Rosas

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miércoles, 4 de octubre de 2023

Quinquela Martín, Benito (1890-1977)

Por Norberto Galasso
El 21 de marzo de 1890, es abandonado en la Casa de Expósitos de Buenos Aires (Casa Cuna), un niño recién nacido, envuelto en una pañoleta, con una carta que dice: “Este niña ha sido bautizado y se llama Benito Juan Martín”. Después de siete años de vivir en el orfanato, cuidado por las monjas, es adoptado por Manuel Chinchella y Justina Molina, dueños de una carbonería en el barrio de La Boca. Años después, aquella criatura abandonada toma el nombre de Benito Quinquela Martín.
Muy poco tiempo va al colegio, pues el padre, inmigrante italiano, lo requiere como ayudante en la carbonería y también le hace compartir su tarea del puerto, hombreando bolsas. En el negocio paterno, en los ratos libres, el muchachito empieza a dibujar, utilizando trocitos de carbón.
A los 17 años, comienza a estudiar dibujo y pintura con Alfredo Lazzari, completando su aprendizaje en la biblioteca del Sindicato de Caldereros. Pero el viejo Chinchella no está de acuerdo con esas inquietudes de Benito y después de una fuerte discusión, éste resuelve abandonar a la familia. Así, durante un tiempo, carga bolsas, para asegurar el alimento por unos días en los cuales no trabaja sino que ambula por el puerto, con su caballete y sus pinceles, atraído vivamente por los barcos, el Riachuelo, su gente… Finalmente, el reclamo de la madre lo regresa al hogar y acuerda un armisticio con su padre.
A los 20 años, expone por primera vez en una sociedad de socorros mutuos de La Boca. Luego, el 4 de noviembre de 1918, realiza su primera exposición individual en la galería Witcomb y ya firma Benito Quinquela Martín.  En 1922, pinta la tela que más quiere –“Crepúsculo”- por la cual, tiempo después, Mussolini le ofrece un cheque en blanco, que él rechaza diciendo que esa tela no la vende. En esa época, comienza a hacer exposiciones en el exterior: Brasil, España, Italia, Nueva York, Cuba, Londres. Es un pintor auténticamente original y sus cuadros provocan el interés del público. Sin embargo, galerías, críticos y académicos, fervorosos de las vanguardias que llegan desde Europa, lo descalifican. ¿Qué es eso de cuadros con rústicos trabajadores del puerto? ¿Qué es eso de figuras que hombrean bolsas, agobiadas por el trabajo, creando una sensación de injusticia o de explotación? Y además, ¿cómo soportar su insistencia en el arte figurativo cuando las vanguardias europeas incursionan en una plástica novedosa, quebrando las imágenes, apelando a símbolos, dejando vagar libremente el inconsciente?
En 1924, el crítico Atalaya (Alfredo Chiabra Acosta) “increpa a Quinquela, quien parece que pinta sus cuadros con gomera, de las que se usan para cazar pajaritos… Su pintura es ruido chillón y gangoso de un jazz-band tartamudeado por un fonógrafo barato”. Se difunde entonces la opinión de que Quinquela se coloca al margen de la plástica, pues “no encaja entre nuestros grandes del academicismo naturalista (De la Cárcova), ni tampoco en el grupo menos universal y más argentino que formaban Cesáreo Bernaldo de Quirós o Caraffa, ni tampoco con la vertiente impresionista en su modalidad europea (Fader)”. “Es que no se puede pintar –afirman severamente críticos y docentes- con absoluto divorcio de lo que se hace en Europa y de lo que entronca con sus escuelas”, así como “no se puede ser distinto”. Allá está “la civilización”, según explicó Sarmiento y allá también la vanguardia artística, la guía orientadora. Así se “lo soslayó plásticamente”, se “lo marginó de la Academia”.
Él, por su parte, continúa expresando su mundo popular La Boca, nutriendo sus cuadros con obreros, barcos, atardeceres… y el Riachuelo siempre. Para resistir, se recuesta, a veces, en algún presidente (Alvear) o recurre a las giras buscando su público en ámbitos menos coloniales. Y muy especialmente se apoya en “su” barrio, los vecinos, los changarines, los trabajadores del puerto, todo ese mundo que él “pinta de memoria”, alejado de los dueños de la cultura oficial.
Imprevistamente, le llega, desde lejos, algún reconocimiento: “El único pintor moderno susceptible de comparación con Quinquela Martín es Vincent Van Gohg –afirma James Bolívar Mason, director de la Tate Gallery de Londres-. Hay entre ellos un parentesco espiritual. Van Gohg, torturado por una conciencia demasiado intensa de la calidad de su vida, encontró alivio en la expresión de su emoción en el lienzo”. Osiris Chierico recuerda esta comparación y aunque la encuentra subjetiva, se anima a postular una comunidad de acercamiento existencial a la realidad entre “Los comedores de papas” y los personajes doblados bajo su carga de los estibadores del Riachuelo. Esta comparación suena escandalosa a los oídos de muchos. La discriminación continúa, mientras él, tozudamente, persiste en sus temas y su forma.
En 1938, abre el Museo de Bellas Artes de la Boca, donde instala su taller. Y en razón de que sus cuadros se venden –a pesar de la crítica- se ocupa de su barrio, a través de una importante acción social: una escuela primaria en el edificio del Museo, un instituto odontológico infantil, un jardín de infantes, una escuela de artes gráficas, un lactario, el teatro de la Ribera y la conversión de un abandonado desvío ferroviario en una calle para el arte popular: “Caminito”.
Los artistas exquisitos lo mantienen todavía a un costado de lo que llaman “arte”. Rafael Squirru comenta que “a mediados de la década del 50, cuando puse mis energías al servicio del nacimiento del Museo de Arte Moderno, un grupo de jóvenes y valiosos artistas decidieron que me descalificaba para tal empresa el grave hecho de que tenía colgada en mi casa una gran tela de Quinquela Martín”.
No faltan, sin embargo, los que reconocen su importancia. Osiris Chierico “da en la tecla –escribe Miguel Briante- de lo que siempre se ha eludido al hablar de Quinquela: la conjunción entre la técnica de sus mejores cuadros y lo que esos cuadros están diciendo”. Se podría decir que en muchos de esos trabajos, Quinquela enfrenta la convención según la cual la Boca, el puerto, eran paisajes típicos suavemente “pintorescos”. Por el contrario, Chierico anota muy bien: “Doblados bajo las bolsas, en un desfile incesante de hormigas agobiadas por el peso de la comida –y de una comida que escasamente es para ellos- los portuarios de Quinquela emergen dramáticamente de un submundo que la pintura argentina se había negado dejar pasar por la aduana de las cosas bellas”.
“Los cuadros de Quinquela –agrega Briante- no son ni un canto al progreso, tipo Billiken, ni un cartel de protesta social; los hombres, los barcos, el agua que los habita son muchas veces la honda expresión de un arrabal del mundo en el que se mide con mayor rigor el sentido de la existencia humana. En esos intentos subterráneos, dostoievskianos, hay un dolor, una carga que se va desatando como un leit motiv silencioso, aún al costado de sus paisajes apurados o de sus concesiones a su propia imagen costumbrista, la única aceptada por los forjadores de la cultura nacional”.
En 1972, Quinquela es homenajeado en la sala de exposición del Palais de Glace. Muere cinco años después, el 28 de enero de 1977, luego de haberse ocupado con sumo interés en pintar con alegres colores su propio ataúd.  Catorce años más tarde, en setiembre de 1991, el diario Página/12, afirma que “en el Museo Nacional de Bellas Artes se realiza, por fin, una muestra en la que se reúnen sesenta y dos obras de Benito Quinquela Martín, seguramente el más popular de los pintores argentinos. Esa reivindicación tan póstuma como justiciera… cumple en cerrar la brecha de marginalidad académica que sufrió el artista de La Boca”.

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