Rosas

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viernes, 14 de enero de 2022

Julio Irazusta y la condición antinacional de la oligarquía

 Andrés Kozel

No es excesivo sostener que La Argentina y el imperialismo británico, libro publicado por Rodolfo y Julio Irazusta en 1934, contribuyó de un modo decisivo a la fijación de una nueva clave para interpretar la historia argentina.  Afirmar esto significa reconocer el rol fundamental de Rodolfo en la formación de las ideas de Julio; interrogarse sobre cómo fue que ambos llegaron al “momento 1934” -para lo cual será necesario considerar su origen social y su utillaje intelectual y cultural, así como la cambiante coyuntura política en torno a 1930—; y entender la obra posterior de Julio, mayormente historiográfica, como una extensa variación del argumento expuesto en aquel libro liminar.  Desde una perspectiva sociológica, es importante atender al hecho de que, contrariamente a lo que los Irazusta podrían haber deseado en su juventud, en cierto momento que cabe fijar justo en tomo a la coyuntura en que fue concebido La Argentina y el imperialismo británico quedaron descolocados en el campo político, y no les resultó posible recentrarse después. Historia de un historiador a la fuerza es el subtítulo de las Memorias dadas a conocer por Julio. Hay, desde luego, una pista importante en esa fórmula. Quien por origen social, preparación intelectual y disposición vocacional pudo haberse sentido preparado para ser, por ejemplo, canciller de un gobierno “a la altura de las circunstancias”, debió aceptar como destino personal la “condena” de volverse historiador. No cualquier historiador, sino uno consagrado a mostrar a sus compatriotas el camino recto para un país que, en una fase determinable de su pasado, había comenzado a recorrer la senda que eventualmente lo llevaría a la grandeza y que luego, por razones que los Irazusta buscaron desentrañar, extravió el camino.  Este entramado hipotético no aspira a ser original ni mucho menos definitivo. Se ha dicho, y es cierto, que la Argentina es un país que está abundantemente “escrito”; desde luego, también lo está su historia ideológico-cultural. Ocupando un lugar central en dicha historia, la figura de Julio Irazusta, y las corrientes ideológico-intelectuales con las que usualmente se la asocia -el nacionalismo, el revisionismo histórico-, han sido visitadas con recurrencia por analistas de distinta orientación, varios de los cuales serán mencionados en lo que sigue.

 Así, al “Irazusta histórico” se le han ido sobreponiendo otros, emergentes de sucesivos asedios, que no necesariamente componen una figura única, ni siquiera una galería armoniosa de retratos. En esa dinámica se han ido desplegando, como una galería de espejos a la que periódicamente se le van agregando secciones, renovados afanes de actualización, bajo los signos distintos de la admiración, el rechazo, la recuperación parcial, a veces inconfesa. En tales condiciones, sería ingenuo pretender ofrecer una imagen despojada de toda mediación, y ahora sí “verdadera”, de un pensador como Irazusta. 

Rodolfo y Julio Irazusta nacieron en Gualeguaychú, Entre Ríos, en el seno de una familia ganadera tradicional. No por consabidas estas coordenadas dejan de tener importancia, enseguida veremos por qué. Rodolfo vivió entre 1897 y 1967; Julio, entre 1899 y 1982. En el tramo final de la década del diez, ambos comenzaron estudios de derecho en Buenos Aires. Más atraídos por la literatura, la filosofía y -sobre todo Rodolfo- por “la política práctica”, ninguno llegó a concluir dichos estudios. En los años veinte ambos estuvieron en Europa. Según deja saber Julio en sus Memorias, fue Rodolfo quien lo puso en contacto con la obra de Charles Maurras. Además de seducirlo estéticamente, la prosa de Maurras despertó en Julio “un interés por las cosas de la práctica” que hasta ese momento no había experimentado. Julio aclara, sin embargo, que su acuerdo con las ideas políticas de Maurras nunca fue total. Siempre tendió a pensar que era más lo que les debía a las enseñanzas de Benedetto Croce y de Jorge Santayana: desde temprano, estas lecturas lo situaron en la tradición del realismo político, a distancia de la ideología liberal.

Más acá del autodeslinde con respecto a Maurras, no deja de ser cierto que el “sentido” de la empresa historiográfica de Julio guarda una profunda relación de analogía con la orientación general de la empresa maurrasiana. En la sección que sigue veremos en qué sentido y cuán hondamente. Los autores mencionados no agotan las lecturas juveniles de Julio. En su evocación de aquella etapa nombra a “los clásicos”, a Walter Pater y a Charles Gide; también, a los “hispanistas extranjeros” Francisco García Calderón y Carlos Pereyra.  Habiendo sido, al igual que su padre, simpatizantes de la Unión Cívica Radical, en el tercio final de la década de 1920 los Irazusta fueron animadores de la campaña favorable al derrocamiento del presidente Hipólito Yrigoyen, caudillo de aquella agrupación política. Esta paradójica disposición se vehiculizó en las páginas de La Nueva República, periódico publicado entre fines de 1927 y principios de 1932. Según refiere Julio, su participación en aquella aventura tuvo algo de inesperado; hasta entonces, daba la impresión de que sus inquietudes lo llevarían a transitar terrenos más relacionados con la cultura que con la política. La Nueva República cultivó una prédica tradicionalista, conservadora e incipientemente nacionalista. Como ha establecido Enrique Zuleta Alvarez, las principales referencias del periódico eran varios pensadores clásicos y modernos leídos en clave tradicionalista y contrarrevolucionaria, los conservadores españoles decimonónicos, la también española generación del 98 y Maurras y sus seguidores.   Dentro de la experiencia neorrepublicana, cabe distinguir dos grandes etapas, separadas entre sí por una breve fase transicional ubicable en torno al golpe de Estado de septiembre de 1930. Tal como ha indicado Fernando Devoto, si hasta mediados del año 1930 la prédica incipientemente nacionalista parecía una variante específica dentro de la más amplia sensibilidad conservadora antiyrigoyenista, a partir de ese momento se constata su radicalización, consonante con la creciente efervescencia del campo político, aunque con particularidades.6 Consideremos esto con algún detalle.  Antes del golpe, los neorrepublicanos reivindicaban la tradición liberal y la Constitución de 1853. Sin embargo, no sucedía lo mismo con la democracia; de hecho, exigían la reforma de la Ley Sáenz Peña. El matiz liberalizante distinguía al grupo de prédicas afines aunque más exaltadas, como las de Leopoldo Lugones y Benjamín Villafañe.

Después del golpe, los neorrepublicanos no sólo intensificaron su antiyrigoyenismo -disposición pronto rectificada-, sino también la ruptura con el mundo liberal-conservador. Si esta propensión era clara en el momento del golpe, se profundizó poco después, al tomarse evidente que el gobierno de José Félix Uriburu no estaba dispuesto a enfrentarse a aquel mundo -el mundo de la oligarquía- con la radicalidad solicitada por los neorrepublicanos.  Sobre ese telón de fondo ha de situarse el “viraje” de Rodolfo Irazusta, protagonista central de la experiencia neorrepublicana. Oportunamente destacado por Zuleta, dicho viraje es clave para comprender la gestación y el sentido del libro de 1934.  El hito puede fijarse en octubre de 1931, cuando en las páginas de La Nueva República apareció el artículo titulado “La filiación histórica”. Todo aparece ahí “patas arriba”. Llaman la atención el encono con Uriburu, la recuperación de la figura de Yrigoyen, la condena del liberalismo y de la Constitución de 1853. Sobresale asimismo la incitación dirigida a los dirigentes radicales para que asuman frontalmente su verdadera tradición política. Zuleta tuvo razón en destacar la hondura del viraje, aun si quizá -como lo advirtió Cristian Buchrucker- tendió a sobreestimar su significación desde el punto de vista de la historia ideológico- cultural general. Como sea, antes del viraje de Rodolfo, y más allá de alguna excepción específica recordada por Zuleta, no se aprecia en la prédica neorrepublicana huella alguna de que se estuviera fraguando una reivindicación de la figura de Juan Manuel de Rosas ni, todavía menos, una nueva mirada sobre el pasado nacional. Todo sería diferente después de “La filiación histórica”.

TEMA PRINCIPAL. EN EL NOMBRE DEL PADRE  En sus Memorias, Julio Irazusta inscribe la aparición de La Argentina y el imperialismo británico en un clima más amplio, “especie de eclosión de conciencia nueva sobre la realidad nacional”. Se creaba la comisión para repatriar los restos de Rosas; Ernesto Palacio daba a conocer Catilina. La revolución contra la plutocracia en Roma; se gestaba la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA); tenía lugar la investigación sobre el comercio de carnes que acabaría en la tragedia de julio de 1935. Así, junto con otras fuentes, el testimonio retrospectivo de Julio ha alimentado una imagen generalmente aceptada por los especialistas, según la cual la emergencia del revisionismo histórico argentino ha de inscribirse en el clima de desazón e incertidumbre que siguió a la crisis económica y política de 1929-1932.  Julio recuerda que el proceso concreto de gestación del libro se inició en el Café Royal de Gualeguaychú, en una de cuyas mesas, la noche del 3 de mayo de 1933, Luis Doello Jurado, Rodolfo y él mismo conversaron animadamente sobre las estipulaciones del acuerdo angloargentino conocido como “Pacto Roca-Runciman”.  Había transcurrido apenas un año y medio entre el viraje de Rodolfo y la ideación del libro. Varias cosas se movieron en ese lapso. Una tiene que ver con los avatares del Frigorífico Gualeguaychú. Esa experiencia, vivida con intensidad dado el origen social de los Irazusta, les permitió advertir que, si “los dos radicalismos” -el de Alvear y el de Yrigoyen- habían favorecido a aquella entidad con el crédito oficial, los conservadores no hicieron lo mismo: enemigos del monopolio extranjero cuando eran oposición, terminaron sirviéndolo abyectamente desde el gobierno. Los nombres de Mariano Fragueiro y Raúl Scalabrini Ortiz se daban cita en esos pasajes: “A la luz de estas comprobaciones se nos aclaró el pasado local y nacional”.

Otro cambio alude a lecturas y ajustes interpretativos. Al parecer, fue en ese mismo lapso que los Irazusta tomaron contacto con la obra de Adolfo Saldías sobre Rosas, así como con la correspondencia de José de San Martín. Enriquecidos por la experiencia del frigorífico y provistos de este instrumental interpretativo, pudieron ajustar su apropiación de las ideas de Charles Maurras, tomándola más consistente. No porque se volviesen monárquicos como el ideólogo de la Action Frangaise, sino porque, aplicando el criterio maurrasiano de la “grandeza nacional” para juzgar la experiencia histórica, quedaron “listos” para identificar el tramo histórico en el cual el país había estado más cerca de realizarse cabalmente: la “experiencia feliz” de la Argentina había sido la época de Rosas. Otros temas clásicamente maurrasianos pasaron a integrar el ensamblaje: destacan entre ellos el rechazo de la plutocracia y el énfasis en la soberanía del Estado.

La Argentina y el imperialismo británico recibió elogios de Manuel Gálvez, Ramón Dolí, Enrique Larreta, Eduardo Mallea y Emilio Ravignani. Ramiro de Maeztu le dedicó un comentario en España. Según Julio Irazusta, no alcanzó a obtener el premio municipal de 1934 debido a la intervención directa del intendente Mariano de Vedia y Mitre, quien lo consideró “potencialmente subversivo”.

El libro se divide en tres partes. Una está dedicada a la misión Roca; otra, al tratado; la última, a la oligarquía argentina vista en perspectiva histórica. De acuerdo con los Irazusta, el resultado de la misión Roca había sido reforzar la dependencia del país respecto de Gran Bretaña. Varias eran las razones por las cuales los autores diferían del criterio seguido por los enviados argentinos en la negociación. En primer lugar, consideraban que el país podía haber negociado no como lo hizo, sino desde una posición de relativa fortaleza. En segundo, intuían que Gran Bretaña no estaba en condiciones de prescindir de las carnes argentinas. Finalmente, juzgaban innecesarias las concesiones discursivas que se realizaron (ejemplo conspicuo fue el de la sobrevaloración del papel desempeñado por Gran Bretaña en la independencia hispanoamericana) . Para los Irazusta, el acuerdo obturaba el único camino disponible para contrarrestar la dependencia. Ese camino era la industrialización, un motivo que venían cultivando, desde la década anterior, entre otros, Alejandro Bunge y Leopoldo Lugones. De este modo, el pacto resultó ser un arreglo contrario al interés nacional.

A los ojos de los Irazusta, las causas de los errores, del miedo y de la frustración de los enviados debían buscarse no en alguna deficiencia personal, sino en la historia de la oligarquía argentina. ¿Qué enseña la versión irazustiana de esa historia, concebida, en lo primordial, por Rodolfo? Ante todo, tematiza el carácter antinacional de la oligarquía argentina. Sin embargo, esto no se vincula a un cuestionamiento a la dominación oligárquica en tanto tal. Para los Irazusta hay, conviene recordarlo, “oligarquías benéficas”. La objeción es de carácter histórico: el problema es esta oligarquía en particular, tal como quedó conformada a lo largo de un proceso concreto. De acuerdo con los Irazusta, la oligarquía argentina se constituyó ‘como tal” tras el triunfo de una de las facciones del viejo partido de la independencia sobre la otra. Si en el origen ese triunfo fue provisional (1826), un cuarto de siglo después resultó definitivo (1852):

[Rivadavia] pertenecía [...] a la facción que podría llamarse del progreso, en oposición a la que podría llamarse de la independencia. El principio de esta era “patriotismo sobre todo”; el de aquella, “habilidad o riqueza”. Admitamos que motivos personales movieron a López (el del “Himno”), que llega a hablar de revolución y contrarrevolución, a establecer aquella nomenclatura de los partidos argentinos de 1810 a 1830. Los hechos la confirman.  Este crucial pasaje muestra de qué manera los Irazusta se apropiaron de la interpretación del siglo XIX argentino que late en una carta de Vicente López y Planes a San Martín, fechada el 4 de enero de 1831. La tributación es evidente; también lo es que los corresponsales de 1831 concordaban en que la causa del partido del patriotismo era cualitativamente superior a la de la riqueza. Más allá, la puesta de relieve de la disposición favorable del Libertador hacia Rosas formaría parte del corazón de la economía discursiva del Julio Irazusta historiador; en esta línea, la cuestión de la cesión testamentaria del sable jugaría un papel central. Toda la empresa de revisión de la experiencia nacional quedó fundada, así, bajo la mirada aprobatoria del Padre de la Patria.

“Complicidad en el error”, “complicidad en el crimen”, “traición a la patria”, tales los cargos que los Irazusta le dirigen a la oligarquía. La era de Rosas fue, a su juicio, un paréntesis afortunado. Sus triunfos delinearon el espectro, insoportable para Inglaterra, de “una gran potencia sudamericana”, y dejaron al país en una situación auspiciosa. Sin embargo, todo se perdió con la caída del dictador. El desenlace de 1852 fue trágico, pero no definitivo: “Nos quedaría lo suficiente para libertarnos del todo cuando lo queramos”.

Sobre el período post-Rosas, el libro perfila una valoración global negativa. Sin embargo, dentro de lo ominoso del cuadro despuntan matices, algunos importantes: Urquiza, Mitre, Roca no salen tan mal parados del juicio. La crisis de 1890 y los gobiernos radicales son vistos como reacciones de la sociedad o como pasos espontáneos hacia la liberación. El golpe de Estado de 1930, al que ellos habían apoyado y promovido poco antes, es redefinido ahora como “lo más parecido que darse pudiera a una restauración de la oligarquía” —que, habría que agregar, es, en el caso argentino, una oligarquía antinacional—. Así fue como, del procesamiento franco de una decepción política -con Uriburu, con lo que le siguió, con la experiencia del frigorífico- y de la incorporación de nuevas referencias y de los ajustes interpretativos derivados, surgió, un par de años después del “viraje” de Rodolfo, una clave nueva para interpretar la historia del país. Se trata además, como vemos, de una clave que se “sobrelegitima” al hallar respaldo en la voz y en los gestos del Libertador.

En 1935 Julio Irazusta dio a conocer su Ensayo sobre Rosas y la suma del poder. Prolongación directa de aristas ya comentadas, el Ensayo presenta tres ideas principales.

La primera señala que la dictadura de Rosas no fue una aberración, sino una consecuencia de las circunstancias. La segunda consigna que, en su tiempo, Rosas vino a llenar el ideal del buen gobierno: su política restauradora y empírica habría asegurado la unidad del país en un trance delicadísimo. La tercera sostiene que la caída de Rosas acarreó consecuencias nefastas para el país, sumiéndolo en una concatenación de desgracias que evitaron que se convirtiera en potencia mundial. El punto de fuga abierto por la tematización explícita de lo contrafáctico desempeña un papel crucial aquí. Aunque objetable, esta propensión, sumada a la no menos objetable disposición a enjuiciar a todos los actores históricos en clave moral, otorga a los desarrollos irazustianos un vuelo interpretativo que es a la vez singular y clásico.  Señala Irazusta que la caída de Rosas se explica primordialmente por la “soledad intelectual” del dictador. La imagen empalma con la del carácter antinacional de la prédica de dos generaciones de intelectuales emigrados. Argumentalmente se combina con otros motivos, como el de la falta de genio militar del dictador y el del carácter desfavorable del espíritu del siglo -nacionalista en Europa, extranjerizante en Sudamérica, liberal en todas partes—. No todo es completamente nuevo aquí. Varios de los elementos mencionados habían aparecido en las obras de Adolfo Saldías y de Ernesto Quesada, así como en las elaboraciones de Carlos Ibarguren y Emilio Ravignani. Por lo demás, zonas fundamentales de la argumentación enlazan con el “Discurso sobre la dictadura”, de Juan Donoso Cortés, lectura irazustiana predilecta.

Recuerda Julio que, tras leer su Ensayo sobre Rosas, Manuel Gálvez lo instó a escribir una obra de mayor aliento sobre Rosas y su época.19 En 1938 Julio participó, junto a Ernesto Palacio, Ramón Dolí, Manuel Gálvez, José María Rosa, Vicente Sierra y otros, de la fundación del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas (IIHJMR), que acabaría siendo, por largos años, el “cuartel general” del revisionismo histórico argentino. El caso de un país con dos grandes versiones de la historia, cada una con variantes y subvariantes, quedó así formalizado institucionalmente: ¿es excesivo pensar que se expresa allí un imaginario escindido, fracturado?

En los primeros números de la Revista del IIHJMR se publicó el ensayo de Julio Irazusta sobre Alberdi. En sus páginas se profundiza el tratamiento asignado en 1934 y 1935 a la coyuntura de 1838, en particular, al papel jugado en ella por los jóvenes intelectuales. Para Irazusta, el viraje alberdiano de 1838 prefiguró la coalición definitiva de 1851-1852.

Noriko Mutsuki puso de relieve que, en algunas contribuciones breves dadas a conocer por Julio iniciada la Segunda Guerra Mundial, aparecen dos elementos novedosos. El primero es la idea según la cual había que ver en el eventual colapso británico una oportunidad emancipatoria. El segundo es el perfilamiento de la contraposición entre los orbes protestante y católico, motivo que, üempo después, le sería útil para asignarle mayor densidad a la reivindicación de la figura de Rosas. Poco después, elementos tomados de la obra de Amold J. Toynbee se integrarían a la trama hispanizante. Julio Irazusta se detuvo en el tratamiento de estos temas en su ensayo sobre Tomás Manuel de Anchorena, pieza clave. Frente al golpe de Estado de 1943, la actitud de los Irazusta fue análoga a la que manifestaron en 1930 y a la que desplegarían en 1955: transcurrido un tiempo, su entusiasmo inicial se trocó en decepción. Enseguida, y a diferencia de varios de sus compañeros revisionistas, no se sintieron atraídos por el peronismo.

La obra mayor de Julio Irazusta es Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, compuesta por ocho volúmenes publicados entre 1941 y 1969. Desconozco si Vida política colmó las expectativas de Gálvez, aunque es, sin duda y por múltiples razones, una obra notable. En términos generales, puede caracterizarse como un largo contrapunteo polémico con la “leyenda roja antirrosista”. Según Irazusta, dicha leyenda fue foijada por los antirrosistas contemporáneos del dictador (Florencio Varela, Sarmiento, Alberdi, Echeverría, Rivera Indarte, Lamas, etc.), para ser desarrollada luego por la “historiografía oficial subvencionada de cuño liberal” (en parte, Vicente Fidel López; más nítidamente, José María Ramos Mejía y Paul Groussac; más cerca, el doctor Celesia). A lo largo de miles de páginas, Irazusta dispone rigurosamente, enhebrándolas con lúcidos comentarios, incontables voces rescatadas de los archivos. El coro es numeroso, y varios “solistas” van alternándose para acompañar la voz principal, que es, obviamente, la del propio Rosas. Pero en el ensamblado es crucial el papel desempeñado por San Martín. El constante apoyo que el dictador recibiera del Padre de la Patria, en aquellos años radicado en Francia, es ilustrado y puesto de relieve con resolución. Sin ser demasiadas, las intervenciones de San Martín poseen un “peso específico” muy considerable desde el punto de vista retórico.

Se aprecia en ello, sin duda, un explícito afán de robustecimiento del gesto de invocación al Padre que habíamos detectado al analizar el libro de 1934. La voz del Libertador es una “carta” de valor especialísimo; esgrimiéndola, parece que el autor puede sobreponerse a las vacilaciones, puede superar las escabrosidades, puede, en suma, salir victorioso en todos los contrapunteos polémicos.  Vida política es el aporte mayor de Julio Irazusta, aunque no es el único. En estudios de menor extensión abordó otras figuras y momentos de la historia del país. Ya mencionamos la importancia de su ensayo sobre Anchorena. Insistamos en que, vistos de cerca, sus juicios sobre las etapas que siguieron a la caída de Rosas no constituyen una “condena en bloque”, sino que dejan apreciar matices.

En 1950 Julio dejó de pertenecer al IIHJMR. De acuerdo con Quattrocchi, el paso se explica por su disgusto frente a la “creciente peronización” de la entidad, así como por su desacuerdo con la adopción de ciertos “métodos de divulgación popular” del conocimiento. En 1956, Julio dio a conocer Perón y la crisis argentina, áspero enjuiciamiento de la década y del caudillo.

La mirada de Julio Irazusta sobre la historia del país desarrolla en múltiples planos el boceto delineado por su hermano Rodolfo a fines de 1931 y reafirmado por ambos en el libro seminal de 1934. Sus ejes vertebradores son el de la “condición antinacional de la oligarquía” (condición debida, a sus ojos, al triunfo de una facción sobre otra y, en última instancia, a la deficiencia cultural de la facción triunfante), y el de la época de Rosas como “edad feliz” de la historia argentina.

Un razonamiento simple aunque atendible indicaría que, al ser la deficiencia de índole cultural, asociada, en particular, a un déficit de comprensión histórica, es natural que la propuesta de remediación busque situarse precisamente en ese registro, el de la (re) escritura de la historia. El propósito último de la empresa sería no tanto ganar voluntades mayoritarias (para que se movilicen o sufraguen de una determinada manera) cuanto crear las condiciones de aparición, ascenso y perduración de un gran estadista de visión preclara. Se trataría, en suma, de producir algo así como un nuevo Rosas.

De inspiración primordialmente maurrasiana, la labor de reescritura emprendida por Julio Irazusta sólo en principio quedó circunscripta al ámbito de la historia nacional. Pronto, el tópico del fracaso argentino se expandió y pasó a abarcar nuevas esferas. Interpretado desde una clave hispanista, no desprovista de algún matiz toynbeeano incorporado más tarde, el fracaso del país pasó a ser pensado como la causa eventual de un fracaso civilizatorio global que, conceptuado de manera algo borrosa, es punto de fuga y, a la vez, non plus ultra de sus planteamientos. Por esta vía, las deficiencias de la oligarquía argentina figurarían entre las razones de los desbalances geopolíticos del mundo de mediados del siglo XX. En virtud de este tipo de remisiones, autores como Irazusta, o como el mencionado Carlos Pereyra, pueden ser leídos, no sólo como prototípicos o ilustrativos de una sensibilidad iberoamericanista derechizante, sino además en clave “civilizacional”.

La figura retórica que tal vez mejor condensa la “naturaleza última” de la ecuación irazustiana es la de la proliferación de encrucijadas mal resueltas en el pasado. En efecto, en la obra de Julio, los dirigentes argentinos desaprovechan, vez tras vez, las oportunidades doradas que se les presentan, optando ineludiblemente por seguir las alternativas más distantes del verdadero interés nacional. El acento en la proliferación y en los matices no debe conducir a perder de vista que, para Irazusta, el fracaso argentino es, en lo fundamental, consecuencia de las resoluciones desfavorables de las encrucijadas de 1838 y 1852.

Intelectuales más o menos contemporáneos a los Irazusta, como Benjamín Villafañe o Leopoldo Lugones, también cultivaron la figura de la encrucijada. Sin embargo, las disyunciones tematizadas en sus elaboraciones no se situaban en el pasado, sino en el presente de la enunciación e, incluso, en ese momento, tan difícil de apresar, en que el presente se desgrana para tomarse futuro. La disposición de Julio Irazusta a hacer visibles encrucijadas mal resueltas en el pasado singulariza sus elaboraciones, dotándolas de una definida coloración decadentista y melancólica

Es, como mínimo, tentador postular una conexión entre la experiencia de descentramiento político y la disposición decadentista/melancólica. Sin embargo, y pese a ostentar tan marcadas disposiciones pesimistas, Julio Irazusta no permitió que su pluma se deslizase hacia planteamientos fatalistas. Lejos de ello, en ningún momento dejó de concebir el futuro como algo dependiente de la voluntad y de la actividad humanas y, en consecuencia, como algo abierto. Tampoco llegó a abandonar del todo la imagen del “destino de grandeza” que supuestamente le aguardaría a la Argentina. Esto obliga a matizar, o a pensar más a fondo, la conexión postulada, así como las imputaciones de inhistoricidad y de clausura que hemos insinuado.

En casos como este, el sentido de evocar una imagen como la del destino de grandeza es ambivalente: por una parte, permite que discurran ciertas filtraciones optimistas en un cuerpo de pensamiento que es característicamente de signo contrario; por la otra, al operar más como un “deber ser” de muy difícil acceso que como un desenlace necesario y tranquilizador, contribuye a poner de relieve, por la vía del doble contraste -con la época valorada y con el futuro deseable (que, pese a todo, no es descartado como posibilidad)-, las tremendas insuficiencias del presente. Establecer los efectos que una operación así puede tener sobre unos lectores más o menos empáticos es difícil y rebasa los alcances de este aporte; no deja de constituir, sin embargo, un fascinante horizonte de indagación.

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