Rosas

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lunes, 2 de enero de 2017

El sentido de la historia argentina y el Peronismo. (1950)

por Vicente D. Sierra
Sí toda historia es, por consiguiente, algo contemporáneo, no es extraño que la historia de Argentina tenga para nosotros, hombres de hoy, los que hemos vivido dos guerras y con ellas visto entrar en crisis al sistema capitalista que parecía tan inconmovible que, en un país como los Estados Unidos, nada se había escrito en su gran bibliografía en materia económica, sobre crisis, cuando la de 1929 se presentó aplastando millares de bancos; los que hemos vivido tales circunstancias, no podemos tener para el «progresismo» de tipo individualista y mercantil, positivista y antitradicionalista, con que la historia de Argentina fue escrita, el mismo respeto que nuestros compatriotas de ayer. Nuestra angustia ya no se satisface con Alberdi. En medio del tembladeral que vive la humanidad en esta mitad del siglo XX  Argentina procura encontrar en su pasado la otra punta de la solución de continuidad a que se le condenó, y comprende -¡al fin!- la verdad del aforismo sanmartiniano: serás lo que debas ser…y no se puede ser nada fuera de la historia, fuera de los lazos tradicionales, como no sea plagiando, o sea, renunciado a ser lo que se debe ser,” que es aceptar no ser nada.  
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Para aquellos hombres del 80 todo el país es bárbaro. Quieren cambiarlo. Viven las ilusiones del progresismo y su fe en la Patria es relativa si no reciben apoyo exterior. Nadie cree en los elementos puramente nacionales, y menos en el pueblo. Pero hoy la conciencia no vibra más al compás del «progresismo», que lo ha conducido a una posición inestable, sin sostenes en el pasado ni conciencia del futuro, y entonces, como en todas las horas de encrucijada, se interroga. Como lo hizo el mundo antiguo ante la caída del Imperio Romano; como lo hizo ante la caída de la Edad Media; como lo hizo a raíz de la Revolución Francesa. Un gran sentido historicista agita a las mentalidades contemporáneas. Cada pueblo busca en sí mismo el eslabón perdido en las rutas del positivismo, y a eso obedece el movimiento de fortalecimiento de las nacionalidades a que asistimos en todo el mundo, que no tiene ya el sentido autonomista que caracteriza al movimiento semejante que se produce después de la Reforma, sino que adquiere un contenido ecuménico extraordinario, porque, simultáneamente, es agitado por un renacimiento del sentimiento religioso que vivía asfixiado por el positivismo. Se vuelve a adquirir conciencia de la importancia de conocer la posición del hombre en el cosmos, todo lo cual determina que los valores humanistas resurjan de nuevo, y el «hombre», que había desaparecido para ser un número en los registros electorales o una ficha en los tableros de las fábricas, comienza a readquirir la categoría que le corresponde, por ser la obra más perfecta del Señor. En tal posición volvemos a la historia de Argentina, y la vemos abrirse en iluminaciones inesperadas. La verdad estaba en ella. Comprendemos lo que ha pasado porque esa comprensión nos permite entender lo que ocurre, y de ese examen surge la realidad del sentido profundo del hecho «peronista».   La mentira histórica al servicio de la antipatria
El liberalismo se basa en una gran estafa intelectual de tipo histórico: afirmar que en el pasado todo fueron sombras, ignorancia, absolutismo y falta de libertad. La Edad Media, para cierto tipo de pensador liberal, es un largo período de obscurantismo y esclavitud, del cual se salva a los hombres en las jornadas heroicas de la Revolución Francesa. Y bien, ya no se puede decir tamaño disparate porque, dejando de lado la opinión de los tantos Voltaires, centenares de ilustres estudiosos resolvieron conocer el medioevo por su cuenta, y esta es la hora en que todo estudioso de los problemas políticos sabe que los principios de la libertad política estaban altamente desarrollados en la Edad Media, especialmente a consecuencia de la supremacía del derecho sobre el gobernante; derecho que era la expresión, no de la voluntad del gobernante, sino de los hábitos de vida de la comunidad política. Durante la Edad Media no se concibe la existencia de un monarca absoluto. ¿Cómo es que esa concepción llegó a desaparecer casi totalmente en gran parte de Europa en los siglos XVII y XVIII y ser reemplazada por la teoría de la soberanía absoluta del príncipe? No nos corresponde averiguarlo, pero sí destacar que el último de los países europeos en aceptarlo fue España, que dió en el absolutismo cuando entró a ser gobernada por un príncipe francés, Felipe V, que actuó en la península disminuyendo, cercenando las viejas libertades provinciales y municipales que constituían la personalidad política española.  En América el medioevo se extiende hasta mediados del siglo XVIII, pues las tendencias centralizadoras que terminan en el absolutismo ilustrado recién comenzaron a sentirse en el Nuevo Mundo en la segunda mitad del siglo XVIII, a pocos años de iniciarse el proceso independizador. Cuando se producen los sucesos de Mayo el pueblo responde en toda la extensión del virreinato a un llamado que se le hace a nombre de grandes valores tradicionales: defensa de la monarquía; defensa de ideas extrañas, traídas en la punta de las bayonetas por Napoleón; organización del gobierno del virreinato por la voluntad de todos los Cabildos. El absolutismo no tuvo tiempo para influir sobre el país, salvo en lo necesario para que fuera general en 1810 el repudio a los funcionarios peninsulares que lo representaban. Pero hay en la Junta de Mayo hombres que no tienen vinculación con lo tradicional auténtico porque han sido captados por las nuevas ideologías en boga en el mundo, y son los que se oponen a la formación de la Junta Grande. Ocurre, entonces, un hecho concreto. Buenos Aires, ciudad portuaria, de economía comercial y no industrial, no productora, reúne en su seno a una minoría mercantil, enriquecida con las medidas comerciales tomadas en 1809 por Cisneros. Esa minoría de ciudad portuaria, cuyos intereses se vinculan al comercio exterior, mira hacia afuera y da la espalda al interior: ya no tiene fe religiosa y pende de la última moda de París; llama «forasteros» a los diputados del interior; defiende la libertad de comercio que enriquece a Buenos Aires y arruina a los productores provincianos; lo cual produce el primer movimiento de masas que registra la historia de Argentina, el 5 y 6 de abril de 1811. Son los hombres de las quintas, el bajo pueblo, peones y jornaleros, los que reclaman aquel día contra la minoría que trata de sacar al país de sus lazos tradicionales. La minoría dominante llama despectivamente «plebe» y «chusma» a aquel pueblo que salva, en aquella jornada, el destino de la Revolución de Mayo. 
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Desde entonces la historia argentina es una simple lucha entre el pueblo y esa minoría mercantil que trata de someter al país al juego de sus intereses económicos y a la influencia de sus ideas antinacionales. Así es cómo vemos al pueblo imponerse en 1815 y en 1820, siempre derrotado hasta que, con el correr de los años, surgen, al frente de las masas, las figuras de los caudillos. La Patria pierde la Banda Oriental y el Alto Perú, porque esa minoría oligárquica, que desprecia a la «chusma», no tiene de la Patria un sentido que no se encuentre ligado a sus ideas en materia económica, religiosa y política. Cuando en 1820 se ha hecho conciencia de que los hombres de Buenos Aires no encuentran solución a los problemas del país fuera de entregarlo al gobierno de un príncipe extranjero; cuando se advierte que las tendencias centralizadoras no ceden en el afán de someter todo al juego de intereses de la economía del litoral, las masas se entregan a los caudillos. Surgen como encarnación del alma popular, como expresión auténtica de lo nacional, dispuestos a no negociar con Buenos Aires ni entregarse a su oligarquía gobernante. Porque los caudillos encarnan un movimiento típicamente nacionalista contra las tendencias metecas de cosmopolitizar la cultura y el sentido de la nacionalidad. Son, además, consecuencia del espíritu democrático que por herencia predominaba en las masas enfrentadas a las minorías aristocratizantes, que viven dentro de meridianos intelectuales foráneos. No es la guerra entre la civilización y la barbarie, como la bautizara uno de los próceres de la oligarquía, sino la guerra social entre la nueva economía individualista y la vieja economía social; entre una clase que se siente destinada a mandar porque es rica y un pueblo que sabe que no ha entregado a nadie la exclusividad de esa función; entre los resabios del absolutismo y el viejo sentido autonómico de la raza; guerra entre los que procuran imitar y los que aspiran a que el país logre sus propias finalidades dentro del estilo que le pertenece por legítima herencia. España había civilizado al Nuevo Mundo en base a un gran respeto por la dignidad del hombre y por las características locales, y si bien, como hemos dicho, los últimos años de absolutismo borbónico, que tendió a una unificación, estancó la administración central, no .alcanzó a influir en la local, y fue la vitalidad municipal la que permitió a América la afirmación de su personalidad en 1810. Pero en 1810 si el pueblo está contra el absolutismo, en 1820 demuestra que lo está contra el de España o contra el de la oligarquía porteña. Los caudillos aparecen afirmando los principios nacionales y repudiando todo lo que no responda a los lazos tradicionales. No son conservadores, como lo demuestran repudiando la entrega del país a un monarca. Son tradicionalistas, es decir, hombres que quieren el progreso del país, pero dentro del estilo propio de la raza. Buenos Aires procura, es evidente, la organización; los caudillos buscan la organización y la libertad. Por eso las luchas civiles alcanzan un profundo significado social y político, como que, en muchos casos, son determinados por el sentimiento religioso herido por reformas inconvenientes, y tienden a buscar un gobierno eficaz, que no obligue a sacrificar a su eficiencia más de lo que el alma de la raza está dispuesta en aras de beneficios materiales que no busca, que no desea, que no admira. La oligarquía porteña cree que el progreso es la explotación del hombre por el hombre, en aras a una economía individualista; considera que lo propio es bárbaro y debe ser substituido, y el país no quiere ni proletarizarse ni perder su fe. 
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Se habla de una democracia que otorga el voto, pero no deja elegir gobernantes, porque el liberalismo no fue otra cosa que un movimiento de la burguesía para librarse del absolutismo real, problema que no interesaba a las masas en cuanto veían de cómo se trataba de hacerlas caer bajo el absolutismo de aquella burguesía. 
Derrotada la oligarquía en 1820 resurge, con Rivadavia a la cabeza, para caer de nuevo cuando el país tuvo conciencia de que Manuel García había traicionado a la Patria en el tratado de paz con Brasil. En magnífico levantamiento el pueblo saca del gobierno a quienes han tratado de imponer un régimen que facilite entregar las minas riojanas a capitales ingleses, cuando estaban explotadas por capitales argentinos, y llega Dorrego -uno de los pocos demócratas efectivos del pasado argentino- impuesto por el pueblo. Pero el 10 de diciembre de 1828 se produce un movimiento militar, del que se vale la oligarquía extranjerizante para imponerse de nuevo. Nada justifica el derrocamiento de Dorrego, pero quienes se creen destinados a dirigir el país son liberales en materia religiosa y económica, no en materia electoral. Desprecian al pueblo. Salvador M. del Carril le escribe a Lavalle: «Si usted pudiera en un instante volar al Salto, Areco, Rojas, San Nicolás y Lujan, dar la mano a todos los paisanos y rascarles la espalda con el lomo del cuchillo, haría usted una gran cosa…». Refiriéndose a la concurrencia a los funerales de Dorrego, dice que fue mucha «gentuza». La aparición de Juan Manuel de Rosas se hizo defendiendo, en 1820, la legalidad, o sea, la causa de la oligarquía, a pesar de lo cual los componentes de ésta lo consideraron con desconfianza, simplemente porque su fuerza estaba en el apoyo que le prestaban sus peones y los hombres de la campaña. Con Rosas se produjo el caso curioso de que sus iguales de clase iniciaran contra él, simplemente porque su legalismo lo condujo a apoyar a Dorrego, como antes a Martín Rodríguez, acusaciones de inexistentes crímenes. El crimen de Rosas era apoyarse en el pueblo. En 1830, el triunfo del pueblo está de nuevo a punto de perderse, y se produce la «Revolución de los Restauradores». ¿Qué fue ese hecho? No otra cosa que un 17 de octubre de 1945, es decir, el pueblo que se levanta, sin que nadie pueda decir quién lo ha movido, y que, en un gesto magnífico, salva de nuevo la dignidad de la Patria. 
No vamos a formular juicio alguno sobre Rosas. Que fue el suyo un gobierno apoyado por el pueblo lo han dicho hasta sus mayores enemigos, como Sarmiento, para los cuales ese hecho demostraba que lo que se necesitaba era eliminar al pueblo argentino. Pero durante el gobierno de Rosas los representantes de la oligarquía, refugiados en Montevideo, piden y apoyan la intervención de potencias extranjeras para resolver el drama de su ostracismo político. Lo mismo hicieron los oligarcas de 1943, 1944 y 1945. Razón tenía Rosas cuando, contestando a Estanislao López, que le pedía alguien que le sirviera de amanuense para escribir pliegos, le decía que cualquier paisano servía para eso, porque lo importante era que fuera buen federal, es decir, buen argentino, en el sentido que Rosas daba a la palabra federal. La lealtad se ponía sobre la capacidad.  Después de Caseros el pueblo se duerme en la esperanza de la Constitución, pero poco tarda en comprender de que las libertades están escritas en el papel, pero no existen en los hechos. El fraude surge como base del gobierno. Primero, «Liga de Gobernadores»; después, «unicato», hasta llegar al «Fraude Patriótico», de 1932. Los viejos caudillos han desaparecido. Las tacuaras de López Jordán nada pudieron contra las ametralladoras de Sarmiento. En 1890 se levanta el pueblo de Buenos Aires, y Alem denuncia el comportamiento de la oligarquía, que ya ha comenzado a entregar la patria al capital extranjero, que vende los ferrocarriles y hasta llega a mercar a Baring Brothers las Obras Sanitarias. Las esperanzas de la ley electoral no se realizan porque el problema argentino no era puramente político. En 1930 la angustia económica lleva al país a la revolución, que es hurtada por la oligarquía, con habilidad extrema, haciendo fracasar un nobilísimo esfuerzo del ejército. Pero éste, que vela sus armas, vela también la defensa de los lazos tradicionales. ¡El ejército no ha sido captado por la oligarquía! Y en 1943 lo demuestra. Lo que viene es conocido. La oligarquía juega su última carta cuando en octubre logra sacar del gobierno al líder de la revolución, y entonces surge el «peronismo», surge ese 17 de octubre, que es el nuevo 5 y 6 de abril, que es la revolución de 1815, que es el levantamiento de las masas de 1820, que es el gauchaje que se levanta en el interior gritando: «¡Religión o muerte!», que es la nueva Revolución de los Restauradores, es decir, de los que quieren restaurar la patria a punto de perderse en las encrucijadas de ideologías extranjerizantes; que es el 90, el 93 y 1904, aumentados, porque esta vez la conciencia del mal ha llegado hasta las últimas capas sociales. Y entonces, como antes, la oligarquía es la misma. Ayer dijo: ¡Plebe!, ¡chusma!, ¡gentuza!, como ahora: !descamisados! Gritos con que concretan su desprecio por el pueblo, con que gritan su espíritu de clase, con que dicen de cómo tiene seco el corazón para las altas emociones del patriotismo puro.
  El «peronismo»
Y bien, vindicación del hombre, amor al pueblo, resurrección de la fe de nuestros mayores, independencia económica, elevación del nivel de vida popular, defensa de la soberanía; cada uno de estos principios integra la doctrina «peronista», y todas ellas son reivindicaciones históricas; todas ellas integran la realidad de la esencia misma del destino histórico de Argentina. Es lo que desde 1810 pide el pueblo. Lo había demostrado en las jornadas de 1806 y 1807. Lo demostró luego en las guerras civiles, muriendo por esa causa, y el 17 de octubre de 1945 se pudo ver de cómo, a pesar de medio siglo de mentira histórica, de escuela desnacionalizada, de periodismo entreguista, de literatura extranjerizante y de gobiernos de acomodos, el pueblo, en su pureza virginal, no había sido pervertido. Por eso pudo hacerse la revolución. Porque lo falseado eran las instituciones y los dirigentes, no el pueblo. El de 1945 era el de 1811, el de 1820, el de 1830, el de 1840, el de 1890; el pueblo argentino incontaminado que, en gesto viril, había logrado encaminar la historia de la Patria por sus vías propias. El «peronismo» aparece así con la jerarquía de un reencuentro de la Patria consigo misma. Quienes no ven en él más que un hecho político viven ciegos. Quienes crean posible esquivarlo de nuevo, como tantas veces, con habilidades electorales, están equivocados. La historia nos dice que es la verdad de la Patria, y su fortaleza -pese a los teorizadores de lo abstracto- consiste en que tiene, además, lo que es esencial para que esa verdad no apague sus luces: tiene un Jefe

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