Rosas

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jueves, 3 de octubre de 2013

Manuel Ugarte: el gran intelectual de la semicolonia

Por Julio Fernández Baraibar



La prodigiosa pluma de Jorge Abelardo Ramos escribió en 1985: Tengo en mis manos un retrato amarillento y algo borroso, de ambigua retícula. Una muchacha francesa, con una chispa maliciosa en los ojos, observa arrobada a un criollo sereno, bien plantado. Es su marido. Joven todavía, en su pelo rizado se advierten canas. El criollo, de traje, corbata y ancho cuello de camisa a la moda, luce bigotes recortados a la 1914 y un aire formal. Ella se llama Therese. El marido es Manuel Ugarte, un argentino en el destierro. La escena se fija en un solemne estudio de Niza. Son años felices. Las catástrofes del siglo XX aún se incuban en el inescrutable provenir. Pero Ugarte vive su estadía europea con melancolía”.
Ese hombre, mucho después de esa foto, moriría en el mismo lugar, en el balneario francés de Niza, el 2 de diciembre de 1951.
Detrás quedaba una vida dedicada a una pasión irrenunciable: unir la heredad hispanoamericana que había estallado en mil pedazos inermes después de la Independencia.
Nació en Buenos Aires el 27 de febrero de 1875, en San José de Flores, cuando ésta era aún una villa cercana a Buenos Aires. Sus padres pertenecían a la alta clase media de la época lo que le permitió estudiar en el Colegio Nacional de Buenos Aires. De muy joven se despertó su interés por la literatura y los temas sociales. Como todos los jóvenes acomodados de entonces, realizó su viaje de iniciación a París en 1897. Allí debutó en las letras y el Modernismo será su primer militancia literaria. Y allí conoció a América Latina por boca de los cientos de jóvenes de ese origen que vivían la bohemia de un, para muchos, dorado exilio.
Curiosamente fue la residencia en París la que le permitió a Ugarte descubrir a nuestro continente. El aislamiento y el desinterés de la semicolonia próspera del Río de la Plata eran tales que resultaba imposible descubrir el mundo que se abría más allá de la llanura rebozante de ganados y mieses.
De vuelta en Buenos Aires se acercó al partido Socialista ya que este pensamiento había ganado su conciencia en la Francia del caso Dreyfus y de Jean Jaurés. El joven Manuel Ugarte, de gran sensibilidad literaria, hispanoamericanista y católico entraría rápidamente en conflicto con el avinagrado y anglófilo positivismo de Juan B. Justo. Expulsado del partido, volvió a Francia y se estableció en Niza, donde comenzó su gigantesca labor política y literaria por la reconstrucción de la gran unidad continental perdida. En 1909 publicó El Porvenir de la América Española.
Dos años después, en 1911 comenzó su legendaria gira latinoamericana que lo llevó a recorrer el Nuevo Mundo, desde México hasta retornar a la Argentina dos años después. Habló para cientos de miles de estudiantes y obreros del continente. Desafíó al poder de los EE.UU. que ya consideraban a Centroamérica como su patio trasero y al Caribe como su mediterráneo propio. Despertó en los pueblos que visitaba el viejo deseo de unidad, el antiguo sentimiento fraterno y el odio a la amenaza imperialista que ya había mostrado sus garras en Cuba, en Puerto Rico y poco después lo haría en Colombia, segregando al Panamá. Su carta abierta al presidente norteamericano William Taft es hoy una pavorosa denuncia de las tropelías y agresiones del imperialismo yanqui sobre Nuestra América, como la llamó Martí.
En 1922, publicó Mi Campaña Hispanoamericana, recopilando muchos de los discursos con los que electrizara a la juventud del continente. La Patria Grande y El Destino de un Continente fueron sus dos libros siguientes. Había abandonado para entonces su carrera literaria, para volcar todos sus esfuerzos a esa tarea ciclópea: reunificar la América Latina. A él y a su prédica le debemos la expresión misma de Patria Grande para referirnos al continente, en oposición a las pequeñas patrias parroquiales en que nos encerró la mediocridad de nuestras oligarquías y el poder imperialista angloyanqui.
Al final de esa enorme labor, Manuel Ugarte descubrió que la pequeña fortuna heredada de sus padres se había terminado. Había logrado despertar prodigiosas fuerzas en otras latitudes americanas pero la medianía orgullosa de la Reina del Plata lo había sometido al aislamiento. Dice Jorge Abelardo Ramos: “No era para menos, pues en la irresistible Argentina del Centenario, orgullosa y rica, el emporio triguero del mundo, no había lugar para él”.
La vida de Manuel Ugarte resumió la ética de un intelectual nacional en la semicolonia. Industrialista y proteccionista, neutralista en las dos guerras imperialistas, defensor de los trabajadores y latinoamericanista, en medio de una intelligentzia que hacia culto del librecambio, el alineamiento con las grandes potencias y el desprecio por la América criolla.
Manuel Ugarte fue embajador de Juan Domingo Perón en México.
Poco antes de morir, había votado para reelegir a Perón en las elecciones de 1951.
Sus restos fueron repatriados en 1954 por una comisión integrada, entre otros, por Jorge Abelardo Ramos, John William Cooke, Ernesto Palacio, Carlos María Bravo y Rodolfo Puiggrós. Recuerda Ramos aquel acto: Salvo el Presidente Perón, que envió un telegrama de adhesión, ni el gobierno ni el peronismo oficial se hicieron presentes. Y, va de suyo, nadie de la “inteligentzia” llamada argentina. Soplaba un viento gélido y en el espíritu colectivo palpitaban sórdidos presagios. La contrarrevolución democrática estaba en marcha. El año 1955, año clave para explicar la profundidad de la crisis orgánica que se abatió sobre la sociedad argentina, ya estaba a la vista”.
Por fortuna, la Patria Grande de don Manuel Ugarte ha recorrido ya un largo camino y su prédica ha sido asumida por las nuevas generaciones latinoamericanas. Su vida no fue en vano. Sus frutos, el Mercosur, la Unasur, la CELAC, han comenzado a modificar el mapa político de un continente que Manuel Ugarte soño fuerte y unido.

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