Por Pablo Yurman
El 9 de junio de 1527, en coincidencia con la Fiesta de Pentecostés
–de ahí el nombre elegido–, Sebastián Gaboto fundó el Fuerte de Sancti
Spiritus. Lo hizo tras remontar el río Paraná, a la altura de la
desembocadura del río Carcarañá, cerca del lugar donde actualmente se
emplaza la localidad de Puerto Gaboto, al norte de Rosario. No todos los
historiadores coinciden en la fecha exacta de la fundación, puesto que
los españoles habían llegado unas semanas antes y luego de elegir el
lugar como el más apropiado comenzaron la construcción del fuerte o
real, con la ayuda de los naturales que habitaban el lugar, los
carcaráes o caracaráes, y también los timbúes.
La expedición de Gaboto no tenía por fin la fundación de ciudades,
por tal motivo lo que a lo sumo se limitaría a erigir serían asientos o
fuertes, que como tales no necesitaban de una “fundación” propiamente
dicha. En rigor de verdad, el “fuerte” no era más que un rancho de paja
rodeado de una empalizada sobre un terraplén, al que poco después se
agregaría una modesta capillita de similares condiciones, pero que
constituyó el primer templo en nuestro suelo, lugar donde a poco el
sacerdote Diego García que integraba la expedición celebraría las
primeras misas y los casamientos entre españoles y nativas. Ello habla a
las claras de que no todo fue hostilidad y enfrentamiento, rasgos de
los cuales si bien no hay conquista que este exenta en la historia de la
humanidad, no ocuparon la totalidad de las relaciones entre nativos y
conquistadores.
¿Gaboto o Cabot?
Acaso sea la figura de Sebastián Gaboto una de las más polifacéticas
de cuantas arribaron en aquellas épocas a esta parte del mundo. De él
nos dice el historiador Vicente Sierra que “arribó a España haciéndose
pasar por inglés, y como tal se lo tuvo mucho tiempo. Nacido en Venecia,
en 1479, fue su padre Juan Gaboto quien al servicio de Inglaterra trató
en 1496 de descubrir un paso al Asia en la costa norte del Nuevo
Mundo”, agregando que “desde el principio mostró aptitudes para la
intriga y la deslealtad”.
Lo cierto es que luego de haber acompañado a su padre en esa aventura
por las costas canadienses, John Cabot se casó con una española,
Catalina de Medrano, instalándose en España. Quiso el azar que heredara
el cargo de Piloto Mayor que la Casa de Contratación había otorgado a
Juan Díaz de Solís, el descubridor del Río de la Plata (llamado durante
años Mar de Solís en su honor) hasta que fue muerto y, literalmente,
devorado por los charrúas.
Según el contrato celebrado entre el navegante y la Corona de
Castilla, su empresa tendría estricto carácter mercantil en orden a
intentar seguir la ruta descubierta años antes por Magallanes para
llegar al Asia a través del paso entre los océanos Atlántico y Pacífico,
es decir, lograr circunnavegar el globo con rumbo a lo que los
españoles llamaban “la especiería”. No hay que olvidar que pese al
posterior interés por el oro y la plata, en realidad, lo más importante
en términos estratégicos para la Europa de entonces, no eran esos
metales sino las especias (pimienta, mostaza, canela, etcétera) que
procedentes de Oriente permitían conservar los alimentos y así pasar los
duros inviernos del Hemisferio Norte.
El amor prohibido
No hay datos corroborados por documentos que den cuenta de la
presencia de mujeres españolas en la expedición de Gaboto a estas
tierras, a diferencia de otras travesías en las que sí embarcaban
hombres casados. Sin embargo, el primer historiador criollo, el asunceño
Ruy Díaz de Guzmán, en su obra La Argentina. Historia Argentina del
descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la
Plata, escrita en 1612, es decir, muy próxima a la fecha en que
ocurrieron los hechos, relata que cuando Gaboto abandonó Sancti Spiritus
para retornar a España dejó una guarnición de unos cien hombres, entre
quienes se hallaba el soldado Sebastián Hurtado y su esposa, Lucía
Miranda.
Según Julio de Guernica, autor de Somos porque fuimos, los indios
vecinos “de la tribu de los timbúes, encabezados por sus caciques
Mangoré y Siripo, concurrían a aportar provisiones e intercambiar bienes
con los españoles. Mangoré se enamoró de Lucía e hizo toda suerte de
propuestas galantes; ante el rechazo de ella concibió tomarla por la
fuerza, y para ello persuadió al otro cacique, su hermano”.
Aparentemente, algunos soldados, entre quienes se encontraba el
esposo de Lucía, salieron en busca de víveres, ocasión que fue
aprovechada por los indios para atacar el fuerte. En el combate murió el
cacique Mangoré y varios españoles, sobreviviendo solo algunos, entre
ellos Lucía y otras pocas mujeres. Agrega De Guernica: “A su vuelta de
la expedición, Sebastián Hurtado fue apresado por los indios y llevado
ante Siripo. Éste lo condenó a muerte, pero ante los ruegos de Lucía
consintió en salvarle la vida, pero a cambio de que nunca se comunicaran
entre ellos, ofreciendo incluso otorgarle una mujer india”.
El amor entre los esposos resultaba inocultable y el furioso cacique
Siripo habría ordenado darles muerte a ambos: Sebastián fue atado a un
árbol y “flechado por aquella bárbara gente” según el relato de Díaz de
Guzmán, en tanto que Lucía murió quemada en una hoguera improvisada,
poniendo así fin a la primera historia de amor prohibido en nuestras
tierras.
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