Rosas

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viernes, 3 de junio de 2016

Se fue el más grande de todos: Muhammad Alí

Por Daniel Guiñazú

El hombre nacido como Cassius Marcellus Clay, y rebautizado cuando se convirtió en musulmán, fue enorme también por su lucha por los derechos humanos y sociales de la raza negra. Sus duelos con George Foreman y Joe Frazier fueron memorables. 

Alí acaba de tirar a Sonny Liston, en una pelea celebrada en 1964.  La noticia se esperaba para cualquier momento y desde hace años. Se sabía que era un prisionero de lujo en la cárcel, que el mal de Parkinson había construido en su propio cuerpo desde los tiempos finales de su carrera, y que actos tan naturales como el hablar y el respirar le significaban una proeza. Se había ido a vivir a Phoenix (Arizona) en la inteligencia que el clima seco abriría sus pulmones exhaustos. Pero el esfuerzo fue en vano. Cuesta pensarlo, cuesta admitirlo y cuesta aún más escribirlo. Pero ayer a los 74 años, murió el Más Grande, Muhammad Alí. Uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos. Acaso, el más grande de todos los deportistas de la historia. Un ícono del siglo 20.  Alí (nacido Cassius Marcellus Clay el 17 de enero de 1942 en Louisville, Kentucky y rebautizado luego con su nuevo nombre en 1964, cuando se convirtió en musulmán tras ganarle la corona a Sonny Liston en Miami) fue grande por lo que hizo sobre los cuadriláteros: ganó tres veces el título mundial de los pesados (1964-1967, 1974-1978 y 1978-1979) cuando este valía lo que pesaba. Y sostuvo batallas trepidantes ante Oscar Bonavena, Joe Frazier, Ken Norton, George Foreman, Earnie Shavers y Larry Holmes en las que debió atravesar sus talentos y sus propias fuerzas para poder soportarlas. Y que aún hoy, los aficionados de todo el planeta recuerdan con asombro y emoción.  Porque Alí fue un ídolo a escala mundial, tal vez el primero de todos. Hijo de su tiempo, supo explotar el amplio desarrollo tecnológico que los medios experimentaron en los ‘60. Y sus frases, sus dichos, sus polémicas, sus pensamientos más profundos, sus ocurrencias, sus grandezas y sus miserias rebotaron con fuerza en las cuatro paredes del planeta. Alí fue un ciudadano del mundo. Y a ese mundo que se había hecho más cercano le habló como nadie antes y como pocos, muy pocos, después.    Alí también trascendió al boxeo. Usó el deporte como una plataforma para expresar su pensamiento, y difundir su compromiso con causas justas. Y eso lo hizo aún más grande e importante para millones de personas en todo el mundo, que acaso no se interesaban por el pugilismo, pero si por la potencia de sus palabras y sus ideas. Alí fue ante todo un político, plenamente consciente del lugar que ocupaba en el mundo, que le puso el cuerpo a la lucha por los derechos humanos y sociales de la raza negra y de los musulmanes. Y que no tuvo empacho en pararse al lado de líderes como Malcom X y Martin Luther King, o en salir a la calle para luchar codo a codo con millones de compatriotas contra la guerra de Vietnam, en los tiempos en que era el número uno del boxeo del mundo. Lejos.  Fue tan visceral Alí en su militancia en contra de la guerra y a favor de la paz, que no dudó en entregar el título de los pesados que le había ganado el 25 de febrero de 1964 a Sonny Liston por abandono en el 7° round, en Miami. Lo había retenido siete veces y cuando parecía haber agotado la nómina de sus rivales, en abril de 1967, adujo objeciones de conciencia y desoyó una orden de reclutamiento del Ejército estadounidense para ir a Vietnam. El contraataque del establishment fue fulminante: la Justicia le canceló la licencia y la Asociación Mundial de Boxeo (por entonces, el máximo ente rector de la actividad) lo despojó de su corona. Demoraría más de tres años en volver a pelear y más de siete en volver a ser campeón.   Cuando volvió en 1970 ya no era el mismo. Aunque seguía portando todos los golpes y una técnica tan depurada que a veces parecía rozar el arte sobre el ring, sus piernas y sus brazos perdieron aquella célebre rapidez. Ya no “volaba como una mariposa y picaba como un abeja” como decía que lo hacía en los tiempos más gloriosos de su carrera. Tuvo que pelear más plantado. Y aprender a sufrir. Su capacidad para absorber el castigo y la fatiga resultó notable, casi sobrehumana. Acaso le haya costado la vida misma.  Después de noquear a Jerry Quarry y a Ringo Bonavena en 1970, Alí trató de recuperar lo que le pertenecía: el título de los pesados, en propiedad de Joe Frazier, el oponente más perfecto que pudo haber tenido. El 8 de marzo de 1971, el choque de los invictos en el Madison de Nueva York paralizó el mundo. Frank Sinatra desde el borde del ring sacó las fotos para la revista Time, y Norman Mailer se hizo cargo del comentario. Alí cayó en el 15° y último round y las tarjetas lo dieron ganador a Frazier que, dos años después, fue barrido en menos de cinco minutos por el bestial George Foreman en Kingston (Jamaica).  A Foreman, Alí lo enfrentó el 30 de octubre de 1974 en Kinshasa (Zaire), en una pelea de fábula montada por Don King y pagada por Mobutu Sese Seko, el sanguinario dictador de ese país, que tuvo que liberar a todos los presos políticos que torturaba en las mazmorras del estadio Nacional, como condición para que Alí firmara el contrato. Millones de estadounidenses se sentaron delante de las pantallas de televisión para ver como Foreman despanzurraba al otrora gran campeón. Pero después de un capo lavoro psicológico que demolió a Foreman en la previa, y un gran trabajo estratégico y de desgaste sobre el ring, Alí ganó por nocaut en el 8° asalto y se abrió paso rumbo a la leyenda.  El 24 de marzo de 1975, su combate con el mediocre Chuck Wepner en Cleveland (Ohio) motivó a un oscuro actor italoestadounidense llamado Sylvester Stallone a escribir un guión que lo hizo rico y famoso: Rocky. Y el 1° de octubre de ese año, Alí viajó hasta Manila para defender su corona ante su archirrival Frazier. La pelea, en medio del calor agobiante y húmedo del Coliseo Araneta de la capital filipina, fue (y seguirá siendo), la más dramática de todos los tiempos. Ganó Alí sólo porque al comienzo del 15° y último round, Frazier decidió abandonar 20 segundos antes de que él lo hiciera en una guerra a finish que él mismo definió como “lo más parecido a la muerte”.   Su médico de cabecera, el cubano Ferdie Pacheco, le recomendó que se retirara, que esa pelea lo había llevado más allá de sí mismo y que seguir era riesgoso para su vida y su salud. Pero Alí no le hizo caso. Y acaso sus victorias ante Ken Norton (1976) y Ernie Shavers (1977) en Nueva York hayan sido las pinceladas finales de su genio. El 15 de febrero de 1978, su derrota ante el ex campeón olímpico Leon Spinks en Las Vegas llenó al mundo de estupor y sospechas de que en realidad, había ganado una fortuna apostando en su contra. Pero el 15 de septiembre en Nueva Orleans, todo volvió a la normalidad: Alí ganó por puntos en 15 vueltas y se convirtió en el primero que se alzaba tres veces con el título que por entonces valía más que todos. Hacía rato que era un mito.   Gordo, pesado, falto de reflejos y atestado de medicamentos, el 2 de octubre de 1980 intentó en Las Vegas el milagro de la cuarta consagración frente a Larry Holmes, un ex sparring suyo que lo había sucedido como campeón. Holmes le dio una paliza inmisericorde, lo hizo abandonar en el comienzo del 11° round pero rehusó a saludarlo tras la victoria: no quiso que su ídolo lo viera llorando de dolor por haberlo vencido. Un año más tarde y cuando los síntomas primarios del mal de Parkinson eran cada vez más visibles, Alí hizo su última pelea en Nassau (Bahamas): Trevor Berbick le ganó por puntos en 10 asaltos y con casi 40 años, anunció un retiro con un record de 56 triunfos (37 antes del límite) y cinco derrotas. Debió haber sucedido cinco años antes, por lo menos.  Cuando el 19 de julio de 1996, a pesar de la rigidez de sus gestos y de sus manos temblorosas, Alí fue capaz de encender la llama olímpica de los Juegos de Atlanta, el mundo lagrimeó emocionado. Aquel muchacho de vitalidad desbordante, aquel boxeador que había emparentado la dureza de una disciplina terrible con lo más refinado del arte y que había dado lecciones de coraje sin par, aquel hombre que recorrió el mundo para exponer y defender sus convicciones personales, aquel que dijo ser el Más Grande y vivió para serlo, terminó siendo una sombra de sí mismo. La vida de Alí se fue apagando de a poco, atrapada en los laberintos del mal de Parkinson. Su legado vivirá para siempre como un ejemplo de lo que un deportista es capaz de hacer cuando nada vale más que su inmensa voluntad de triunfo.

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