Por Ricardo Rojas
Yo habría preferido no hablar ahora y perderme como uno más entre la
muchedumbre, cuyo silencio de abismo y cuyo rumor de océano es superior,
en casos tales, a todo empeño de elocuencia; pero traigo mandatos
irrenunciables y he de saber cumplirlos con el laconismo forzoso de
quien debe ceder la tribuna a tantos otros intérpretes de la emoción
popular en la solemne ocasión que aquí nos congrega.
El azar ha querido que al morir Hipólito Yrigoyen me invistieran de su
representación las diversas regiones del interior argentino, si como
para hacer oír su voz en el ágora metropolitana del sepelio, buscaran el
acorde de la patria común las varias tonadas de nuestro federalismo,
que hallaron al fin en aquel gran caudillo porteño al forjador de la
nueva unidad nacional, no como antes por pactos de Estados, sino por
hermandad de corazones en la solidaria empresa de un mismo ideal
político.
Digo esto porque me ha dado la misión de hablar en esta ceremonia la
Universidad del Litoral, fundada para reunir a la juventud estudiosa de
las tres provincias que baña el Paraná, y me la han dado también los
radicales de Santiago, donde clarea entre la selva del centro, la más
vieja ciudad argentina; y los de San Juan de Cuyo, donde al pie de los
Andes está la casa de Sarmiento; y los de Jujuy, en la frontera del
Norte, donde se custodia el estandarte que, al donarlo a Jujuy, Belgrano
llamó “la bandera de nuestra libertad civil”.
Hay en esta simple enumeración de las gentes y lugares que envían por mi
voz su mensaje, algo así como una visión total de la patria; panoramas
de sus ríos, sus pampas y sus montes; evocación de las leyendas
heroicas, milicia actual de la ciudadanía, presagios de la nueva
esperanza y todo ello debe ser evocado en este momento para dar homenaje
al ámbito espiritual que corresponde a su grandeza.
Porque no hemos venido aquí para llorar la inhumación de un anciano,
sino para cantar la apoteosis de un patriarca. Estos son funerales de
epopeya y todo aquí ha de tener el temple del prócer y de su pueblo. Si
“la bandera de nuestra libertad civil” está enlutada, lo está por su
muerte; pero también por la muerte de las libertades argentinas. Cese
aquí el llanto, puesto que aún andamos, como antes andaba él, en la
noble batalla.
Tampoco hemos venido aquí para argumentar el panegírico, ni para litigar
con los que pretenden tasarle la fama en centímetros de necrología o en
burocráticos distingos de honores. No se trata aquí de “honores”, sino
de honor. Tramiten ellos su papelería, mientras él entra en la
inmortalidad, que es el amor del pueblo a quien tanto sirvió. Han estado
estos tres años mordiéndolo con saña para deshacerlo, y aún no saben
que mordían un bronce.
Muchas veces en el curso de su larga existencia, lo coronó con sus
palmas la victoria; pero faltábale a Yrigoyen la corona de zarzas del
dolor injusto, y ésa llegó para su frente en la hora de la ancianidad,
tornando más conmovedora su silueta de apóstol. Así ha entrado en la
muerte, que para él es la inmortalidad, con su destino plenamente
realizado. Y ahora, con más razón que antes, no podrá ser olvidado por
la patria que amó.
Americano prototípico, amigo de la paz sentimental, asceta en la vida,
rústico en el ensueño generoso, el secreto de la popularidad de Yrigoyen
fue un sentimiento de amor, y éste era también el secreto de su gloria
póstuma, que ya ha comenzado. Amó a la patria con un amor cristiano, y
por eso la amó, no con símbolos ni abstracciones sino en la carne
sufrida del pueblo.
Tal sentimiento, servido por un recio carácter y orientado por una
certera intuición, explica las complejidades de su personalidad y el
éxito de su empresa política. Por eso, ni el derrocamiento ni la
calumnia pudieron vencerlo. Más alto que el odio y el poder, cerníase
aquel ideal inmarcesible.
Este gran caudillo criollo –criollo cabal– ha prestado a la Argentina
cosmopolita y mercantil de los últimos cuarenta años, un servicio de
orden espiritual más valioso que dos presidencias, y es el de haber
aglutinado en la Unión Cívica Radical a los argentinos de todas las
regiones y de todas las clases, superando las desarmonías étnicas en una
cohesión nacionalista, y soldando las generaciones nuevas en la
tradición histórica de nuestra democracia.
Con ese galardón heroico ha entrado en la inmortalidad; y al trasponer
el río de la muerte, que imaginaban los antiguos sobre la pradera de
Asfódelos en que vagan los manes, se adelantarán los fundadores de la
patria para recibirlo. El les dirá por qué la Argentina yace hoy
cubierta de sombras; pero también les dirá que tras de su paso por la
tierra nativa queda aquí un partido exultante de fervor religioso para
continuar la hazaña de los fundadores.
Yo que no conocí a Yrigoyen en los tiempos de su fabuloso poderío, que
no visité sus antesalas, que no recibí sus favores, que disentí con
algunos de sus actos; yo que he dedicado mi vida al esclarecimiento de
la argentinidad y que, inspirado por ella y por amor al pueblo
despojado, ingresé en la milicia radical cuando sobrevino su caída,
puedo decir a nuestros adversarios que no se engaña a un pueblo con
gacetillas, porque los pueblos tienen una misteriosa manera de saber la
verdad, y que no se defrauda la historia con decretos de honores, porque
la historia rasga siempre las sombras del error, del interés o del odio
contemporáneo, para decir a la posteridad: ¡Esto fue así!
Ricardo Rojas, rector de la Universidad de Buenos Aires
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