Rosas

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martes, 1 de octubre de 2013

Sancti Spíritus

Por Pablo Yurman


El 9 de junio de 1527, en coincidencia con la Fiesta de Pentecostés –de ahí el nombre elegido–, Sebastián Gaboto fundó el Fuerte de Sancti Spiritus. Lo hizo tras remontar el río Paraná, a la altura de la desembocadura del río Carcarañá, cerca del lugar donde actualmente se emplaza la localidad de Puerto Gaboto, al norte de Rosario. No todos los historiadores coinciden en la fecha exacta de la fundación, puesto que los españoles habían llegado unas semanas antes y luego de elegir el lugar como el más apropiado comenzaron la construcción del fuerte o real, con la ayuda de los naturales que habitaban el lugar, los carcaráes o caracaráes, y también los timbúes.
La expedición de Gaboto no tenía por fin la fundación de ciudades, por tal motivo lo que a lo sumo se limitaría a erigir serían asientos o fuertes, que como tales no necesitaban de una “fundación” propiamente dicha. En rigor de verdad, el “fuerte” no era más que un rancho de paja rodeado de una empalizada sobre un terraplén, al que poco después se agregaría una modesta capillita de similares condiciones, pero que constituyó el primer templo en nuestro suelo, lugar donde a poco el sacerdote Diego García que integraba la expedición celebraría las primeras misas y los casamientos entre españoles y nativas. Ello habla a las claras de que no todo fue hostilidad y enfrentamiento, rasgos de los cuales si bien no hay conquista que este exenta en la historia de la humanidad, no ocuparon la totalidad de las relaciones entre nativos y conquistadores.
¿Gaboto o Cabot?
Acaso sea la figura de Sebastián Gaboto una de las más polifacéticas de cuantas arribaron en aquellas épocas a esta parte del mundo. De él nos dice el historiador Vicente Sierra que “arribó a España haciéndose pasar por inglés, y como tal se lo tuvo mucho tiempo. Nacido en Venecia, en 1479, fue su padre Juan Gaboto quien al servicio de Inglaterra trató en 1496 de descubrir un paso al Asia en la costa norte del Nuevo Mundo”, agregando que “desde el principio mostró aptitudes para la intriga y la deslealtad”.
Lo cierto es que luego de haber acompañado a su padre en esa aventura por las costas canadienses, John Cabot se casó con una española, Catalina de Medrano, instalándose en España. Quiso el azar que heredara el cargo de Piloto Mayor que la Casa de Contratación había otorgado a Juan Díaz de Solís, el descubridor del Río de la Plata (llamado durante años Mar de Solís en su honor) hasta que fue muerto y, literalmente, devorado por los charrúas.
Según el contrato celebrado entre el navegante y la Corona de Castilla, su empresa tendría estricto carácter mercantil en orden a intentar seguir la ruta descubierta años antes por Magallanes para llegar al Asia a través del paso entre los océanos Atlántico y Pacífico, es decir, lograr circunnavegar el globo con rumbo a lo que los españoles llamaban “la especiería”. No hay que olvidar que pese al posterior interés por el oro y la plata, en realidad, lo más importante en términos estratégicos para la Europa de entonces, no eran esos metales sino las especias (pimienta, mostaza, canela, etcétera) que procedentes de Oriente permitían conservar los alimentos y así pasar los duros inviernos del Hemisferio Norte.
El amor prohibido
No hay datos corroborados por documentos que den cuenta de la presencia de mujeres españolas en la expedición de Gaboto a estas tierras, a diferencia de otras travesías en las que sí embarcaban hombres casados. Sin embargo, el primer historiador criollo, el asunceño Ruy Díaz de Guzmán, en su obra La Argentina. Historia Argentina del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata, escrita en 1612, es decir, muy próxima a la fecha en que ocurrieron los hechos, relata que cuando Gaboto abandonó Sancti Spiritus para retornar a España dejó una guarnición de unos cien hombres, entre quienes se hallaba el soldado Sebastián Hurtado y su esposa, Lucía Miranda.
Según Julio de Guernica, autor de Somos porque fuimos, los indios vecinos “de la tribu de los timbúes, encabezados por sus caciques Mangoré y Siripo, concurrían a aportar provisiones e intercambiar bienes con los españoles. Mangoré se enamoró de Lucía e hizo toda suerte de propuestas galantes; ante el rechazo de ella concibió tomarla por la fuerza, y para ello persuadió al otro cacique, su hermano”.
Aparentemente, algunos soldados, entre quienes se encontraba el esposo de Lucía, salieron en busca de víveres, ocasión que fue aprovechada por los indios para atacar el fuerte. En el combate murió el cacique Mangoré y varios españoles, sobreviviendo solo algunos, entre ellos Lucía y otras pocas mujeres. Agrega De Guernica: “A su vuelta de la expedición, Sebastián Hurtado fue apresado por los indios y llevado ante Siripo. Éste lo condenó a muerte, pero ante los ruegos de Lucía consintió en salvarle la vida, pero a cambio de que nunca se comunicaran entre ellos, ofreciendo incluso otorgarle una mujer india”.
El amor entre los esposos resultaba inocultable y el furioso cacique Siripo habría ordenado darles muerte a ambos: Sebastián fue atado a un árbol y “flechado por aquella bárbara gente” según el relato de Díaz de Guzmán, en tanto que Lucía murió quemada en una hoguera improvisada, poniendo así fin a la primera historia de amor prohibido en nuestras tierras.

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