Rosas

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martes, 31 de marzo de 2015

MALVINAS, UNA EPICA HOMERICA

Por José Luis Muñoz Azpiri
 
Ni la revolución ni la guerra son para el propio deleite”. André Malraux
 
Los treinta años transcurridos desde la guerra de Malvinas e islas del Atlántico Sur, no solo no han diluido bajo las brumas de la derrota y la pertinaz propaganda desmalvinizadora -motorizada externamente pero con apoyo interno – la memoria de los territorios australes, ni el “agua de la espada”, como llamaban los antiguos islandeses a la sangre, que se vertió por ellos.   Los monumentos, estatuas y cenotafios que se diseminan hasta en los caseríos más insignificantes del territorio continental, dan cuenta de ello.
  Sin embargo, esta conmemoración es, a la vez, escenario de la constante pugna que rige nuestra historia: la persistencia de un pensamiento cosmopolita llamado por algunos “globalizador” frente a un pensamiento nacional definido por otros como “nacionalismo patológico”.    Dentro de ese contexto hay quienes optan por el pensamiento enlatado y armado de un bagaje teórico posmoderno, no muy diferente al de los unitarios iluministas decimonónicos, que proclaman que la globalización ha hecho obsoletas las naciones y rechazan expresamente al Nacionalismo y toda defensa que en su nombre pudiera esbozarse de la conciencia territorial y de los derechos patrimoniales de un Estado independiente.  Basta leer los diarios para comprobar lo contrario: la globalización incrementó exponencialmente los conflictos por las nacionalidades, tal como lo demuestra la reciente disolución de la ex Yugoslavia, los acontecimientos en el Cáucaso y la ex Unión Soviética, la división de Sudán y las conmociones del mundo subsaharico.
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“Todo lo que se creía muerto estaba vivo; han regresado las tribus con sus ídolos, los nacionalismos y las religiones” dijo en el Quinto Centenario el escritor mexicano Carlos Fuentes; y es el resurgimiento de las antiguas nacionalidades y más aún, el renacimiento de la conciencia de la unidad continental perdida y quienes la expresan, lo que inquieta a los voceros de la mentalidad mundialista como Vargas Llosa, que considera que:
 
Además de racistas y militaristas, estos nuevos caudillos bárbaros se jactan de ser nacionalistas.
No podía ser de otra manera.
El nacionalismo es la cultura de los incultos, una entelequia ideológica construida de manera tan obtusa y primaria como el racismo (y su correlato inevitable) que hace de la pertenencia a una abstracción colectivista – la nación – el valor supremo y la credencial privilegiada de un individuo”.
 
En esta línea de pensamiento se inserta el reciente manifiesto firmado, entre otros, por un heterogéneo grupo de autotitulados “intelectuales” el 22 de febrero de 2012, quienes denuncian a la posición argentina respecto al archipiélago irredento (refrendado, por otra parte, por unanimidad en ambas cámaras del Congreso) como “patoteril” y consideran que: “Necesitamos abandonar la agitación de la cusa Malvinas y elaborar una visión alternativa que supere el conflicto y aporte a su resolución pacífica.
Los principales problemas nacionales y nuestras peores tragedias no han sido causadas por la pérdida de territorios ni la escasez de recursos naturales, sino por nuestra falta de respeto a la vida, los derechos humanos, las instituciones democráticas y los valores fundacionales de la República Argentina, como es la libertad, la igualdad y la autodeterminación”.
  Ignoran, o peor, ocultan, que en nuestra historia el tema del espacio fue siempre vital para sus habitantes.    Parecían condicionados por definiciones geopolíticas precisas, animados por la previsión de Montesquieu.
  El espacio es destino, según este pensador, luego el alma de una nación cambia “en la misma proporción en que su extensión aumenta o disminuye, en que se ensanchan o se estrechan sus fronteras”.     La autodeterminación, en cambio, a la que se refieren, no es la que expresaron las mayorías nacionales a lo largo de la historia, dado que la casi totalidad de los firmantes ha manifestado su desdén e incluso su rechazo, cuando éstas se han formulado, sino la de los intrusos ocupantes de Malvinas.    Es evidente que siendo el 94% de los habitantes de las Islas Malvinas de nacionalidad británica o de territorios dependientes de Gran Bretaña, es de imposible aplicación el principio de autodeterminación invocado por los firmantes y por la metrópoli londinense, ya que son sus propios súbditos nacionales a quienes pretenden hacer que arbitren una cuestión de soberanía, resultando a todas luces una población implantada de manera colonial a la que se realimenta permanentemente a los fines de mantener su viabilidad.   “Como miembros de una sociedad plural y diversa – continúa el documento – que tiene en la inmigración su fuente principal de integración poblacional, no consideramos tener derechos preferenciales que nos permitan avasallar los de quienes viven y trabajan en Malvinas desde hace varias generaciones, mucho antes de que llegaran al país algunos de nuestros ancestros”.   Curiosa amnesia la de estos escribas, entre los que se cuentan integrantes de la “Corporación de los historiadores” según la definió uno de sus partícipes, que olvidan mencionar la maravillosa acción colonizadora, anterior al arribo de la población usurpadora, del hamburgués Luis Vernet, de origen francés, pero educado ocho años en Filadelfia, por el cual, de no haber existido el despojo es probable que los cimientos de su colonización hubieran desarrollado una Vancouver argentina en las islas.  Para justificar su colaboración con las potencias colonialistas, estos argentinos europeístas, para quienes “mi hogar está en París y mi oficina en Buenos Aires”, como solía admitir con insolente sinceridad Silvina Bullrich, sostienen que la de Malvinas fue “una guerra absurda que, de ganarla, perpetuaría al infinito la cruel soberbia militar”.
  Sabían que al perderla, un ejército civil de políticos profesionales sucedería a la dictadura militar y se encargaría de restablecer las relaciones con las grandes potencias en nombre de la “democracia”.    De paso, lloverían becas, asesorías, cátedras y otras dádivas que darían de comer a los intelectuales en premio a su vocación servil.  Curiosamente, en otras circunstancias, no escatimaron su entusiasta apoyo a las asonadas militares que derrocaron a los gobiernos que estigmatizaban como “populistas”, dado que depreciaron la dictadura cuando la asumió César pero la apoyaron, cuando la encarnó Sila.    Baste señalar que ni en una sola oportunidad se emplea la palabra “imperialismo” ya que algunos de los firmantes del documento inicialmente llamado “de los 17” son ex-izquierdistas convenientemente reciclados por la “tribuna de doctrina” que actualizan la posición de los viejos “maestros de la juventud” retratados por Jauretche. Recordemos que al producirse el estallido de la guerra europea de 1939, Alfredo Palacios renunció al cargo de presidente de la Comisión Nacional pro Recuperación de las Malvinas arguyendo “que no era de caballeros” seguir la lucha por la reivindicación de la soberanía territorial debido a que Inglaterra encarnaba la “democracia universal” en su guerra contra Alemania.  Los nuevos “maestros de la juventud” vuelven a olvidar el interés nacional en beneficio de los dictámenes de la Europa “democrática”.   La filosofía impuesta por el sistema – niega tenerla pero la tiene – que se estableció en la Argentina post-Caseros tiende a ocultar, silenciar o simplemente desconocer que nuestro país en el siglo XIX además de las invasiones inglesas de 1806 y 1807 y el despojo de las Malvinas tuvo que soportar otras incursiones que también se enfrentaron gallardamente en el terreno bélico y diplomático preservando el país, finalmente, la libertad, el honor y la soberanía nacional.   
Nunca debería olvidarse que desde la agresión de una nave estadounidense a las islas Malvinas en 1831 hasta Caseros en 1852, el país estuvo envuelto casi sin interrupción en conflictos internos e internacionales de envergadura no repetida después.  Ya en el tratamiento de las primeras invasiones inglesas de las primeras invasiones inglesas se puede observar que su análisis, tanto en los textos escolares como en las disertaciones de ciertos “Académicos”, no pasa de ser la “desobediencia” de unos aventureros ingleses (aunque la toma de Buenos Aires fue celebrada con pompa y circunstancia en los diarios londinenses), de manera tal de omitir tres elementos que, según Jorge Oscar Sulé, se reiteran y dialectizan en nuestra historia.
 
El factor externo que se proyecta sobre nuestro país y no con fines benéficos.
  El pueblo que encontrando sus líderes naturales u ocasionales, defiende su patria, su integridad, su patrimonio, su identidad, en una palabra: su honor.
  Internamente, personalidades, grupos minúsculos pero con poder, que acepta la interferencia, agresión, intromisión y más aún, actúa como aliado, como auxiliar o cómplice de esa agresión, o intervención de espaldas al pueblo argentino y comprometiendo el destino soberano y la dignidad de la Nación.    A grandes rasgos, estos elementos se hicieron visibles durante el transcurso la Guerra de Malvinas.     Tras la derrota, el presidente Galtieri fue derrocado por un golpe palaciego impulsado por los altos mando liberales de las Fuerzas Armadas, la diplomacia norteamericana y ciertos sectores de la partidocracia nativa.     Todavía está pendiente la explicación verdadera y objetiva de este episodio cuidadosamente silenciado.  Lógicamente, también contribuyó al derrumbe las limitaciones del propio Galtieri y la Junta Militar, que los llevaron a confundir su condición de súbditos de los Estados Unidos con la de aliados, al designar a un agente británico como Roberto Alemann en el Ministerio de Economía y a creer que se podía librar una guerra anticolonial sin apoyarse en la movilización popular y en la conformación de una ideología nacional antiimperialista, que uniera al gobierno, los trabajadores y las fuerzas armadas en pos de un objetivo patriótico.
  Es decir, sin reconstruir el Frente Nacional contra el que la dictadura cívico-militar se había alzado en 1976.     Porque la Guerra de Malvinas puso estas cuestiones a la orden del día, fue que cundió en pánico en el establishment y sus representantes más conspicuos se dieron a la tarea de darle fin.
  Ahora podríamos sumarle los manifiestos de un grupo de escribas y, en menor lugar, de ciertos impresentables, que con el escándalo de sus declaraciones, buscan un lugar en los medios.
  Incluso, tenemos el caso de un docente universitario, beneficiario perenne del CONICET que ha llegado a proponer “Malvinas: Conmemorar sí, pero el 14 de junio” (diario “Clarín” 22/3/12).
  En la antigua Grecia, el maestro Sócrates se enfrentaba con los sofistas por causas similares.    Calicles, Protágoras o Hipias subalternizaban el lugar de la polis ante un vago cosmopolitismo.  A su vez, Antifón, proclamaba una extraña cosmopoliteia y adelantándose a ciertos voceros de la intelligentzia vernácula, coincidía en que sacrificarlo todo por la ciudad era un absurdo y una forma de injusticia.   Para estos hombres que habían secularizado su mirada, el vínculo sagrado que enlazaba la existencia del solar patrio y las normas y leyes divinas en que se sostenía, carecía de sentido y se había quebrado para siempre.
  Sólo quedaban los intereses individuales bajo el amparo de una fraternidad abstracta y de un igualitarismo ecuménico que nunca dejaba de ser un discurso vacío.    En cierta forma, esta era la forma de pensar del Rivadavia que se niega a San Martín afirmando “lo que le conviene a Buenos Aires es replegarse sobre sí misma”; el Sarmiento de “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión” o de los artículos en “El Progreso” de Santiago de Chile, o el Echeverría de “la patria no se vincula con la tierra natal”.
  Es decir, al igual que en Malvinas, no cabe ya pensar en combatir sino en aliarse con los poderosos para prosperar, y si algún conflicto aún quedara, siempre podrá apelarse a los mercenarios o a una justificada rendición.
  Alceo y Anquíleco, abandonando sus escudos en el campo de batalla y ufanándose de ello, son las figuras emblemáticas de esta modalidad apátrida ahora revestida de “racionalidad” y respeto a la “autodeterminación de sujetos de derecho”.    Sócrates, que había sido guerrero y en grado heroico, les responde duramente enseñándoles el valor trascendente de la patria soberana: “La Patria – le dice a Critón – es digna de más respeto y más veneración delante de los dioses y de los hombres, que un padre, una madre y todos los parientes juntos.
Es preciso respetar la patria en su cólera, tener con ella la sumisión y miramientos que se tiene a un padre, atraerla por la persuasión u obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aún cuando ésta sea verse azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o muertos, es preciso marchar allá porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni echar pie atrás, ni abandonar el puesto, y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los tribunales, que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la República, o emplear con ella los medios de persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una impiedad hacer violencia a un padre o una madre, es mucho mayor hacerla a la patria”.
 
Sin embargo, nuestro país ha sido pródigo en engendrar personajes como Cirsilo, el personaje del capítulo once del libro tercero de Los Oficios de Cicerón, que aconsejaba entregar Atenas a Jerjes victorioso y someterse a los “beneficios” de su dominación omnímoda antes que batallar en su contra, para enseñarnos que “nunca se ha de pecar por la República”.
 
Así lo entendieron aquellos atenienses y corrieron a pedradas a Cirsilo hasta las puertas de la ciudad.
 
Hoy se le daría espacio en todos los medios en todos los medios de difusión.
 
Este tipo de manifiestos, como otros, que proclaman tímidamente nuestra soberanía sobre los territorios australes, pero sin soldados, son falaces, pero transparentes.
 
Expresan con tosca simpleza el odio visceral que la causa del orden substantivo, abroquelado en la fe y el patriotismo, suscita en los propugnadores del “realismo periférico”
 
“Una Nación no debe sufrir por una batalla perdida más que un hombre robusto por un arañazo recibido en un duelo de espada – solía decir el escritor Anatole France – Es suficiente para remediarlo un poco de espíritu, de destreza y de sentido político.
 
La primera habilidad, la más necesaria y ciertamente la más fácil, es extraer de la derrota todo el honor militar que se pueda dar.
 
Tomadas así las cosas, la gloria de los vencidos iguala a la de los vencedores y es más tocante.
 
Es conveniente, para hacer que ese desastre sea admirable, celebrar al Ejército que ha estado en la guerra y publicar los bellos episodios que destacan la superioridad militar del infortunio.
 
Los vencidos deben empezar por adornar, hacer lucir y dorar su derrota, engalanándola con signos relevantes de grandeza.
 
Leyendo a Tito Livio, se ve que los romanos no erraron en esto y suspendieron palmas y guirnaldas en las espadas rotas de Trebia, Trasimeno y Cannas.”
 
El Premio Nobel pertenecía a la Nación que se reponía de los estragos de la Primera Gran Guerra, que había conocido las glorias Napoleónicas y la amargura de la derrota en la guerra franco-prusiana.
 
Sin embargo, contrariamente a ciertas plumas de esta orilla del océano, que se han manifestado en los últimos días por la autodeterminación de los ocupantes ilegítimos, este “genuino” intelectual genuino no se avergonzaba de la suerte de sus armas ni se cuestionaba los reclamos sobre Alsacia y Lorena.
 
Lo sorprendente es que estos mismos voceros del llamado “realismo periférico”, que definen a la recuperación de las Malvinas como un acto criminal y descabellado, fueron durante décadas los principales impugnadores de la neutralidad argentina en las dos guerras mundiales del pasado siglo.
 
“La victoria tiene muchos padres, la derrota solo uno” y en este caso en particular el responsable no es una camarilla de pretorianos, sino el propio pueblo argentino que acompañó la decisión soberana y aún hoy pese al resultado adverso de lo que en el futuro sólo será una gran batalla, se enorgullece de sus combatientes.
 
La estrategia de desmalvinización, que no es otra que la de imponer en el inconsciente colectivo el fatalismo de la impotencia nacional frente a las agresiones coloniales, responde a la necesidad de que los Acuerdos de Madrid, suerte de Tratado de Versalles de similares condiciones vejatorias, sean aceptados como un fatalismo bíblico.
 
Así, nuestros recursos naturales serán una nueva Cuenca del Ruhr y nuestro sistema de defensa desmantelado (Proyecto Cóndor, Fábrica de Aviones, Centros de investigación, etc.) con el argumento enlatado de que la globalización ha hecho obsoletas las naciones.
 
No parece considerarlo así nuestro vecino Brasil que desarrolla una formidable capacidad disuasiva ante los apetitos que genera su Amazonia y los yacimientos energéticos de su litoral marítimo.
 
Con este objeto se ha implementado una banalización suicida de nuestra historia, contrariamente a países como Francia e Inglaterra, paradigmas de cómo construir historias gloriosas para consumo mundial, aun a partir de crímenes notorios.
 
Hoy nos intoxican con películas de soldados llorones y capitanes sádicos, para que no nos percatemos que perdimos no solo contra Inglaterra, sino también contra Europa y los Estados Unidos que desarrolló la más formidable movilización bélica desde la Segunda Guerra Mundial: la “Task Force”, formada por casi 200 navíos, entre transportes y buques de guerra, y perdió en menos de 60 días de combate en el atlántico sur el 40% de sus unidades, hundidas, averiadas, fuera de combate, blancos de los muy bien coordinados y ejecutados ataques de la aviación naval y la Fuerza Aérea.
 
El año pasado, el príncipe Andrés de York, en un lapsus memorable ante las cámaras de la televisión británica, reconoció que siendo él tripulante del portaaviones “Invencible”, nave insignia de la fuerza invasora, debieron de soportar un serio ataque de la aviación argentina, el cual dañó el buque; textualmente, él tuvo temor de ser encontrado cuerpo tierra, carbonizado sobre la cubierta del buque, con el cubo mágico que intentaba armar entonces con otro tripulante.
 
De la misma forma, en una sola jornada de combate, el BIM 5 había diezmando un batallón de paracaidistas escoceses, más de 800 hombres, aniquilando unos 300 gurcas, todos estos acontecimientos relatados por los protagonistas británicos y subidos a “youtube”.
 
Se cuentan por centenares episodios de una épica homérica.
 
El Ejército tuvo más de 1.200 bajas entre muertos y heridos en Malvinas.
 
De ellas 61 fueron oficiales y 199 suboficiales, lo cual significa un elevado porcentajes en relación con la cantidad que integraba el contingente y, sobre todo, teniendo en cuenta la distribución de los hombres en el terreno y el hecho de que las acciones principales no afectaron a todas las guarniciones y unidades, esas bajas se concentraron en algunas que sufrieron pérdidas realmente severas.
 
Así el Regimiento de Infantería 7 que defendió el cerro Logdon y Wireless Ridge, tuvo un total de 188 bajas, el Regimiento de Infantería 4 que defendió los cerros Harriet y Dos Hermanas tuvo 140 bajas, el regimiento de Infantería 12 que luchó en Darwin y Pradera del Ganso tuvo 107 bajas y la Compañía C del Regimiento de Infantería 25 que peleó en el mismo lugar sumó 31 bajas más.
 
En determinadas posiciones, el 50% o más de los jefes de las fracciones de primera línea, resultaron muertos o heridos: en el cerro Dos Hermanas 5 sobre 6 oficiales que iniciaron la lucha y en el cerro Logdon 3 sobre 5 fueron muertos o heridos, pudiendo agregar en el último caso un suboficial que se desempeñaba como jefe de sección y también resultó herido.
 
El 50% de los oficiales del Grupo de Artillería 3 también fue muerto o herido.
 
Sería del caso preguntar a los ingleses cuántos de sus oficiales corrieron la misma suerte, aunque alguien podrá argumentar entonces que si no tuvieron la misma proporción es porque saben combatir mejor.
 
Es por todos conocida, y más en el exterior, la magnífica actuación de la Fuerza Aérea Argentina, y quien nos obsequia estas páginas fue integrante de la misma.
 
Con una prosa ascética pero no exenta de cierta poesía, mi compañero de estudios secundarios, que durante todo el conflicto sirvió en la Base Militar Malvinas, desarrolla un verdadero diario de guerra con un estilo que nos remite a las crónicas de Jean Lartéguy o las memorias de Ernst Junger en sus “Tempestades de acero”.
 
No es para menos, durante el conflicto la Base Militar Malvinas concretó 1.533 operaciones aéreas durante las que se descargaron 6.500 toneladas de suministros y equipos, se trasladaron 9.800 pasajeros y se evacuaron 264 heridos.
 
Durante los 45 días de combate sufrió el impacto de 51 bombas de 500 kg., 140 de 250 kg y 16 del tipo “rompepistas”, además de 1.200 proyectiles de artillería naval.
 
Los días y las terribles noches, “donde nada se ve donde solo hay latidos”, son relatados minuciosamente y tiene la honestidad de no ahorrar menciones a las pequeñas miserias humanas que se expresan en las situaciones límites, como también destacar, con la modestia del soldado cabal, las heroicidades que durante el conflicto fueron cotidianas.
 
Tal vez el espíritu que animó a los hombres de uniforme azul, se exprese en las estrofas de un piloto, escritas durante el conflicto:
 
No permitas Señor que en el olvido
Caiga nunca lo que hicieron en la guerra
los halcones que unieron en la paz
con su vuelo, los rincones de mi patria.
Nunca dejes que sus alas se fatiguen,
porque aún, más allá de la contienda,
representan con su vuelo la esperanza,
el orgullo, la entereza…
el respeto hacia un pueblo que nutrió
con su esencia
el espíritu mismo de esas alas abiertas
Más, no dejes Señor que con sus nombres
Se dispersen tales actos de grandeza
Que si bien cada uno ha dado todo,
Todos juntos constituyen una fuerza.
 
Tal, el espíritu que se desprende de las páginas de este libro.
 
Teniente Jorge Luis Reyes, nuestro querido “Negro”, ¡Me siento orgulloso de ser tu amigo!

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