bloquear la expansión de las fuer­zas porteñas.  Ahí concluye la Confederación. "Puede decirse. que en este año de 1862" —anota Gálvez— "comienza para J. Hernández otra época de su vida. Su trabajo es única­mente el periodismo. Ha perdido el puesto de taquígrafo porque el Congreso Nacional ya no existe; y el de secre­tario del Presidente porque Pedernera ha disuelto el Poder Ejecutivo de la Nación en diciembre del año pasado. Hernández es ahora, tal vez desde hace un tiempo, un federal ferviente. Redactará 'El Argentino', en cuyas columnas ataca con tremenda violencia a Mitre, Presiden­te de la República, y a Domingo Sarmiento, Gobernador de San Juan".
En realidad el federalismo de Hernández, como diría Martínez Estrada, está "censurado", sometido a la vigilante tutela de Urquiza.
Pero es cierto que su actividad principal es el perio­dismo. Cuando a fines de 1863, cierre "El Argentino", colaborará en "El Paraná". Este diario lo dirige Manuel Martínez Fontes, con quien tiene íntima amistad. Viven juntos en la misma casa  y se casan casi a un tiempo con las dos hermanas González del Solar, Teresa y Carolina.   De esta última hará Hernández "su novia, esposa y compañera, niña dulce y de singular belleza, con quien había contraído enlace en la Iglesia Catedral de Paraná, el 8 de junio de 1863.
Se instalan a vivir en la misma cuadra, acera opuesta, que los Martínez Fontes. Esta felicidad privada lo compensa de los infortunios públicos.  Él, es de todas maneras un hombre alegre; "chispeante, oportuno, rápido y original", cuyos "chistes epigramáticos" ponían "la nota! bulliciosa", con sus "ocurrencias felices y siempre criollas".  Por su tendencia a la conversación demasiado fluida y sonora, de seguro ampliada en la enorme caja de resonancia de su voluminoso tórax, recibir' el apodo de "Matraca" y el de "Pepe Lata" después.
Nacen también sus prime­ros hijos: Isabel (el 1S-V-64) y_Manuel Alejandro (el 6-XI-65).
Pero esa época se corresponde asimismo con circuns­tancias políticas nacionales de trascendencia: la resisten­cia del Chacho, la caída de Paysandú y la guerra del Pa­raguay. Por el primero Hernández publicará en "El Ar­gentino", los artículos que reúne bajo el título de Rasgos biográficos del General D. Ángel Vicente Peñaloza, que en el mismo año 1863 reeditará en forma de folleto. A fines del 64, Rafael se traslada a Paysandú, donde el jefe de la ciudad sitiada, Leandro Gómez, le otorga el grado de Ayudante. En la insostenible defensa cae herido en una pierna por una bala de cañón; pese a lo cual consigue evadir el sitio y llegar hasta la isla Ca­ridad, donde funciona un hospital de campaña. Ello permite a José Hernández y a Carlos Guido Spano atender a otros refugiados, hasta que en el mes de febrero de 1865 se embarcan rumbo a Paysandú, aban­donada ya por el enemigo. El estado de la pequeña ciudad es realmente deplorable y deprimente. Por todas partes hay pruebas de lo que ha sido el sitio y la invasión.. . Pocos días permanecen en Paysandú que abandonan des­pués en compañía de Guido Spano, dirigiéndose nuevamen­te a Paraná, donde tiene José su mujer y sus hijos" .
"Esta época" —asegura Leumann— "fue de lucha di­fícil y de grandes sufrimientos morales para José Her­nández. La miseria y las vicisitudes tormentosas le des­truyen la felicidad doméstica. Contempla con pesar los acontecimientos que llevan insensible y fatalmente a la guerra contra el Paraguay. Con su amigo Carlos Guido Spano consideró luego que la triple alianza favorecía sólo al partido colorado del general Flores y al Imperio". Indudablemente que ya se habría formado la opinión que luego virtió en las páginas de "El Río de la Plata", cuando atacó a esa guerra "única en los anales de Sudamérica" que "paseó por todas partes sus estandartes malditos, y las combinaciones clandestinas, y las suges­tiones diplomáticas (que), dieron origen a la funesta alianza de intereses repulsivos" (ER, ps. 96, 88).
Por eso quizás permanece en Paraná, sin intervenir en el conflicto. Viene después la etapa correntina en la vida de José Hernández. Desde febrero de 1867 a noviembre de 1868, con algunos pequeños intervalos permanece en Corrien­tes. Es el clan de Hernández el que se traslada a aquella ciudad. Primero va su cuñado Melitón, en su carácter de médico para atender una peste. Luego Nicanor González del Solar es designado Juez del Crimen, y después es José, quien el 7 de marzo es nombrado Fiscal General de Estado (interino), el que se traslada con su mujer, hijos (allí nacerá su hija Mercedes el 24-XI-67) y hermano. Evaristo López, que está falto de personal administrativo de con­fianza, se rodea de estos foráneos que le vienen recomen­dados por Urquiza. Hernández acepta también (el 31 de marzo) ser secretario de la Legislatura, pero en junio renuncia por incompatibilidad. En octubre pasa al Mi­nisterio de Hacienda. También tiene una cátedra de gra­mática en la Escuela de San Agustín.  En un vapor con el sugestivo nombre de "Río de la Plata", Hernández se aleja de la escena correntina hacia Buenos Aires. Con amargura en el alma cree que ha de­jado atrás para siempre a Urquiza y con él al litoral.
Al amparo de la amnistía, por el fin de la Presiden­cia Mitre, regresa a su familia y a su chacra de Perdriel.
Pero él no estaba hecho para la vida recoleta o para los simples gozos familiares. Enseguida entabla contacto con los amigos de la generación de Paysandú. "Hernán­dez, entusiasmado ya por la presencia de sus amigos y las perspectivas de librar nuevas batallas de la inteligen­cia en una ardorosa lucha de cerebros, lanza la iniciativa de editar un nuevo diario. Y así el 6 de agosto de 1869, nace en Buenos Aires, con la dirección y propiedad de José Hernández, y la colaboración de José y Carlos Guido Spano, Miguel Navarro Viola, Agustín de Vedia, Maria­no A. Pelliza, Vicente Quesada y un mocito de Rosario, Estanislao Zeballos, el diario "El Río de la Plata"
El partido político restos de unitarismo, que había dominado 25 años, empezaba a dividirse en dos bandos. La figura de Alsina acentuaba sus perfiles federalistas y trazaba su propio rumbo. Incorporando a la vida pública los señores Vicente F. López, Bernardo de Irigoyen, Luis Sáenz Peña, Alvear, Lahitte, Gutiérrez, Vicente G. Quesada, Navarro Viola y Tomás Guido.
Estos tres últimos se conservaron siempre finí­simos amigos y muy consecuentes y cariñosos con Hernán­dez ... Ya estamos, pues, frente a la "evolución", que lo iba a apartar del federalismo.
En eso estaba, por aquellos años de 1869 y 1870, cuando la Revolución de López Jordán lo conmueve, lo saca de su proyecto reformista y lo lleva de nuevo a En­tre Ríos y a la causa federal. La decisión que se manifies­ta en las palabras del cierre del diario (22-IV-70) es personal; pero sin duda que Sarmiento le ha ayudado para tomar esa determinación.
Eso es lo que dice Rafael: "este diario de complexión robusta, que la administración Sarmiento mató de un golpe, escapando a la cárcel su re­dactor-propietario gracias a sus numerosos amigos"
Empieza acá su "intermedio insurgente en los en­treveros jordanistas".
El 7 de octubre se pone en comunicación con Jordán para darle valiosísimos consejos. El caudillo, ya sea por táctica para evitar la intervención federal, o por la limi­tación de su horizonte litoraleño, ha presentado la revo­lución como algo concerniente a Entre Ríos. Hernández le hace ver el grave error de su planteo:  "Ud. quiere, le dice, la felicidad de Entre Ríos, su prosperidad, su progreso, su engrandecimiento moral y material.. . esta aspiración es noble y legítima de parte suya; pero no puede realizarse, sino armonizan­do su suerte con la de las demás Provincias Argenti­nas, y haciendo que todas ellas participen de los mis­mos beneficios...".
Como ya hemos visto, en esta misma notable carta, justifica sin reatos de lenguaje la muerte de Urquiza, "el Jefe Traidor del Gran Partido Federal".
Después de esto se une físicamente al ejército de López Jordán y asiste a la batalla de don Cristóbal (12-XI-70) contra las tropas del general Gelly y Obes.
Y el 26 de enero de 1871 participa de la batalla de Ñaembé. Jordán ha seguido quizás su consejo, y se dispone a dar batalla a los correntinos de Baibiene; pero éstos auxilia­dos por la artillería nacional de Viejobueno y la infantería de Roca, vencen terminantemente al jordanismo  
También Hernández iría echando llamas por sus ojos mientras con sus compañeros galopaban hacia Federación ' y cruzaban el Uruguay, burlando la persecución del ejér­cito sarmientino del General Campos.
Casi un año va a permanecer en Santa Ana do Livramento, pequeña población brasileña (de abril de 1871 a enero de 1872). Pasa luego a Paysandú donde toma| contacto con el "Comité de emigrados entrerrianos", que representaba a más de 6.000 jordanistas exiliados en el Uruguay, el que lo propone como ministro al interventor Echagüe de Entre Ríos, para entablar una negociación, basado en la confianza "en su lealtad política", sin que su candidatura prospere. De allí sigue a Montevideo y por último regresa a Buenos Aires.
¿Cuáles son las condiciones de este regreso?
El primero es un viaje clandestino dictado por la des­esperación de ver a su familia, al enterarse del azote de la peste, la fiebre amarilla, que pesa sobre la ciudad por­tería. En el balandro del capitán Magnasco consigue atra­vesar el río y llegar hasta la chacra de Perdriel donde se reúne con los suyos. Breve encuentro con su mujer, sus hijos (está ahora la pequeña Margarita, nacida en su ausencia), su hermano y su vieja "Mamá Totó". Y regresa, para intentar una y otra vez el mismo itinerario. "Y nuevamente en el balandro unas veces, o en un simple bote, otras, Hernández toma el camino de las costas de Belgrano. Viajes furtivos, peligrosos porque Sarmiento ya conoce las incursiones del exiliado y ha ordenado a la policía vigilar la costa y el caserón con orden de prender al hombre, vivo o muerto".  Como la epidemia sigue haciendo estragos, la familia se traslada a la estancia "Cañada Honda" de Baradero, donde vive su hermana, Magdalena de Castro.
Entonces se produce la vuelta pública de José Her­nández. Se pregunta De Paoli: "¿Magnasco lo arregló con Sarmiento? ¿Mediaron influencias políticas? ¿Sar­miento se olvidó del periodista enemigo de su gobierno? Hernández llega en el mes de marzo a Buenos Aires y se aloja en el 'Hotel Argentino'.. . Más que hospedado, está escondido en el Hotel... ¿Es la condición del arreglo con Sarmiento'? ¿Le han impuesto que viva en Bue­nos Aires a condición que no escriba?  En ese encierro fructificará, según su propia confe­sión el 28 de noviembre de 1872, el "pobre Martín Fierro, que me ha ayudado algunos momentos a alejar el fastidio de la vida del hotel" Rafael le trae algunas comisiones de compra y venta de campos, con lo que lo ayuda económicamente. Pero la situación en lujar de mejorar, empeora... Hasta que la vigilancia policial se hace más estricta y el poeta de Martín Fierro debe abandonar una noche precipitadamen­te su casa ante la presencia policial que irrumpe en ella. Así, José Hernández ayudado por su hermano, Guido Spano y otros amigos, emprende otra vez el camino del des­tierro. Ya no hay nada que hacer, sino esperar a que concluya el período presidencial de Sarmiento. Pero la anunciada vuelta mon­tonera de López Jordán a Entre Ríos, lo obliga a radicar­se en Montevideo. Entre julio de 1873 a enero de 1875 vivirá en la capital oriental.
El l9 de enero de 1873 las fuerzas gauchas de López Jordán han invadido a Entre Ríos; saben de las diferencias de armas y de hombres con sus enemigos, pero ellos igual van cantando:
La represión la dirige personalmente el ministro Ge­neral Martín Gainza, el "Don Ganza" del Martín Fierro.  A pesar del éxito inicial de "Yuquerí" (28 de junio), las tropas jordanistas son vencidas el 8 de diciembre en "El Talita" y luego, al día siguiente, destrozadas por el uruguayo Juan Ayala en "Don Gonzalo". Nuevamente Jordán tiene que exiliarse en Santa Ana do Livramento.
Desde Montevideo, sirve de enlace a los jordanistas, y el l9 de noviembre saca con Héctor Soto el periódico "La Patria" para secundar más activamente el proyecto federal. De seguro que Sarmiento, con su in­transigencia total, ha colaborado a decidir la actitud del poeta. Precisamente el 28 de mayo de 1873 el presidente ha remitido al Congreso un proyecto de ley poniendo pre­cio a la cabeza de los jordanistas. Ofrece 100.000 pesos fuertes por la cabeza del Jefe; 10.000 por la del Dr. Ma­riano Querencio y 1.000 por la de los otros dirigentes.  
Era la ley de Lynch, trasladada directamente del far west. "López Jordán cuya cabeza quiso Sar­miento poner a precio, si bien el Congreso rechazó con honrada independencia la monstruosa ley, era un ciuda­dano argentino amparado en su propio extravío por la constitución que prohibe la muerte por delito político"
La importancia de Hernández se acentúa después del fracaso de la invasión. La derrota apareja, como es fre­cuente en estos casos, la división de los vencidos. Carlos María Querencio, que después de Don Gonzalo ha excla­mado "¡Que baraje otro!", se recupera de su desilusión y en Montevideo forma el "Comité Central" del jordanismo que repudia a su jefe natural. El suceso es grave para los exiliados, pues los Querencios cuentan con gran sim­patía en el Partido Blanco uruguayo (es conveniente re­cordar que ambos partidos usan igual divisa y que incluso han coordinado sus esfuerzos para hacer coincidir la revolución de Jordán con la de Timoteo Aparicio en el Uruguay) y llegaron a ser "protegidos del presidente Latorre
Si al Chacho lo abatieron los fusiles Ensfield y a Varela los Sharp, a López Jordán lo derrotarán los cañones Krupp y los fu­siles y ametralladoras Remington.
El presidente Sarmien­to probará su mortífera acción contra las paredes de una Escuela y luego enviará al Congreso un proyecto de ley poniendo precio a la cabeza de López Jordán y de sus se­guidores, con lo que justificaba el mote que le colgara el periodista mitrista Gutiérrez de ser "un Sandes del pensamiento".
El jordanista Carlos María Querencio le devolverá la gentileza, alquilando los servicios "profesionales" de unos pistoleros, los italianos Güerri, para que ma­ten al Presidente. Por fortuna ninguna de las dos salvajadas se consuma íntegramente.
Pero en su consecuencia, al ser vencido Jordan en Don Gonzalo (el 9-XII-1873), el interventor Gral. Ayala desata una feroz persecución, una de cuyas víctimas es el coronel Cecilio Berón de Astrada, cuyos despojos son entregados a los perros.
José Hernández, que desde el diario montevideano "La Patria" ha apoyado la revuelta, le prepara entonces (el 30 de mayo de 1874) al exiliado López Jordán el Me­morándum para el Barón de Río Branco, alegato éste que-es la verdadera capitulación moral de un partido, que desde Artigas, triunfante en Cepeda o derrotado en la Vuelta de Obligado, lo había hecho siempre envuelto en la bandera argentina. Aunque el pedido de protectorado extranjero no se concrete, su sola formulación escrita bas­ta para sellar la defunción de una causa.
Por entonces ha llegado Avellaneda a la Presidencia de la República, no obstante los esfuerzos revolucionarios del mitrismo en 1874 por impedirlo.  Con Avellaneda contará Adolfo Alsina con el hom­bre adecuado para concretar su proyecto pacificador. De­rrotados el federalismo y el mitrismo intransigentes, podrá él integrarse al establishment liberal.
Con la conciliación de los intereses de los ganaderos de su partido y los de los comerciantes porteños de filia­ción mitrista, ahora ligados por la relación agroexportadora-mercantil-importadora; con el modelo anglosajón de bipartidismo; con el espectro de Rosas agitado en los "funerales por las víctimas de la tiranía", para resucitar la tradición única unitaria y con la enorme fuerza unificadora de la masonería, en la que todos militan, Alsina propondrá a Mitre "la conciliación". En ella también los ex-federales, que renieguen de su pasado, tendrán un lugar.
Hernández, que desde "La Patria" ha ayudado al as­censo de Avellaneda, atacando a la revolución mitrista del 74, vuelve definitivamente a Buenos Aires a comienzos de 1875, para incorporarse al autonomismo. donde va están ubicados casi todos sus viejos amigos de la generación del 65. La "conciliación" lo inclinará al sector "republica­no" de ese partido. En él están también los jóvenes uni­versitarios, futura "generación del 80", que "quedaron colgados" con el arreglo, como gráficamente lo expresa Lucio V. López en La Gran Aldea. Detrás de Alem y Del Valle por algún tiempo, alternarán, como un partido di­ferenciado, en las elecciones provinciales.
Pero contra Alsina no se puede. La "gran muñeca" de los "crudos" (por oposición a los "cocidos" mitristas) tiene demasiado prestigio.
"Más que Mitre" —anota Al­varo Yunque— "por supuesto, hombre de acción compli­cado de intelectual y lleno de preocupaciones de superior jerarquía, Adolfo Alsina era 'el caudillo'. Y aún: _el cau­dillo porteño. Todas las características del porteñismo es­taban en él, aumentadas, que si no, no hubiese sido el caudillo de los porteños: bravo, elegante, cordial, simpá-tico, ruidoso, conversador, impulsivo, inteligente, vanido­so, altanero, brillante más que culto. Más astucia que sabiduría".
La imprevista muerte de Adolfo Alsina (el 29-XII-1877), destruye toda esa paciente labor de años, y sus seguidores quedan a la deriva de los caudillos menores hasta la disolución del partido.
Mientras los primates del autonomismo se disputan el favor del presidente Avellaneda, probándose anticipada­mente la banda presidencial, en forma silenciosa y cauta —como cuadra a un "zorro"— se alza la nueva estrella de la constelación política, que viene a cubrir el vacío de poderLo que sigue es su historia en el Autonomismo. Pri­mero se inscribe en la lista "mixta" del partido, para las elecciones de marzo del 77; que trata de zanjar las dife­rencias entre los sectores de del Valle y de Cambaceres.
Pe­ro viene la "conciliación", y él, en agosto del 78, se une al grupo "republicano", de Alem y del Valle. La razón de este cambio la dará en junio del 79 al decir: "Yo estaba en contra de la conciliación entonces y estoy en contra de la conciliación ahora, porque no creo que es ésa la política sobre la cual pueda fundarse el porvenir del país".
Así es elegido diputado provincial por esa fracción "y de este modo se incorporará al sistema entendido como la legalidad sostenida por sus antiguos enemigos". La adhesión a Alsina "nuestro ilustre jefe de partido", él la puso de ma­nifiesto en la carta de "Un Patagón" publi­cada en "La Patria", al anotar: "los elementos oficiales, significan Avellaneda. El personalismo es Mitre. Alsina era él pueblo".
El 30 de marzo del 79 es reelecto por la 3ra sección elec­toral y desde ese cargo le toca presenciar la crisis del 80.

El 30 de julio se cuenta entre los firmantes del ma­nifiesto de fundación del Partido Autonomista Nacional. "Allí están gran parte de los hombres representativos de las grandes fuerzas económicas criollas engarzadas con el capital europeo"    Durante ese lapso ocupa muchos otros cargos públicos de secundaria importancia. En 1880 es presidente de la Cruz Roja Argentina,..y. es incluido en la Comisión Exa­minadora del Ministerio de Educación. De 1881 a 1884 es vocal consejero consultivo del Monte de Piedad. En 1882 es vocal del Consejo General de Educación (hasta 1884); presidente de la Comisión de Provincias de la Exposición Continental, miembro de la Convención Reformadora de la Constitución Provincial (hasta 1885). En 1883 es co­misionado por el Ministerio de Educación a Corrientes; integra la comisión de la fundación de la ciudad de La Plata; es director del Banco Hipotecario y es sucesivamen­te diputado (1880) y senador provincial (1881, 1882 y 1885).  Esta trayectoria pública se compadece bien con su vida privada. En el 79 adquiere la "Librería del Plata", que mantiene un intenso movimiento de libros con Améri­ca y Europa .  También por entonces compra "una vasta quinta en Belgrano, en la extensión hoy delimitada por la calle Luis María Campos  y Cabildo, y al otro por Olleros y Esteco, esta última José Hernández actualmente, en el que "es hoy, y lo era entonces, el más hermoso de los barrios porteños". Tendrá también tres estancias; mil novillos, dos casas, dos conventillos en la ciudad... y dos terrenos en Rosario" Su profesión es, dice Manuel Gálvez, "ganar dinero y escribir versos". ..
En Belgrano vive con su familia, a la que se le han agregado nuevos hijos: María Josefa, nacida en 1877, y Carolina, en abril de 1879. Con los González del Solar de la mano, ha vuelto a la Masonería.  Por cierto que también por entonces se reconcilió con sus antiguos enemigos, Sarmiento y Mitre.   Rafael dice que su herma­no "trabajó mucho y no disfrutó nada", está aludiendo a la causa del abandono de la pelea con el libe­ralismo. Lo que siguió ya era previsible: "Y sepan que ningún vicio acaba donde comienza"
Su vida, cuyos últimos actos trascendentes fueron la publicación de La Vuelta de Martín Fierro en 1879 y la Instrucción del Estanciero en 1881, se extingue el 21 de octubre de 1886.

Por eso aquel "hijo que había dado nombre a su padre", lo reivindicó para siempre en la memoria de todos los argentinos.