Rosas

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martes, 18 de marzo de 2014

Oración fúnebre en el sepelio de Hipólito Yrigoyen

Por Ricardo Rojas

Yo habría preferido no hablar ahora y perderme como uno más entre la muchedumbre, cuyo silencio de abismo y cuyo rumor de océano es superior, en casos tales, a todo empeño de elocuencia; pero traigo mandatos irrenunciables y he de saber cumplirlos con el laconismo forzoso de quien debe ceder la tribuna a tantos otros intérpretes de la emoción popular en la solemne ocasión que aquí nos congrega.
El azar ha querido que al morir Hipólito Yrigoyen me invistieran de su representación las diversas regiones del interior argentino, si como para hacer oír su voz en el ágora metropolitana del sepelio, buscaran el acorde de la patria común las varias tonadas de nuestro federalismo, que hallaron al fin en aquel gran caudillo porteño al forjador de la nueva unidad nacional, no como antes por pactos de Estados, sino por hermandad de corazones en la solidaria empresa de un mismo ideal político.
Digo esto porque me ha dado la misión de hablar en esta ceremonia la Universidad del Litoral, fundada para reunir a la juventud estudiosa de las tres provincias que baña el Paraná, y me la han dado también los radicales de Santiago, donde clarea entre la selva del centro, la más vieja ciudad argentina; y los de San Juan de Cuyo, donde al pie de los Andes está la casa de Sarmiento; y los de Jujuy, en la frontera del Norte, donde se custodia el estandarte que, al donarlo a Jujuy, Belgrano llamó “la bandera de nuestra libertad civil”.
Hay en esta simple enumeración de las gentes y lugares que envían por mi voz su mensaje, algo así como una visión total de la patria; panoramas de sus ríos, sus pampas y sus montes; evocación de las leyendas heroicas, milicia actual de la ciudadanía, presagios de la nueva esperanza y todo ello debe ser evocado en este momento para dar homenaje al ámbito espiritual que corresponde a su grandeza.
Porque no hemos venido aquí para llorar la inhumación de un anciano, sino para cantar la apoteosis de un patriarca. Estos son funerales de epopeya y todo aquí ha de tener el temple del prócer y de su pueblo. Si “la bandera de nuestra libertad civil” está enlutada, lo está por su muerte; pero también por la muerte de las libertades argentinas. Cese aquí el llanto, puesto que aún andamos, como antes andaba él, en la noble batalla.
Tampoco hemos venido aquí para argumentar el panegírico, ni para litigar con los que pretenden tasarle la fama en centímetros de necrología o en burocráticos distingos de honores. No se trata aquí de “honores”, sino de honor. Tramiten ellos su papelería, mientras él entra en la inmortalidad, que es el amor del pueblo a quien tanto sirvió. Han estado estos tres años mordiéndolo con saña para deshacerlo, y aún no saben que mordían un bronce.
Muchas veces en el curso de su larga existencia, lo coronó con sus palmas la victoria; pero faltábale a Yrigoyen la corona de zarzas del dolor injusto, y ésa llegó para su frente en la hora de la ancianidad, tornando más conmovedora su silueta de apóstol. Así ha entrado en la muerte, que para él es la inmortalidad, con su destino plenamente realizado. Y ahora, con más razón que antes, no podrá ser olvidado por la patria que amó.
Americano prototípico, amigo de la paz sentimental, asceta en la vida, rústico en el ensueño generoso, el secreto de la popularidad de Yrigoyen fue un sentimiento de amor, y éste era también el secreto de su gloria póstuma, que ya ha comenzado. Amó a la patria con un amor cristiano, y por eso la amó, no con símbolos ni abstracciones sino en la carne sufrida del pueblo.
Tal sentimiento, servido por un recio carácter y orientado por una certera intuición, explica las complejidades de su personalidad y el éxito de su empresa política. Por eso, ni el derrocamiento ni la calumnia pudieron vencerlo. Más alto que el odio y el poder, cerníase aquel ideal inmarcesible.
Este gran caudillo criollo –criollo cabal– ha prestado a la Argentina cosmopolita y mercantil de los últimos cuarenta años, un servicio de orden espiritual más valioso que dos presidencias, y es el de haber aglutinado en la Unión Cívica Radical a los argentinos de todas las regiones y de todas las clases, superando las desarmonías étnicas en una cohesión nacionalista, y soldando las generaciones nuevas en la tradición histórica de nuestra democracia.
Con ese galardón heroico ha entrado en la inmortalidad; y al trasponer el río de la muerte, que imaginaban los antiguos sobre la pradera de Asfódelos en que vagan los manes, se adelantarán los fundadores de la patria para recibirlo. El les dirá por qué la Argentina yace hoy cubierta de sombras; pero también les dirá que tras de su paso por la tierra nativa queda aquí un partido exultante de fervor religioso para continuar la hazaña de los fundadores.
Yo que no conocí a Yrigoyen en los tiempos de su fabuloso poderío, que no visité sus antesalas, que no recibí sus favores, que disentí con algunos de sus actos; yo que he dedicado mi vida al esclarecimiento de la argentinidad y que, inspirado por ella y por amor al pueblo despojado, ingresé en la milicia radical cuando sobrevino su caída, puedo decir a nuestros adversarios que no se engaña a un pueblo con gacetillas, porque los pueblos tienen una misteriosa manera de saber la verdad, y que no se defrauda la historia con decretos de honores, porque la historia rasga siempre las sombras del error, del interés o del odio contemporáneo, para decir a la posteridad: ¡Esto fue así!
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Ricardo Rojas, rector de la Universidad de Buenos Aires

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