Por Agenda de Reflexión
El 22 de septiembre de 1866, Bartolomé Mitre, general en jefe de la
Triple Alianza, ordenó el asalto a la formidable posición fortificada
enemiga de Curupaytí con 9.000 soldados argentinos y 8.000 brasileños,
la flor y nata del ejército, el apoyo del cañoneo de la escuadra
imperial y la cooperación de las fuerzas orientales de Venancio Flores.
De toda la guerra del Paraguay ésta es la primera batalla planeada por
Mitre y también la primera (y única) dirigida directamente por él;
después sus panegiristas tendrán que esmerarse mucho para equiparar sus
capacidades como político y escritor a sus aptitudes militares. El
mariscal Francisco Solano López destinó a su mejor hombre de guerra, el
general Díaz, vencedor de Estero Bellaco y Boquerón, que preparó en poco
tiempo la defensa del campo, cortando árboles (abatíes) dispuestos por
sus enormes raíces para dentro, ocultando unas 50 bocas de fuego.
La orden de ataque se había demorado por una torrencial lluvia de varios
días que dejó el terreno convertido en un pantano. Lo cierto es que
cuando se lanzaron los 17.000 aliados a la carga a bayoneta sobre las
fortificaciones, en avance franco y a pecho descubierto, los cañones
paraguayos ocultos entre los abatíes hicieron estragos. Los infantes
chapoteando barro resultaron un blanco servido para el fuego a boca de
jarro de los paraguayos que ellos no veían. Cuando inexplicablemente
tarde se dio el toque de retirada, el campo de batalla hecho un fangal
frente a Curupaytí quedó sembrado con 10.000 cadáveres argentinos y
brasileños tendidos. Las bajas paraguayas fueron 92.
El emperador debió gestionar amistosamente que Mitre volviese a su país
porque en las provincias del Oeste se habían levantado nuevamente las
montoneras. Nunca se supo si la insinuación de la licencia fue nada más
que por alejarlo de los campos de batalla. Porque efectivamente por los
llanos de La Rioja se volvía a galopar como en los tiempos de Facundo o
los más recientes del Chacho Peñaloza: Felipe Varela, el Quijote de los
Andes, había enarbolado su proclama revolucionaria.
En la sangrienta batalla de Curupaytí el impacto de un casco de granada
le destrozó la mano derecha a un ciudadano argentino alistado hacía unos
meses como voluntario. Evacuado a Corrientes, la amenaza de la gangrena
obligó a amputarle el brazo por encima del codo. Se trataba de un joven
dibujante y cronista de 26 años, teniente segundo del ejército, que se
llamaba Cándido López y, al igual que Macedonio Fernández, es tradición
citarlo por su nombre de pila. Menos de un año después cumplió su
promesa de enviarle al médico que le amputó el brazo un óleo suyo fruto
de una prodigiosa reeducación de su mano izquierda. Alrededor de 1870
empieza a pintar con su única mano inhábil los óleos sobre la guerra del
Paraguay -según los apuntes y bocetos a lápiz que había tomado in
situ-, que han de ocuparlo casi por entero hasta su muerte y que lo
convertirán en el artista americano más original del siglo XIX.
Cándido nace en Buenos Aires en 1840 y aquí estudia con Carlos Descalzo y
Baidasarre Verazzi. Viaja y reside en varios pueblos del interior
bonaerense trabajando en retratos al daguerrotipo hasta que se alista en
San Nicolás en el ejército. Al volver de la guerra se casa en Buenos
Aires con Emilia Magallanes, con quien tuvo doce hijos. Muere en 1902 y
es enterrado en el Panteón de los Guerreros del Paraguay, de cuyo
círculo fue socio fundador.
El “manco de Curupaytí” se automarginó del circuito de arte de su época y
sus debates, y su estilo, tildado tantas veces de naïf, nada tuvo en
común con los preceptos de moda entonces, ejemplificados en las obras de
Blanes, Sívori y Schiaffino. Las imágenes bélicas de Cándido obvian por
completo la construcción de próceres (tan cercana a la narrativa
mitrista) para poner en escena héroes anónimos, cientos de personajes
cuyas identidades no se amparan en ningún prohombre, sino por el
contrario desnudan las huellas de otra batalla, individual, en la cual
la materia primera fue su memoria sensible. La guerra de Cándido es,
ante todo, un combate que ocurrió dentro de su cerebro, y sus recuerdos
responden invariablemente a la cosa mentale que tanto propugnara
Leonardo da Vinci y los conceptualistas del siglo XX.
También, en Curupaytí perdió la vida Dominguito, hijo adoptivo de
Domingo F. Sarmiento. En 1944 se estrenó la película Su mejor alumno,
dirigida por Lucas Demare, guión de Ulises Petit de Murat y Homero
Manzi, y protagonizada por Enrique Muiño y Angel Magaña. Demare fue uno
de los directores más importantes de la cinematografía nacional, un
referente en la historia del cine, autor de La guerra gaucha, Pampa
bárbara, El viejo Hucha, Los isleros, El último perro, Hijo de hombre y
treinta títulos más. Según los especialistas y críticos, la escena de la
batalla donde en actitud heroica Dominguito pierde la vida -con 5.000
extras- no fue superada en la historia del cine épico nacional.
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