Rosas

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viernes, 30 de septiembre de 2011

Fraude Patriótico


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El 10 de febrero de 1912 se sancionó la Ley Nacional de Elecciones Nº 8.871 (conocida como “Ley Sáenz Peña”), que desechó el voto calificado y estableció el sufragio universal, secreto y obligatorio y el sistema de lista incompleta (con lo que se daba representación legislativa a la minoría). Su aplicación resultó una herramienta política fenomenal que llevó al gobierno en 1916 a Hipólito Yrigoyen y permitió por primera vez el acceso de las clases populares al poder.
Desde el siglo XIX el fraude electoral fue una práctica habitual en la Argentina. La Constitución Nacional de 1853 no había fijado el sistema electoral y esta responsabilidad cayó en la Ley Electoral. Con la llegada del siglo XX se hizo común también la compra del voto: el presidente Carlos Pellegrini defendió públicamente esta práctica al afirmar: “no hay voto más evidentemente libre que el que se vende”. Todas las pautas electorales estaban diseñadas para que los sectores dominantes se eternizaran en sus funciones. Los padrones se confeccionaban sin exigir a las personas sus documentos de identidad. En los comicios las autoridades de mesa no tenían ninguna posibilidad de identificar al votante. Así fue como se produjeron todo tipo de irregularidades, y muchos ciudadanos se presentaban ante las mesas para ser sorprendidos con un lacónico: “Usted ya votó”.
La Ley Joaquín V. González de 1902 (con la que fue electo el primer diputado socialista de América, Alfredo Palacios) dividía a los distritos en partes equivalentes a las bancas de legisladores en juego. De esta manera se elegía uno por cada sección electoral. Esta práctica, llamada voto uninominal por circunscripciones, se aplicó sólo en los comicios de 1904 y enseguida se derogó.
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En 1890, con el descontento de la población a su favor, la Unión Cívica (UC) –el primer partido orgánico y moderno argentino- se propuso derrocar al presidente Miguel Juárez Celman, que había privatizado las empresas del Estado por considerarlo un mal administrador. La revolución cívico-militar fracasó [cf. Artículo Nº 91 en www.agendadereflexion.com.ar], pero el titular del Poder Ejecutivo renunció, y asumió el vicepresidente Carlos Pellegrini. Al año siguiente la UC se partió en la Unión Cívica Nacional (UCN) liderada por Bartolomé Mitre y la Unión Cívica Radical (UCR) dirigida por Leandro N. Alem. El movimiento revolucionario no se había calmado del todo: Alem quería derrocar también al presidente Luis Sáenz Peña. Los estallidos fueron contestados con una fuerte represión hasta que en el 95 otra vez el presidente renunció.
En 1905 el líder radical Hipólito Yrigoyen intentó evitar la segunda presidencia de Julio A. Roca, pero la revolución nuevamente fracasó. Fue recién Roque Sáenz Peña –al asumir como presidente en 1910-, quien buscó un acuerdo con Hipólito Irigoyen, jefe de la llamada tendencia abstencionista o intransigente de la UCR, opuesta a la tendencia concurrencista. A partir de ahí, la reforma electoral de 1912 adoptó un sistema de lista incompleto que reconocía a la primera minoría un tercio de los cargos. La Ley Sáenz Peña también ayudó a amortiguar el fraude electoral al establecer el voto secreto y obligatorio.
En efecto, se ordenó la confección de un nuevo padrón electoral sobre la base del registro de enrolamiento del padrón militar (el listado de las personas que tenían que cumplir el servicio militar obligatorio), tarea a cargo del Poder Judicial. La identificación del votante se aseguró con las impresiones digitales y con una foto. Con el uso del padrón militar se hizo más difícil la adulteración de los registros. Así, la Libreta de Enrolamiento se convirtió en el principal instrumento de ejercicio cívico.
Sin embargo, el Peludo seguía resistiéndose a participar de los comicios presidenciales porque consideraba, con razón, que si bien se aplicaría la Ley Sáenz Peña, el poder real quedaría en manos de los conservadores que dominaban el Senado, la mayor parte de las gobernaciones y la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El gran caudillo radical pensaba que para poder realizar su “programa de reparación nacional” se debía llegar al poder por medio de una revolución que permitiera remover a la totalidad de la clase dirigente, heredera del patriciado oligárquico. Pero finalmente la UCR –por presión de dirigentes como Ricardo Caballero y Leopoldo Melo, que bregaban por levantar la abstención y querían ocupar bancas, ministerios y cargos en la judicatura- se presentó y ganó los comicios de 1916, aunque, en efecto, el gobierno radical al principio se vio asediado por el Senado conservador y por la Corte Suprema presidida por el liberal Antonio Bermejo. Muchos de los proyectos de reforma social de radicales y socialistas murieron en los fallos de aquella Corte, formada por grandes juristas, pero con concepciones técnico-jurídicas ultra-conservadoras y retrógradas.
Suena parecida a la situación actual. Frente a los “representantes” caducos y venales que se niegan a irse, de lo que se trata es de recuperar el poder político para el pueblo y que, en un momento decisivo de la historia, el mismo pueblo (siguiendo la táctica del agua, que siempre pasa, enseñaba un viejo maestro) sea quien tome en sus manos su destino, sin las mediaciones ni representaciones que ya han fracasado.
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En las fotos, Irigoyen y Ricardo Caballero, vicegobernador de Santa Fe; y el Peludo después de prestar el juramento constitucional ante el Congreso, cuando se dirigía a la Casa de Gobierno en compañía del general Pablo Ricchieri

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