Rosas

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domingo, 31 de agosto de 2014

Biguá y Eusebio de la Santa Federación

Por Daniel Chiarenza

Son famosos los bufones y locos que entretenían al gobernador Juan Manuel de Rosas: el Gran Mariscal don Eusebio, el Reverendo Padre Biguá, el loco Bautista y el Negrito Marcelino. También los llamados “locos de Rosas”, quienes, según Ramos Mejía, circulaban por la ciudad anunciando las victorias del Restaurador y difundiendo sus amenazas y propagandas (entre ellos, el Coronel Vicente González, Carancho del Monte, el Cura Gaete, etc.).  8 DE AGOSTO DE 1823: JUAN MANUEL DE ROSAS COMPRA AL BUFÓN “PATO NEGRO” BIGUÁ (MULATO, VESTIDO DE CLÉRIGO).  El Mulato Biguá (por Carlos E. Pellegrini, 1841)

"El Gran Mariscal" don Eusebio.  Aclaremos, que no es como cuentan los enemigos de Rosas que éste se divertía “a costa de”, sino “con” Eusebio y Biguá, y se reía con ellos a carcajadas de sus ocurrencias circunstanciales, algunas de ellas incentivadas por el mismo Juan Manuel, como breves parodias para ridiculizar a enemigos y adversarios.
Lo cierto es que ambos fueron protegidos de Rosas, se alojaban en Palermo de San Benito y hasta se sentaban a su misma mesa. 
Eusebio fue un soldado de Rosas, que mal herido en una refriega de un golpe en la cabeza por proteger a Rosas, tuvo consecuencias neurológicas. Rosas, lejos de abandonarlo, lo adoptó junto a Biguá, con quienes gastaba bromas a amigos y enemigos, según las descripciones más escépticas de quienes conocían el carácter burlón de Rosas.
Estos locos o bufones fueron poco menos que “naturales” en todas las cortes europeas y recordemos que respondían a una morbosa necesidad social que hoy continúa lamentablemente en los seguidores de Tinelli y de Lanata.
El historiador Vicente Fidel López cuenta que para una reunión con Estanislao López y el padre José de Amenábar, Rosas vistió a Eusebio con ropas episcopales y lo presentó como Obispo de las Balchitas.
En otra oportunidad Rosas lo vistió con ropas de Embajador para ridiculizar a los representantes ingleses durante el bloqueo anglo francés al puerto de Buenos Aires.
Durante la tensión de la Confederacíon con la potencias extranjeras, Rosas invitó a Palermo a los “bonoleros” para anunciarles que reanudaría el pago de cuotas de la deuda contraída por Rivadavia por el empréstito Baring. Invitados a la residencia de Palermo de San Benito, Rosas les anunció formalmente con cortesía:
Vamos a ir al grano directamente –les anunció Rosas- Los he citado en su carácter de representantes del Río de La Plata de los tenedores de bonos correspondientes al empréstito británico, es decir los “bonoleros”.
“Bonehorders, señor Gobernador” –le observó un representante- pero Rosas, haciendo caso omiso a la observación continuó:
De aquí en más la Confederación Argentina, cuya jefatura ejerzo con la aprobación de todas las provincias que la componen, comenzará a pagar a todo “bonolero” sus intereses correspondientes y que por distintos motivos no habían podido cobrar hasta la fecha.
Ante el murmullo de los representantes, se escuchó decir a uno:
Nos alegramos enormemente por la decisión y se lo agradecemos, señor Gobernador.
¿Agradecer? Por favor caballeros, yo soy quien en nombre de gobierno argentino debo pedirles disculpas por la demora en dar satisfacción a reclamos tan justos como los vuestros, pero ya lo dice el refrán: “más vale que nunca”.
Entonces Rosas tose, y como habían acordado previamente con Manuelita, se abre la puerta y entran los bufones. Biguá corre a Eusebio con un revolver de madera:
Pero...¿quién les ha dado permiso para entrar en mi despacho –fingiendo sorpresa y disgusto- Caballeros, les ruego disculpen la intromisión.
- ¡Dame todos los Patacones que llevás encima, gaucho atorrante! –le dice a Eusebio Biguá, imitando el acento gringo.
Si, mister, tome, esto es lo único que tengo – dice Eusebio fingiendo estar asustado, y ofreciendo unas piedritas por monedas.
No me alcanzan, necesito más –amenazando a Eusebio con el revolver de madera- ¡Arriba las manos y entrégueme todos los patacones, gaucho apestoso!
Pero míster, si usted me acaba de robar, no tengo nada para darle...
¿Y entonces como hacemos? – ambos fingen pensar.
- Ya se –dice Eusebio- tengo una idea. Déme su revolver, y yo robo a otro, así usted me puede robar a mi. ¿De acuerdo?
Biguá entrega el revolver y Eusebio se dirige a uno de los “bonoleros” y apuntándole con el arma:
Arriba las manos, míster, entrégueme todas sus monedas.
Rosas ríe festejando la actuación y los hace retirar con un ademán, mientras los representantes sorprendidos se mantenían serios.
Sepan disculpar a estos entrometidos.
¿Desde cuando comenzará a aplicarse la medida? –pregunta un ingles.
Desde hoy mismo, de manera que ya mañana podrán pasar por la Tesorería Nacional a cobrar los intereses de sus representados.
Hoy, sin tardanza, escribiremos a Londres comunicando la buena nueva –dice eufórico uno de los representantes.
Rosas entonces se despide, dando por terminada la reunión:
Muy bien, señores, asuntos de Estado reclaman mi atención, de manera que me veo obligado a despedirme de ustedes. Si lo desean, mi hija Manuelita tendrá mucho gusto de en enseñarles los jardines de esta casa.
Los bonoleros se despiden satisfechos, y cuando están por salir, Rosas los detiene:
- Ah, caballeros, olvidaba decirles algo: nuestra voluntad de pagar dichos intereses es tan férrea que solo podrá alterare por causas de fuerza mayor.
¿Qué causas, por ejemplo? –pregunta intrigado un representante.
No tienen porque preocuparse –acota Rosas- porque deberían producirse circunstancias altamente improbables; por ejemplo una intervención extranjera en contra de nuestro país.


Bajo un ¿presuntuoso? rigor científico el Dr. José María Ramos Mejía editó en 1915 en Buenos Aires el libro “Las neurosis de los hombres célebres", curioso tratado que realmente ocultaba su profundo antirrosismo y lo que es peor un insoportable tufo antipopular, pero sirva como “nota de color”:
Dr. José María Ramos Mejía, un psiquiatra que se jactaba de conocer también "el alma" de sus analizados literariamente.
“En mil ochocientos treinta y ocho –agrega Rivera Indarte en Rosas y sus opositores- espiró su inquieta mujer. En sus últimos momentos se vio rodeada, no de profesores que aliaran los dolores de su cuerpo, ni de la amistad, ni de la religión, sino de una profunda y desesperada soledad, interrumpida por las risas y obscenidades de los bufones del Tirano. Ellos le aplicaban algunas medicinas y muchas veces desgarraba los oídos de la pobre enferma, la voz satírica de su marido que gritaba a alguno de los locos. La infeliz se sintió morir y pidió un padre para confesarse. Cuando le avisaron que había expirado, mando a venir un clérigo para que le pusiera la extremaunción, y para que no creyera que el óleo santo se derramaba sobre un cadáver, y sí sobre un moribundo, uno de los locos, puesto debajo de la cama en que estaba el cadáver, le hacía hacer movimientos, pero con tal torpeza, que el sacerdote, después de haber fingido que nada comprendía, salió espantado de aquella caverna de impiedad y reveló la escena infernal en que había sido involuntario actor, a un eclesiástico venerable de cuyos labios tenemos esta relación [Rivera Indarte]. Al día siguiente de su muerte se encerró en su cuarto con Viguá y Eusebio y lloraba a gritos la muerte de su Encarnación. En algunos momentos daba tregua a su dolor, pegaba una bofetada a uno de aquellos y con voz doliente preguntábales: ¿Dónde está la heroína? –Está sentada a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, -respondía Viguá, y volvían a llorar.
Los antirosistas en este caso los testimonios de Vicente Fidel López y de José María Ramos Mejía se dedicaron a inventar historias perversas acerca de los bufones de Rosas, pero omiten decir que, retirado Rosas, nadie los tomó a su cargo ni se ocupó de ellos.  Eusebio murió en 1873 en el hospital de hombres de Buenos Aires.

Prof. Jaime González Polero: (11 – 9- 1929-2000) 85 años de su nacimiento



 Por Carlos De Santis
Jaime González Polero fue el primer secretario del Instituto Juan Manuel de Rosas de San Martín fundado en el año 1947. “Desde temprana edad con mucho  esfuerzo se sumó al grupo de personas que pretendían sacar de la oscuridad la verdad histórica que pregonaba el Revisionismo Histórico” (Periodico El gran americano, Nov 2006:16 Editado por el Instituto de I.H.JM de Rosas de Gral. San Martín)). González Polero impulsó “fervientemente” la compra que se hizo en 1993 del actual Museo Municipal Casa de Rosas y fue su primer director entre los años 1992-1999. La nueva sala-auditorio de conferencias del museo, inaugurada durante el año 2006, lleva su nombre para rendirle tributo. 
Tanto la compra de la casa-museo como la realización del libro Historia del Pueblo de Gral. San Martín, se transformaron en apoyos contundentes al Instituto de I.H.JM de Rosas de Gral. San Martín y González Polero lideró y desarrollo durante su vida aquellas importantes realizaciones.
El Profesor González Polero se propuso y lo logró continuar las huellas de sus antecesores registrando el “protagonismo” de los sanmartinenses en los acontecimientos que insertaron al pueblo en la Historia Argentina: el lector tendrá una visión del rico historial y su mensaje para el presente y el futuro de los que nacieron u optaron por esta Patria Chica, reconocida como Ciudad de la Tradición” (G. Polero, 1996: 4).-
El texto de su libro constituye para los lectores, los historiadores y en especial los revisionistas un importante espacio político que les permite poner en primer plano sus interpretaciones históricas, y desarrollar en  el mismo, puntuales y fundamentales relatos documentales que importan a la cultura, historia y tradición del pueblo de Gral. San Martín.-
Amigo y maestro en igual porcentaje,  difundió el pensamiento y obra de Juan Manuel de Rosas, aquel al que se le negó, y se le niega, el título de prócer, por la eterna voluntad de quienes creen que la firmeza en el mando es un pecado, ejerciendo constantemente el anacronismo, que como sabemos, es una forma de la mentira
                Fue fundador, Secretario y presidente del instituto de Instituto de Investigaciones. Históricas Juan Manuel de Rosas de San Martín. Escritos.- Fue asesor de instituciones, de sindicatos y políticos, desarrolló importantes  encuentros de historia en organismos públicos y privados, fundador  del instituto Rosas y creador de la Casa de Rosas ambos de Gral. San Martín (Actual museo Rosas Regional) y asimismo,  escritor de numerosos artículos y publicaciones: su Libro: “La Historia del Partido de Gral. San Martín”.-
Sus alumnos y discípulos y amigos lo  recordaran siempre como una obligación personal y moral de todos los que aprendimos de sus enseñanzas y compartimos una parte de su vida.
PROFESOR, MAESTRO Y AMIGO.-

viernes, 29 de agosto de 2014

Carta de la Hacienda de Figueroa

Hacienda de Figueroa, en San Antonio de Areco, diciembre 20 de 1834.

Mi querido compañero, señor D. Juan Facundo Quiroga.  Consecuente con nuestro acuerdo, doy principio por manifestarle haber llegado a creer que las disensiones de Tucumán y Salta, y los disgustos entre ambos Gobiernos, pueden haber sido causados por el ex Gobernador D. Pablo Alemán, y sus manipulantes.  Este fugó al Tucumán, y creo que fue bien recibido, y tratado con amistad por el señor Heredia.  Desde allí maniobró una revolución contra Latorre, pero habiendo regresado a la frontera de Rosario para llevarla a efecto, saliéndole mal la combinación fue aprendido, y conducido a Salta.  De allí salió bajo fianza de no volver a la Provincia y en su tránsito por el Tucumán para ésta, entiendo que estuvo en buena comunicación con el señor Heredia.  Todo esto no es extraño, que disgustase a Latorre, ni que alentase el partido de Alemán, y en tal posición los unitarios, que no duermen, y están como el lobo acechando los momentos de descuido o distracción, infiriendo al famoso estudiante López, que estuvo en el Pontón, han querido sin duda aprovecharse de los elementos que les proporcionaba este suceso para restablecer su imperio.  Pero de cualquier modo que esto haya sucedido me parece injusta la indemnización de daños y perjuicios que solicita el señor Heredia.  El mismo confiesa en sus notas oficiales a este Gobierno y al de Salta, que sus quejas se fundan en indicios y conjeturas, y no en hechos ciertos e intergiversibles, que alejen todo motivo de duda sobre la conducta hostil que le atribuye a Latorre.  Siendo esto así, él no tiene por derecho de gentes más acción que a pedir explicaciones, y también garantías, pero de ninguna manera indemnizaciones.  Los negocios de Estado a Estado no se pueden decidir por las leyes que rigen en un país para los asuntos entre particulares, cuyas Leyes han sido dictadas por circunstancias y razones que sólo tienen lugar en aquel Estado en donde deben ser observadas.  A que se agrega que no es tan cierto, que por solo indicios y conjeturas, se condene a una persona a pagar indemnizaciones a favor de otra.  Sobre todo debe tenerse presente que, aun cuando esta pretensión no sea repulsada por la justicia, lo es por la política.  En primer lugar sería un germen de odio inextinguible, entre ambas Provincias, que más tarde o más temprano de un modo o de otro, podría traer grandes males a la República.  En segundo, porque tal ejemplar abriría la puerta a la intriga y mala fe para que pudiesen fácilmente suscitar discordias entre los Pueblos, que sirviesen de pretexto para obligar a los unos a que sacrifiquen su fortuna en obsequio de los otros.  A mi juicio, no desentiende de los cargos que le hace Latorre por la conducta que observó con Alemán cuando éste, según se queja el mismo Latorre, desde el Tucumán le hizo una revolución sacando los recursos de dicha provincia a ciencia y paciencia de Heredia, sobre lo que inculca en su proclama publicada en la Gaceta del jueves que habrá usted leído.

 La justicia tiene ciertamente dos orejas, y es necesario para buscarla que desentrañe las cosas desde su primer origen.  Y si llegase a probar de una manera evidente con hechos intergiversibles, que alguno de los dos contendientes ha traicionado abiertamente la causa Nacional de la Federación, yo en el caso de usted propendería a que dejase el puesto.


Considerando excusado extenderme sobre algunos otros puntos, porque según el relato que me hizo el señor Gobernador de ellos, están bien explicados en las instrucciones, pasarse al de la Constitución.

Me parece que al buscar usted la paz y orden desgraciadamente alterados, el argumento más fuerte, y la razón más poderosa que debe usted manifestar a esos señores Gobernadores y demás personas influyentes, en las oportunidades que se presenten aparentes, es el paso retrógrado que ha dado la Nación, alejando tristemente el suspirado día de la gran obra de la Constitución Nacional.  ¿Ni que otra cosa importa, el estado en que hoy se encuentra toda la República?  Usted y yo diferimos a que los pueblos se ocupasen de sus constituciones particulares, para que después de promulgadas entrásemos a trabajar los cimientos de la gran Carta Nacional.  En este sentido ejercitamos nuestro patriotismo e influencia, no porque nos asistiere un positivo convencimiento de haber llegado la verdadera ocasión, sino porque estando en paz la República, y habiéndose generalizado la necesidad de la Constitución, creíamos que debíamos proceder como lo hicimos, para evitar mayores males.  Los resultados lo dicen elocuentemente los hechos, los escándalos que se han sucedido, y el estado verdaderamente peligroso en que hoy se encuentra la República, cuyo cuadro lúgubre nos aleja toda esperanza de remedio.

Y después de todo esto, de lo que enseña y aconsejan la experiencia tocándose hasta con la luz de la evidencia, ¿habrá quien creerá que el remedio es precipitar la Constitución del Estado?  Permítame usted hacer algunas observaciones a este respecto, pues aunque hemos estado siempre acorde en tal elevado asunto, quiero depositar en su poder con sobrada anticipación, por lo que pueda servir, una pequeña parte de lo mucho que me ocurre y que hay que decir.

Nadie, pues, más que usted y yo podrá estar persuadido de la necesidad de la organización de un Gobierno General, y de que es el único medio de darle ser, y respetabilidad a nuestra República.  Pero ¿quién duda que éste debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución?  ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección?  ¿Quién para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita, primeramente bajo una forma regular y permanente, las partes que deben componerlo?  ¿Quién forma un ejército ordenado con grupos de hombres, sin jefes, sin oficiales, sin disciplina, sin subordinación, y que no cesan un momento de acecharse y combatirse contra sí, envolviendo a los demás en sus desórdenes?  ¿Quién forma un ser viviente, y robusto con miembros muertos y dilacerados, y enfermos de la más corruptora gangrena, siendo así que la vida y robustez de este nuevo ser en complejo no puede ser sino la que reciba de los propios miembros de que haya de componer?  Obsérvese que una muy clara y dolorosa experiencia nos ha hecho ver prácticamente que es absolutamente necesario entre nosotros el sistema federal, porque otras cosas, razones de sólido poder, carecemos totalmente de elementos para un Gobierno de verdad.  Obsérvese que el haber predominado en el país una facción que se hacía la sorda al grito de esta necesidad ha destruido y aniquilado los medios y recursos que teníamos para proveer a ella porque ha irritado los ánimos, descarriando las opiniones, puesto en choque los intereses particulares, propagando la inmoralidad y la intriga y fraccionando en bandas de tal modo la sociedad, que no ha dejado casi reliquias de ningún vínculo, extendiéndose su furor a romper hasta el más sagrado de todos, y el único que podría servir para restablecer los demás, cuales el de la religión; y que en este lastimoso estado es preciso crearlo todo de nuevo. Trabajando primero en pequeño; y por fracciones para entablar después un sistema general que lo abrace todo.

Obsérvese que una República Federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga de Estados bien organizados en sí mismos, porque conservando cada uno su soberanía e independencia, la fuerza del poder general con respecto al interior de la República, es casi ninguna, y su principal y casi toda la investidura, es de pura representación para llevar la voz a nombre de todos los estados confederados en sus relaciones con las naciones extranjeras; por consiguiente si dentro de cada estado en particular, no hay elementos de poder para mantener el orden respectivo, la creación de un Gobierno General representativo no sirve más que para poner en agitación a toda la República a cada desorden parcial que suceda, y hacer que el incendio de cualquier estado se derrame por todos los demás.  Así es que la República de Norte América no ha admitido en la Confederación los nuevos pueblos y provincias que se han formado después de su independencia, sino cuando se han puesto en estado de regirse por sí solos, y entre tanto, los ha mantenido sin representación en clase de estado; considerándolos como adyacentes de la República.

Después de esto en el estado de agitación en que están los pueblos contaminados todos de unitarios, de logistas, de aspirantes de agentes secretos de otras naciones y de las grandes logias que tienen en conmoción a toda la Europa.  ¿Qué esperanzas puede haber de tranquilidad y calma al celebrar los pactos de la Federación, primer paso que debe dar el Congreso Federativo?  ¿En el estado de pobreza en que las agitaciones políticas han puesto a todos los pueblos?  ¿Quiénes, ni con qué fondos podrán costear la reunión y permanencia de ese Congreso, ni menos de la Administración General?  ¿Con qué fondos van a contar para el pago de la deuda exterior nacional invertida en atenciones de toda la República, y cuyo cobro será lo primero que tendrá encima luego que se erija dicha administración?  Fuera de que si en la actualidad apenas se encuentran hombres para el gobierno particular de cada provincia, ¿de dónde se sacarán los que hayan de dirigir toda la República?  ¿Habremos de entregar la Administración General a ignorantes, aspirantes, unitarios y a toda clase de bichos?  ¿No vimos que la constelación de sabios no encontró más hombres para el Gobierno General que a don Bernardino Rivadavia, y que éste no pudo organizar su ministerio sino quitándole el cura a la Catedral, y haciendo venir de San Juan al doctor Lingotes para el Ministerio de Hacienda, que entendía de este ramo lo mismo que un ciego de nacimiento entiende de astronomía?  Finalmente, a vista del lastimoso cuadro que presenta la República, ¿cuál de los héroes de la Federación se atreverá a encargarse del Gobierno General?  ¿Cuál de ellos podrá hacerse de un cuerpo de representantes y de ministros, federales todos, de quienes se prometa las luces y cooperación necesaria para presentarse con la debida dignidad, salir airoso del puesto, y no perder en él todo su crédito y reputación?  Hay tanto que decir sobre este punto que para solo lo principal y más importante sería necesario un tomo que apenas se podría escribir en un mes.

El Congreso General debe ser convencional y no deliberante, debe ser para estipular las bases de la Unión Federal, y no para resolverlas por votación.  Debe ser compuesto de Diputados pagados y expensados por sus respectivos pueblos, y sin esperanza de que uno supla el dinero a otros porque esto que Buenos Aires pudo hacer algún tiempo, le es en el día absolutamente imposible.  Antes de hacerse la reunión, debe acordarse entre los Gobiernos, por unánime advenimiento, el lugar donde ha de ser y la formación del fondo común, que haya de sufragar a los gastos oficiales del Congreso, como son los de casa, muebles, alumbrado, secretarios, escribientes, porteros, ordenanzas y demás de oficina; gastos que son cuantiosos y mucho más de lo que se creen generalmente.  En orden a las circunstancias del lugar de la reunión debe tenerse cuidado que ofrezca garantías de seguridad y respecto a los D.D. cualquiera que sea su manera de pensar y discurrir, que sea sano, hospitalario y cómodo porque los D.D. necesitan largo tiempo para expedirse.  Todo esto es tan necesario cuanto que de lo contrario muchos sujetos de los que sería preciso que fuesen al Congreso se excusarán o renunciarán después de haber ido, y quedará reducido a un conjunto de imbéciles sin talento, sin saber, sin juicio y sin práctica en los negocios de Estado.  Si se me preguntase dónde está hoy ese lugar, diré que no sé, y si alguno contestase que en Buenos Aires, yo diría que tal elección sería el anuncio cierto del desenlace más desgraciado y funesto a esta ciudad, y a toda la República.  El tiempo, el tiempo sólo a la sombra de la paz, y de la tranquilidad de los pueblos, es el que puede proporcionarlo y señalarlo.  Los D.D. deben ser federales a prueba, hombres de respeto, moderados circunspectos y de mucha prudencia y saber en los ramos de la Administración Pública, que conozcan bien a fondo el estado y circunstancia de nuestro país, considerándolo en su posición interior bajo todos los aspectos, y en la relativa a los demás estados vecinos, y a los de Europa con quienes está en comercio, porque hay grandes intereses y muy complicados que tratar y conciliar, y a la hora que vayan dos o tres diputados sin estas cualidades, todo se volverá un desorden, como ha sucedido siempre, esto es, si no se convierte en una Zanda de pillos, que viéndose colocados en aquella posición, y sin poder cosa alguna de provecho para el país, traten de sacrificarlo a beneficio suyo particular, como lo han hecho nuestros anteriores Congresos, concluyendo sus funciones con disolverse, llevando los D.D. por todas partes del chisme, la mentira, la patraña y dejando envuelto al país en un mare magnun de calamidades de que jamás pueda repararse.

Lo primero que debe tratarse en el Congreso no es, como algunos creen, de la erección del Gobierno General, ni del nombramiento del jefe supremo de la República.  Esto es lo último de todo.  Lo primero es donde ha de continuar sus secciones el Congreso, si allí donde está o en otra parte.  Lo segundo es la Constitución General principiando por la organización que habrá de tener el Gobierno General, que explicará de cuántas personas se ha de componer ya en clase de Jefe Supremo, ya en clase de Ministros y cuáles han de ser sus atribuciones, dejando salva la soberanía e independencia de cada uno de los Estados Federales.

Cómo se ha de hacer la elección, y qué calidades han de concurrir en los elegibles; en dónde ha de residir este Gobierno, y qué fuerza de mar y tierra permanente en tiempo de paz es la que debe tener, para el orden, seguridad y respetabilidad de la República.

El punto sobre el lugar de la residencia del Gobierno suele ser de mucha gravedad, y trascendencia por los celos y emulaciones que esto excita en los demás pueblos, y la complicación de funciones que sobrevienen en la Corte o Capital de la República con las autoridades del Estado particular a que ella corresponde.  Son estos inconvenientes de tanta gravedad que obligaron a los Norte Americanos a fundar la ciudad de Washington, hoy Capital de aquella república, que no pertenece a ninguno de los Estados confederados.

Después de convenida la organización que ha de tener un Gobierno, sus atribuciones, residencia y modo de erigirlo, debe tratarse de crear un fondo nacional permanente que sufraga a todos los gastos generales, ordinarios y extraordinarios, y el pago de la deuda nacional, bajo el supuesto que debe pagarse tanto la exterior como la interior, sean cuales fueren las causas justas o injustas que la hayan causado, sea cual fuere la administración que haya habido de la hacienda del Estado, porque el acreedor nada tiene que ver con esto, que debe ser una cuestión para después.  A la formación de este fondo, lo mismo que con el continente de tropa para la organización de Ejército Nacional, debe contribuir cada Estado Federado en proporción a la población cuando ellos de común acuerdo no toman otro arbitrio que crean más aceptable a sus circunstancias; pues en orden a esto hay regla fija y todo depende de los convenios que hagan cuando no crean conveniente seguir la regla general, que arranca del número proporcionado de población.  Los Norte Americanos convinieron en que formasen este fondo de derechos de Aduana sobre el comercio de ultramar, pero fue porque todos los Estados tenían puertos exteriores –no habría sido así en caso contrario, porque entonces unos serían los que pagasen y otros no-.  A que se agrega que aquel país, por su situación topográfica, es en la principal y mayor parte marítimo como se ve a la distancia por su comercio activo, el número crecido de sus buques mercantes y de guerra construidos en la misma República, y como que esto era lo que más gastos causaba a la República en general, y lo que más llamaba su atención, por todas partes, pudo creerse que debía sostenerse con los ingresos de derechos que produjesen el Comercio de ultramar o con las Naciones extranjeras.
 
Al ventilar estos puntos, deben formar parte de ellos los negocios del Banco Nacional, y de nuestro papel moneda que todo él forma una parte de la deuda nacional a favor de Buenos Aires, deben entrar en cuenta nuestros fondos públicos y la deuda de Inglaterra, invertida en la guerra nacional con el Brasil, deben entrar los millones gastados en la reforma militar, los gastos en pagar la deuda reconocida que había hasta el año de ochocientos veinte y cuatro, procedente de la guerra de la independencia, y todos los demás gastos que ha hecho esta provincia con cargo de reintegro en varias ocasiones como ha sucedido para la reunión y conservación de varios congresos generales.

Después de establecidos estos puntos, y el modo como pueda cada estado federado crearse sus rentas particulares sin perjudicar los intereses generales de la República, después de todo esto, es cuando recién procederá al nombramiento del Jefe de la República y erección del Gobierno General.  ¿Y puede nadie concebir que en el estado triste y lamentable en que se halla nuestro país pueda allanarse tanta dificultad, ni llegarse al fin de una empresa tan grande, tan ardua, y que en tiempos los más tranquilos y felices, contando con los hombres de más capacidad, prudencia y patriotismo, apenas podría realizarse en dos años de asiduos trabajos?  ¿Puede nadie que sepa lo que es el sistema federativo persuadirse que la creación de un gobierno general bajo esta forma atajará las disensiones domésticas de los pueblos?  Esta persuasión o triste creencia de algunos hombres de buena fe es la que da anza a otros pérfidos y alevoso que no la tienen o que están alborotando los pueblos con el grito de Constitución para que jamás haya paz, ni tranquilidad, porque en el desorden es en lo que únicamente encuentran su modo de vivir.  El Gobierno General en una República Federativa no une los Pueblos Federados, los representa unidos; no es para unirlos, es para representarlos en unión ante las demás Naciones; él no se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados ni decide las contiendas que se susciten entre sí.  En el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y en el segundo la misma Constitución tiene provisto el modo cómo se ha de formar el tribunal que debe decidir.  En una palabra, la unión y tranquilidad crea el Gobierno General, la desunión lo destruye, él es la consecuencia, el efecto de la unión, no la causa, y si es sensible su falta, es mucho mayor su caída, porque nunca sucede esto sino convirtiendo en escombros toda la República.  No habiendo, pues, hasta ahora entre nosotros, como no hay, unión y tranquilidad, menos mal es que no exista que sufrir los estragos de su disolución.

¿No vemos todas las dificultades invencibles que toca cada Provincia en particular para darse Constitución? ¿Y si no es posible vencer estas solas dificultades, será posible vencer no sólo éstas sino las que presenta la discordia de unas Provincias con otras, discordia que se mantiene como acallada y dormida mientras cada una se ocupa de sí sola, pero que aparece al instante como una tormenta general que resuena por todas partes con rayos y centellas desde que se llama a Congreso General?

Es necesario que ciertos hombres se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a efecto, envolverán la República en la más espantosa catástrofe, y yo desde ahora pienso que si no queremos menoscabar nuestra reputación ni mancillar nuestras glorias, no debemos prestarnos por ninguna razón a tal delirio, hasta que dejado de serlo por haber llegado la verdadera oportunidad veamos indudablemente que los resultados han de ser la felicidad de la Nación.  Si no pudiésemos evitar que lo pongan en planta, dejemos que ellos lo hagan “enora” buena, pero procurando hacer ver al público que no tenemos la menor parte en tamaños disparates, y si no lo impedimos es porque no nos es posible.

La máxima de que es preciso ponerse a la cabeza de los pueblos cuando no se les pueda hacer variar de resolución, es muy cierta; mas es para dirigirlos en su marcha, cuando ésta es a buen rumbo, pero con precipitación o mal dirigida: o para hacerles variar de rumbo sin violencia y por un convencimiento práctico de la imposibilidad de llegar al punto de sus deseos.  En esta parte llenamos nuestro deber, pero los sucesos posteriores han demostrado a la clara luz que entre nosotros no hay otro arbitrio que el de dar tiempo a que se destruyan en los Pueblos los elementos de discordia, promoviendo y fomentando cada Gobierno por sí el espíritu de paz y tranquilidad.  Cuando éste se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas por medio de las  cuales sin bullas ni alborotos, se negocia amigablemente entre los Gobiernos, hoy esta base, mañana la otra hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo, y no tenga más que marchar llanamente por el camino que se le haya designado.  Esto es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo y tener que formarnos del seno de la nada.

Adiós, compañero.  El Cielo tenga piedad de nosotros, y dé a usted salud, acierto y felicidad en el desempeño de su comisión, y a los dos, y demás amigos, iguales goces, para defendernos, precavernos y salvar a nuestros compatriotas de tantos peligros como nos amenazan.

Juan Manuel de Rosas

YA SE FUE, YA SE FUE / EL BURRITO CORDOBÉS.



Por Juan Carlos Serqueiros


"Vengan cien mil suscripciones / y afuera las subvenciones." (Lema de la revista Don Quijote)



En 1890, al renunciar el presidente Juárez Celman, las gentes en las calles cantaban al ritmo del pan francés: "Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés".

El apodo (se lo había puesto en el semanario Don Quijote su director y propietario, Eduardo Sojo, y se agregaba al de farolero con el que previamente lo había "bautizado" el periódico El Mosquito a raíz de una manifestación nocturna que en apoyo a su candidatura había organizado Estanislao Zeballos, en la cual los concurrentes portaban faroles) fue popularmente festejado y todo el mundo (todo el mundo en Buenos Aires, quiero decir; porque había un para nada velado trasfondo porteño localista de rechazo y desdén hacia el provincianito) empezó a llamar "burrito cordobés" a Juárez Celman.  Y así lo dibujaban en Don Quijote, como podemos apreciar en estas imágenes en las que vemos al burrito cordobés con su recién nombrado jefe de policía, coronel Alberto Capdevila; con Roca (representado como un zorro) y montado por un mono con la cara de Ramón J. Cárcano, en sendas ilustraciones de Eduardo Sojo (que firmaba como Demócrito); y como estatua ecuestre en la otra, que es autoría de José María Cao (Demócrito II):  También solía aparecer como un monarca oriental, con un farol en la cabeza y orejas de burro: no sólo a Juárez Celman se caricaturizaba, criticaba, denigraba y ridiculizaba en Don Quijote; como podemos notar en esta ilustración (obra de Sojo en 1887) alusiva a la inicua entrega del Ferrocarril Central Norte a los capitales ingleses, en la cual aparece como payaso el ministro "Lata" (¿Eduardo Wilde?), hundiendo un enorme clavo en la República, a la cual se muestra encadenada y vestida con una túnica en la que puede leerse "vergüenza patria":   

Había más, como por ejemplo una alegórica a la Pasión cristina, en la que se mostraba a un Juárez Celman sádico azotando con un cilicio a una República que aparece no exenta de cierto erotismo, inerme, atada a una columna, desnuda, con medias, ligas y tacones.

 O esta otra en la que aparecía caricaturizado junto a diversos políticos del gobierno y del congreso, apoderándose del oro que lanzaba por la boca una figura femenina que representaba a Buenos Aires en tanto capital, a la cual torturaban con una prensa, todo en obvia alusión a los negociados con las obras públicas que se le achacaban al juarismo.




Esta última fue la que provocaría que en una reacción que tuvo todo de bárbara e inconstitucional, la cámara de diputados del Congreso de la Nación, a moción del inefable Lucio V. Mansilla (quien lo llamó "galleguito" y dijo que antes, él mismo había "comprado" su pluma para hacerla trabajar por la candidatura de Dardo Rocha), en setiembre de 1887 decretara que Sojo fuera preso hasta que finalizara el período de sesiones de ese año.

Fue un escándalo. ¡El poder legislativo avanzando sobre la libertad de prensa y atribuyéndose la potestad de hacer encarcelar a un periodista! ¡Inaudito e inadmisible! Sojo recurrió a la justicia y fue liberado; pero los ataques del juarismo sobre Don Quijote no se detuvieron.La prensa y la opinión pública se pusieron de parte del semanario, que aumentó su tirada de 15.000 ejemplares a 30.000. En los días posteriores a la Revolución del 90 llegaría a tirar 60.000, y se produjo frente a su redacción una manifestación multitudinaria vivando a su director.  Sin dudas Don Quijote fue un factor que contribuyó y no poco, al descrédito del juarismo (y la actitud de éste frente a la cuestión, fue lisa y llanamente demencial); pero sostener, como muchos lo han hecho, que el periódico (al que se le atribuyeron -y era cierto- simpatías por los cívicos) tuvo una influencia y un protagonismo decisivos en la caída del gobierno, es ir demasiado lejos en la simplificación de las cosas.

Juárez Celman no se vio obligado a renunciar -al menos, no sólo por eso- por la feroz crítica de un periódico, ni la corrupción generalizada en su administración, ni los abusos de poder en que incurrió; 

"En política, como en todas las cosas, no hay falta que tarde o temprano no se pague." (Julio A. Roca en carta a Agustín de Vedia, 1887)

 A fuerza de machacar con el apodo que le puso Don Quijote y la abundante iconografía del burrito cordobés, la imagen que ha llegado a nuestros días de Juárez Celman es la de un sujeto de escaso o nulo intelecto y carente de patriotismo. Pero hay un problema: no es la que se corresponde con la realidad.    Perteneciente a una linajuda familia cordobesa, había abrevado en las fuentes del positivismo liberal y abrazado esas ideas con ardor. No le faltaban ambición, empuje y habilidad, y había hecho en Córdoba una más que buena gobernación tras la cual fue designado senador por su provincia. Su aspiración -a todos inocultada, por otra parte- era presidir la Nación, para lo cual se valdría del por entonces primer mandatario: su concuñado Julio A. Roca (ambos estaban casados con mujeres de la familia de los Funes: con Elisa, Juárez Celman; y con Clara, el Zorro).

En su Soy Roca, Félix Luna hace aparecer a éste como no teniendo nada que ver, como resignándose a la candidatura de su hermano político porque no le quedaba otro remedio. Se trata de una mentirita piadosa, una gentileza del bueno de don Luna, tan acostumbrado él a no andar parándose en pelillos de exactitud histórica a la hora de las amabilidades o los denuestos (como cuando escribió, refiriéndose a la gira europea de Eva Perón, "se nota que ha peculiado mucho", ¿se acuerda, Félix?; yo no me olvido). En fin, son esas cositas de la "novela histórica" (?). Y de las miserias humanas. 

La verdad es que el "gran culpable" de que Juárez Celman haya llegado a la presidencia de la República no fue otro que Roca; quien ya por el 13 de junio de 1882 le escribía a su concuñado tranquilizándolo y dándole las más absolutas seguridades de que lo llevaría a la más alta magistratura del país:

 ... Cualquier cosa que suceda y cualquiera sea mi conducta, debe usted estar persuadido de que soy siempre su mejor amigo y que nunca he de hacer nada que pueda verdaderamente dañarlo en lo más mínimo...

 Clarísimo, ¿no? E ilevantable. Después de derribar, por medios más o menos sutiles, las candidaturas de Benjamín Victorica y Bernardo de Irigoyen; Roca dejó en pie la de Juárez. Los de la liga de gobernadores, con alguna que otra excepción, se apresuraron a ponerse al lado del caballo del comisario

Decía antes que Juárez Celman no era bruto ni carente de patriotismo; fallaba el político porque fallaba el hombre. Tan simple (e irremediable) como eso. Pero no fallaba por cuestiones relativas a su intelecto ni por no experimentar el sentimiento de nacencia y pertenencia en y a, este suelo argentino, no; la falla era -si cabe- mucho más grave, porque estaba en su índole: Juárez Celman era soberbio, envidioso e iracundo. Una cosita de nada: fácil presa de tres pecados capitales.
Se miraba en el espejo de su concuñado viendo sólo su exterior,  y en su debilidad intrínseca creía que bastaba con emularlo; porque después de todo, si el Zorro podía, ¿por qué no habría de poder él, que se sabía mucho mejor que su pariente? Creyó que Roca había llegado a la presidencia sólo por obra y gracia de la liga de gobernadores (en la cual él había tenido una capital importancia); sin percatarse de que ese factor era una simple herramienta que en caso de no servirle, el otro habría reemplazado por una distinta y a otra cosa. Se creyó un sol, cuando no era más que un satélite, o a lo sumo, un onambólico asteroide (Indio Solari dixit).    Evidenció su torpe soberbia creyendo que iba a comerse cruda a Buenos Aires, con el previsible resultado de que ésta se abroqueló en el rechazo al provincianito que venía con la pretensión de pisotearla y al cual en adelante llamaría burrito cordobés. Es sugerente (y sólo explicable por su altanería, que lo llevaba a tener cegada la aguda percepción que lo había caracterizado antes) que no haya reparado en que si Buenos Aires había terminado por aceptar a Roca (que asumió la presidencia luego de una guerra civil desatada precisamente por el localismo porteño y que a pesar de eso siempre se preocupó de no ofenderlo), ello se debía al hecho de que el Zorro se mantuvo -al menos, públicamente y en sus actos de gobierno- prescindente de esa división; si triunfó sobre el mitrismo y el tejedorismo, eso le era bastante a sus fines políticos ("sellaremos con sangre y fundiremos con el sable esta nacionalidad argentina" le había escrito por entonces, justamente a Juárez), lo demás no le interesaba y atinó a no caer en la  venganza siempre estéril, adoptando como norma inflexible el no participar -directamente- en la política de Buenos Aires. Juárez Celman, en cambio, se complacía en su soberbia, la cual para peor, era fogoneada más y más por un grupejo de obsecuentes. Y si al tener que vivir en Buenos Aires, Roca adquirió una casa a la cual amplió y modificó sin caer nunca en la ostentación ofensiva; su concuñado se hizo levantar para sí una babilónica residencia: un palazzo ubicado en el Paseo de Julio (la actual avenida Alem) N° 551, cuyo diseño encargó al arquitecto italiano Francisco Tamburini; porque si bien Juárez Celman rechazaba y despreciaba la "barbarie" del caudillismo, debe de haberse sentido en su altivez como Estanislao López y Pancho Ramírez cuando ataron sus caballos en la pirámide de la plaza de la Victoria.  

 Juárez era envidioso. El éxito y el prestigio que siempre alcanzaba el Zorro en todas y cada una de las cosas que encaraba, logrando salir invariablemente airoso; su psique los sentía como carencias suyas. Roca era plenamente consciente de sus atributos, pero también lo era de sus limitaciones. Por ejemplo, en ese tiempo de brillantes oradores y sabiendo que él mismo no poseía tal habilidad, sus discursos no perseguían el floreo personal, sino que estaban cuidadosamente preparados con frases bien cortadas, pero dirigidos exclusivamente al objeto del mismo, con sencillez y practicidad. En cambio, Juárez Celman, incapaz de admirar en otros las cualidades que a él le faltaban (no había sido tampoco, por cierto, favorecido con el don de la elocuencia precisamente) sufría eso, y a la vez, como defensa al estar privado de algo  que consideraba fundamental (como si la palabra gobierno fuese distinta según se pronunciara "en porteño" o "en cordobés"); se empeñaba en sentirse superior al mismísimo Demóstenes, achacándole la "culpa" de su propia carencia a su tonada cordobesa, la cual por más que lo intentara, no lograba esconder. ¡Pobre burrito cordobés, qué pequeño debe de haberse sentido en la cámara de senadores con semejante complejo de inferioridad! Y pobre el país, que debió soportar su gobierno.
Y era, además, un iracundo. Roca había edificado su poder sin humillar a las provincias exigiéndoles a los gobiernos de éstas una absoluto acatamiento a la voluntad presidencial, por lo contrario; sin necesidad de resignar fortaleza ni andar imponiendo procónsules, se abstuvo de caer en semejante aberración, y hasta en ocasiones, apoyó a decididos adversarios suyos, como hizo, por ejemplo, con Máximo Paz. En cambio, Juárez desató su ira presidencial sobre Tucumán haciendo derrocar en 1887 al gobernador Juan Posse por el "imperdonable delito" de que los electores de esa provincia habían votado en contra de su candidatura (cuando por entonces -1886-, Posse ni siquiera era gobernador todavía); descargó asimismo su cólera irreflexiva sobre el gobernador de Córdoba, Ambrosio Olmos, al cual hizo voltear a través de un proceso infame, para poner en lugar de él ¡a su propio hermano, Marcos Juárez!; y también terminó por hacer destituir al gobernador de Mendoza, Tiburcio Benegas.  Decididamente, la presidencia estaba así en manos de un botarate irresponsable, fatuo, resentido y colérico.



"Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí." (Julio A. Roca, discurso de transmisión de la presidencia de la Nación a Miguel Juárez Celman, 12 de octubre de 1886)

"No sé si hubiera sido preferible para el país y para quienes hemos sacrificado nuestro patriotismo y nuestros desvelos en sacarlo del abismo, que la ciega obcecación del gobierno anterior hubiese seguido su desborde hasta estrellarse contra la bancarrota exterior e interior que ya tenía encima, para que el gobierno que le sucediera no hubiese heredado esa sucesión ilíquida y desastrosa que pone a prueba la resignación, los sacrificios y hasta la reputación personal." (Vicente Fidel López)

Para 1886, la creación y consolidación del Estado nacional se habían llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual se financiaron tanto las obras de infraestructura y comunicaciones, como la burocracia administrativa, redundando en una crecida deuda externa que pendía sobre la nación como la consabida espada de Damocles; en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba un saldo negativo de 30 millones oro. En esas condiciones el país se hallaba, pues, en virtual estado de quiebra financiera. Y sin embargo, el crecimiento económico parecía no tener fin.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para su manejo y paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca.
Cuando el 12 de octubre de 1886 este último traspasó los atributos del poder a su concuñado, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó mayor atención.
En Europa la economía estaba en expansión y los activos financieros excedentes se volcaron a la Argentina. Había tal liberalidad para otorgar créditos por parte de los bancos, que la cultura de la especulación reemplazó a la del trabajo y el país se transformó en una timba. Todo el mundo jugaba a la Bolsa y compraba y vendía tierras. Todo el mundo se hacía construir residencias a cual más fastuosa. Todo el mundo ostentaba carruajes que envidiarían un lord inglés, un conde francés o un barón prusiano. ¡Rich as an argentine! ¡Riche comme un argentin! ¡Reich wie ein argentinischer! Todo el mundo se vestía con ropas cortadas por los más afamados sastres y las más cotizadas modistas, confeccionadas con los mejores casimires ingleses y las más finas sedas italianas. Aunque claro, todo el mundo... menos la masa esforzada del trabajo en las ciudades y los campos, criolla y gringa, con salarios misérrimos y condenada a malvivir hacinada en conventillos, que no olía a cologne inglesa o parfum francés, sino a sudor rancio de jornadas extenuantes y miedo al hambre que estaba siempre al acecho, siempre ahí.
La meritocracia característica del roquismo cedió paso a la obsecuencia y al amiguismo distintivos de los juaristas. La concentración del poder y el manejo discrecional del mismo por parte del presidente y su círculo de favoritos, las fortunas fáciles, la molicie y la ostentación, habían hecho mella en el alma argentina. La ciudadanía y los principales referentes de las distintas corrientes de opinión habían perdido el interés por la política. La abulia, la desgana y la desazón se generalizaron. Por esa época, Joaquín Castellanos escribía estos versos:
 
Ciudad de Mayo, que en un tiempo has sido, / La joya de la América latina, / Pueblo de Juan Chassaing y Adolfo Alsina, / No, tú no eres el que viendo estoy! / Tu brío se apagó; tus ciudadanos / Tienen menos valor que tus mujeres, / Y una turba ruin de mercaderes / Depositaria de tu suerte es hoy!

Tremenda viñeta ácida, desgarradora, del escritor y político salteño. Pero real, muy real. Espantosamente real. Con una porción de dirigentes irresponsables y envilecidos, y un pueblo claudicante en sus valores, la problemática del país, que era propia de su adolescencia; volvíase un drama existencial. El proverbial coraje argentino se replegaba ("tu brío se apagó; tus ciudadanos tienen menos valor que tus mujeres") ante la presencia decadente de los politicastros mercachifles ("una turba ruin de mercaderes") que lo manejaban a su antojo ("depositaria de tu suerte es hoy"), guiados sólo por su voluntad. Que encima, era impostada; porque lo suyo no era voluntad sino simple capricho de un badulaque sensible al halago y la adulación de un séquito que alimentaba su infatuado ego.
La imprudencia y el descontrol en todo lo atinente a obras públicas y la enajenación insensata de ferrocarriles y empresas estatales en aras de un dogmatismo excesivo hasta el absurdo, trajeron aparejada una inevitable secuela de corrupción; y la coima y el peculado tornáronse las reglas corrientes. La ley de bancos garantidos, sin los resguardos imprescindibles para que el destino de los fondos fuera la producción y no la especulación; sólo sirvió para triplicar el circulante de una moneda cada vez más depreciada. Y en ocasiones, el desmanejo administrativo llegó a ser lisa y llanamente delincuencia,  porque no de otro modo puede calificarse a las emisiones clandestinas hechas por el ex ministro de Hacienda y por entonces presidente del Banco Nacional, Wenceslao Pacheco; por más que después Juárez Celman lograra que el Congreso las aprobase.

A mediados de 1889 la burbuja estalló: el oro subió, primero a 153, y después de alzas sucesivas, osciló entre 220 y 240 hasta fines de ese año. El incremento del costo de vida provocó huelgas y descontento, y las empresas debieron aumentar los salarios nominales. La oposición política pareció resurgir: después de un meeting  realizado el 1 de setiembre, Leandro Alem, Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle, Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Benjamín Gorostiaga, Pedro Goyena y otros, constituyeron la Unión Cívica, con la intención de presentarse a las próximas elecciones de diputados nacionales a realizarse el 2 de febrero de 1890.
Sorprendentemente (sorprendentemente para la oposición, quiero decir), ganó el oficialismo, en buena ley y sin fraude; porque la Unión Cívica, falta de adherentes, se vio obligada a la abstención. ¿Cómo fue posible que ello ocurriera? Séame permitido parafrasear al general Juan Domingo Perón, y comprobarán cuán sencilla es la respuesta: "La víscera que más nos duele a los argentinos es el bolsillo". Exactísimo.
El juarismo creía haber controlado la situación económica; pero era sólo una fantasía. En marzo, el oro alcanzó los 260; y en julio, los 310. La cosa no daba para más; el país era un polvorín y empezaron las conspiraciones para derrocar al gobierno. Inútil fue que en mayo, al inaugurar el período de sesiones del Congreso, el presidente Juárez Celman expresara su beneplácito por el nacimiento de la Unión Cívica, proclamara con bombos y platillos que se proponía impulsar una ley que otorgara representación a las minorías y anunciara el saldo favorable de la balanza comercial. Era tarde, muy tarde ya para todo.
Julio A. Roca, en un implícito reconocimiento de su "culpa" al haber impuesto a su concuñado; ideó, con fría precisión de consumado ajedrecista, el jaque mate al burrito cordobés. Es que entendía que si suya había sido la responsabilidad de llevarlo a la presidencia; suya debía ser también la de arrojarlo de ella. Pero debía hacerlo de modo de impedir, paralelamente, el encumbramiento de Alem, al cual tenía por un extremista. La operación (y nunca mejor aplicado el término) se desarrollaría tal cual la había planeado.
El 26 de julio ocurrió el suceso que pasaría a la historia como Revolución del 90 o Revolución del Parque, que fue rápidamente sofocada y vencida por las fuerzas legalistas. Pero pocos días después, el 6 de agosto, se produjo la renuncia de Juárez Celman. No debe verse en aquel hecho el factor determinante de su caída; porque su suerte ya estaba echada desde el momento en que el Zorro acordó con Pellegrini; sólo que el burrito cordobés y su corte de adulones no lo percibieron. 
Juárez Celman abandonó para siempre la política (o ésta lo abandonó a él; como usted lo prefiera, estimado lector) y se recluyó en su estancia La Elisa, rumiando su amargo despecho y un sordo rencor irreductible hacia el Zorro, a quien reputaba como culpable de su descenso, el cual era incapaz de explicarse a sí mismo. Murió a los 64 años, el 14 de abril de 1909.
En la dimensión a la que fuere que se haya dirigido al partir para siempre de esta vida, lo habrán estado esperando los manes de sus coetáneos para recibirlo al ritmo del pan francés con un: ¡Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés!