Rosas

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jueves, 30 de junio de 2016

Así llamaban a algunos "Doctores"....

Por Carlos Ibarguren (H)
DOCTOR BERNARDINO GARRAPATA  Ni que decir: es Rivadavia, el cual con otro apodo más, aparece en unas insolentes “Lamentaciones” que publicó el fraile Castañeda en su periodiquillo “Vete portugués que aquí no es”, editado en Santa Fe en 1831.
“... Dr. Bernardino Garrapata,
Que nos brota ginebra por las piernas :
Dr. de la indecencia,
Que desnudo en pelota nos da audiencia:
Dr. impío, ateo, irreligioso,
Procaz, desvengonzado, codicioso,
Y que en su misma geta Muestra que es erudito a la violeta.
El marchará de frente
Hasta que la horma de su zapato encuentre.”
Nota: Aquello de la ginebra resulta una clara alusión filosofía de Rousseau.
DOCTOR BUÑUELOS  Apodo que se dio a Manuel Belgrano, a poco de llegar de España con su flamante título de doctor, obtenido en la Universidad de Valladolid, y su nombramiento de secretario del Consulado de Buenos Aires. Por sus ideas liberales —novedosas para la generalidad— se le publicó una sátira en malos versos, donde se le llamó “Doctor Buñuelos”, como los buñuelos “de viento” que no llevan relleno.
DOCTOR CONFUCIO Al doctor Victorino de la Plaza, a quien en 1885 —como apunta Agustín Rivero Astengo en su interesante libro “Juárez Celman”— “le llamaban el Dr. CONFUCIO por su fisonomía semiasiática y quizás también por su concepto budista de la existencia”.
DOCTOR ESCRIBANOS  En “El Mal Metafísico”, la novela con clave de Manuel Gálvez, el escritor sociólogo José Ingenieros figura retratado inequívocamente con el nombre de doctor Escribanos.
DOCTOR LINGOTES  Remoquete que los periódicos federales aplicaban al doctor Salvador María del Carril, porque, durante su gestión como Ministro de Hacienda de Rivadavia, prohijó una ley que obligaba al curso forzoso de los billetes del Banco, permitiendo su canje por lingotes de oro y plata. El propio Rosas, en la famosa Carta de la Hacienda de Figueroa, le escribió a Facundo Quiroga el 20-XII-1834: “¿Habremos de entregar la administración general a ignorantes, aspirantes, unitarios y toda clase de bichos? ¿No vimos que la constelación de sabios no encontró más hombre para el gobierno general que a don Bernardino Rivadavia, y que éste lo hizo venir de San Juan al doctor Lingotes para el Ministerio de Hacienda, que entendía de este ramo como un ciego de nacimiento de astronomía?”.
“La Ley de los Lingotes” —opina Vicente F. López, en su Historia, cit.—, “es lo más absurdo que se haya conocido y lanzado en país alguno”. Y el diputado Vidal, al discutirse aquella ley, observó que el canje de los lingotes se hacía por la tercera parte de los billetes presentados; que nada decía sobre las otras dos terceras partes, y era de suponer podían volver a canjearse al día siguiente, obteniéndose una tercera parte de las dos terceras partes de lingotes, y siguiéndose así hasta la suma total. Esta observación de Vidal quedó sin respuesta.
 
DOCTOR MANDINGA  Así le solían llamar al doctor Dalmacio Vélez Sársfield (1800-1875), por la endiablada picardía de su nativo ingenio cordobés, que realizaba a un vigoroso talento, enriquecido por profunda cultura y larga experiencia de la vida. Basta esta anécdota para aquilatar la agudeza proverbial del autor de nuestro Código Civil. Conversando con varios amigos, alguno se aventuró a indagar el porqué de su tonada, a lo que repuso el interrogado con todo el sabor de su verba provinciana: “Es un pedazo de la tierra que se nos atraviesa en la garganta..

DOCTOR MEABENE El doctor Oscar Meabe, médico radical correntino y urólogo de cabecera de Hipólito Yrigoyen, era así aludido, mediante satírico juego de palabras, por el diario más antirradical de todos los tiempos: “La Fronda”, de don Pancho Uriburu.

DOCTOR NOGALES  Nicolás Avellaneda figura apenas encubierto bajo ese nombre en la novela primeriza de Paul Groussac, “Fruto Vedado”. Nogales —como Avellaneda— había sido Ministro y en 1873 se postulaba candidato a la Presidencia de la República. Y tras del ficticio antifaz novelesco, el personaje era retratado: “de baja estatura, joven aún, con grandes ojos algo cansados que cerraba por momentos bajando su alta frente inteligente; tenía un aspecto enfermizo y febril; pero era capaz de sostener quince horas al día discusiones políticas, despachar los negocios del Estado, escribir cincuenta cartas electorales, y acostarse a las dos de la mañana para saborear un artículo de Macaulay o de Prévost-Para-dol”.

DOCTOR PACIFICO LANAS  Era uno de los motes ridículos que le asestaban las publicaciones nacionalistas al Canciller Carlos Saavedra Lamas, autor de un famoso “Pacto Antibélico” y Premio Nobel de la Paz, en vísperas de la guerra mundial más terrible de todos los tiempos.-


DOCTOR TREVEXO   Personaje de la novela con clave de Lucio V. López, “La Gran Aldea”, que se parece mucho a Rufino de Elizalde (1822-1887). El abogado TREVEXO era “un caballero flaco, de cuarenta años largos, con una fisonomía garabateada por la barba y las arrugas”. No leía sino los diarios, y en una votación para candidatos a legisladores porteños, sus correligionarios pronunciáronse: “Por el doctor TREVEXO, por el primer diplomático argentino ...!”.

Güemes en la Calle de la Amargura

Por la Dra. Alicia Poderti

"Una buena muerte honra toda una vida".
Lema del Escudo de Armas de la familia Güemes.

Después del fracaso de la “Revolución del Comercio”, la idea de despojar del poder a Güemes sigue rondando en las mentes de los dirigentes del partido de la “Patria Nueva”. Inserta en esta coyuntura, no resulta desatinada la versión recogida tanto por la historia como por la tradición oral acerca de que fue uno de los miembros de ese núcleo el que guió a la partida realista que asesinó a Güemes. De acuerdo a esta interpretación, Mariano Benítez -uno de los más acérrimos adversarios de Güemes- ganó 5.000 pesos para enseñar al “Barbarucho” Valdez las sendas sinuosas y escondidas del camino de “El Despoblado”, permitiendo que, una vez eliminados los vigías de Güemes, aquél pudiera sorprender al jefe gaucho. De este modo, Valdez penetró sigilosamente en la ciudad, dividiendo su fuerza de 300 hombres hasta bloquear completamente la manzana de la sede de gobierno, en la que se encontraba Güemes (Cfr. Colmenares, 1998: 63-64).
Advertido el general del movimiento realista, partió al galope en medio de una lluvia de balas que le destrozaron la gorra y el uniforme. Al llegar a la esquina de la Amargura (actual calle Balcarce), captó la magnitud de la conjuración e intentó desviar a su escolta hacia el cuartel de El Chamical. Pero en la próxima bocacalle, la doble línea de tiradores del rey logró herirlo. Surcando la noche fría, el general continuó a caballo en dirección al cerro San Bernardo.
Según el historiador Atilio Cornejo, los acontecimientos deben ajustarse a la siguiente cronología: "Recibió Güemes un aviso anónimo de la aproximación realista, pero no le da crédito. Güemes había establecido su cuartel en el campo de Velarde, a una legua al Sur de Salta. El día sábado 7 de junio de 1821, por la noche, vuelve a su casa (...) y en compañía de su hermana Dª. Magdalena Güemes de Tejada, despacha algunos asuntos de trámite. (...) Dª. Magdalena le informó que, por un pastor tenía anuncios de que por las cercanías de los Yacones se había divisado 'como un reflejo de armas', recomendándole vigilancia (...) Su caballo ensillado y una escolta de 50 hombres descansaban en la calle. Al poco rato, manda a su ayudante Mariano Refojos a la Casa de Gobierno (Casa de Graña), a quien, al atravesar la Plaza Mayor (hoy 9 de julio), le dan el ‘quién vive’, a lo que responde: ‘la Patria’. Se oye entonces una descarga que llega a los oídos de Güemes. Éste la atribuye a un nuevo movimiento interno, y montando con su escolta se dirige personalmente al lugar de los tiros. A media cuadra de la Plaza, otro ‘quién vive’ detiene su marcha, a lo que responde con firmeza: ‘la Patria’. (...) La mayor parte de la escolta se desplaza hacia la derecha, y Güemes, con algunos oficiales, dobla hacia la actual calle Balcarce, rumbo a la casa de su hermana Dª. Magdalena Güemes de Tejada (...). Pero al doblar la esquina Balcarce y Belgrano, rumbo al Naciente, buscando quizás la casa de su madre (...) o, con más propiedad, con intención de arribar a su cuartel del Chamical, una nueva descarga lo alcanza, logrando herir a Güemes por la espalda, una bala traidora. Porque fue así, traidora, ya que a Güemes, en buena lid, había que enfrentarlo y herirlo de frente.” (1971: 338-339)
Cornejo –en su doble rol de abogado e historiador- busca testimonios que prueben esta interpretación de los hechos: "Dos testigos de excepción, don Miguel Otero y el coronel don Jorge Enrique Vidt, han narrado la muerte de Güemes. Sus respectivos relatos, calificados y concordantes, arrojan completa luz con respecto a la forma en que Güemes recibió la herida que ocasionó su deceso. La versión que ellos abonan debe ser, a mi juicio, la versión oficial. Sirva ella para falsificar otras exposiciones del mismo acontecimiento lanzadas a rodar alevosamente por los enemigos de Güemes con el menguado fin de desprestigiar su heroica figura no desmentida con su conducta en ningún momento de su vida." (1971: 339).
Además de los testimonios de prueba, el “historiador-juez” Cornejo convoca a otros textos que le permitan legitimar la versión de la muerte heroica, cuya función es la de continuar activando, en el imaginario colectivo, la teoría oficial de los hechos. En este caso, los llamados a atestiguar son Juana Manuela Gorriti y sus Recuerdos de la infancia, Dávalos con su Tierra en armas y el escudo de la familia Güemes (Cfr. Cornejo, 1971: 342-345). A estas construcciones que exaltan la heroicidad del guerrero se agregan otros documentos de mayor espesor historiográfico, como los papeles de archivos o las crónicas y cartas publicadas en periódicos de la época.
Todas estas versiones refuerzan la versión acerca de que Güemes recibió socorro de los lugareños y finalmente fue trasladado en camilla hasta la Cañada de la Horqueta, donde permaneció hasta su muerte. Olañeta, el jefe español, sabía que Güemes estaba herido en medio de un bosque silencioso cercano a la ciudad. Entonces le envió mensajeros para persuadirlo de que aceptara su resguardo, a cambio del reconocimiento del gobierno constitucional de España, oferta que fue totalmente rechazada por Güemes.

miércoles, 29 de junio de 2016

Hilario Lagos: Un Soldado Leal a la Causa Nacional de la Federación

POR JORGE MARIA RAMALLO
“Mi Patria y el ilustre general Rozas deben contar con mi lealtad... yo no soy de aquellos que no cumplen lo que prometen a su Patria y a su gobierno; no soy de los que traicionan y se venden...”
Formado en la cruenta disciplina de la lucha constante por la integridad de la Patria, fue Hilario Lagos uno de los más brillantes oficiales que militaron en los Ejércitos de la Confederación Argentina durante la época de Rosas, y en el período inmediatamente posterior a Caseros. 
Nació este bizarro militar en Buenos Aires, el 22 de octubre de 1806, bajo los auspicios de la ciudad recién liberada de los herejes invasores. Desde muy temprana edad se inició en el ejercicio de las armas. Contaba sólo 18 años cuando fue dado de alta como sargento distinguido de la 1º compañía del 2º escuadrón del Regimiento de Húsares de Buenos Aires. A poco fue destinado a la lucha contra los indígenas que asolaban a la Provincia y así participó en los combates de Arroyo Pelado y Arroyo de Luna, a las órdenes del coronel Federico Rauch; y en otras acciones posteriores, bajo el mando del teniente coronel Francisco Sayos y del teniente coronel Juan Izquierdo.
El 27 de octubre de 1825 recibió los despachos de teniente. Poco después, el 31 de agosto de 1826, participó en las operaciones contra los aborígenes en el Puesto del Rey, cerca del Salto. En esa ocasión, el coronel Rauch, en el parte destinado al Comandante General de Armas, se expresaba de esta manera: “Los oficiales subalternos... dieron nuevas pruebas de acreditado valor, distinguiéndose de un modo brillante el porta-estandarte con grado de teniente D. Hilario Lagos...”.
Desde entonces, en menos de un año obtuvo el grado de Capitán. En ese lapso participó en la primera y segunda Campaña de la Sierra de la Ventana, y al regreso de esta última, fue enviado al frente de la primera guerra con el Brasil, donde tuvo oportunidad de asistir al combate de Camacuá, librado el 27 de abril de 1827, en el cual el general Alvear venció al general Barreto.
Luego fue destinado al Salto, de donde se lo remitió al Fuerte Federación (hoy Junín) y, posteriormente, —ya estando Dorrego en el Gobierno de la Provincia—, al Ejército de Operaciones que se aprestaba a reanudar la guerra con el Brasil. Pero no tuvo la fortuna de tomar parte en ninguna acción por cuanto a su llegada al Cuartel General se había firmado la Convención de Paz.  Pasó entonces al Regimiento 3 de Caballería. El 12 de junio de 1829 fue ascendido al grado de sargento mayor y el 9 de febrero de 1830, al de teniente coronel. Meses después, el 10 de abril de 1830, al frente del 1° de Caballería, y bajo las órdenes del coronel Angel Pacheco, asistió al combate del Salado contra los indios de la frontera.
En 1833, cuando el general Juan Manuel de Rosas llevó a cabo, al frente de la División Izquierda su proyectada Campaña al Desierto, Lagos participó de la misma, formando parte de la Plana Mayor del Ejército, luciéndose por su valentía y audacia en las numerosas operaciones que le fueron encomendadas. A tal punto que el historiador Vicente Fidel López ha podido afirmar: “En la Campaña del Desierto realizó proezas increíbles pero indudables y dignas de los héroes legendarios. Era de una bravura tal, que en esta tierra, y en aquellos tiempos de hombres bravos, se comentaban sus hazañas con verdadera admiración. Su honradez y caballerosidad igualaban a su valor’’. Particularmente debe destacarse su participación en la destrucción del famoso cacique Payllarén, que fue el primer gran triunfo de la División Izquierda; y la memorable carga que llevó a cabo contra el cacique Pitrioloncay, el que cayó prisionero luego de un duro combate librado cuerpo a cuerpo.
Al finalizar esta Campaña, de tan importantes consecuencias para la vida de la Provincia, siguió revistando en la Plana Mayor del Ejército, y en 1838, durante el segundo Gobierno de Rosas, fue elevado al gradó de coronel y destinado al Departamento Norte, con asiento en el Fuerte Federación, a las órdenes del general Pacheco. Por esta época participó en la represión de una incursión de los indígenas, al sur de Santa Fe.
Al producirse la invasión del general Lavalle a la Provincia de Buenos Aires, con la protección de los franceses, el coronel Lagos fue incorporado al denominado Ejército de Vanguardia de la Confederación Argentina, bajo el mando superior del general Manuel Oribe. Así estuvo presente en la batalla de Quebracho Herrado, el 28 de noviembre de 1840, en la que el ejército unitario fue completamente derrotado. Vicente Fidel López dice al respecto: “En la batalla de Quebracho Herrado él fue quien decidió la victoria de las fuerzas federales, saltando a caballo en medio del cuadro que había formado el coronel Díaz, desbaratándolo, tomando prisionero a este Jefe y tendiéndole al propio tiempo los brazos, felicitándolo por su valor y asegurándole así la vida'’. El coronel Pedro José Díaz, que tal era el aludido, posteriormente se radicó en Buenos Aires, y en ocasión de librarse la batalla de Caseros, se incorporó al ejército de la Confederación, a pesar de ser unitario, batiéndose heroicamente contra los aliados.
De acuerdo con las órdenes de Oribe, a principios de 1841, se dirigió Lagos a La Rioja, Catamarca y Tucumán, en seguimiento de Lavalle, al frente de un ejército de 1.700 hombres, volviendo a reunirse con Oribe en setiembre de ese año. Pocos días después, el 19, se libró la célebre batalla de Monte Grande o Famaillá, en la que Lavalle fue nuevamente vencido, debiendo huir precipitadamente hacia Jujuy. En esta acción, Lagos, que luchó bravamente comandando el ala derecha federal, que debió enfrentar el ala izquierda unitaria a las órdenes del general Pedernera, fue herido (de bala en un pie, por lo cual regresó a Buenos Aires, donde fue recibido por Rosas, quien le facilitó, por medio de su edecán, el general Corvalán, lo necesario para su curación, ofreciéndole inclusive ayuda pecuniaria.
Habiéndose restablecido, a mediados de 1844, fue enviado a Entre Ríos, con una división de ejército, para apoyar a Urquiza, con quien colaboró en todas sus campañas contra los unitarios y sus aliados extranjeros. Así estuvo presente en las sangrientas batallas de India Muerta (27/3/1845), Laguna Limpia (4/2/1846) y Vences (27/11/1847).
En 1850 fue nombrado Jefe Político de Paraná, pero al defeccionar Urquiza de las filas del Ejército de Operaciones, para aliarse con el Brasil en la guerra contra la Confederación Argentina, Lagos en una actitud de insobornable lealtad, se rehusó a seguirlo y presentó su renuncia, pidiendo su pasaporte para trasladarse a Buenos Aires, fundado en “.. .los sagrados deberes en que estoy para con la Patria, y para con el general Rosas, y porque así me lo imponen mis 'sentimientos y mi honor de Americano”.
Una vez en Buenos Aires, recibió el mando do una división de 3.000 hombres, con sede en el Bragado, “...con buenos oficiales y aunada del espíritu que supo imprimirle su jefe prestigioso” al frente de la cual se opuso con todas sus energías al avance del ejército aliado.    Frente a la inacción de Pacheco, o ante sus órdenes contradictorias, Lagos se desespera por oponer una valla al ejército enemigo. “En la expectativa de un enemigo cuya posición no se conocía de fijo, y del probable desembarco de los brasileros que se anunciaba, —escribe Saldías— el coronel Lagos reconcentró en su campo las fuerzas situadas un poco al oeste. Inmediatamente Pacheco le ordenó que las hiciera retirar a sus respectivos acantonamientos. Al día siguiente le ordenó lo contrario, y Lagos, al comunicarle que procedía nuevamente a reconcentrar las fuerzas, no puede menos que decirle con franqueza militar: “Mi Patria y el ilustre general Rozas deben contar con mi lealtad... yo no soy de aquellos que no cumplen lo que prometen a su Patria y a su Gobierno; no soy de los que traicionan y se venden: soy otra cosa: yo sé lo que soy”.
El 31 de enero de 1852, se empeñó en combate con la vanguardia aliada en la cañada de Alvarez. A pesar de la diferencia de fuerzas “dio una brillante carga que contuvo al enemigo, y se retiró en orden sobre el Puente de Márquez”, (Saldías). 
En la noche del 2 de febrero asistió a la Junta de Guerra que convocó Rosas y de la que también formaron parte el general Pinedo y los coroneles Chilavert. Pedro José Díaz, Jerónimo Costa, Sosa, Bustos, Hernández, Cortina y Maza. Al día siguiente, en la batalla de Caseros, el coronel Lagos mandó tres divisiones de caballería del ala izquierda del ejército de la Confederación Argentina.    Después de la revolución del 11 de setiembre de ese mismo año fue desterrado, pero en noviembre regresó al país y fue nombrado Jefe del Departamento del Centro de la Provincia. Se pronunció entonces contra el Gobierno de Buenos Aires, separado del resto de la Confederación, el 1 de diciembre, y puso sitio a la capital. Sobre el sentido de este pronunciamiento, tiempo después afirmaba Antonino Reyes —que actuó a su lado en esa emergencia—. que: “Tocó al coronel Lagos levantar en oposición al aislamiento y a las invasiones del gobierno la Bandera de la nacionalidad y de la concordia argentina”.
Para explicar su conducta, Lagos emitió la siguiente proclama  “Habitantes de la Capital: Tenéis en frente de vuestras calles un ejército de compatriotas, que sólo quieren la paz y la gloria de nuestro país. Son vuestros hermanos, y no dirijáis contra ellos el plomo destructor. No enlutéis vuestras propias familias. Venimos a dar a nuestra querida Buenos Aires, la gloria y la tranquilidad que /c habían arrebatado unos pocos de sus malos hijos. Nada temais de los patriotas que me rodean: el ejército de valientes que tengo el honor de mandar, no desea laureles enrojecidos con la sangre de hermanos. Sólo quiere paz y libertad. El glorioso pabellón de Mayo es nuestra divisa, y nuestros estandartes serán siempre lemas venturosos de fraternidad, y de unión sincera de todos los' partidos. Basta de males y desgracias para los hijos de una misma tierra. Patria y libertad sea nuestro premio.”
Lagos exigió la renuncia del Gobernador Valentín Alsina, el que dimitió el 6 de diciembre, siendo nombrado con carácter interino el Presidente de la Sala, general Manuel Guillermo Pinto, iniciándose de inmediato las negociaciones. El sitio continuó, no obstante, hasta que Urquiza puso fin a las hostilidades, merced a la autorización que le había conferido para el caso el Congreso reunido en Santa Fe.
 El 9 de marzo de 1853 se firmó un tratado que fue ratificado el 14 por el Gobierno de Buenos Aires, pero rechazado por el Director Provisorio, porque contrariaba lo resuelto en el Acuerdo de San Nicolás. El 27 del mismo mes, el general Urquiza instaló su campamento en San José de Flores y asumió el mando en jefe del Ejército Federal Revolucionario, en tanto que las fuerzas sitiadoras quedaban al mando inmediato de Lagos, quien dos días más tarde fue promovido al grado de coronel mayor (general de brigada) de los Ejércitos de la República.
Se reiniciaron de inmediato las acciones de guerra. El coronel John Halstead Coe, al frente de la escuadra de la Confederación destruyó el 17 de abril de 1853 a la escuadrilla porteña, que estaba al mando del coronel Floriano Zurowski. El 25 de Mayo se promulgó la Constitución Federal sancionada en Santa Fe el l9 de ese mes, y Lagos ordenó por un decreto que todos los Jueces de Paz de los distritos provinciales convocasen a los ciudadanos para la elección de diputados a la Convención que debía tratar las leyes dictadas por el Congreso General y al mismo tiempo sancionar la Constitución provincial. Efectuadas las elecciones, el 30 de junio se realizó la sesión inaugural de la Convención, en la que se dio lectura a una extensa nota del general Lagos.
El 8 de julio la Comisión encargada de pronunciarse sobre la Constitución produjo despacho exponiendo el modo viable para restablecer la unidad del país, pero a todo esto, y cuando era ya de suponer la derrota definitiva del círculo oligárquico porteño, el 20 de junio había tenido lugar la vergonzosa traición del jefe de la escuadra federal, quien entregó todas las naves bajo su mando por la suma de 26.000 onzas de oro que recibió, según parece, de manos de Juan B. Peña.     Este hecho fue de fatales consecuencias para los sitiadores, pues redujo considerablemente sus posibilidades de éxito. Por otra parte, el ánimo había decaído entre las tropas al saberse que la nueva Constitución establecía que la ciudad de Buenos Aires sería la Capital de la Confederación, con lo cual la provincia perdía su territorio más importante. A esto se debió principalmente que algunos jefes federales se retiraran de la lucha. El coronel Laureano Díaz entregó su regimiento a los porteños el l9 de julio, y el coronel Eugenio Bustos, que se había batido en Caseros formando parte de las filas de la Confederación, también defeccionó.
Por último, otro acontecimiento contribuyó a hacer aún más crítica la situación para las fuerzas revolucionarias. Al norte de la provincia desembarcó el general oriental José María Flores, quien, en connivencia con el gobierno porteño instó a los habitantes de la campaña a someterse a las autoridades del Estado de Buenos Aires.
Obligado por las circunstancias adversas, Urquiza aceptó entonces la mediación que, a principios de julio, le ofrecieron los representantes diplomáticos de Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos. El 10 de julio firmó el tratado de San José de Flores con el Estado de Buenos Aires, y el mismo día otorgó a los mediadores la libre navegación de nuestros ríos interiores. El 13 se levantó el sitio. El general Lagos debió exilarse. En represalia fue despojado por el gobierno de Buenos Aires de sus grados militares y se le embargaron todos sus bienes, para responder “a los gravísimos males que ha causado a la Patria.”
El año siguiente, en noviembre de 1854, Lagos luchador infatigable, participó en la intentona de otro denodado jefe federal, el general Jerónimo Costa, el legendario héroe de Martín García, quien invadió la Provincia de Buenos Aires, siendo completamente derrotado en El Tala, el 8 del mismo mes, por el general Manuel Hornos.   Seguidamente Urquiza inició negociaciones de paz que culminaron con el tratado que se firmó en Paraná el 8 de enero de 1855. Pero en el Ínterin, Costa llevó a cabo una nueva campaña en la que fue otra vez abatido, siendo ejecutado ignominiosamente, junto con un número considerable de sus camaradas, en Villamayor.
El 30 de diciembre de 1856, por decreto del general Urquiza, entonces Presidente constitucional de la Nación, le fueron extendidos a Lagos los despachos de coronel mayor de los ejércitos de la Confederación —a los cuales se había hecho acreedor con anterioridad —, con antigüedad al 28 de marzo de 1853.  Un año después, al pasar por la ciudad de Buenos Aires, el gobierno del Estado porteño le ofreció la restitución de su grado, el levantamiento del embargo que pesaba sobre sus bienes, y el pago de los sueldos que se le adeudaban, con la condición de que aceptara ponerse al frente de un ejército destinado a combatir a los salvajes que asolaban con sus depredaciones a los pueblos fronterizos de la Provincia. Pero el general Lagos, con la integridad de conducta y acrisolada lealtad que le caracterizaban, rehusó altivamente al tentador ofrecimiento, “declarando que su suerte estaba vinculada a la de todos los porteños emigrados, sus compañeros de infortunio”.
Por esa época se radicó en Rosario, probablemente con la esperanza de descansar de tantas fatigas acumuladas, pero al enfrentarse nuevamente las fuerzas de la Confederación y el Gobierno de Buenos Aires, Lagos participó en la batalla de Cepeda, el 23 de octubre de 1859, al mando de una división del ejército federal, que concluyó con el completo triunfo de las fuerzas del general Urquiza.
Después de firmado el Pacto de San José de Flores, el 11 de noviembre de ese año, Lagos pudo regresar finalmente a la ciudad de Buenos Aires, donde pocos meses más tarde, el 5 de julio de 1860, fue arrebatado por la muerte, que le llegaba al cabo de una vida consagrada al heroico sostenimiento, sin claudicaciones, de una convicción inconmovible.



viernes, 24 de junio de 2016

Yrigoyen y América

 Por Antonio J. Pérez Amuchástegui

En varias oportunidades nos hemos ocupado del desdén que la oligarquía paternalista, fiel a su concepción europeizante, tenía hacia los pueblos hispanoamericanos. La minusvaloración de lo bárbaro no se quedaba en el aspecto cultural, sino que se proyectaba también a las esencias raciales indo-hispanas, en tanto se consideraban generadoras de esa barbarie. “No son las leyes que necesitamos cambiar —decía sin ambages Juan Bautista Alberdi—: son los hombres, las cosas.” Y como complemento de su aforismo “gobernar es poblar” puntualizaba: “Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad, por otras gentes hábiles para ella. Si hemos de componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de ser lo más posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad. La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen”.  La aplicación del consejo alberdiano fue realizada a medias, pues, a pesar de él y de quienes siguieron su línea, en vez de llegar ingleses con exclusividad se llenó el país de europeos de todas las nacionalidades en su mayoría meridionales, con la esperanza oficialista de “cambiar los hombres” a fin de hacer “la población para el sistema proclamado”, en vez de procurar un sistema adecuado a la población. Pero ocurrió que la inmensa mayoría de inmigrantes fueron italianos del sur y españoles, quienes hallaron muy razonable mezclarse con los nativos de las pampas.
LA TRADICION IMPUESTA  La puesta en obra del plan liberal pobló al país de gringos y gallegos que se afincaron tanto en el campo como en las ciudades. Y esos inmigrantes esforzados, con mayor o menor éxito en sus propósitos iniciales de hacer la América, formaron sus hogares, se cruzaron con el gauchaje y tuvieron hijos, muchos hijos, que un día fueron mayores y siguieron mezclándose con la gens rioplatense. La hibridación gaucho-gringa era grande ya a comienzos del siglo XX; pero por ninguno de los dos lados era dable descubrir aquel vínculo de cohesión nacional que, a su hora, había señalado Mitre como entidad indispensable para que la Argentina cobrara conciencia unitaria de su condición de país soberano. Tanto se había batido el parche de la barbarie, que lo autóctono se había trocado en desdeñable, al tiempo que lo europeo no podía fundirse en un espíritu nacional inexistente, ya que faltaba el nexo coligante de la destruida tradición.  Joaquín V. González fue de los primeros hombres del régimen que advirtieron esa grave falla, denunciada con firmeza muchos años antes por José Hernández. Y recordando con amor sus plácidas serranías riojanas y las mansas costumbres de tierra adentro, escribió “La Tradición Nacional” como llamada de atención al desdén oficial por lo autóctono. En esos momentos finiseculares advertía la oligarquía paternalista que los afanes europeizantes habían ido demasiado lejos, y pretendió parchar el sistema mediante la introducción forzada de un sentimiento tradicionalista sui generis, fabricando una historia de glorias inmarcesibles y próceres impolutos que impuso en la escuela a partir de 1903, merced a la reestructuración de la enseñanza llevada a cabo por Juan R. Fernández.  Fieles al criterio alberdiano de que hay que “hacer la población para el sistema proclamado”, vieron, seguramente de muy buena fe, que bastaría con exaltar un patriotismo a la europea para que se consolidara una tradición de estirpe también europea. Tanto, que era —y sigue siendo en algunos círculos— un lugar común hablar de la tradición liberal. Jamás pensaron que la tradición no se impone, sino que exuda espontánea de los comportamientos humanos y se manifiesta por fenómenos de pervivencia. Por eso mismo, en vez de resaltar los valores auténticos, que eran bárbaros, exaltaron la mimesis europeizante con el objeto de mostrar que la tradición argentina, de pauta liberal, nace en Mayo, resucita en Caseros y se consolida en Pavón al amparo de la civilización.
Las exageraciones llegaron hasta lo ridículo. El gaucho presentado por Hernández y el milico de los fortines desaparecieron como por encanto; en cambio, salió a relucir el gaucho patriota que luchó en las guerras de la Independencia con Güemes y que ya había desaparecido pero era capaz de incitar el heroísmo romántico. Al mismo tiempo, se destacaba que los próceres argentinos, y sólo ellos, habían marchado generosos por el continente para arrancar de la opresión a los débiles pueblos hermanos que, por lo mismo, estaban en eterna deuda de gratitud. De Bolívar, de Sucre, de O’Higgins, en fin, nada se decía, como si los llaneros y los huasos —primos de los gauchos heroicos— no hubieran existido en aquellos días venturosos. En vez de tradición, la farolería intrínseca de la élite siguió en la línea trazada por Sarmiento y postuló la argentinidad bajo el signo de la pedantería y el egoísmo. El sentimiento hispanoamericano que con tanto ahínco procuraron inculcar Moreno, Belgrano, Artigas, San Martín, Bustos, Rosas, Urquiza, Peñaloza, Felipe Varela y José Hernández, por dar algunos nombres muy representativos, se anquilosó en un engreimiento localista divorciado de toda conciencia solidaria.
EL SENTIMIENTO POPULAR  Pero la herencia hispanoamericana tiene algo muy peculiar seguramente nunca definido —quizá indefinible—, merced al cual se mantiene viva una morriña continental a pesar de los esfuerzos por destruirla. Durante los años de la guerra mundial, México se debatía en medio de una revolución de raigambre popular que entusiasmaba poderosamente a los pensadores hispanoamericanos de la clase media, quienes veían en Pancho Villa y sus conmilitones sendos representantes de la América oprimida que ansiaba liberarse de las oligarquías dominantes. Y es claro que al radicalismo intransigente —cuya masa estaba constituida por elementos de la clase media— eran muy gratas las reivindicaciones mexicanas. Además, la guerra europea fue un incitante del hispanoamericanismo, en tanto mostraba que las presiones foráneas habían forzado a casi todos los países del Nuevo Mundo a ingresar en una conflagración que les era ajena. Sólo Argentina, México, El Salvador, Paraguay y Venezuela se mantenían neutrales, y tal actitud era mirada con gran simpatía por parte de los pueblos hermanos embarcados en una guerra extraña sin saber para qué. 
Partidarios y detractores de Yrigoyen tienen que coincidir en que el caudillo tenía una sutil sensibilidad hacia lo multipartidario. Y por eso mismo, no escapaba a su intuición la pervivencia del espíritu bárbaro en las masas criollas de toda la América española, espíritu que los tanos y los gallegos inmigrantes habían hecho suyo en buena medida, por contagio o por atracción telúrica. 
Sus opositores, socialistas y conservadores, seguían aferrados al criterio civilizador, y por ello pensaban que era indispensable concurrir, aunque sólo fuera pro forma, a la defensa de esa Francia luminosa y esa Inglaterra librecambista, cunas de los modelos cultural y económico que el liberalismo europeizante había proclamado como ideales inmutables de vida. Por eso afirmaba Yrigoyen que los argumentos belicistas eran hijos de una desesperación centrada en “el espíritu de dependencia rendido de antemano por sujeción a intereses, o bien por una idea de inferioridad, fruto de una política sin fe ni principios”. Y puesta la vista en Hispanoamérica, decía en tono apodíctico: “Todo pueblo, todo grupo de pueblos hermanos tiene la obligación de guardar la paz. Sólo es dable quebrantarla para su independencia".    En verdad, no es fácil seguir el pensamiento de Yrigoyen a través de sus expresiones latas. La carga esotérica inherente a su estilo peculiarísimo, cuajado de alegorías y rebuscamientos retóricos, torna a veces ininteligible su significado al desprevenido lector. Afortunadamente, hay exégetas de Yrigoyen —como Gabriel del Mazo y Luis C. Alén Lascano— que facilitan la interpretación y permiten advertir un pensamiento profundo allí en donde la hojarasca oculta la médula.
Para Yrigoyen, la voz patria tenía contenidos distintos según el contexto. Unas veces quedaba limitada al terruño, otras al país, otras a Hispanoamérica, cosa que, por otra parte, es dable observar en muchos desde los días de la Independencia, aunque rara vez se advierte en el siglo XX.  Si la gesta independentista fue hispanoamericana; si el propósito de unidad perduró por muchos años a pesar del esfuerzo del liberalismo por desvirtuarlo; si la conciencia hispanoamericana explotó con la repulsa a la fratricida guerra contra el Paraguay, y si el espíritu continental de 1826 volvió a manifestarse en 1864 para estallar con violencia cada vez que un país hispanoamericano es afectado por fuerzas extrañas, no resulta raro que Yrigoyen pensara que su movimiento de reparación nacional no habría de limitarse a la Argentina, sino que tendría que extenderse a todo el “grupo de pueblos hermanos” cuyo pacifismo sólo podría quebrarse en aras de la independencia. Sobre tales bases es lícito, con Alén Lascano, dar trascendencia hispanoamericana al tan famoso como barroco párrafo de Yrigoyen: “Debíamos reintegrar la patria a la plenitud de su autoridad moral, al ejercicio soberano de sus fueros y al normal funcionamiento de sus facultades constitutivas, para que volviera a derivarse más allá de los tiempos, tal como surgiera en las emancipaciones y redenciones humanas, y restaurando todo lo perdido en el desastre pasado, fecundara su vida en progresiones superiores hacia sus infinitos destinos”. El caudillo había calado hondo en el sentimiento popular hispanoamericano, ávido de restaurar la tradición unificadora.
LA POLITICA EXTERIOR  Esas ideas de confraternidad no quedaron en meras expresiones de deseos. También Yrigoyen renovó en sus días los anhelos continentales de San Martín y Bolívar, y ensayó una formalización de esa unidad cuando convocó a los países neutrales de América a una reunión, a fin de fijar pautas comunes que facilitaran las relaciones fraternas durante el período de guerra, y fueran luego bases para una organización más o menos anfictiónica. Si el proyecto fracasó, ello nada quita al propósito sustentado.  En este caso las buenas intenciones no cristalizaron en obras positivas; pero hay hechos concretos de Yrigoyen que no dejan dudas respecto de la firmeza de sus convicciones hispanoamericanas. En primer lugar, debe señalarse su firme posición en cuanto a defender la integridad del Uruguay. Este país había entrado en guerra detrás de los Estados Unidos. Pero en el sur del Brasil, donde abundaban los colonos alemanes, hubo un intento indudable de invadir al Uruguay —inerme y desprevenido— a manera de represalia; y si bien el Brasil era, a la sazón, su aliado, la experiencia aconsejaba no prestar demasiada confianza a la poderosa nación vecina que tantas veces había dado pruebas de no abandonar sus pretensiones anexionistas. Las versiones sobre la invasión se agudizaron hasta el punto de que el ministro uruguayo de Relaciones Exteriores pasó a Buenos Aires, con el propósito de interesar a las autoridades argentinas y solicitarles auxilios mediante la venta de armamentos. En la oportunidad el ministro uruguayo entrevistó al presidente, quien calmó la angustia del visitante con una aseveración que confirma su espíritu fraterno: “Si por desgracia el Uruguay viera invadido su territorio, tenga el pueblo hermano la más absoluta seguridad de que mi gobierno no le vendería armas, sino que el ejército argentino cruzaría el río de la Plata para defender la tierra uruguaya”, Quien compare esa expresión con las escurridizas y ambiguas respuestas argentinas en 1864, y recuerde el protocolo Elizalde-Saraiva, comprobará que el cambio de frente operado en la Argentina no se redujo a una mera compilación de votos...
La política hispanoamericanista de Yrigoyen se evidencia también en su negativa rotunda a ratificar el pacto llamado de A.B.C., firmado en Buenos Aires el 25 de mayo de 1915 entre los ministros de Relaciones Exteriores de Argentina (José Luis Murature), Brasil (Lauro Müller) y Chile (Alejandro Lira), y que el Senado aprobó de inmediato casi sin discutir. Al margen de las interferencias extrañas que con buenos motivos se han aducido, es indudable que ese tratado representaba una alianza formal de las potencias del cono sur, con la aquiescencia de Inglaterra y de los Estados Unidos, con lo cual el resto de América sufriría presiones de la más diversa índole, creándose, subsidiariamente, recelos y desconfianzas fundadas. Desde el primer momento fijó Yrigoyen su punto de vista sobre el particular: “Yo no puedo aceptar eso —dijo con referencia al tratado del A.B.C. apenas asumió el mando— que coloca a tres naciones en un plano superior respecto de las demás. Eso no es justicia ni garantía de paz. Las nacionalidades que se quedan en la puerta han de sentir el enojo de la exclusión. Ningún pueblo se considera menos que otro, y establecer diferencias es ofender. No me extrañaría que esa fórmula fuese expresión de alguien que nos quiere dividir”. El gobierno argentino denunció el tratado del A.B.C., que quedó así en letra muerta. E Yrigoyen mantuvo su posición a pesar de su ministro Carlos A. Becú, quien renunció airado ante la tozudez del caudillo que se negaba a apoyar la formación de un bloque meridional en la América del Sur, cuya potencia aseguraba la hegemonía sobre el resto de los países hispanoamericanos. Por cierto que también esta actitud contrasta con el protocolo Derqui-Paranhos de 1857 y con el tratado de la Triple Alianza de 1865. Por el contrario, se adecúa exactamente a la unión hispanoamericana fijada en los tratados del 6 de junio de 1822, ratificada en Panamá en 1826 y ponderada en Lima en 1864, unión que los gobiernos liberales y porteñistas rechazaron siempre con olímpico desdén.   Si aún quedaran dudas de que Yrigoyen procuró restaurar la posición hispanoamericanista auspiciada por Miranda, promulgada por los revolucionarios de Mayo, defendida por Artigas, declarada expresamente por los congresistas de 1816, impuesta a punta de sable por San Martín y añorada por cuantos se declararon federales antes y después de Pavón, bastará para despejarlas la virtual protesta argentina por el doblegamiento de la soberanía dominicana.
Desde 1865, en que la República Dominicana había obtenido su formal independencia tras expulsar a los españoles, los Estados Unidos ejercitaron en ese país actos de fuerza, ya con el pretexto de evitar las agresiones de Haití, ya con el de salvar difíciles situaciones financieras de los gobiernos isleños. No satisfechos con la entrega de las aduanas, en 1916 ocuparon, por fin, militarmente el territorio, manteniendo esa situación hasta 1924. En las postrimerías del mes de enero de 1919 el crucero 9 de Julio, de la Armada argentina, navegaba por aguas dominicanas, de regreso de un viaje a México para transporta: los restos mortales del embajador mexicano en Buenos Aires, Amado Nervo.  La nave de guerra, en gesto de confraternidad, tocaba las costas que hallaba a su paso para rendir homenaje a los respectivos pabellones; mas, dada la situación en que se hallaba Santo Domingo, el capitán se comunicó con el Ministerio de Marina, a fin de pedir instrucciones precisas. Consultado Yrigoyen, dio de inmediato una respuesta contundente: “Id y saludad al pueblo dominicano”. Llegado a puerto el acorazado, no tardaron los independentistas en enterarse de la decisión presidencial, y un grupo de patriotas fabricó con trapos una bandera dominicana que fue enarbolada precariamente. A la vista de ella, el comandante de la nave ordenó saludarla con una salva de cañonazos, y luego el 9 de Julio continuó su navegación hacia el sur, El acontecimiento provocó los más entusiastas comentarios en todos los países hispanoamericanos, aunque no advirtieran, seguramente, los comentaristas, que el nombre del navío rememoraba la fecha en que se declaró la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica...
EL DIA DE LA RAZA  La generación del 37 y sus epígonos de Pavón se dedicaron con fruición a condenar en todos los extremos la herencia hispánica. El idioma se salvaba a medias, quizá porque ninguno de los detractores dominaba otra lengua con fluidez; pero los aspectos institucionales y culturales del régimen colonial hispano fueron denigrados a más no poder. Era harto común la afirmación de que la barbarie hispanoamericana había sido la resultante necesaria de la incompetencia española, ahíta de supersticiones anacrónicas, ahogada por una tradición despótica y ceñida a una legislación ultramontana que había sido aplicada arbitrariamente a las tierras conquistadas. La leyenda negra en torno de la España descubridora y conquistadora hacía empalidecer los cuadros más tenebrosos que los volterianos pudieran haber pintado sobre el medievo. Sólo atraso, ignorancia, dolor y lágrimas debía América a la Madre Patria según estos demoledores de la hispanidad que, al mismo tiempo, ponderaban hasta la excelsitud las delicias del racionalismo inglés y del libérrimo espíritu de Francia. Estaban absolutamente convencidos de que el tecnicismo estadounidense era producto forzoso de la herencia anglosajona; paralelamente, sostenían que la molicie criolla derivaba de la holgazanería indígena apoyada en la inopia cultural hispana. En cualquier libro de Sarmiento —excepto algunos de su vejez— hallará, quien sepa leer, esas premisas fundamentales, consideradas axiomáticas por los hombres cultos de su generación —aunque Mitre solía ponerlas en duda— y aceptadas sin análisis por el grueso de la oligarquía paternalista. Todavía las creen a pie juntillas muchas maestras normales de rancia estirpe sarmientina.    El iluminismo primero, el seudorromanticismo echeverriano después, y por último el positivismo spenceriano, clavaron lujuriosamente sus garras en la evangelizadora España. La influencia poderosísima de esas corrientes en toda América concurrió a generalizar el desdén hacia la obra civilizadora de los españoles, e incluso a ridiculizar las formas de vida impuestas en las Indias. Y si alguna ponderación se hacía a las reformas impuestas por Carlos III —déspota ilustrado que curiosamente tiene patente de liberal—, se dejaba constancia expresa de que éstas estaban inspiradas en instituciones francesas y en ideologías sajonas.
Lo español tenía que ser opaco, necio, malo, y todos los defectos de los hispanoamericanos llevaban necesaria e indefectiblemente los estigmas heredados del indio salvaje y del español inculto. De esa nefasta simbiosis no podía salir otra cosa que una raza bárbara, cuyo reemplazo era imperativo fundamental de la civilización... “Desaparecido el indio con la técnica del rémington —apunta Gabriel del Mazo—, negado lo español, despreciado el criollo y el gaucho, quedaba rota la tradición y sofisticada nuestra autonomía”. Y es claro que si Yrigoyen llamaba regeneradora a la causa que acaudillaba, tenía que revisar esos valores que el régimen había oficializado. En sus días la reivindicación de lo hispanoamericano era anhelo generalizado en la joven burguesía intelectual en ascenso, ansiosa por romper los viejos esquemas. Bien prueba este aserto el manifiesto liminar de la reforma universitaria, que dice: “La juventud argentina de Córdoba a los hombres de Sud América: creemos no equivocarnos; las resonancias del corazón lo advierten; estamos pisando una revolución; estamos viviendo una hora americana”.
Ahora se entenderá mejor por qué el presidente Hipólito Yrigoyen, que asumió el poder el 12 de octubre de 1916 —424 aniversario del arribo de Colón— quiso dar a esa fecha coincidente un contenido tradicionalista de profunda raigambre indo-hispánica, y el 4 de octubre de 1917 expidió un decreto por el que declaró fiesta nacional el 12 de Octubre, imprimiéndole el carácter de Día de la Raza.
Las expresiones del presidente, en ese documento, carecen del matiz esotérico propio de su rebuscado estilo; tanto, que se puso en duda si la declaración fue obra suya o de algún comedido amanuense. Cupo a Enrique Larreta despejar la duda mediante la consulta directa a Yrigoyen en presencia del ingeniero Manuel J. Claps; y así pudo afirmar, cuando inauguró en Sevilla el Pabellón Argentino (1929) que el decreto de referencia fue escrito de su puño y letra por Yrigoyen. Años más tarde, Claps ratificó esa certidumbre a Luis C. Alen Lascano.    Tanto España como los países de estirpe hispánica aceptaron con indecible júbilo el establecimiento del Día de la Raza y la resolución de festejarlo con fiesta nacional el 12 de octubre. Sin duda, el enigmático caudillo quiso dejar, esta vez, claramente expuesto su pensamiento sobre la hermandad hispanoamericana, y su convicción de que esos pueblos habrán de afirmarse y sostenerse en el destino común heredado por la sangre y la historia.
FIESTA NACIONAL HISPAN0-AMERICANA
“El descubrimiento de América es el acontecimiento de más trascendencia que haya realizado la humanidad a través de los tiempos, pues todas las renovaciones posteriores se derivan de este asombroso suceso, que al par que amplió los lindes de la tierra abrió insospechados horizontes al espíritu. “Se debió al genio hispano —al identificarse con la visión sublime del genio de Colón— efemérides tan portentosa, cuya obra no quedó circunscripta al prodigio del descubrimiento, sino que la consolidó con la conquista, empresa ésta tan ardua y ciclópea que no tiene términos posibles de comparación en los anales de todos los pueblos.
“La España descubridora y conquistadora volcó sobre el continente enigmático y magnífico, el valor de sus guerreros, el denuedo de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las labores de sus menestrales; y con la aleación de todos estos factores, obró el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento".
Hipólito Yrigoyen


viernes, 17 de junio de 2016

"Sables que dividen una cabeza como un melón"...granaderos

Por Eduardo B. Astesano

SABLES QUE DIVIDEN UNA CABEZA COMO UN MELÓN
La práctica de los primeros encuentros militares probó la superioridad del sable sobre la lanza con que se armó a los primeros escuadrones de granaderos que marcharon al norte. De allí surgió la preocupación de San Martín por enseñar su manejo, sus actitudes y su teoría. El efecto que produjo el sable de los granaderos desde su primer encuentro en San Lorenzo fue terrible, elevó la moral de ellos; deprimiéndola en los realistas, ya por sus cargas disciplinadas como por la pujanza de sus brazos, que muchas veces y en tantas ocasiones comprobaron la veracidad de las palabras de San Martín, que con esa arma formidable, podían cortar la cabeza de los godos como si fueran melones, y así lo hicieron. Digno ejemplo para el soldado fue el formidable tajo que, montado en pelo, da el capitán Necochea al soldado realista que se adelantó al escuadrón del comandante Vigil en el Tejar. La impresión que a las tropas realistas había producido el sable de los granaderos a caballo, los había transformado en prudentes, con la sola aparición de un pequeño grupo de éstos.  Cuanto se tuvo que hacer para alcanzar esta superioridad técnica en las grandes batallas de la liberación de Chile y Perú podrá adivinarse en la descripción de los primeros pasos. El teniente Manuel Hidalgo, enviado en 1813 a Santa Fe con 38 granaderos, llevaba sólo machetes como única arma, “impropia para esta clase de soldados”. Sólo cuando llegaron a Concepción del Uruguay lograron reunir “28 sables de latón de varios paisanos”.   En este aspecto técnico se enfrentaron la técnica inglesa y la española. 
Con motivo de la batalla de Chacabuco, uno de los jefes españoles, el general Quintanilla, envió un informe a España en el cual aclara la importancia del sable para la caballería: “Los sables y tercerolas que tenía la caballería realista eran malísimos pues por el prurito o sea la aversión de no comprar sables ingleses; así como armas de fuego extranjeras, se fabricaban en el parque de artillería de Santiago, y eran inútiles y de tal temple que los más fueron hecho pedazos en la carga anterior así como las tercerolas que se descomponían con la mayor facilidad. Esta ventaja de la caballería patriota hacia innumerable su superioridad sobre la realista”.    Las dificultades para armar tantos soldados en tan corto lapso y la imposibilidad de resolver el problema por la vía de la importación originó el nacimiento de la fabricación local, nativa, de sables y espadas, que se inicia probablemente en los talleres de la maestranza del Parque de Artillería, situado detrás del cuartel de Retiro hasta el año 1813, en que fueron trasladados a la casa de don Antonio García en la plaza del Temple.   En realidad, la primera manufactura (“fábrica”, como se decía entonces) de armas blancas que pudo alcanzar tal nombre, fue organizada como una exigencia de las necesidades del ejército del Alto Perú en la población de Caroya, situada a unos 50 kilómetros al sur de la villa de Jesús María, elegida por las acequias que, viniendo del arroyo Ascochingas, proveían de agua al acueducto que las llevaba al taller. En 1812 Belgrano escribe a Bs As pidiendo 200 espadines, espadas o sables para los sargentos y recomienda la fabricación de los mismos en el propio Buenos Aires. Meses más tarde solicitaba ya que se enviara a Tucumán a don Manuel Rivera, para encargarlo de la fá­brica de armas que se proyectaba. No existen muchos antecedentes sobre el tal Rivera. Parece que era un español que pertenecía durante la colonia al Real Cuer­po de Artillería, donde actuaba como maestro mayor de armeros. La cuestión fue que llegó de Buenos Aires seguido luego por un cargamento con las instalaciones.   Así nació en Córdoba el taller levantado en el con­vento jesuítico de Caroya, en donde subsisten todavía restos del pozo de temple y acueductos del agua. El mismo se desarrolló como una verdadera manufactu­ra, contando con la labor de 16 herreros, 46 peones, 6 carpinteros, 6 albañiles, 6 bronceros, además de otras especialidades. Con este plantel humano se puso en movimiento la empresa, que funcionó hasta el año 1817, fecha en que sus elementos técnicos se concentraron en Buenos Aires.   “De Caroya salieron espadas, sables y lanzas para los ejércitos de San Martín, Belgrano y Rondeau, que se utilizaron en todas las batallas de aquella época, en el Perú, Chile, la Banda Oriental y en la República mis­ma; sables —para volver a citar las palabras de San Martín: «capaces de dividir una cabeza enemiga como un melón»—, iguales en temple y poder cortante a los mejores de España.”

EL BENEFICIO DEL SALITRE
En carta enviada por el Libertador a Pueyrredón se pone en primer plano el problema de las balas y la pólvora en el esquema general de sus campañas: “Reducido a municiones todo el plomo y la pólvora venido a esta capital, sólo tenemos la existencia de trescientos sesenta mil cartuchos de fusil a bala. Ahora, pues, necesitándose por un cálculo ínfimo seiscientos ochenta mil tiros a razón de doscientos por hombre para tres mil infantes y ciento ochenta por ochocientas plazas de caballería, nos resulta un déficit de trescientos veinte mil cartuchos en solo esta clase de municiones”. Los puertos o el país si aquéllos fallaban, tenían que resolver el problema antes de iniciar las campañas. La producción de pólvora fue encarada desde el primer momento de la revolución, ordenándose en noviembre de 1810 la instalación de una fábrica en la ciudad de Córdoba bajo la dirección del teniente coronel don José Arroyo, hasta principios de 1812, en que fue nombrado en su reemplazo don Diego Paroissien, quien redactó por ese tiempo unas instrucciones que fueron revisadas por Monasterio para que sirvieran a “los particulares que ya sea por especulación o por patriotismo quieran ocuparse en hacer o beneficiar el salitre.  En la renovación manufacturera de Cuyo producida durante el tiempo en que se preparaba el ejército libertador, la fábrica mejor organizada fue, evidentemente, la de pólvora y salitre establecida por el Mayor D. José Álvarez Condarco, cuya producción alcanzó un rendimiento suficiente para cubrir las necesidades.    “La elaboración interesantísima de la pólvora, no puede tener los progresos que piden nuestras apuradas circunstancias por carecer la fábrica de competente número de brazos. V. S. que distingue esa necesidad y la exigencia con que ha de repararse: espero se sirva proveer a ella, sacando de entre el vecindario diez peones por vía de un repartimiento, los cuales deberán entregarse al director de élla, sargento mayor don José Antonio Alvarez.”  San Juan y La Rioja aportaban el plomo. Una carta del gobernador de San Juan revela este otro aspecto de la fabricación de municiones: “El gobierno tiene remitidos a usted todos los útiles necesarios para la extracción del plomo. Tan imperiosa es la urgencia de este artículo, que sin él se harían inútiles nuestros esfuerzos para la reconquista de Chile”.   La minería riojana ocupó también su lugar. “El ejército en estas provincias debe aprontarse de todo si ha de abrirse la próxima campaña sobre Chile, en este concepto y necesitándose cincuenta quintales de plomo para balas y trescientas suelas para monturas y carruajes; y otros artículos que sólo esa provincia nos puede servir con el mejor efecto”.  En cuanto a las cantidades de piedras de chispa utilizadas se anotan también en los documentos 20.000 piedras de chispa se necesitan en Mendoza, 60.000 piedras de chispa” en el cuartel de Santiago de Chile, 4.000 piedras de chispa para fusil, 2000 piedras para carabina” en Mendoza, “300.000 chispa de toda arma”.

LA MANUFACTURA DE FUSILES Y CARABINAS
Excede a los límites de este trabajo determinar exactamente la cantidad de armas de fuego portátiles utilizadas en las distintas campañas por los ejércitos libertadores. Anotamos solamente para dar una previa visión de conjunto las cantidades fijadas en los inventarios que reproducimos“2.000 fusiles con sus fornituras que llevó sobradamente el ejército de los Andes”, “siete mil aujetillas de fusil”, “cinco mil fusiles con bayonetas completas y cinco mil fornituras completas”, en Chile, “fusiles nuevos encajonados, 300”, en Curimón, “fusiles, 1.200” en Santiago, “trescientos fusiles, cien llaves de fusil, antepuesto de piezas para quinientos fusiles” en Mendoza, “cien fusiles de primera con bayonetas, cien fusiles de segunda con bayonetas, cien carabinas” en Mendoza.
Para cubrir tales cantidades se contó siempre con el aporte venido del exterior y que aparece continuamente en la correspondencia militar de San Martín. Así, por ejemplo, citamos la siguiente nota:
“En carretas de don Juan Francisco Delgado han llegado los nuevecientos fusiles y demás artículos de guerra que de superior orden se sirvió usted remitir a este ejército e indica la razón inclusa en su oficio del 24 del próximo pasado, a que contesto en que también acompaña el conocimiento del poderista de Delgado.”
Sin embargo, no es este aspecto el que deseamos destacar. Nos interesa, sobre todo, poner aquí de relieve el esfuerzo nacional orientado por San Martín para suplir también en este aspecto, sobre la base de una organización manufacturera, las necesidades de fusiles y pistolas, contando con los pocos elementos técnicos y humanos que la sociedad de entonces podía ofrecer. Consideramos por eso que el paso más difícil de esa incipiente industria metalúrgica apenas desprendida de la labor manual de artesanía fue el de la fabricación de fusiles iniciada en los primeros días de octubre de 1810, fecha en la cual se midió “el hueco de Zamudio” situado probablemente en la esquina de las actuales calles Lavalle y Libertad en Buenos Aires, para edificar allí una fábrica de fusiles, encargando al diputado por Santa Fe, don Francisco Tarragona, su construcción y organización, contando quizás con su experiencia industrial adquirida en su fábrica de jabones de su ciudad natal.  “La planta de la fábrica fue modesta en su iniciación, Tomás Heredia, el primer operario fundió cazoletas y construyó llaves de fusil, no tenía donde colocar sus herramientas en «una pieza estrecha que habían edificado para cocina con todo el techo cayéndose ... », pero a partir de la designación de Matheu empezó a ser objeto de atención.. En febrero de 1813 se construyó un edificio de 15x4 1/3 varas para los maestros alemanes.
Holmberg, con su acostumbrada energía, durante su corto paso por la fábrica impuso una férrea disciplina de trabajo y realizó interesantes mejoras. Aumentó el número de fraguas de ocho a veinte, utilizando, para accionar sus fuelles a «veinte de los malos presidiarios».  Construyó un un edificio de «catorce varas de cuadro» para una nueva instalación de la máquina de taladrar cañones de fusil y tubos de bayonetas, a fin de poder moverlas con mulas, trabajo que hasta entonces realizaban los  esclavos.    La empresa marchó desde sus comienzos como una verdadera manufactura formada con el aporte de los pocos armeros, plateros, herreros, carpinteros, hojalateros, fundidores y artesanos radicados en la ciudad, quienes laboraban en los comienzos las distintas piezas con arreglo a tarifas determinadas.
Luego fue tomando cuerpo aumentándose el personal de la fábrica. Trabajan a jornal: 5 oficiales de fragua, 12 llaveros y compositores, 5 llaveros, 12 limadores, 2 bronceros, 7 cajeros, 1 carpintero, 1 banquetero, 6 mojadores, 4 en la máquina de taladro y 8 esclavos. Además pertenecían a la misma 1 maestro mayor, 1 mayordomo y 1 contador. En total 67 personas con un gasto semanal en sueldos y jornales de 568 pesos; en septiembre del mismo año trabajaban 144 y se invertían 1.104 pesos.
Se contrataron también especialistas en Inglaterra, entre los cuales estaban Juan Jorge Frye, Fernando Lamping, Carlos Persis y Jaime Chic. Los dos primeros, maestros alemanes con carta de ciudadanía inglesa, “fabricantes de armas y maquinistas” establecidos en Londres, llegaron a Buenos Aires en enero de 1813 para establecer una fábrica de armas en la capital y otra en Tucumán; sin embargo, fueron empleados como simples maestros hasta noviembre del mismo año, en que se les expidió despacho de maestros armeros principales.  Hasta agosto de 1811 la producción fue variada: 17 alabardas, 827 baquetas, 705 bayonetas, 2 carabinas, 238 chuzas, 826 pares de estribos, 12 fusiles, 6 pistolas y todas las herramientas y máquinas necesarias para montar la fábrica, pero a partir de esa fecha se fue acrecentando la fabricación de fusiles, carabinas, tercerolas, pistolas, bayonetas y baquetas, llegando en 1813 a producir una media mensual de 10 fusiles y 170 bayonetas.   La manufactura nacional se amplió en este aspecto a los diversos elementos componentes del arma, como lo revela una nota: “Siendo demostrada la necesidad de cubrellaves para la conservación del armamento, especialmente en un país lluvioso como Chile (si vamos a él) y no pudiendo construir aquí el grueso de los que se necesitan, así por la escasez de materiales, falta el numerario, como de artistas para la multiplicación de labores, que cargan la maestranza, he creído oportuno se sirva V. S. hacerlo así presente al gobierno para que se digne disponer la construcción en esa capital de tres mil de ellos por el modelo que dirijo a Y. S. en inteligencia que los restantes se construirán en esta ciudad.” 
Cerramos este análisis anotando que no debian ser tan inferiores las armas de fabricación nacional, elaboradas con materia prima y bajo la dirección de técnicos extranjeros, cuando corresponde a ellas producir el obsequio con que el Superior Gobierno de Buenos Aires premiaba a San Martín por uno de sus triunfos.

“Después de las altas consideraciones a que tan dignamente se ha hecho Y. S. acreedor entre los amantes de la libertad en la gloriosa campaña que acaba de traernos la restauración de ese estado, he creído justo y necesario en prueba de la gratitud de este gobierno a las fatigas y esfuerzos heroicos de V. S., disponer la pronta construcción de un par de pistolas en la fábrica de esta capital, que se le remitirá oportunamente con un sable, para que a nombre del gobierno supremo lo ciña Y. S. en defensa de los sagrados derechos de la América del Sur, gloriosamente sostenidos en ese precioso suelo, por el honor y virtudes de V. S.” (Pueyrredón a San Martín)

lunes, 13 de junio de 2016

Cristina Minutolo de Orsi nos habla de Mitre...

—Mitre, afirma nuestra entrevistada, pertenece a la generación que yo llamo de la Organización Nacional. En el exterior, sobre todo en Chile y en la República Oriental, Mitre toma conciencia de los problemas del país y a su regreso se da cuenta de lo que era necesario hacer. El objetivo clarísimo de la generación de Mitre, era organizar a la nación y él es el hombre que a través de Buenos Aires proyectará ese objetivo al interior. Su política es la de la nacionalidad: proyectar al país la revolución que los porteños hicieron contra Urquiza que para ellos siempre representó el caudillaje. En Buenos Aires la tesis mitrista se opondrá a la de Valentín Alsina. Con el objeto de que los porteños recuperaran el timón político del país, Mitre redacta el famoso manifiesto del 11 de septiembre pues entiende que si la revolución no se nacionaliza su éxito no será completo. Más adelante Urquiza llega a entender tácitamente la postura de Mitre y sacrifica su posición personal en función de lo nacional. 

¿En Pavón?
Sí. Más que en los vínculos masónicos que según algunos autores habrían llevado a Urquiza a la política de Mitre, creo en el sentido nacional que provocó un entendimiento entre ambos.

¿Hay aportes de Mitre en la Argentina actual?
Muchísimos. Mitre ha dado al país un sentido de nacionalidad y en toda su correspondencia se ve el interés en formar esa conciencia. De ahí que su Historia esté dirigida especialmente a la escuela primaria y secundaria, porque su mayor interés residía en crear a los chicos la imagen del héroe dando así a la Argentina una historia con valores trascendentes. En la actualidad, esos valores podemos reverlos desapasionadamente o interpretarlos con criterio moderno porque nuestros valores son otros, pero eso no quita al quehacer significativo de Mitre en su momento. Como toda su generación él pensaba que a la Nación había que construirla en función de Europa, fuente de progreso pero eso no implicaba de ninguna manera una renuncia a lo nacional.

¿A qué atribuye el arrastre de Mitre entre sus contemporáneos?
El Mitre del 52 es estupendo, está en su plenitud. Hasta sus opositores como Alberdi reconocen que es brillante, ágil, rápido más que inteligente. Mitre no es un hombre racionalista al estilo de Juan María Gutiérrez o Alberdi, sino un intuitivo que capta velozmente según él mismo expresa a un amigo: la intuición me ha deparado éxitos y grandes desasosiegos de espíritu. Por otra parte nunca se sintió predestinado a actuar pero siempre manifestó su contento con lo que había logrado en la vida.

¿Hay lunares en la actuación de Mitre?
No me gusta el Mitre de la Revolución del 74 que no respeta los valores que él mismo había pregonado y al no ser elegido presidente se enoja. Pero yo no creo en una historia de héroes sin mácula sino en una historia de hombres y me interesa lo positivo que realizaron.

—Aparte de los valores nacionales de la Historia escrita por Mitre, ¿qué puede decimos de su labor como historiador?
Me parece muy positiva. Mitre como historiador y como poeta demuestra un espíritu muy fino. Es cierto que se lo acusó de muchas cosas, (dice sonriendo la profesora Minutólo) entre otras de quedarse con documentos. Pero el historiador siempre se apasiona por todo lo que puede encontrar y creo que el que no tiene ese espíritu carece de la esencia de la vocación de investigador.

¿(Tuvo responsabilidades Mitre en los orígenes de la guerra del Paraguay?
Posiblemente. Mitre, después de Pavón, tenía la gran responsabilidad de organizar la nación. Para eso debía luchar con problemas internos y en especial los viejos resabios del caudillismo que de pronto trataron de apoyarse en la figura del viejo y prestigioso caudillo que era Urquiza. Mitre no ignoraba las constantes misiones diplomáticas que se enviaban del Paraguay a Urquiza y de Urquiza al Paraguay (en el archivo de Urquiza hay cartas muy interesantes al respecto que dan la certeza de que se intentaba un arreglo entre el mariscal López y el gobernador entrerriano). Tales misiones volvían a poner sobre el tapete el viejo proyecto de las Republiquetas del Plata que pondría en peligro la unión nacional. Mitre tampoco ignoraba que su ministro Elizalde habia charlado con el oriental Venancio Flores comprometiendo auxilios de armas y dinero para la revolución contra el partido blanco gobernante. En cuanto a la inminente entrada de López a Corrientes, hecho que decide la guerra del Paraguay, no podía ser desconocida por el presidente Argentino.
Utiliza a los hombres del interior que le responden, en especial a los santiagueños Antonino y Manuel Taboada. Falta dilucidar con claridad si la consigna de los jefes de la guerra de “policía’ era realmente el asesinato.  Para Mitre resulta primordial conciliar los intereses del interior con los de Buenos Aires porque puede perderse de vista el sentido de la unidad nacional. Producida ésta, se estimulan una cantidad de proyectos en el orden de la inmigración, ferrocarriles y progreso general del país.

¿Merece Mitre la jerarquía que tiene entre nuestros próceres?
No me gusta la palabra prócer porque ya he dicho prefiero la historia de hombres con todas sus dimensiones y defectos a la de héroes. Mitre es un político talentoso y merece el lugar que le ha dado nuestra historia. En el aspecto intelectual ha marcado una época. Pertenezco a la generación Joven que busca los valores positivos sobre los cuales construir el país, sin destruir lo que tenemos. Mitre ha dejado algo fundamental sobre lo cual podemos construir el futuro.

Revista Todo es Historia Numero 50 JUNIO DE 1971

viernes, 10 de junio de 2016

Belgrano y la Declaración de la Independencia

Por la Dra. Cristina Minutolo de Orsi. 
El Congreso de Tucumán, compuesto por los diputados del Alto Perú, así como los del territorio rioplatense, tuvo carácter americanista, y realizó una labor ímproba, pues se convirtió en una Asamblea Legislativa, y adoptó diversas medidas de carácter económico, político, social, educativo, religioso, etc., en medio de la gran crisis política del gobierno de Buenos Aires, y de las convulsiones internas de las distintas provincias, que entorpecieron en cierta medida, el objetivo que debía cumplir el Congreso, que dictó la Independencia para las Provincias de la América del Sud – carácter americanista del mismo, igual que su composición. La independencia de la Corona de España y toda otra dominación extranjera, con una fórmula de juramento muy particular, y que se completó con un aspecto religioso de interés poco conocido, como fue declarar Patrona Jurada de la Independencia de América, a Santa Rosa de Lima, primera Santa americana. El Congreso cumplía en parte el objetivo de la revolución de 1810, cuyo ideólogo fue Manuel Belgrano, insistiendo en el lema de la unidad como principio de identidad. Unidad que significó integración con carácter americanista. No obstante, las distintas ideologías que en esos momentos circulaban, y las interpretaciones ideológicas de los hombres educados en la Universidad de Charcas o Chuquisaca, así como de Córdoba, y un Belgrano egresado de Salamanca, única Escuela de Altos Estudios, que se pronunció ante la Corona, por la actividad que ésta tenía con respecto a los dominios de América. Fue una Escuela de Altos Estudios, que recreó el llamado Derecho de Gentes, es decir el respeto a los pueblos con distintas costumbres, religiones, etc. Aún perduran esas disposiciones.
 
Las revoluciones que se daban en el territorio americano, en principio siempre tuvieron carácter libertario ante el despotismo de las autoridades y el mal trato que ellas promovían con respeto a las distintas poblaciones, ya se tratara de naturales, mestizos, negros, criollos, etc. El proceso de revolución se va afianzando con un detonante que es la entrada de Napoleón a la Península española (brazo armado de la Revolución Francesa). Ello va a provocar levantamiento, guerra y revolución en España. Primero contra el enemigo extranjero, al cual hay que sacar de la Península, y luego una revolución contra la estructura dinástica por las abdicaciones vergonzosas y las situaciones terribles a las que había estado sometida la Península. Numerosas instituciones, llámense Juntas, Consejo de Regencia, Cortes, fueron creándose a nivel popular para dar paso a la revolución española, que emitieron Reales Ordenes, Circulares, Bandos, desde 1808 en adelante, y que llegaron indudablemente a América. Esto fue llamado el Estatuto Representativo. Podemos señalar en principio la Real Orden que establecía elección de diputados a Cortes. En América fueron establecidas las elecciones, y se eligieron diputados a Cortes. Tenemos la lista completa incluso de las provincias actuales del territorio argentino que así se comportaron. Por otra parte, las circulares de cómo se eligen los diputados a Cortes, el accionar de los Cabildos a nivel de ciudades, que va a dar lugar a las provincias en nuestro país, fueron utilizadas por los gobiernos de la Revolución de Mayo, así como la Constitución liberal de España de 1812. Sin que olvidemos el juramento de los iniciados en la Universidad de Salamanca y las distintas universidades de América, para defender el Misterio de la Purísima Concepción, que será declarada en 1854, Dogma de Fe. Esta reacción sirvió para abatir los derechos de Fernando VII, cuando este vuelve a tomar posesión de su cargo, y se convierte en déspota.
Las circulares que definen la elección de diputados a Cortes, así como la constitución liberal de 1812 en España (la famosa Pepa), promulgada el 19 de marzo, influyen sobre determinados movimientos del territorio actual argentino. Por ejemplo, Asamblea del XIII, así como la elección de diputados a la Junta, que constituyen en realidad el Derecho Patrio, y que nada tienen que ver con la legislación de Indias, que fue realmente espectacular, y que también influyó en la organización de muchos aspectos de los americanos. Las normas estaban, pero jamás se cumplieron. 
 
Pero lo más importante en lo que estoy comentando, son las circulares que definían el reconocimiento de las Cortes con respecto a América, señalando que no éramos colonias, sino Reinos, igual que los de España, y además que teníamos los americanos idénticos derechos que los de los habitantes españoles en la Península. Esto llegó tarde, pero definió la revolución. Esos dos aspectos son fundamentales porque definen la estructura de la nación hispano-americana, y aparecen entonces los proyectos al impactar contra el sistema absolutista, tanto en España como en América. Qué tipo de nación nueva debe organizarse y cómo, y el régimen de gobierno. Así se discutirán el carácter de las monarquías, el tema de la constitución, y los conflictos internos, no solo en nuestro país, sino en la misma España. Un Profesor distinguido de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Don Diego Luis Molinari, nos decía en la cátedra de Historia Argentina, al referirse a la Revolución de Mayo, que ésta vino de afuera, y que fue producto de la España invadida por Napoleón. La historiografía salteó todos estos temas interesantísimos, y que deben marcar hoy un nuevo concepto del proceso que se da de manera evidente, tanto en España como en América, además de completarse con la geopolítica de la época. Léase, para el territorio nacional, el Eje del Pacífico hacia Chile, y el Eje del Atlántico; Buenos Aires-Montevideo, así como la situación de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Portugal en Brasil, al margen de las ideas como la Revolución Francesa e Inglesa, que de una forma u otra, provocaban lo que llamaríamos de manera evidente, la Modernidad; en el aspecto social: derecho del hombre y del ciudadano; en el aspecto científico y técnico: Revolución Industrial; en lo económico; capitalismo-mercantilismo; en lo educativo y religioso; reforma y contrarreforma; en lo político; Iluminismo - Racionalismo.
Repito, Manuel Belgrano fue un hombre de la Modernidad, y toda la documentación nos remite al tema de definir los cambios que produce esta revolución entre la razón y la fe. Esto viene a cuenta del proceso que se da con los jesuitas y posteriormente, el Congreso de Viena, la Santa Alianza, y la Cuádruple Alianza en Europa. Los temas del equilibrio europeo, los intentos de lograr Congreso, como en de Paneuropa (Restauración Europea), que aquí fracasa el panamericano por haber invitado a Inglaterra y a EE.UU. Esta última potencia había sido señalada por el Conde de Aranda a Carlos III, cuando le habla de monarquías independientes en América, y del peligro de los Estados Unidos, que ya iniciaba su imperialismo.
Es un error sostener que el Congreso de Tucumán era argentino y que declaró la independencia para la Argentina. La revolución tuvo carácter continental en América, y fue precisamente Buenos Aires quien define en 1810 la revolución, que es recibida con entusiasmo en el interior de América, pues habían abortado los grandes movimientos a raíz del accionar de Lima. Pero los hombres de Buenos Aires se equivocaron, y en lugar de consensuar, mandaron expediciones militares… Bueno, esto también hay que analizarlo porque le cargaron las tintas a Castelli, olvidando que era alumno de Chuquisaca, al margen de las instrucciones.