Rosas

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viernes, 15 de diciembre de 2023

EL TRANVIA QUE CAYO AL RIACHUELO

Desplegando largas banderas argentinas y luciendo enormes escarapelas en las solapas de sus sobretodos, una entusiasta multitud se lanzó a las calles de Buenos Aires a desafiar el frío. Era el 9 de julio de 1930 y, al verlos pasar por la calle Rivadavia, alguien hizo notar la inusitada expresión de patriotismo que convocaba a tanta gente: "¡Por fin las fiestas patrias se festejan como merecen!”, se regocijó uno de los radicales que solía tomar su café en la vereda del Tortoni, cerca del edificio del diario oficialista La Epoca. "Ma' que fiestas patrias... ¡Van todos a despedir al combinado argentino!", le respondió el lustrabotas del café. En ese momento empezaron a oírse los primeros estribillos que auguraban los goles de Manuel Nolo Ferreyra. "¡Ar-gen-tina! ¡Ar-gen-tina!", gritaban todos entusiasmados mientras se dirigían al puerto. Allí se embarcarían los jugadores que iban a disputar el primer campeonato mundial de fútbol en el flamante Estadio Centenario de Montevideo.

EL PUENTE. Ese entusiasmo se iba a convertir después en una gran expectativa por el debut del equipo argentino, anunciado para cinco días después. Pero en la víspera, el sábado 12 de julio, la atención sería desviada inesperadamente por el episodio más dramático del año. En esa lluviosa madrugada, Manuel José Rodríguez, un español de 58 años encargado de manejar el puente levadizo Bosch, que la Compañía de Tranvías Eléctricos del Sur había tendido sobre el Riachuelo, fue como todos los días a “tomar servicio”. Llegó a las 6 en punto, cuando aún no había aclarado y la neblina se extendía en una densa capa sobre las calles de la ciudad. A los cinco minutos de acomodarse en su garita de mando, Rodríguez recibió una señal de la chata petrolera Itaca II, reclamándole paso. “Lo primero que hice fue encender las luces de peligro —contaría después—, para evitar que algún tranvía intentara cruzar en ese momento. Luego puse en marcha el mecanismo y el puente empezó a elevarse. En ese momento me pareció escuchar el ruido de un tranvía y sentí un sudor frío. Me asomé por la ventana de mi garita y vi, entre la niebla, las luces de las ventanillas de un vehículo que acababa de entrar al puente. Medio desesperado, empecé a gritar para que el motorman me escuchara, pero fue inútil. Era el tranvía 105, que venía muy ligero. El conductor no podía escucharme; creo que tampoco tenía tiempo ya de frenar. Pasó debajo mío como una tromba y lo vi caer al vacío en forma espectacular, hasta que se hundió completamente en el río; en ese momento se apagaron los chirridos de las ruedas y se sintió claramente el ruido del impacto con el agua. Después todo fue silencio. Un silencio aterrador. Bajé de la garita y me encontré con otras personas que también habían presenciado la escena y empezamos a planear el auxilio, a pensar cómo diablos podríamos sacar a esa gente de allí dentro”.
El patético relato del guardapuentes sería recogido esa misma tarde en las columnas de Critica, donde en gruesa tipografía se anunciaba la tragedia a toda página: "Un tranvía cayó al Riachuelo. Hay 80 muertos". La noticia se apresuraba a exagerar las cifras, porque los pasajeros del tranvía eran 60. Pero es que esa tarde Critica iba a lanzar una de sus mayores tiradas y necesitaba golpear en su mejor estilo; además, como en ese momento Natalio Botana, su director, se había embarcado en una conspiración política contra el gobierno, aprovechó para culparlo de la catástrofe. “Todo esto ocurre —decía el diario— porque falla la organización de los poderes estatales y se permite que las empresas de servicios públicos estén anarquizadas. ¿Qué hace el señor Yrigoyen?”.

EL TRANVIA. "Yo viajaba sentado en uno de los asientos delanteros —contó Remigio Benadasi—, del lado de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el frío y el pasillo estaba repleto de pasajeros. Cuando el tranvía dio vuelta para llegar al puente, vi las luces rojas de peligro y me extrañó que no se detuviera. De repente sentí una sensación parecida a la de los ascensores que bajan rápido y me encontré en el agua. Todavía no me explico como salí del tranvía. Debe haberse roto el vidrio de mi ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano izquierda. La cuestión es que sin saber nadar, estuve chapoteando un rato hasta que me sacaron”. El testimonio de Benadasi —un mecánico italiano de la Compañía General Fabril que había tomado el 105 en la esquina de San Carlos y Pavón, de Lanús— fue acompañado de aparatosas gesticulaciones. Aún no imaginaba cómo había salvado su vida y se sentía casi un héroe.
El manejo de ese tranvía 105, que unía Lanús con Constitución, había sido confiado a otro italiano. Se trataba de Juan Vescio, un motorman de 31 años, en quien no confiaba ni su propio acompañante, el joven guarda José Angel Rodríguez, de 23 años. “Mi hijo —explicó aquella mañana el padre del guarda— presintió lo que le iba a pasar, porque hoy, antes de salir de casa, le dijo a mi mujer que no sabía si volvería. ¿Y saben por qué dijo eso? Lo dijo porque tenía miedo de que el motorman hiciera alguna macana. Varias veces le oí decir en casa que su compañero era un potrillo manejando y que iba a pedir que lo cambiaran de turno”.
El recorrido del 105 —que había partido de Lanús a las 5 de la mañana— era clave a esa hora. En Gerli primero y en Avellaneda después, el tranvía se llenó de obreros que Iban a trabajar, en su mayoría a Barracas. La fina llovizna hizo que todos se apretujaran en su interior, colmando el pasillo, para eludir la plataforma, y eso impidió que algunos pudieran salir rápido de allí dentro. “Murieron como ratas —imaginó uno de los cronistas de Crítica—, en una confusión horrorosa, en una lucha breve desesperada, en un simultáneo reventar de pulmones y corazones”.
De los 60 pasajeros sólo se salvaron cuatro: Remigio Benadasi, José Hohe, Buenaventura Arlia y Gabina Carrera. Esta última no supo explicar si había salido del tranvía antes o después de que se hundiera: estaba totalmente confundida. Arlia dijo que al quedar con los pies sobre la ventanilla, rompió el vidrio de un golpe y salió en seguida, y Hohe explicó que se sintió de pronto flotando dentro del vehículo y tocando el techo con la cabeza. Como estos dos sabían nadar un poco, pudieron zafarse de la trampa.

EL RESCATE. Las operaciones de rescate fueron confiadas al personal policial de la comisaría 32ª y a un cuerpo de bomberos, pero como ninguno de ellos podía meterse en el Riachuelo para extraer los cadáveres, hubo que recurrir a los buzos del Ministerio de Obras Públicas. Cuando la noticia de este operativo fue dada a conocer, de los suburbios de Buenos Aires comenzaron a concentrarse millares de personas. Se volvió a Juntar una multitud parecida a la que cuatro días antes había ido al puerto a despedir a los futbolistas. Todos se aglomeraron al borde del Riachuelo, para ver de cerca el trabajo de los buzos.
"Yo estaba de guardia en los talleres que el ministerio tiene instalados al borde del Riachuelo, cuando me llamaron de urgencia para esa tarea", dijo con cierta displicencia Antonio Splaguñías, un griego con suficiente experiencia en el buceo. Sin excitarse, el veterano Splaguñías se vistió de buzo y llegó con la escafandra en la mano hasta el lugar, ante la curiosa mirada de los espectadores que balconeaban la escena desde el puente Bosch. Una vez preparado para la inmersión, descendió en el lugar exacto, marcado por el trole que asomaba en la superficie.
"Al penetrar en la plataforma delantera —dice su frío relato— encontré el primer cuerpo. Después supe que se trataba del motorman Vescio. La puerta interna estaba cerrada y me costó abrirla, pero cuando lo hice se me vinieron encima varios cadáveres amontonados. Entonces empecé a atarlos uno por uno, para que se los pudiera sacar mejor. De esa forma recuperamos el primer lote. Después revisé bien el pasillo y aparecieron más, algunos enganchados entre los asientos y otros con los brazos en las ventanillas. Me di cuenta de que estos últimos habían tratado de romper los vidrios para escapar, pero seguramente en la confusión no tuvieron tiempo y se ahogaron enseguida. Estuve largo rato trabajando con el otro buzo, Anastaxis Fotis, griego como yo, con quien sacamos 28 cadáveres a la superficie".
Pero el rescate no había sido completo, porque se sabía que faltaban por lo menos unos veinte cuerpos más. En esa tarea trabajó solo Fotis, quien después contó su aventura con menos aplomo que su colega. "Antes que yo —dijo— bajó otro buzo, Pedro Kodasky, pero como se horrorizó del espectáculo, se puso nervioso y se cortó con un vidrio. Hubo que sacarlo a la superficie porque estaba muy excitado y lastimado. Después bajé yo y me encontré con varios cuerpos enredados en la plataforma trasera, tal vez por la desesperación de salir de allí a tiempo. Colaboré un rato en esa tarea y saqué todos los cadáveres que pude, pero después empecé a sentirme mal y me descompuse. Entonces pedí que me alzaran. Recuerdo que el primer cuerpo que toqué estaba con los brazos extendidos y el agua lo movió hacia adelante de tal manera que se me colgó prácticamente del cuello, como si estuviera aún con vida. Jamás olvidaré ese instante tan terrible para mí”.
Al día siguiente, cuando los ojos de los argentinos volvían a entornarse hacia Montevideo, con la esperanza puesta en el gran equipo de fútbol, todavía quedaba gente en los alrededores del puente Bosch. Eran los que querían presenciar el último acto del drama: el rescate del tranvía 105. A la una y media de la tarde, la gigantesca grúa del Ministerio de Obras Públicas hundió su brazo en el Riachuelo y extrajo el desvencijado vehículo, con sus ventanas rotas y sus ruedas colgando. El peritaje determinó, poco tiempo después, que la responsabilidad del accidente era totalmente de la empresa tranviaria, porque su personal no era idóneo. Las culpas recaían sobre el motorman Vescio, quien dejaba en el desamparo a cuatro hijos y a una viuda embarazada. Sólo hubo una controversia: ¿había sonado la campana de alarma del puente? Nadie la escuchó. Pero las luces rojas estaban encendidas y eso no eximía de culpas al conductor del tranvía.
El único saldo positivo de aquella tragedia fue el dividendo económico que obtuvieron los vendedores ambulantes de pizza y caramelos, quienes trabajaron "como en un día de fiesta" —según sus propias palabras—, y la propaganda que hizo la fábrica de anilinas Sirio al obsequiar a los familiares de las víctimas con 150 paquetes de colorante negro para sus ropas, “como una contribución desinteresada".
Copyright Panorama, 1970.


sábado, 9 de diciembre de 2023

Inteligencia Artificial SÍ – Inteligencia Artificial NO.

Por Jorge Enrique Deniri
Noam Chomsky, un genio irreverente que quizá rompe todos los moldes, opinó recientemente sobre el Chat GPT, exponiendo un punto de vista sumamente crítico respecto de uno de los SIA – Sistemas de inteligencia artificial – más citados del momento. (2023. New York Times, citado por Bloghemia).  Chomsky, con la dureza que lo caracteriza, asevera que “resulta a la vez cómico y trágico, como podría haber señalado Borges, que tanto dinero y atención se concentren en algo tan insignificante, algo tan trivial comparado con la mente humana, que a fuerza de Lenguaje. En palabras de Wihlelm Von Humboldt, puede hacer <<un uso infinito de medios finitos>> creando ideas y teorías de alcance universal”.
Chomsky, un “famoso lingüista, filósofo, científico cognitivo, historiador, crítico social y activista político”, califica “los avances supuestamente revolucionarios… la cepa de la inteligencia artificial más popular y de moda (el aprendizaje automático)” como riesgo de degradar nuestra ciencia y envilecer nuestra ética, “al incorporar a nuestra tecnología una concepción fundamentalmente errónea del lenguaje y el conocimiento”.
Difícilmente se podrían encontrar otras personalidades tan disruptivas con quienes interactuar al modo de objeto de referencia que Chomsky, un intelectual de origen judeo ucraniano, formado en el MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) y en Harvard, que es un ateo que se define como anarco sindicalista, crítico feroz de la política exterior de su país (EEUU) y su principal aliado, Israel, considerado primus inter pares en materia de lingüística, que por sus audaces propuestas, entre 1980 y 1992, se ha convertido “en la persona viva más citada en ese período y la octava más citada de toda la historia, justo por detrás de Sigmund Freud y por delante del filósofo Georg Hegel”.
Pero, aunque por el usufructo que hace de la libertad intelectual de su patria, me recuerde demasiado a Voltaire incendiando desde seguros refugios en el exterior todo el sistema de vida y las creencias francesas de la época de Luis XIV, es insoslayable admitir que la brillantez del pensamiento chomskiano ha hecho una y otra vez que los estudiantes se inscriban en listas de espera de seis meses para poder tomar sus cursos en las principales universidades yanquis, y que el mismo diario del que extraigo sus citas, en otro momento – (1979. New York Times. The Chomsky Problem) – lo haya definido como “el más importante de los pensadores contemporáneos”.
En sus manifestaciones, ataca no sólo al Chat GPT, sino también al Bard de Google, un bot que se desarrolló en 2023 como respuesta al éxito de Open Al y al Sidney de Microsoft (una variación del Bing alumbrada también en 2023), considerando que generan “resultados estadísticamente probables, como un lenguaje y un pensamiento de apariencia humana”.
En pocas palabras, Chomsky afirma que estos programas que se apoyan en la acumulación de datos, tienen “su talón de Aquiles” en la “descripción y la predicción” por su incapacidad para aportar explicaciones, por más que las que podemos generar como humanos sean falibles. Así, los programas de inteligencia artificial tienen una capacidad ilimitada para “aprender (es decir, memorizar)”, pero “son incapaces de distinguir lo posible de lo imposible…se limitan a negociar con probabilidades que cambian con el tiempo…Por esta razón, las predicciones de los sistemas de aprendizaje automático siempre serán superficiales y dudosas”.
Pero, además, “la verdadera inteligencia también es capaz de pensar moralmente”, mientras que Chat GPT y los sistemas que le hacen pendant “son constitutivamente incapaces de equilibrar la creatividad con la restricción”, generando de más (tanto “verdades como falsedades”) o de menos (evidenciando “falta de compromiso con cualquier decisión e indiferencia ante las consecuencias).  El polígrafo yanqui, remata sus manifestaciones considerando que “Dada la amoralidad, la falsa ciencia y la incompetencia lingüística de estos sistemas, sólo podemos reír o llorar ante su popularidad”.
Clavando otra pica en Flandes, el (¿la?) periodista científico Jane C. Hu, de Seattle, que entre otros medios, publica en el National Geographic y el Smithsonian, haciendo suyas las palabras de uno de tantos comités legislativos yanquis deseosos de regular la Inteligencia Artificial, señala el último 19 de enero (Letras Libres, El día de la marmota de la Inteligencia Artificial), que “el genio de la inteligencia artificial ya salió de la lámpara y no se puede volver a meterlo” y reflexiona: ”Parece que no se puede detener a la inteligencia artificial, así que la pregunta es: ¿Cómo podemos utilizarla para el bien y evitar que se convierta en una herramienta para el mal?
En otras palabras, ¿regular o no regular? Creo que es un debate que trasciende el plano intelectual o científico, porque moralmente, querámoslo o no, está sobre el tapete en todo sentido, y que la descarnada puja por el poder entre el sindicalismo y el gobierno ha mostrado en toda su crudeza social: ¿Quién gobierna en la República Argentina: los representantes del 56% de los electores válidos, o los gremios?
En punto a regulaciones extremas, con connotaciones sociales, morales y educativas, creo que la más inquietante (para mí), se desprende de un artículo publicado por Claudia Peiró, la conocida periodista de infobae, en ese medio, el 21 de enero, donde da cuenta de que un organismo colegiado de Ontario (Canadá), ha logrado en definitiva que un psicólogo, profesional asociado, sea condenado a un proceso de reeducación, “por cuestionar la doctrina de género”, y más adelante abunda afirmando que “la doctrina de género no puede ser contradicha en público. Hay una policía del pensamiento y de la palabra que vigila y castiga al que se sale del molde”.
Por cierto, que la ideología de género, actualmente permea las vidas de todos nosotros. Sin ir más lejos, al psicólogo canadiense lo condenaron a hacer un cursillo, no relacionado con su práctica profesional, sino sobre la forma en que debía expresarse en las redes.
Por acá nomás, la semana pasada, para poder revalidar mi registro de conductor, tuve que hacer un cursillo digital sobre género y obtener el correspondiente diploma. No tengo empacho en admitir que con el adecuado e itálico y acorrentinado pragmatismo, lo hice, imprimí el diploma, lo adjunté, pagué tutti, retiré el nuevo registro y, “mostrando il dito medio” (haciendo un corte de manga) mental, hice mutis por el foro.
En cambio el psicólogo de marras, Jordan Peterson, que es de una madera más bien anglosajona, le escribió una carta al Primer Ministro de Canadá Justin Trudeau, “acusándolo de haber instalado una tiranía woke”, y sigue en la parrilla, porque el último mes de agosto, el Tribunal Superior de Ontario falló que el Colegio de Psicólogos podía “limitar su libertad de expresión” ya que “al incorporarse a una profesión regulada”, las personas “asumen obligaciones y deben respetar las normas de su organismo regulador”.
Peterson, apeló infructuosamente, y en su cuenta de Twitter (X), escribió que un tribunal superior de Canadá, “dictaminó que el Colegio de Psicólogos de Ontario tiene derecho a sentenciarme a un campo de reeducación.”
Esta última expresión del profesional, disecciona con lamentable desnudez el virus estalinista (o macartista según quien sea) que subyace en todas las regulaciones. La libertad y la prohibición a outrance, en materia de riesgo pueden ser análogas.
Del mayo francés del 68 con su “prohibido prohibir”, a las “Unidades Militares de Ayuda a la Producción” cubanas, gulags caribeños que, en la práctica, operaban como campos de trabajos forzados para “contrarrevolucionarios” y “reeducaron” a cosa de 50.000 jóvenes, media un geme de distancia.
En suma, como pasa tantas veces, en el transcurso del proceso de lecturas previas, la nota se desvió de lo históricamente correcto en materia de imágenes, que era la hipótesis de trabajo inicial, a una serie de transcripciones y reflexiones asociables, en definitiva, a las inquietantes posibilidades de los diktats sobre lo “políticamente correcto” o incorrecto, según sea el caso.
Queda para otra vez si Dios lo quiere.

sábado, 2 de diciembre de 2023

San Martín: La leyenda, la carne y el hueso.

 Por Jorge Enrique Deniri

El 25 de febrero se cumple un nuevo aniversario del nacimiento de San Martín, y como tantas otras veces y en tantos lugares, se impone dedicarle unas reflexiones, porque la fecha lo exige, porque los que nos sentimos sanmartinianos lo consideramos poco menos que una obligación, un deber, y porque nunca los argentinos habremos dicho y reflexionado lo suficiente sobre su figura y sus hechos. Claro que hoy día, las experiencias y las relaciones de los últimos años me imponen incluir, sin solución de continuidad en estas manifestaciones a los peruanos, verdaderos hermanos nuestros, que tal parece son tanto o más sanmartinianos que nosotros.
San Martín es (o debiera ser) el héroe de tres naciones, pero quizá la que más se destaca por su pasión sanmartiniana en la actualidad es la República del Perú. En la Argentina, lamentablemente se percibe mucho de fasto calendario, de exaltación de almanaque en el país en su conjunto, incluso a riesgo de nivelarlo con otras figuras, elevándolas, como sucede con Güemes y los salteños. Caso aparte me parece que lo encarnan los mendocinos, que en mi opinión lucen como los más devotos cultores argentinos del Gran Capitán. Chile, lo ha puesto en pie de igualdad con O’Higgins, Carrera y aún Cochrane, vale decir que ni siquiera luce como primus inter pares. Y en el resto de América, es un héroe sí, pero de menor talla que Simón Bolívar, mucho menos conocido y, comparativamente, de baja estatura histórica. La serie de Netflix y de la todo poderosa cadena Caracol de 2019, lo pinta poco menos que como un simple comparsa, abonando y mucho a la leyenda del caraqueño, exaltando poco y nada del correntino.
Y digo correntino, porque entrando en el sendero de la leyenda, la primera que cabe rescatar de San Martín es esa pertenencia a una “patria” que no lo fue como tierra de sus padres, y tampoco como origen territorial, puesto que al tiempo de su nacimiento, Yapeyú no era parte de la provincia de Corrientes, que aparece como tal recién en 1814. En realidad, uno de los grandes méritos de los correntinos de antaño, es haber reivindicado para su provincia, en exclusividad, la figura de San Martín. Tenían títulos para ello, ¿qué duda cabe? Pero basados en una interpretación de la legitimidad sobre todo, porque el suelo yapeyuano era parte de la jurisdicción otorgada a la ciudad de Corrientes por su fundador, el adelantado Juan Torres de Vera y Aragón, suelo que a juicio y reclamos de los correntinos, fuera usurpado por los jesuitas y sus catecúmenos. Claro, aquí no se agota la leyenda, sino que en realidad recién da sus primeros pasos, porque después se suman en tropel, todos los sucesos vinculados a esos primeros años yapeyuanos de San Martín.
¿Jugó en realidad bajo el asendereado ombú? ¿nació en lo que hoy son las ruinas que custodia el Templete?¿Tuvo una nodriza guaraní?
El ombú existió por cierto, pero que San Martín siendo niño haya jugado a su sombra no pasa de ser una hipótesis de esas que suelen fundamentarse porque “seguramente”, “probablemente”, “indudablemente” y tantos otros polisílabos que se saltan a la torera las exigencias probatorias serias de los hechos históricos, permiten colorear agradablemente interpretaciones de parvulario.
Las ruinas del Templete, en su momento Leguizamón, Getz y otras grandes figuras, no sólo de la Historia sino de la paleontología, afirmaron tajantemente que no era el edificio jesuítico del Colegio, sino un templo. Pero Basaldúa, como pionero entre nosotros de la creación de hechos históricos a través de los tribunales, ya años antes recurre al Juez de Paz de Yayeyú y a colonos asentados en la localidad mucho después incluso del deceso de San Martín en Europa, y ellos, por el “dicen qué” convalidaron con sus firmas que esa había sido la vivienda de los San Martín. Cuando en tiempos de Leguizamón se reavivó la polémica, Hernán Félix Gómez y el diario Crítica dieron una más que exitosa batalla. Detrás estaba la silente pero poderosa sombra de Juan Ramón Vidal.
Y la nodriza, el primero que la menciona es un sacerdote apellidado Maldonado, recién en 1915, y haciéndose eco de relatos de oídas protagonizados por una mujer muerta medio siglo antes. Y allí no terminó todo, porque un fabulador de nuestra propia época, retorciendo todavía un poco más los hechos, escribió muy lindamente que aquella nodriza era la madre de San Martín. Como los indios están de moda, la versión gustó ¡vaya si gustó! Y ahora es más que localizable hasta en el universo digital. Entre 1778 y 1784 media poco más de un lustro, tiempo sobrado para entretejer ésas y otras leyendas no menos frondosas. Cuanto más grande es una figura, más se la decora con imágenes y anécdotas de toda índole. Los últimos clavos en esas construcciones, en primer lugar han sido forjados en atelieres artísticos. Así, nos han obsequiado con imágenes de los padres de San Martín, que desde luego – descontada la esperable devoción de los artistas – son puramente imaginarias. En sentido análogo, aunque San Martín en su propia época, fue uno de los personajes retratados más profusamente, por pintores americanos y europeos, ahora ha salido a la palestra un producto al parecer de esa “inteligencia artificial”, que amenaza tornarse respaldo y justificativo de cuanta versión blanda sea menester almidonar, y tenemos para elegir: Por más que lo único que garantiza cierta exactitud es el célebre daguerrotipo (o su copia a lápiz), nos ofrecen sanmartines que, poco más poco menos, pretenden garantizar su autenticidad desde la cuna a la tumba, y no sólo nos lo proponen como niño, cadete, jovenzuelo y así hasta anciano provecto, sino que hacen otro tanto con Merceditas, y por ese camino no me caben dudas que a la larga no se salvará ni Josefa. El producto resulta tan gratificante como para que los “retratos” de los padres cuelguen en el propio templete, sin aclaración alguna respecto de su carácter apócrifo. Y así también una publicidad que invita a un evento sanmartiniano próximo, no trepida en poner en línea la seguidilla de “retratos” de nuestro héroe. Por cierto que el retrato canónico de nuestro Héroe, consagrado en 1950 con su bandera a la espalda, que nos trae ecos de Napoleón en Arcole, fue trabajado de memoria por aquella profesora de Merceditas cuyo nombre no conocemos. También abona a la leyenda…Y sigue siendo hermoso. Arbitrariamente, he hablado de “carne” para caratular los hechos sanmartinianos, su trayectoria de soldado español entre 1789 y 1812, ingresando como cadete al Regimiento de Infantería de Marina de Murcia con 11 años y entrando en fuego a los 13. Si se piensa un poco, la misma edad o poco menos que la de nuestros liceístas. El resto de su servicio es pródigo en hechos de armas. Resaltan la Campaña del Rosellón, Arjonilla y Bailén.
Su epopeya americana se extiende entre 1812 y 1824, y es tan extensa como gloriosa. Lo que encandila las imaginaciones ya entonces es el cruce de los Andes, y sus triunfos homéricos en Chacabuco y Maipú. La campaña del Perú tiene sus momentos más altos en los sucesos que lo ponen en posesión de Lima casi sin tirar un tiro, la proclamación de la Independencia peruana, la entrevista de Guayaquil y, sobre todo, su subsiguiente renunciamiento al Protectorado y abandono del poder. Un caso único en la Historia, que le aporta sus luces más brillantes al compararlo con el otro “Libertador”, Simón Bolívar.
El último fragmento de esa “carne” sanmartiniana, son los años finales de su vida, al comenzar ese exilio en 1824, que se cierra con su muerte en 1850. Allí destaca su férrea y valiente defensa con la pluma de su patria, atacada por las mayores potencias de la época. Y lo hace desde la propia capital de una de ellas, París.
Su figura es un faro para los americanos que viajan a Europa. Vale remarcar que entre quienes más lo agasajan hay varios chilenos. Los argentinos, contraemos una deuda imperecedera con el Mariscal Ramón Castilla, peruano, que le brinda un apoyo económico imprescindible. También cabe recordar que el Brigadier argentino Juan Manuel de Rosas, no dudó en honrarlo a él y a sus familiares con su ayuda.
Ya más allá de la muerte, lo que me he atrevido a denominar como “hueso”, es ese proceso histórico de su paso a la inmortalidad y a la gloria que debe llevarnos a exaltar la clarividencia de Avellaneda, quien supo canalizar las voluntades nacionales decretando en 1878 que el 25 de febrero de cada año fuese feriado, iniciando las actividades que culminarían con la repatriación de sus restos, apoteosis que devino en 1880.
Pero allí no terminó todo, porque en 1947 se trajeron los restos de sus padres a nuestro país, y se asentaron en la Recoleta, próximos a la tumba de su esposa Remedios. Finalmente, en 1998, también un 25 de febrero, ambos, Juan y Gregoria, fueron instaurados en su asiento actual, en Yapeyú.

viernes, 1 de diciembre de 2023

CASEROS, EL FIN DE LA ARGENTINA HISPANO CRIOLLA - LA GRAN DERROTA NACIONAL:

Por Ignacio Anzoátegui

“Y sucedió lo que sucedería el día que el Señor nos dejara de su mano,
que Dios no fuera criollo,
que se nos diera vuelta por el soberano capricho de mostrarnos como trota,
con qué sístole y diástole se mueve el corazón perdido en la derrota.
como un árbol sin fruto la noche era más noche
y el llanto era más llanto recamado de luto.
Las estrellas federales morían silenciosas y las altas estrellas preguntaban por ellas.
Preguntaban por qué ya no lucían su gracia y su frescura
como en las claras horas de la Dictadura.
Los ángeles del cielo quebraban sus espadas
porque era pasado el tiempo de las grandes patriadas:
La de meterse haciendo remolinos y eses entre los unitarios y entre los franceses.
Tocada, por escarnio, de poncho y galera,
la facción mostraba su cara brasilera.
Y la calandria patria se acogía en su nido, porque ya la calandria no tenía sentido.
Ni tenían sentido las risas y las rosas porque había caído Don Juan Manuel de Rosas.
Ni tampoco los anchos contornos de la pampa,
porque era la hora de Luis el Guardachanchos .
En rudos cuajarones de sangre se nos iban los varones
Atropellándose en la muerte, como antiguos patriarcas
que eligieran sus pingos funerarios con sus pelos y sus marcas.
Allí quedó la Patria, tendida sobre el campo,
Con los ojos abiertos para ver en el cielo el desatado lampo de sangre y de vergüenza
que cruzaba como una cachetada la historia de la Patria arrebatada.
Allí quedó la Patria, tendida y palpitante,
asesinada de hambre y muerte a cada instante.
¡Señor!, Tú que todo lo puedes, restáurala en su honor.
Y de paso, Señor, Tú que todo lo puedes, entre tantos dolores,
Piedad, Señor, te pido para los vencedores”.
Ignacio "Braulio" Anzoátegui.