Por Gabriel O. Turone
La vuelta de Juan Manuel de Rosas a la gobernación de la provincia de
Buenos Aires en 1835, acaso la etapa más significativa e importante
de su extensa carrera política, no hubiese sido posible sin la decidida
intervención de su señora esposa, doña Encarnación Ezcurra, cuya vida
no ha sido estudiada en profundidad. Veamos quién fue esta
extraordinaria mujer de carácter que secundó a su ilustre marido para
salvaguardar los destinos de la patria amenazada.
María de la
Encarnación Ezcurra y Arguibel nació en Buenos Aires el 25 de marzo de
1795, siendo sus padres Juan Ignacio Ezcurra, español, y doña Teodora
Arguibel, que era argentina hija de franceses. El bisabuelo paterno de
Encarnación, Domingo de Ezcurra, había nacido en el valle de Larraun,
Pamplona Navarra, España.
En los primeros años de su vida, Juan
Manuel de Rosas vivía en la campaña y cada tanto solía frecuentar
Buenos Aires, urbe a la que no le tuvo mucha estima por ese entonces. El
bullicio verbal, el clima revolucionario posterior a Mayo de 1810 y las
intrigas que se palpitaban en la ciudad portuaria le mortificaban. De
todas maneras, allí conocerá a Encarnación Ezcurra, su futura cónyuge.
Pero Agustina López de Osornio, la madre de Rosas, se opuso de entrada a
este noviazgo de su hijo. Cuando Juan Manuel y Encarnación ya habían
decidido contraer nupcias, Agustina López de Osornio, pretextando la
poca edad de ambos, rehusó consentir el casamiento, sin embargo poco
pudo hacer contra la astucia de los jóvenes novios. Encarnación Ezcurra,
por instigación de Juan Manuel, le escribe una carta a éste, donde le
manda decir que estaba embarazada y que por tal motivo debían casarse.
La carta engañosa fue dejada por Rosas en un lugar visible de la casa de
su madre, a la espera de que ésta la leyera. Cuando Agustina López de
Osornio encuentra y lee la carta, se dirige con desesperación a la casa
de Teodora Arguibel, la madre de Encarnación Ezcurra, para darle la
novedad. Las dos señoras resolvieron allí mismo que, ante el bochorno
que una situación semejante pudiera ocasionar en los círculos sociales,
apuraran el casamiento entre Encarnación Ezcurra y Juan Manuel de Rosas.
En efecto, Ezcurra contrajo matrimonio con el futuro Restaurador de las
Leyes el martes 16 de marzo de 1813, en una ceremonia dirigida por el
presbítero José María Terrero. Estaban como testigos don León Ortiz de
Rozas (padre de Rosas) y doña Teodora Arguibel. Un dato curioso refiere
que el mismo día que Encarnación Ezcurra se casaba con Rosas, por las
calles de Buenos Aires corrían las noticias del triunfo de las armas
argentinas en la batalla de Salta.
En la vida familiar
Los primeros tiempos de la pareja no fueron de prosperidad económica.
Rosas entregó a sus padres la estancia “El Rincón de López”, la cual
administraba en el partido de Magdalena. Quería trabajar por su cuenta
como hacendado, sin tener que pedir favores a nadie. En una
correspondencia mandada desde el exilio inglés a su amiga Josefa Gómez,
Rosas dirá que “[estaba] sin más capital que mi crédito e industria;
Encarnación estaba en el mismo caso; nada tenía, ni de sus padres, ni
recibió jamás herencia alguna”.
Encarnación y Juan Manuel
tuvieron 3 hijos: María de la Encarnación, nacida el 26 de marzo de
1816, y que apenas sobrevivió un día; Manuela Robustiana, que nació el
24 de mayo de 1817, y Juan Bautista Pedro, nacido el 30 de junio de
1814.
Ella acompañará a su esposo en todos los emprendimientos
que tuvo, sea como administrador de Los Cerrillos o como de la estancia
San Martín. Y, desde luego, también en las vicisitudes de la política,
siendo Encarnación una devota entusiasta del fervor federal que abrazó
Juan Manuel de Rosas a lo largo de su vida.
En cuanto a la
conducta reportada por Encarnación Ezcurra en su rol de mujer casada,
hay quienes advierten que se trató de una esposa que veía a su amado en
las raras ocasiones en que éste se instalaba en Buenos Aires o cuando
los dos pasaban algunas temporadas en el campo. La soledad, al contrario
de lo que muchos podrían suponer, cimentó en ella una mayor admiración
por Juan Manuel de Rosas. Las idas y venidas de la ciudad al campo,
robustecieron en ella su adaptación a las condiciones de vida
semisalvaje de la campaña.
Ezcurra era de carácter severo
cuando las circunstancias así lo imponían, aunque no pocos la retrataron
como una mujer que carecía de ternura. En el seno de la familia Rosas,
la parte dulce correspondía a Manuelita Robustiana, la hija predilecta
del Restaurador de las Leyes, la misma que con el tiempo será proclamada
“Princesa de la Federación”.
La alta sociedad porteña no le
perdonaba a Encarnación Ezcurra el trato cordial que mantenía con
pardos, mulatos, gauchos, indios, comisarios y soldados, todos ellos
considerados entonces como representantes de las capas sociales más
bajas. Es que tampoco lo entendían. Aparte de granjearse amistades tan
grotescas para la época, pues, recordemos, su familia era de las más
pudientes de Buenos Aires, doña Encarnación sabía que al ganarse el
cariño de los estamentos más populares, esto le acarrearía a Rosas un
caudal muy grande de seguidores, votantes y soldados para sus campañas, y
también espías y matones para las arduas campañas políticas de los
federales.
En este sentido, es notable una carta que
Encarnación le manda a Rosas, que hacía la Campaña al Desierto, en
noviembre de 1833, donde le dice: “Ya has visto lo que vale la amistad
de los pobres y por ello cuánto importa el sostenerla para atraer y
cultivar sus voluntades. No cortes, pues, sus correspondencias.
Escríbeles con frecuencia, mándales cualquier regalo sin que te duela
gastar en eso. Digo lo mismo respecto de las madres y mujeres de los
pardos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a las
que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como también en
socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias. A los amigos fieles
que te hayan servido déjalos que jueguen al billar en casa y obséquialos
con lo que puedas”.
Su rol en la Revolución de los Restauradores
Tanta firmeza y decisión la ubicó, entre 1833 y 1834, como operadora
política de excelencia cuando todo parecía indicar el debilitamiento de
la influencia de Juan Manuel de Rosas en la provincia de Buenos Aires.
Antes de hablar sobre la Revolución de los Restauradores, es menester
retrotraernos a la alternancia de administraciones unitarias y federales
que se dieron en Buenos Aires desde 1827 y hasta 1832. Caído el
presidente Bernardino Rivadavia en julio de 1827 tras intentar, sin
éxito, la aplicación de una constitución de neto corte unitario que
recibió las quejas naturales de los caudillos federales del interior, y
donde, además, había cedido la soberanía de la Banda Oriental al Imperio
del Brasil, al cual nuestras fuerzas venían derrotando en la guerra
desde 1825, le sucede un breve interregno de Vicente López y Planes. El
Congreso Nacional se disuelve y la provincia de Buenos Aires recupera su
autonomía, y entonces es elegido como gobernador bonaerense el coronel
Manuel Dorrego, de tendencia federal.
Dorrego celebró diversos
tratados con las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y
Córdoba con el fin de organizar la nación. Sin embargo, los antiguos
funcionarios y simpatizantes unitarios de Rivadavia intentaron
desestabilizar al gobierno federal que ahora estaba en el poder. Una
logia compuesta por, entre otros, José Valentín Gómez, Salvador María
del Carril, Juan Cruz Varela, Carlos de Alvear y Julián Segundo Agüero,
aprovecha el regreso de las tropas argentinas de la campaña del Brasil
para armar una revuelta militar contra Dorrego. El general unitario Juan
Lavalle fue elegido como jefe de esta empresa ilegal. Así, con total
impunidad, el 13 de diciembre de 1828 es fusilado Manuel Dorrego en
Navarro por orden de Lavalle, quien accede a la gobernación de la
provincia de Buenos Aires.
Sin embargo, el partido unitario era
antipopular en la campaña, por eso durante la primera mitad del año
1829 se llevará a cabo un operativo tendiente a eliminar a los federales
que apoyaban a Juan Manuel de Rosas, quien en la administración de
Dorrego llegó a ser Comandante General de Campaña. Sucesivas derrotas
militares de los unitarios hicieron que Lavalle fugue hacia Montevideo,
Uruguay, mientras que en Buenos Aires se conformaba un gobierno
provisional en cuya cabeza se ubicó a Juan José Viamonte. Finalmente, el
6 de diciembre de 1829 asume Juan Manuel de Rosas como gobernador de la
provincia de Buenos Aires.
La primera administración rosista
se extenderá hasta el 17 de diciembre de 1832, fecha en la que renuncia
porque la legislatura no le quiso otorgar facultades extraordinarias.
Rosas siempre creyó indispensable gobernar con plenos poderes, más aún
en el estado de anarquía constante que se vivía por aquellos años de
breves e inestables administraciones públicas. Pero el Restaurador de
las Leyes, además, hacía tiempo que quería emprender una campaña por los
desiertos del sur para luchar contra las tribus aborígenes que
saqueaban los campos y pueblos fronterizos nacionales.
Le
sucedió a Rosas un gobernador llamado Juan Ramón González Balcarce,
federal tibio que muy pronto se dejó dominar por los enemigos de su
antecesor, si bien el nuevo gobierno tenía un gabinete compuesto por
federales netos o apostólicos (seguidores de Rosas) y federales
cismáticos (federales liberales que recibían influencias de los
unitarios emigrados). Como había que elegir nuevos diputados, el 28 de
abril de 1833 se realizan elecciones fraudulentas en las que vencen los
federales cismáticos. Por todo ello, los seguidores de Rosas, que ya
había iniciado la Campaña al Desierto, protestan y los pocos que habían
ganado una banca, renuncian a las mismas. El 20 de mayo de ese mismo
año, se legaliza el triunfo irregular de los cismáticos. Y el 16 de
junio vuelven a haber elecciones complementarias para cubrir las
vacantes de los diputados rosistas renunciantes. Aquí empieza a jugar un
rol fundamental Encarnación Ezcurra.
En las calles de Buenos
Aires hay atentados todos los días, lo mismo que asesinatos. Se oyen
gritos, amenazas y peleas con armas que parecen no tener fin. El
gobernador González Balcarce decide entonces expulsar o dejar cesantes a
todos aquellos federales considerados partidarios de Rosas. Tampoco les
mandan partidas de dinero a los soldados que fueron con Rosas a luchar
contra el salvaje, ni raciones de alimentos para los boroganos y los
pampas de Azul, Tapalqué y Tandil, que eran tribus amigas de don Juan
Manuel.
Mientras tanto, el Restaurador de las Leyes se entera
de todos estos acontecimientos en el sur, por lo que decide encarar una
estrategia para no perder influencia en el poder y para que no disminuya
su prestigio popular. Promediando agosto de 1833, Encarnación Ezcurra
es elegida por su esposo como operadora política de él en Buenos Aires,
mientras que el general Facundo Quiroga lo será en el interior del país.
En carta del 1° de septiembre de 1833, Encarnación le escribe a Rosas:
“Tus amigos, la mayoría de casaca [cismáticos o lomos negros], a quienes
oigo y gradúo según lo que valen, tienen miedo”. Y en otra del 14 de
septiembre, le dice: “Las masas están cada día más dispuestas y, lo
estarán mejor, si tu círculo no fuese tan callado, pues hay quien tiene
más miedo que vergüenza”. Esa era la decisión y el coraje en la hora
suprema de la anarquía que demostraba doña Encarnación Ezcurra.
Ella, en su rol de operadora política rosista, manejará y movilizará a
las capas populares y a los viejos colaboradores de Juan Manuel de Rosas
en el alzamiento del 11 de octubre de 1833, más conocido como la
Revolución de los Restauradores. Se dice que su hogar, en ese tiempo,
parecía un comité por la cantidad de gente que lo frecuentaba. Desde los
generales Ángel Pacheco y Agustín de Pinedo, pasando por los comisarios
Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra, y comandantes y milicianos de
escuadrones procedentes de Lobos, Monte, Cañuelas y Matanza.
Juan Ramón González Balcarce, totalmente debilitado por esta acción de
los Restauradores o federales apostólicos, presenta la renuncia el 4 de
noviembre de 1833. Unas semanas antes, el 17 de octubre, la “Heroína de
la Federación” (Encarnación Ezcurra) le manda decir a Justo Villegas,
jefe de los escuadrones de Lobos y Monte, que “todo va bien. Estos
hombres malvados, en medio de su despecho, temen. La pronunciación del
pueblo es unísona. Toda la población detesta a su opresor y no piensa
sino irse a incorporar a los restauradores”.
Gobierno de Viamonte y alianzas extranjeras
En noviembre de 1833 asume el gobierno de la provincia de Buenos Aires
Juan José Viamonte. Atenta como siempre, Encarnación Ezcurra presiente
que aquí también se está en presencia de un hombre que favorece los
designios del bando unitario exiliado en Montevideo. Un documento
excepcional, que bien refleja su participación activa en los meses de
ausencia de Rosas en Buenos Aires, es la carta que le hace llegar con
fecha 4 de diciembre de 1833, donde describe puntillosa y magistralmente
a cada uno de los federales de casaca (cismáticos) que se ubicaron
alrededor del nuevo gobernador.
En dicha misiva le avisa a su
esposo que Manuel José García, antiguo funcionario de Rivadavia y hasta
entonces supuesto federal apostólico, era el padrino de los federales
cismáticos o lomos negros. Que Luis Dorrego (el hermano del ex
gobernador Manuel Dorrego) era cismático puro, y que su hermano
Prudencio Ortiz de Rozas andaba frecuentando al gobernador Viamonte.
El clima tenso volvía a reaparecer sobre Buenos Aires en los últimos
meses de 1833 y los primeros de 1834. Además, hay alianzas oscuras entre
unitarios salvajes y gobiernos extranjeros que salen a la luz. Por
ejemplo, el mariscal Andrés Santa Cruz, presidente de la Confederación
Perú-Boliviana, andaba fogoneando la separación de Salta y Jujuy con la
intención de anexarse a esta última a su país. Esta mutilación de
nuestro territorio estaba siendo fomentada por los unitarios locales.
Recuérdese que el gran aliado de Rosas, Juan Facundo Quiroga, muere
asesinado en febrero de 1835 mientras se dirigía al norte del país en
misión de paz, al darse a conocer una suerte de guerra civil
desencadenada entre jujeños, salteños y tucumanos producto de aquella
misma situación.
En el mismo sentido, se supo que desde enero
de 1834 empezaron a haber maquinaciones europeas en conferencias de alto
nivel, las cuales contaron con la asistencia del unitario Bernardino
Rivadavia, una en París y otra en Madrid. Allí se hablaba de colocar un
rey en Argentina, Uruguay, Chile y Bolivia. Rivadavia estaba tras de
estos fines desde 1830. No por nada, a principios de 1834 se anunciaba
la llegada a Buenos Aires de Rivadavia.
Este plan era una carta
que jugaban los unitarios para eliminar al partido federal de escena.
Manuel Moreno, hermano del revolucionario Mariano y funcionario
argentino en Londres, revela al gobierno de Viamonte los contactos
oficiales habidos en Europa por medio del coordinador Bernardino
Rivadavia. Manuel Moreno advierte que el plan comenzaría por ganarse la
voluntad del caudillo federal Estanislao López (gobernador de Santa Fe)
para que se tire contra Juan Manuel de Rosas y Facundo Quiroga. A su
vez, se liberaría la navegación del Río Uruguay, y luego, una vez
utilizados sus servicios, se asesinarían a López y, de no haberse hecho
antes, a Rosas y Quiroga.
Rivadavia desembarca en Buenos Aires
el 28 de abril de 1834, pero el gobernador Juan José Viamonte lo expulsa
del país. El pueblo de la campaña lo repudiaba porque fue uno de los
mentores del fusilamiento de Manuel Dorrego por Lavalle (diciembre de
1828).
¿Ideóloga de la Sociedad Popular Restauradora?
¿Y qué hay de doña Encarnación Ezcurra en todo esto? Ella tiene un
aceitado sistema de espionaje e inteligencia en la ciudad portuaria, y
está al tanto de todo lo que va sucediendo. Manda informes periódicos a
su esposo, quien está próximo a volver de la Campaña al Desierto, y él
le indica los pasos a seguir.
La debilidad del gobierno de
Viamonte es notoria, pues no se decide a enfrentar con decisión a los
unitarios que complotaban contra la patria y que se hallaban en cordial
alianza con los poderes extranacionales. El unitarismo creía, asimismo,
que era posible destruir la figura de Rosas si aprovechaban la falta de
gobiernos fuertes, la debilidad en que se encontraban las autoridades y
la indecisión de los federales para tomar cartas en el asunto.
Juan Manuel de Rosas termina la campaña al desierto el 25 de marzo de
1834, pero retrasa su arribo a Buenos Aires. Entonces, Encarnación
Ezcurra le escribe el 14 de mayo de 1834: “A tus amigos les digo que
deben trabajar con energía, destruyendo todo lo que parezca manejos de
la logia o entronizamiento de unitarios…pues el país se debe salvar a
toda costa… Tu posición es terrible: si tomas injerencia en la política
es malo; si no, sucumbe el país por las infinitas aspiraciones que hay, y
los poquísimos capaces de dar dirección a la nave de gobierno”. Es
probable que el tenor de esta exigencia haya sido la que promovió la
creación de la Sociedad Popular Restauradora, cuya fuerza de choque era
la Mazorca.
Para 1834, la entidad nombrada era una realidad. La
Sociedad Popular Restauradora estaba integrada por apellidos del
patriciado argentino: Unzué, Goyena, Sáenz Valiente, Iraola, Argerich,
Santa Coloma, Quirno, Victorica, etc., etc. En cambio, la Mazorca se
componía de bolicheros, matanceros y quinteros, y tenían el propósito de
ayudar al gobernador Viamonte en el cuidado del orden público.
Viamonte, no obstante, estaba agobiado por no poder frenar el accionar
de la Sociedad Popular Restauradora y los mazorqueros. Incluso, llegó a
juzgar que se estaba socavando y faltando el respeto a su autoridad. El
27 de junio de 1834 presenta la renuncia indeclinable. Lo sucede Manuel
Vicente Maza; este gobernador bonaerense era un federal “de casaca” que
tampoco pudo resolver la anarquía cada vez más acentuada en el país. El
crimen del brigadier general Juan Facundo Quiroga, ocurrido el 16 de
febrero de 1835, hizo que Maza renuncie a su cargo y le cediera el mando
a Juan Manuel de Rosas, esta vez con el otorgamiento, mediante un
plebiscito, de las facultades extraordinarias para gobernar de modo
firme, decidido y viril.
Últimos tiempos de Encarnación Ezcurra
Poco se sabe de los últimos años de Encarnación Ezcurra. El retorno de
su esposo al poder, acaso el objetivo anhelado desde finales de 1832, ya
se había concretado, y ella se sabía merecedora de un respeto
inexpugnable entre los federales netos. El renunciante Maza le escribe a
Juan Manuel de Rosas: “Tu esposa es la heroína del siglo: disposición,
valor, tesón y energía desplegadas en todos casos y en todas ocasiones;
su ejemplo era bastante para electrizar y decidirse; mas si entonces
tuvo una marcha expuesta, de hoy en adelante debe ser más circunspecta,
esto es menos franca y familiar”. “A mi ver –sigue sugiriéndole Manuel
Vicente Maza al Restaurador de las Leyes- sería conveniente que saliese
de la ciudad por algún tiempo. Esto le traería los bienes de evadirse de
compromisos, que si en unas circunstancias convenía cultivar, variadas
éstas es mejor no perderlas, pero sí alejarlas”. A lo mejor era el
momento adecuado para llamarse a silencio.
Solamente hay una
pista firme que indica que desde noviembre de 1833 y hasta diciembre de
1834 Encarnación Ezcurra fue, al tiempo que, como expusimos, operadora
política de Rosas, apoderada general de los bienes de Facundo Quiroga,
dado que éste tenía por debilidad el juego y los naipes.
Apenas
tres años después de la segunda llegada de Rosas a la gobernación de
Buenos Aires, doña Encarnación Ezcurra muere. Era el 20 de octubre de
1838. Su cadáver fue encerrado en un lujoso ataúd, y conducido en larga
procesión en la noche del 21 hasta la iglesia de San Francisco donde fue
depositado. A su funeral asistieron diplomáticos de Gran Bretaña,
Brasil, de la isla de Cerdeña y el encargado de negocios de los Estados
Unidos. También estaban presentes todos los integrantes del Estado Mayor
del Ejército de la Confederación Argentina, en el que figuraban los
generales Guido, Agustín de Pinedo, Soler, Vidal, Benito Mariano Rolón y
Lamadrid. El pueblo concurrió en un número no menor a las 25.000
personas.
Rosas mismo ordenó para la “Heroína de la Federación”
funerales de capitán general. La Gaceta Mercantil del 29 de octubre de
1838 publicó, por este mismo motivo, que los ministros extranjeros
izaron a media asta sus banderas. Las demás provincias argentinas
hicieron análogas manifestaciones de duelo.
La Sociedad Popular
Restauradora dispuso “cargar luto durante lo traiga nuestro ilustre
Restaurador y conforme al que Él usa, que consiste en corbata negra,
faja con moño negro en el brazo izquierdo, tres dedos de cinta negra en
el sombrero, quedando en el mismo visible la divisa punzó”. Esta
disposición perduró por durante 2 años más. En octubre de 1840, Juan
Manuel de Rosas resolvió poner fin al duelo federal por su mujer.
Autor: Gabriel O. Turone
Bibliografía
Chávez, Fermín. “Iconografía de Rosas y de la Federación”, Tomo II, Editorial Oriente, Agosto de 1970.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Genealogía. Revista del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, N°18, Buenos Aires 1979.
Ibarguren, Carlos. “Juan Manuel de Rosas. Su Vida, su Drama, su Tiempo”, Ediciones Theoría, Buenos Aires, Abril de 1972.
Röttjer, Aníbal Atilio. “Rosas. Prócer Argentino”, Ediciones Theoría, Buenos Aires, Septiembre de 1972.
Sáenz Quesada, María. “Encarnación y los Restauradores”, Revista Todo es Historia, N° 34, Febrero 1970.
Saldías, Adolfo. “Historia de la Confederación Argentina”, Tomo II, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1951.
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