Por Andrés Bufali
Ocurrió hace muchos años, cuando el liderazgo de la CGT era un enorme factor de poder, y sirvió para iniciar un baño de sangre, con los impredecibles efectos que aún se padecen. Fue el asesinato de Augusto Timoteo Vandor (el “Lobo”), jefe sindicalista de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), cuyos detalles me tocó cubrir como cronista y que relaté en un libro reciente que se titula Con Soriano por la ruta de Chandler, en homenaje al colega con quien debí compartir aquel helado lunes 30 de junio de 1969.
El episodio sucedió poco después de que el general Onganía (presidente de facto) hiciera encarcelar en Santa Rosa a los gremialistas rebeldes Agustín Tosco, Raimundo Ongaro, Elpidio Torres, Ricardo de Luca y Antonio Scipione, y designara interventor de Córdoba a Jorge Raúl Carcagno, el mismo militar que cuatro años después fuera designado comandante en jefe del Ejército por el presidente Cámpora. Onganía acababa de decretar un aumento de penas para aquellos a los que se les probaran “actividades comunistas”. No obstante, con diferencia de horas estallaron bombas en quince supermercados Minimax, uno de cuyos dueños, Nelson Rockefeller, estaba a punto de llegar como enviado especial del presidente Richard Nixon. Y justamente el día de ese arribo, Onganía autorizó la expulsión de extranjeros, con una moderna versión de la detestable ley de residencia. El clima político se enrarecía.
Tres días antes de caer asesinado Vandor, durante una manifestación en Plaza Once, las balas policiales habían acribillado a Emilio Jáuregui, del Sindicato de Prensa. Se avecinaba, además, un paro general decretado por la “CGT de los Argentinos”, la opositora al gobierno militar.
Un telefonazo me estremeció en el empleo público en el que todavía estaba atrapado entre las siete de la mañana y la una de la tarde: “Pusieron una bomba en la sede de la UOM, en Rioja al 1900, y parece que mataron al «Lobo» Vandor. Ya mandamos gente ahí y a la casa. Rajate como sea del laburo y andá al policlínico de los metalúrgicos, en Hipólito Yrigoyen al 3300, a ver qué averiguás”. Era la voz imperante de Hugo Gambini, por entonces secretario coordinador de Primera Plana.
Me fui a un café a pensar qué haría. Me acordé de Roberto Díaz, un metalúrgico santiagueño que trabajaba en una fábrica de Llavallol. Apenas le hablé, me tiró los nombres de dos amigos suyos en el policlínico de la UOM. Encontré a uno de ellos, quien más rápido que Fu Man-chú hizo desaparecer el billete que le deslicé para que me llevara hasta Cirugía, no sin antes recomendarme fingir ser pariente de alguien al que estaban operando. Eso hice. Me senté en un asiento de madera y paré la oreja. Médicos, enfermeras, camilleros, sindicalistas, todos parecían saber de todo. Ya había trascendido el asesinato. Cerca de mí, alguien susurró a otro alguien: “¿Sabías que el «Lobo», en el 50, antes de entrar en la Philips como matricero, era suboficial de la Marina y que sumaba 27 pirulos cuando pisó por primera vez una fábrica? ¡Pensar que en el 56 ya era un capo y en el 58 mandaba a todos en la UOM! ¡Eso es tener muñeca!”. “No tanta -respondió el otro-, era tan ambicioso que se puso al general en contra. ¡Y mirá!”.
De pronto, aparecieron dos morochos pesados, tres camilleros y un par de médicos, que llegaron hasta Cirugía con el mismísimo Vandor ya convertido en historia, medio tapado con una sábana, con sus ojos celestes abiertos.
Apenas los pesados empezaron a sospechar de nuestra presencia llegó Elida Curone, la esposa de Vandor, y la atención se desvió hacia ella. Un médico le dijo llorando: “¡Negrita, lo mataron al «Lobo», lo mataron!”.
Ella gritó: “¡No! ¡A él, no! ¡A él no lo mataron! ¡Eso es una mentira! Ustedes todavía pueden salvarlo. Venga conmigo, doctor”. Y lo obligó a entrar en Cirugía. Más tarde me enteré de que acarició lentamente el cuerpo de su esposo. Luego oí su voz y la del médico. Ella dijo: “Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. ¡Son seis agujeros! ¿Cuál me lo llevó?”. El médico le pidió: “Por favor, no hagas eso, «Negrita». No sufrió”.
Cuando llegué a la revista, el “Gordo” Soriano ya había vuelto de la UOM y escribía un informe para Roberto Aizcorbe, jefe de la sección Política. Había tenido más suerte que Carlitos Russo, quien se había metido en el departamento de Vandor de la calle Emilio Mitre para hablar con la esposa, y terminó echado cuando ésta volvió del policlínico, con la hija, sus amigas y los guardaespaldas, para cambiarse e ir al velatorio.
El “Gordo” había logrado que el sindicalista Miguel Gazzera le contara que en una cena reciente con Paulino Niembro, Lorenzo Miguel y Avelino Fernández le habían sugerido a Vandor que se fuera unos meses del país porque las cosas estaban muy calientes y lo podían matar, pero no quiso. “Unos días después -dijo Gazzera- me confesó que si había algo jodido para él, como pensábamos, prefería que ocurriera aquí”.
No era lo único que había averiguado. En la UOM le detallaron a Soriano que cuatro tipos habían tocado el timbre y se habían anunciado como oficiales de justicia con una cédula judicial, y que entraron armados hasta los dientes, redujeron a los guardias y dos corrieron hasta el segundo piso, donde amenazaron a Victorio Calabró. “Antes de llegar al despacho de Vandor -contaron-, éste salió a preguntar qué sucedía. Al reconocer a uno de ellos, intentó hablarle, pero lo balearon varias veces con pistolas 45 y le dejaron una bomba en los pies, la que destruyó una pared. Se escaparon en un auto. El «Lobo» murió en la ambulancia que lo llevó al policlínico”.
Russo alcanzó a informar que la esposa de Vandor había llegado con su nenita de dos años, Marcela, y Roberto, de uno; luego describió cómo estaban vestidos ellos y sus acompañantes y en qué clase de autos se movilizaban.
En la redacción esculpí en una Olivetti, de aquellas duras, tres carillas bien detalladas con todo lo que había visto y oído. Aizcorbe -con ese acento cajetilla que le había costado el apodo de “Petimetre”- leyó velozmente mis datos, salió de su pecera, y delante de Soriano, Gambini, Osiris Troiani y un tipo de Espectáculos, me preguntó: “¿Usted está seguro de todo lo que puso aquí?”. Todos me miraron. Sentí que me ponía rojo y que empezaba a transpirar. Con dificultad, respondí: “Sí, ¿por qué?”. Aizcorbe siguió mirando mis papeles e inquirió: “¿Cómo sabe que cuando lo llevaron a Cirugía, Vandor tenía abiertos los ojos celestes?”. Expliqué: “Porque lo vi. Yo estaba sentado a un metro de esa puerta”. Aizcorbe insistió: “¿Y de dónde sacó que tenía seis agujeros en el cuerpo?”. Traté de convencerlo: “Porque se los contó la esposa, que dijo que quería saber cuál era la bala que lo había liquidado”.
Todas las miradas se centraron en mi flaca figura. Aizcorbe seguía con su gesto de duda. Troiani, Gambini y Soriano me miraban divertidos e interesados. Gambini expresó: “¿Ves, Robertito? Esto no se aprende en la Sorbona”. Todos se rieron. Aizcorbe también. Luego me señaló una parte del informe y preguntó: “¿La esposa dijo que el «Che» lo había recibido en La Habana y que este verano se abrazó con Perón en México?”. Asentí.
En el Dorá, un restaurante del Bajo, cerca de Retiro, el “Gordo” decidió contarme lo que se había guardado en el bolsillo. “¿Oíste algo de los tipos que reventaron a tiros a Vandor?”. Negué con la cabeza. El “Gordo” miró a los costados y soltó un susurro: “Me parece que conozco a uno de los que subieron a matarlo”.
Haciéndome el canchero conmigo mismo, puse cara de póquer. El “Gordo” continuó: “A uno de los guardias le pareció oír que Vandor dijo algo como «¡Hola, Cóndor!» o «¿Qué hacés, Cóndor»”. Atiné a murmurar: “¿«Cóndor»? ¿Ese no fue el nombre de un operativo nacionalista peronista que hicieron en las Malvinas?”. El “Gordo” recordó: “Sí, claro. Unos tipos bajaron allá con un avión y pusieron la bandera argentina. Y el que sacó las fotos fue Héctor Ricardo García, el dueño de Crónica”.
Después de contarme eso, el “Gordo” pensó un poco, se levantó y fue al teléfono. Hizo una llamada y volvió contento. Dijo: “Ya le voy viendo las patas a la sota. El «Negro» Juárez dice que muchos creen que Vandor fue el ideólogo del Operativo Cóndor en Malvinas”. Interrumpí lo que estaba haciendo y pregunté: “Si fue el ideólogo de ese operativo peronista, y en marzo se abrazó con el general en México, ¿por qué un cóndor lo deja como un colador?”. La respuesta de Soriano fue: “Nada que tenga que ver con el peronismo es fácil de explicar. Yo me conformo con saber quién es ese cóndor”, concluyó.
Al día siguiente, Aizcorbe empezó a escribir su nota, en la que se leería que Vandor tenía de enemigos a Perón, por haber osado varias veces desobedecer sus órdenes y disputarle la conducción de los trabajadores; al gobierno militar, por no querer ser totalmente “participacionista”, y a los sindicalistas de izquierda, por haberles disparado en la pizzería La Real, de Avellaneda, donde cayó asesinado uno de ellos, de apellido Blajakis y donde murió (¿por error?) Rosendo García, del grupo vandorista. Cuando Aizcorbe se fue a almorzar, con el “Gordo” revisamos rápidamente los recortes de archivo referidos al Operativo Cóndor y copiamos los nombres de sus participantes. Seguimos con los sobres de fotos de Vandor y de otros personajes. Yo encontré el tesoro: una de las imágenes en blanco y negro mostraba al “Lobo” hablando con un tipo joven, para mí desconocido, llamado igual que el jefe del Operativo Cóndor. “Mirá, «Gordo» -lo sorprendí-, en este epígrafe dice que Vandor está con Dardo Cabo, hijo de un sindicalista famoso…”.
Nos miramos y supusimos que ése podía ser uno de los asesinos de Vandor, pero no dijimos nada. Era apenas una sospecha. No todo lo que vivimos se publicó, porque allí siempre había que confirmar los datos y las sospechas. Y a los pocos meses, cuando Onganía clausuró Primera Plana y con el “Gordo” habíamos pasado a trabajar en la revista Panorama, vimos varias veces a Cabo reunido con las mismas cinco personas. Recién cuatro años después, la revista El Descamisado revelaría que Cabo, junto con aquellos cinco hombres (que creían en una revolución de izquierda liderada por un general de derecha, Perón) habían integrado el Ejército Nacional Revolucionario, cuya actividad se redujo a un par de asesinatos: el de Vandor en 1969 y el de José Alonso en 1970, para después incorporarse a los Montoneros.
Lo último que recuerdo del caso Vandor ocurrió en 1976, cuando Osvaldo Soriano ya había partido para su exilio. Lo nuevo que averigüé estaba referido a Roberto Vandor, el hijo del “Lobo”, que ya tenía ocho años y estaba en segundo grado. La maestra le pidió que dibujara a su familia. Cuando le tocó hacer al padre trazó un rectángulo. El psicólogo vio el dibujo, llamó a la madre y le dijo: “Señora, su hijo hizo un rectángulo porque para él su padre es nada más que una fotografía”.
Por Andrés Bufali, para LA NACION, publicado el 20 de julio de 2004
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