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jueves, 7 de febrero de 2013

“La Herida Abierta: Nuestras Malvinas” I

Por José Luis Muñoz Azpiri (h) **

El continente de América se llama así a propuesta de Juan Basin de Sandocourt, quien en 1507 editó la “Cosmograpiae introductio” creyendo que el Nuevo Mundo había sido descubierto por Américo Vespuccio. Hubo quienes sostuvieron que fue también descubridor de las Islas Malvinas, ya que en 1520 un mapa de Apiano presentó unas islas de enorme dimensión que podría considerarse una exagerada carta de aquellas. Ocurre que Vespuccio en 1502 había realizado un viaje por cuenta de Portugal, alejándose de la costa en las latitudes australes para no interferir en dominios concedidos a España. Podría ser que por esa razón avistara las islas que dibujó Apiano, aunque todo ello sólo fueron dudosas suposiciones. Sostuvo Ratto que una nave que integraba la Armada de Armando de Magallanes, descubrió en 1520 las islas Malvinas cuando viajaba desde el Estrecho que conecta los dos océanos hacia el Cabo de Buena Esperanza y a la misma conclusión llegó de Gandía, aunque las versiones hayan diferido en el detalle.
Las bulas pontificias de Alejandro VI, Inter Coetera, Examinae devotionis y Dudum siquidem de 1493 y el Tratado de Tordesillas de 1494 habían otorgado a España el área donde están ubicadas esas islas. Precisamente en 1534 la corona española encargó a Simón de Alcazaba conquistar y poblar Nueva León en esas latitudes y en 1540 otorgó capitulación al segundo Adelantado del Río de la Plata, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que se extendía hasta “el Mar del Sur” (como se llamaba al Océano Pacífico). Los derechos españoles fueron reconocidos en los tratados de Madrid de 1670 y de Utrech de 1713.
Las Bulas Papales pueden llamar a una sonrisa en estos tiempos de pretendido racionalismo, pero en aquella época constituían decisiones indiscutibles debido a que desde el descubrimiento de América por Cristóbal Colón al servicio de España, nació el deseo de emprender viajes y conquistar tierras, lo que motivó una gran rivalidad política y naval entre Portugal y España. La primera ostentando sus descubrimientos de muchas islas y costas del África; España por su parte, se engrandecía con el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Ante estos acontecimientos, el Papa Alejandro VI, que en esa época era árbitro por las dos naciones expidió las Bulas precitadas: Inter Coetera, Examinae devotionis (3 y 4 de mayo: donación y demarcación) y la Dudum Siquidem (extiende poder otorgado a los reyes de España a las islas y tierra firme) dada el 26 de septiembre del mismo año. En ambos documentos, se considera la división del mundo terrestre en dos mitades, mediante una línea divisoria marcada imaginariamente de polo a polo, distante a 100 leguas al oeste de la Isla San Antonio (a 360 de Lisboa), perteneciente al grupo de las Azores. Según derechos en vigencia en aquella época, las bulas enunciadas eran atribuidas a territorios descubiertos o por descubrirse por cualquiera de las potencias colonizadoras, a la cual correspondiere el territorio asignado por el Sumo Pontífice.
La línea demarcatoria mencionada, debió ser anulada ante los reclamos formulados por el Rey Juan II, soberano portugués; por lo que el 7 de junio de 1494, el Papa extendió la línea a 370 leguas al oeste de las Azores y Cabo Verde. Este documento llevó el nombre de Tratado de Tordesillas, en el cual, las Islas Malvinas quedaron ubicadas al occidente de la línea trazada por el Papa. Esto indica que, las islas, aún ignoradas, pertenecían al reinado de España. Cabe señalar que en las Bulas anteriores al tratado de Tordesillas, las islas Malvinas también quedaban encuadradas dentro del sector asignado a los españoles por el Sumo Pontífice.
En definitiva, el Tratado del 7 de junio de 1494, fue considerado como determinación final por las dos potencias, punto de vista que fue apoyado por juristas y autoridades. Años después, en 1506, el Pontífice Julio II, expidió la Bula Ea Quae Pro Bono Pacis, por intermedio de la cual se confirmaba el Tratado de Tordesillas.
La concesión que otorgaban las Bulas a cada potencia abarcaba toda la tierra firme y todas las islas descubiertas o por descubrirse, concediendo el “completo y libre poder, autoridad y jurisdicción de toda índole” a los países a que corresponda la región asignada, advirtiendo a las personas de otros estados, que estaba completamente prohibido dirigirse hacia la región que no le fuere concedida.
En nuestra primera nota de protesta, en 1833, presentada por Manuel Moreno (hermano de Mariano Moreno), ministro argentino en Londres, se sostuvo la idea del descubrimiento de las islas por Magallanes. En ella insistieron Saldías, Calvo y otros autores nuestros. Pero Paul Groussac (“Les Iles Mulouines”, 1910) menospreció esta tesis y atribuyó el descubrimiento al holandés Sebald de Weert. Y esto fue lo que se enseñó en las escuelas desde entonces.
Fue una escuadra preparada por los Estados Generales de Holanda, conocida con el nombre de “Los cinco navíos de Rótterdam”. La expedición, que contaba con 500 hombres, había partido de un puerto del Canal de Goree, al sur de Holanda, el 27 de junio de 1598. El 21 de enero de 1600, la nave “Geloof”, comandada por de Weert, salió del Estrecho de Magallanes, navegando Atlántico arriba; el 24 del mismo mes, por la mañana, el vigía de la nave señala a estribor Noroeste, una tierra desconocida, un grupo de tres islas pequeñas, distantes a unas 60 leguas al este del continente, en cuyas costas había gran cantidad de pingüinos. Dado el caso que durante un temporal, habían perdido las canoas, no pudieron desembarcar. No obstante, Weert ubicó las islas astronómicamente, dándoles el nombre de Islas Sebaldinas.
La descripción de las tierras mencionadas por William Adams, relator del viaje, se consideró exacta desde el primer momento, ya que la latitud de las islas es de 15º y 51 o 50 minutos, y éste dio a conocer que se encontraban a 60 leguas del continente, hacia el S/O y a los 50º40º de latitud, tal es así que se considera que el punto de recalada de la “Geloof”, fue probablemente en las islas situadas al Noroeste de la Malvina del Oeste – Isla Gran Malvina.
Desde entonces las Sebaldinas, también llamadas Sebaldes, comienzan a aparecer en los mapas, por cuanto los cartógrafos holandeses aceptaron como real la existencia de las islas, merced a los relatos del diario de Sebald de Weert, cuyo arribo al puerto de partida se produjo el 13 de julio de 1600.
La historiografía moderna, sin embargo, ha demostrado la verdad de la primitiva afirmación. Si no precisamente Magallanes, el descubrimiento es de todos modos de un español. Y la prueba está en que antes, muchísimo antes de que apareciera el primer extranjero por el mar austral (que fue Drake, inglés, en 1577) ya las Malvinas, con otro nombre, desde luego, o simplemente sin denominación alguna, figuraban en multitud de mapas y portulanos y, por copia, en gran cantidad de mapas europeos. Es suficientemente conocida la carta de Diego Ribero, fechada en 1529, donde aparecen con el nombre de Sansón un par de islas que no pueden ser sino las Malvinas, dada su ubicación geográfica. El historiador norteamericano Julius Goebel, que ha escrito un libro fundamental sobre este asunto (“The Struggle for the Falkland Islands”, 1927) atribuye gran importancia al islario de Alonso de Santa Cruz, de 1541, donde también figuran las Sansón y se atribuye su descubrimiento a Magallanes. Pero nuestro compatriota Enrique Ruiz Guiñazú, en su “Proas de España en el mar Magallánico” (1945) el libro más documentado que se ha escrito entre nosotros a propósito de la cartografía malvinera ha sacado a relucir muchos mapas más, anteriores y posteriores a aquellos, y no solo españoles, sino portugueses, italianos, franceses y hasta ingleses, que demuestran cómo ya figuraban las Malvinas en la cartografía del siglo XVI antes del supuesto descubrimiento inglés.
Si bien no hay una prueba fehaciente de quién descubrió las Malvinas y cuándo, si es cierto, y se halla documentado, que existe un mapa de las islas realizado en 1520 por la expedición de Magallanes, por su cartógrafo Andrés de San Martín. El mapa se encuentra en la Biblioteca Nacional de Paris, en el Département des Manuscrits, en el manuscrito francés 15.452 “Le Grand Insulaire et Pilotage d´André Thevet, Angoumoisin, cosmographe du Roy, dans lequel sont contenus plusiers plants d´isles habitées et deshabitées et Description d´icelles”, en 1586. En el manuscrito “Les isles de Sansón ou de Geantz” se describen las Malvinas en los folios 269-271, y el mapa se encuentra en el folio 268.
Ese mapa ha sido reproducido e identificado como de las islas Malvinas en la obra de Roger Hervé, conservador de la Biblioteca Nacional de París, en su estudio “Découverte fortuite de l´Australie et de la Nouvelle Zelande par des navigateurs portugais et espagnols entre 1521 el 1528”. Biblioteca Nacional, París, 1982.
Monique de la Ronciere y Michel Mollat du Jourdin, en su obra “Les Portulans: Cartes marines du XIII au XVIII siécles”, Fribourg, 1984, pág. 34 reproducen el mapa de las Malvinas que obtuvo Thevet en Lisboa y señalan: “André Thevet, en su Gran Insulaire, ha dado una descripción de esta carta que refleja el conocimiento preciso que ya se tenía entonces, en 1586, del archipiélago hoy llamado de las islas Falkland o Malvinas”.
El mapa y la relación de Thevet confirman la exploración y la precisa realización del mapa de las Malvinas por la expedición de Magallanes en 1520, lo que ya conocíamos por la información del cosmógrafo Alonso de Santa Cruz, contenida en su “Islario” de 1541.
Existe un informe de la Academia Nacional de la Historia de la Argentina, del 13 de diciembre de 1983, que confirma que el mapa de 1520 corresponde a las Malvinas.
Cuando Christian Maisch se refiere a que existen mapas de 1522 “que muestran un archipiélago en la ubicación aproximada en donde se hallan las Malvinas”, seguramente se trata del portulano del portugués Pedro Reinal, de 1521-1522, que se encuentra en la Biblioteca del Museo Topkapi, en Estambul, identificado bajo el Nº H.1825, en donde figuran las Malvinas.
Entre el 1520 y 1590 se han identificado, sin pretender que ello sea una nómina exhaustiva, 42 mapas en que bajo distintos nombres, aparecen nuestras islas Malvinas.
Estas precisiones resultan esclarecedoras dado que durante mucho tiempo se consideró a Américo Vespuccio como el descubridor, no ya de las Malvinas, sino también, antes de Solís, de la desembocadura del Río de la Plata. Esta hipótesis fue terminantemente refutada por Jorge A. Taiana (padre del actual Canciller) en su obra “La gran aventura del Atlántico Sur”: “No existen documentos fidedignos ni comprobaciones irrefutables que sustenten el descubrimiento por parte de Vespuccio del Río de la Plata, de la costa Patagónica o de las islas Malvinas. Pero la historia lo recordará como un cosmógrafo hábil y primoroso, que describió la tierra tropical del Brasil, que reconoció la existencia de un Mundo Nuevo, de un verdadero y hasta entonces ignorado continente”.
También es probable que Esteban Gómez, piloto de Magallanes que desertó de la expedición a la Entrada del Estrecho y, según el capitán Héctor R. Ratto autor de “Hombres de mar en la historia Argentina” enfiló derechamente desde ahí al Cabo de Buena Esperanza, por lo que debió haber tropezado necesariamente con las islas, fuera a fin de cuentas el verdadero descubridor.
Hubo todavía más viajes, todos de españoles, en la primera mitad del siglo XVI: el de Loayza en 1526, el de Alcazaba en 1535 y el de Camargo en 1540, cuyos cronistas respectivos anotan datos que muchos han tomado como claras referencias a las islas Malvinas, en otros tantos redescubrimientos, todos anteriores a la aparición del primer “descubridor” inglés.
Pero nuestra posición es lo bastante fuerte como para conceder el descubrimiento a los ingleses sin que por ello desmerezcan nuestros títulos. Sería un regalo extremadamente generoso, desde luego. Nadie a superado a Paul Groussac en eficacia, en contundencia y en galanura, al demostrar que ya no descubrir, en su sentido jurídico, sino ni siquiera avistar las islas pudieron Drake (1577), de cuya aproximación a ellas no hay la mínima constancia en documento alguno, ni John Davis (1592), desertor de cuyo viaje se publicó un relato absurdo, seguramente encaminado a hacer perdonar su falta adjudicándole un descubrimiento por demás vago impreciso; ni Richard Hawkins (1594), que salió atribuyéndose la hazaña treinta años después de regresado de su viaje y aseguró haber visto las fogatas encendidas por los habitantes, con lo que demuestra que si algo descubrió no pudieron ser de ningún modo las Malvinas, que no tenían población; ni descubrirlas tampoco los demás navegantes ingleses que por ahí anduvieron cuando ya los holandeses de Sebald de Weert habían llegado, sin desembarcar como hemos visto, en 1600. Pasemos, no obstante, por sobre todo esto y supongamos generosamente que el descubridor fue inglés ¿Nace de aquí algún derecho a favor de Gran Bretaña?
“No puede considerarse título bastante para la adquisición de soberanía sobre un territorio el simple descubrimiento de él. Requiriéndose para su validez jurídica una toma de posesión, una ocupación real, efectiva”.
Este concepto pertenece a una autoridad que los ingleses no discuten nunca: nada menos que la reina Isabel I, fundadora del imperio naval de Gran Bretaña. Lo dijo en respuesta al Embajador de España cuando éste se quejó por las incursiones de Drake en los mares de América. Y Américo de Wáter, tratadista inglés, autoridad mundial en su época, cuya obra inspiró confesadamente la posición oficial británica en materia de derecho internacional, decía:
“El derecho de gentes no reconocerá la propiedad y la sobreañade una nación más que sobre las tierras que haya realmente ocupado de hecho, en las que ha constituido un establecimiento y de las que hace un uso natural”.
Y esto es, por otra parte, lo que todos los grandes tratadistas sostuvieron, y lo que se admite hace siglos, incluso en nuestros días.
¿Fueron los ingleses los primeros en la ocupación real, efectiva de las Malvinas? No, tampoco. La prioridad fue de los franceses. Aunque el inglés Tronga, en 1690, recorrió el canal central del archipiélago y hasta llegó a enviar un bote a tierra a buscar agua (exclusivamente agua, sin hacer ni intentar nada que pudiera dar una idea de una voluntad de ocupación), fue Luis Antonio de Bougainville, francés, en enero-febrero de 1764, el primer ocupante efectivo. Traía mandato expreso de su Rey de tomar posesión del archipiélago y fundar una colonia. Y así lo hizo, estableciendo en la isla que hoy llamamos Soledad (una de las dos mayores) el pequeño fuerte y la colonia de Port Louis.
Es casi exactamente que un año después que el comodoro inglés John Byron (abuelo del gran poeta) aparece frente a la pequeña islita marginal que llamó Saunders (de la Cridase la denominaban los franceses) y “tomó posesión del archipiélago (¡de todo el archipiélago!), en nombre de Su Majestad Británica”. Pero ni fundó una colonia ni dejó habitantes. Se limitó a declarar la posesión, se embarca de nuevo y siguió tranquilamente viaje, seguro sin duda que ya se encargarían sus compatriotas en los siglos venideros de convencer muy seriamente al mundo de que esa simple declaración de pasada, en un islote marginal, equivale al establecimiento formal y solemne, con hechos y con ocupación efectiva de lo principal del archipiélago (ya ocupado, además, en este caso, por los franceses) que exige el derecho internacional.
Solamente a fines del año siguiente, en 1776, el capitán Mc Bride se estableció permanentemente en la islita Saunders, en el punto que llamó Puerto Egmont, a sabiendas de que hacía casi tres años que los franceses estaban establecidos en la gran isla Soledad.
Francia, como veremos, fue la primera ocupante. Más cuando España se enteró de la presencia de Bouganville en sus islas, protestó y Luis XV, reconociendo sin discusión la soberanía española, dispuso que se entregara la colonia a Su Majestad Católica. Esto ocurrió el 1º de abril de 1767 y desde entonces Port Louis (en adelante Puerto Soledad) quedó guarnecido por destacamentos dependientes de la Capitanía General de Buenos Aires.
¿No tiene, acaso, una alta significación jurídica y moral este reconocimiento que hizo Francia, primera ocupante de las islas, de la preeminencia de los derechos españoles sobre las Malvinas? ¿Y en qué consistían, por lo demás, tales derechos? Nuestro compatriota Jorge Cabral Texo en su Prólogo al libro de Alfredo L. Palacios “Las islas Malvinas, archipiélago argentino” (1934) les dedica un breve estudio. Mayor fue el que les consagró Julius Goebel en su obra citada, y definitivo y concluyente el publicado en dos obras fundamentales sobre el pleito malvinero, debido a los españoles: “El problema de las islas Malvinas” (Madrid, 1943) de Camilo Barcia Trelles, y sobre todo “La cuestión de las Malvinas” (Madrid, 1947) de Manuel Hidalgo Nieto. Ellos demuestran el definitivo argumento: las Malvinas, no importa quien las descubriera ni quien fuese su primer ocupante, eran españolas desde antes que se conociera su existencia, españolas desde el instante mismo en el que el primer español puso sus pies, el 12 de octubre de 1492, allá en las Antillas lejanas. Y esto por un título eminentísimo que en la época nadie discutía: las famosas Bulas del Papa Alejandro VI, en las cuales el Pontífice decía: “Os damos, concedemos y asignamos a perpetuidad a vosotros y a vuestros herederos y sucesores –los reyes de Castilla y de León-... todas aquellas islas y tierras firmes encontradas y que se descubran hacia el Occidente y al Mediodía...”, a partir de una determinada línea.
¿Qué valor tiene esta declaración papal? Todavía no había acontecido la Reforma. La autoridad del Papa como vicario universal de Cristo era aceptada sin discusión en todos los países de Occidente. Y más aún, éstos entendían que dicha autoridad abarcaba también las tierras ocupadas por infieles, de los cuales, en nombre de Dios, podía disponer el Pontífice, revestido de este modo de una especie de poder temporal de derecho sobre toda la humanidad. Por eso Eduardo IV de Inglaterra disconforme en el siglo XV, con la jurisdicción territorial y marítima que el papa Nicolás V había asignado a Portugal, lejos de desconocer la autoridad papal, la afirmó implícitamente al solicitar que se introdujeran ciertas modificaciones favorables a Inglaterra. Ese era el derecho de la época, y como tal se lo observaba.
“Malvinas” es una palabra de origen francés trasladada incorrectamente al español, como ha sucedido con algunas otras, como el clásico “chófer”. Es el tipo de adaptación o traslación que Sarmiento justipreciaba, un poco injustamente, “con olor a chorizo”. Las islas se llamaban, en francés, de los “malouins” o “malouines”: correspondía, entonces, traducir de los “maloneses” o “malonesas”, prefiriéndose, en cambio, el híbrido “Malvinas”. Se trata de un adjetivo y no de un sustantivo como sucede con el vocablo “Argentina”. Pero ¿por qué “Malouins”?.
El grupo insular fue colonizado primeramente por habitantes del puerto francés de Saint-Maló o San Maló. Las islas se hallan bajo la advocación de un santo francés, al igual que Buenos Aires, acogida al celestial patronato de San Martín de Tours, “Maló” es corrupción de Maclovius, nombre latino de un santo del siglo V que predicó y fundó conventos en Bretaña, especialmente en la región donde hoy se alza la ciudad que lleva su nombre.
El brío y el emprendimiento marineros han caracterizado siempre a los hijos de este retazo bretón. La verdadera patria de los maloneses es el mar; su vocación, el espíritu de aventura. Las corrientes oceánicas se enlazaban antiguamente con “travesuras” inevitables como la piratería, el contrabando y la trata de esclavos, comercio éste en que participaban los mismos reyes, y si queremos ver las cosas por el lado en que ofrecen prolijidad, con las patentes de corso, que repudian hoy los códigos militares y civiles. No emitimos aquí ningún juicio de valor. Guillermo Brown e Hipólito Bouchard, eran también corsarios.
La villa de San Maló se enorgullece del temor que sus marinos infundieron a los ingleses durante casi cuatro siglos, desde el XVI al XIX. François-René de Chateubriand, el aristócrata artífice que enseñó a escribir a Europa, era nativo de San Maló e hijo de un pirata y tratante de negros. Se han documentado 175 viajes realizados al Mar Magallánico, entre 1695 y 1749, por capitanes maloneses. Casi todas ellas fueron aventuras piráticas.
En 1764 los maloneses comienzan la colonización del archipiélago. Diez años antes, los ingleses habían publicado una carta del territorio donde la gran Malvina aparecía coloreada en rojo como signo de soberanía británica. La expedición es emprendida personalmente por el caballero Luis Antonio de Bougainville, uno de esos personajes que quiebran las estaturas y los estándares humanos. Dedicarle tan solo un párrafo es impropio de sus merecimientos. Pero debemos decir que fue diplomático, militar, marino, matemático, escritor, político, geógrafo, naturalista, parlamentario y, por sobre todo, hombre de mundo y primera figura en cuanta actividad emprendiera. Su compostura era proverbial y una de las pocas veces en que la perdió fue cuando en Versalles se le negó permiso para descubrir el Polo Norte. Visitó a Buenos Aires en 1767. En el Plata se sorprendió por la bondad del clima y de la existencia de hombres que no conocen otra dicha “que la de no hacer nada”. Varios marineros de su expedición desertaron entonces y consideró filosóficamente que era difícil evitarlo cuando se comprueba que en nuestras tierras, “se vive casi sin trabajar”.
La expedición de Bougainville de partió de Saint- Maló el 8 de septiembre de 1763, llegó a las Malvinas el 2 de febrero de 1764 y se estableció en el punto que posteriormente se denominaría Puerto de la Soledad. Marineros, agricultores y artesanos maloneses y también algunos “acadios” del Canadá -que se establecieron por tres años – comenzaron a domeñar la inhóspita geografía. Los “acadios” (no confundir con el pueblo de la Antigüedad) eran descendientes de los primeros colonos franceses en América del Norte, que se radicaron en lo que es hoy la costa este en el siglo XVII. Acadia es el nombre dado a las antiguas colonias de Nueva Francia en las tres provincias marítimas del Canadá: Nueva Escocia, Nuevo Brunswick e Isla del Príncipe Eduardo, así como una parte del Quebec.
No obstante, todavía hoy no está muy en claro las razones por las cuales pudo haber pensado Bouganville que es este feudo isleño era “res nullius”, un bien mostrenco como el aire y el agua, no perteneciente a nadie, por cuanto el Pacto de familia, que unía a los Borbones de Francia y España tenía vigor tan solo en Europa y no habilitaba a los súbditos franceses a aposentarse en tierras españolas. Es más, la documentación asequible prueba que tanto Bouganville como Choisseul sabían que el archipiélago formaba parte de los de Carlos III, como adyacencia geográfica que era del continente hispanoamericano, a más de otras razones históricas y jurídicas.
España presentó enérgico reclamo ante Luis XV, que no fue desoído por la corte de Francia. Bougainville debió abandonar Puerto de la Soledad llamado entonces Puerto Luis, en homenaje a San Luis, patrono bautismal del rey francés y del propio colonizador el día 1 de abril de 1767, previo reembolso de todos los gastos hechos en el establecimiento y la expedición, suma que fue pagada parte en Paris y parte en Buenos Aires (no olvidemos que Bougainville se inició en la vida pública como diplomático). La transacción se fijó en 603.000 libras tornesas, sin que ningún delegado español discutiera suma alguna de las que presentara el marino.
Mientras tanto, los ingleses se habían establecido en el islote Saunders, al noroeste de la Gran Malvina, en un punto que denominaron Puerto Egmont, en homenaje al primer lord del Almirantazgo. Esto acontecía el 23 de enero de 1765, un año después que los maloneses colonizaran Puerto Luis y la Malvina oriental, y 68 antes del atentado de 1833. Hasta este momento ningún intento estable de colonización se había realizado por parte de España o de habitantes del Río de la Plata. El héroe de este intento fue el navegante John Byron, abuelo de George Gordon, el célebre poeta, quién había descubierto varias islas australes y pensaba transformar las Malvinas en trampolín hacia el Mar del Sur, como se llamaba entonces, con nombre español – no en inglés, como se cree – al Océano Pacífico. Este Océano, desde el estrecho de Magallanes hasta México y Filipinas era un lago de España. Todos los tesoros apetecibles para las naciones de Europa se encontraban en este paraíso líquido, verdadero jardín de la Hespérides, desde el siglo XVI al XIX. La puerta del tesoro eran nuestras islas y la piratería del “sésamo, ábrete”. El camino había sido señalado por Francis Drake, quién recorrió esta superficie saqueando y destruyendo, valido de la superioridad de navegar con barcos de varios puentes en un mar donde las naves eran frágiles y construidas “in situ”.
El imperio británico fue, básicamente, costero e insular. Por eso se lo ha caracterizado como puntiforme, diferenciándolo de la expansión rusa o norteamericana que fue del tipo uniforme. La talasocracia inglesa, esto es un imperio asentado en el dominio de los mares, se fundó en el control de innumerables puntos, sean islas o costas separados entre si. Todos estos puntos tuvieron un común denominador: su carácter estratégico, que cimentaban el dominio de las grandes rutas marítimas, a través de las cuales Inglaterra se enseñoreó en el comercio mundial, tanto lícito como corsario.
Al conocerse en Madrid la aventura de Byron, se ordenó al príncipe Masserano, embajador en Londres, protestar ante el gobierno inglés. Con dicho reclamo, elevado en 1766, se inicia la discusión internacional del problema que todavía hoy subsiste. El establecimiento del islote Saunders - nunca hubo colonización ni pretensiones inglesas sobre todo el archipiélago - pone en pie de guerra a España, Gran Bretaña y Francia. El dominio del islote provoca, por poco, una conflagración europea. Pero no se trataba por supuesto de este peñasco marino sino de la llave del Pacífico. Saunders era el Panamá del Sur.
Para entonces, el gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucarelli, hombre expeditivo, enviaba una expedición al mando de Madariaga para desalojar a los ingleses del archipiélago. Los intrusos se rinden a las fuerzas atacantes en forma tan pacífica como lo haría el capitán argentino de Soledad, en 1833, con la diferencia a favor de éste de que es sometido a consejo de guerra por su decisión de interpretar con sentido muy elástico la virtud de la prudencia.
La noticia de la expulsión es recibida con estupor e incontenible cólera en Londres. El Parlamento, dominado por el verbo poderoso del gran Pitt, vencedor de la guerra de los Siete Años, recomienda una y otra vez la ruptura de hostilidades. La prensa arroja combustible a la hoguera. El memorialista “Junius” censura la “pusilanimidad” del gobierno, en tanto Samuel Johnson, la más ilustre pluma del siglo, sostiene el punto de vista del primer ministro. La guerra parecía inevitable, pero como España y Francia no estaban bien preparadas para afrontarla hubo que hacer una transacción de carácter diplomática que fue para Inglaterra un triunfo más aparente que real.
Se devolvió a los ingleses Port Egmont con todos los enseres y se desagravió el pabellón británico. Los ingleses tomaron posesión de nuevo en 1774. Esto fue hecho para acallar a la oposición en Inglaterra, tanto en el Parlamento como en la tribuna. Pero en el Pacto Secreto, cuya existencia ha sido completamente demostrada y confirmada por la actitud posterior de aquel país, se establecía que luego sería abandonado ese puerto y toda otra posesión en las islas, como así se realizó. Los españoles habían permanecido y siguieron en Puerto Luis o Puerto Soledad.
En un pequeño opúsculo fechado en 1964, “El problema de las Islas Malvinas” cuya autoría se debe a Carlos González Costa, nos informamos que desde el abandono inglés hasta 1810 hubo 43 gobernadores españoles y los colonos debieron afrontar con suerte diversa un medio ambiente hostil y la permanente rivalidad con las tripulaciones de los pequeros y barcos loberos, generalmente reclutados en los bajos fondos y las tabernas de los puertos de Europa, que realizaban estragos en las poblaciones de focas, lobos marinos y ballenas, aún en épocas de veda. Cuando hubo ganado en las Malvinas lo trataron de la misma forma. Se sucedieron, además, conflictos de jurisdicción con Inglaterra y Estados Unidos, con respecto a los derechos de pesca y caza.
** José Luis Muñoz Azpiri (h) es periodista, escritor e investigador. Autor de numerosos ensayos sobre diversas especialidades, es egresado de la Escuela de Defensa Nacional y ha realizado estudios superiores de Ciencias Antropológicas e Historia en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad del Salvador, respectivamente. Colaborador de diversos medios nacionales y del exterior, ha recibido numerosas distinciones, entre ellas, la máxima distinción de la Comisión Permanente de Homenaje a Juan Facundo Quiroga: la Gran Cruz “Religión o Muerte”. Miembro de la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación, actualmente se desempeña como director del área de prensa y difusión del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”. Coautor de “Malvinas, la otra mirada” y autor de numerosos trabajos sobre historia y antropología, su último libro es “Soledad de mis pesares. Crónica de un despojo”.

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