Rosas

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miércoles, 6 de julio de 2016

Don Bernardo de Irigoyen contra Manuel Quintana

POR ALBERTO GONZÁLEZ ARZAC

EL BANCO INGLES Y LA CAÑONERA
EL BANCO DE LONDRES Y RIO DE LA PLATA

En 1862 el Banker’s Magazine anunció la formación del London, Buenos Aires & River Plate Bank (Limited), con capitales provenientes de comerciantes londinenses. La sociedad se radicó en nuestro país con el nombre de “Banco de Londres y Río de la Plata”; fue el primer Banco extranjero fundado en el país e instaló su sede en la calle Piedad (hoy Bartolomé Mitre), de Buenos Aires, abriendo luego sucursales en Montevideo, Rosario y Córdoba. El director residente del Banco fue el doctor Norberto de la Riestra, economista y político que emigró a Londres durante el gobierno de Rosas, regresando tras el derrocamiento de éste como representante de los banqueros Nichelson-Green; era un influyente político (habría de ser ministro de Hacienda durante la presidencia de Avellaneda) que, poco antes de ser designado por el Banco de Londres, había abandonado el Ministerio de Hacienda de la provincia de Buenos Aires. Anota Ortiz en su “Historia Económica de la Argentina” que el Banco inició sus operaciones con un capital de casi 300 mil libras.
En 1867 el Banco instaló su sucursal Rosario; fue la primera casa bancaria de Santa Fe, ubicada en uno de los centros más importantes dentro de la estrategia espacial de los capitales británicos, por ser Rosario puerto y estación terminal (Ferrocarril Central Argentino); gozaba del privilegio de emitir billetes, acordado ya por la Legislatura de Santa Fe el 22 de noviembre de 1865, y servía de agente a la política comercial inglesa en esa importante zona agropecuaria.
La formación del Banco de Londres y Río de la Plata no era un episodio aislado, sino que respondía a una política evidenciada en la actitud de los capitales ingleses durante los años que sucedieron a 1860. El imperio de la Constitución Nacional y el afianzamiento del gobierno federal dieron por ese entonces las garantías al comercio inglés, que habían consagrado las cláusulas del Tratado anglo-argentino de 1825, pero que habían permanecido casi en suspenso por el recelo que entre los inversores causaba la situación de anarquía interna vivida por el país, o por las particulares características de la política de Rosas. Comenzaba así a hacerse sentir en toda su magnitud la “potencia expansiva” de los intereses, a la que Díaz Cisneros considera actitud típica del concepto moderno de imperialismo: “Mantener el dominio de los medios de producción, el control de los mecanismos creados para absorber la energía económica, concentrarla en manos de grupos dirigentes y aplicarla a su propia reproducción financiera”; en su apreciación, “el imperialismo es la dominación económica que origina la dominación política, es el vasallaje económico y político”. Es —en simples palabras— la actitud que desde otro punto de vista habrían de definir los hermanos Irazusta: “Para los ingleses, lo primero es que se reconozca su rango imperial, que se les rinda el homenaje debido a su grandeza y, si es posible, sumisa pleitesía”.
EL BANCO PROVINCIAL DE SANTA FE:  Pocos lustros después, en el último cuarto del siglo XIX, los intereses económicos nacionales habían adquirido ya fisonomía propia, creando cierta tensión con las empresas extranjeras.  La producción de lanas y cueros era excelente, y comenzaba a incrementarse la producción agrícola. Gran Bretaña no podía absorber ya totalmente los productos argentinos, en constante aumento, y mermaban las importaciones de manufacturas británicas. Las empresas ferroviarias y Bancos extranjeros ocuparon el banquillo de los acusados ante la prensa no interesada, ante el Congreso de la Nación y, en definitiva, ante la opinión pública. Los ferrocarriles embolsaban ganancias originadas en las cláusulas de garantía y los Bancos servían a la política de las empresas foráneas, sin prestar apoyo crediticio en la medida requerida por los nacionales.   Sabido es que los grupos económicos y las élites políticas argentinas, asimilaban más la idea de “poder” a la posesión de tierras que al poderío financiero, ejercido por la banca británica. Con excepción del Banco de la Provincia de Buenos Aires, no había instituciones importantes argentinas. Esto motivaba un desamparo de las empresas de origen nativo, que en la provincia de Santa Fe el gobierno local pretendió subsanar mediante la creación del “Banco Provincial de Santa Fe” (1874), cuyo principal accionista era el propio Estado. La provincia mostraba al país un novedoso impulso a la colonización agraria; en 1870 tenía 36 colonias que orientaban al país en la explotación del trigo, maíz y lino, y eran de fundamental importancia en el proceso emprendido hacia una producción agrícola exportadora. La necesidad de una política crediticia que ayudara el proceso era, pues, evidente.  Respecto del cultivo de cereales y lino en el Litoral, Sommi ha señalado que la región tuvo dos caminos para su desarrollo agrario. En la zona de Santa Fe se destacó el de la colonización, basada en el colono propietario de la tierra que trabajaba; contrariamente a la zona bonaerense, estructurada en base al latifundio. Esto indica también una contraposición entre los intereses santafesinos y los de la oligarquía porteña, vinculada al capital inglés. Por otra parte, si bien la producción de cereales y lino estaba destinada a abastecer el mercado del Reino Unido principalmente, la conversión de una Argentina importadora en exportadora, a la vez que producía una baja de precios en el mercado británico, hería intereses creados vinculados a nuestro comercio de importación agrícola.   Pese a que el Banco de Londres y Río de la Plata era también accionista del Banco Provincial, no tardaron en chocar ambas instituciones financieras, representativas de intereses tan diametralmente opuestos. La sucursal Rosario del Banco de Londres (al que se denominaba “Banco inglés”) se propuso asfixiar al Banco Provincial, presentándole al cobro en 1875 una gran cantidad de papeles. El propio encargado de negocios inglés en Buenos Aires habría de reprochar tiempo después al presidente del Directorio del Banco inglés, que “en más de una ocasión había abandonado sus prácticas ordinarias y reunido gran cantidad de billetes provinciales, con el fin de presentarlos simultáneamente al cobro, sin previo aviso, al establecimiento nativo y rival que, según se sabía, se hallaba en dificultades”.   La respuesta del Banco Provincial no se hizo esperar. El 2 de junio de 1875 el gobernador de Santa Fe, Servando Bayo, asumiendo su defensa, logró sancionar una ley de suspensión del privilegio del Banco inglés, relativo a la emisión de billetes, quedando reservado el mismo únicamente al Banco Provincial.  Bayo no era un enemigo fácil para el Banco de Londres. Gobernador progresista, además de crear el Banco Provincial, promulgó la ley de colonización, creó más de 60 escuelas y realizó innumerables obras en Santa Fe. Había sido capitán del Ejército derrotado en Cepeda, y era un hombre querido y de carácter férreo, cuyo prestigio se acrecentó por los auxilios prestados durante su gobierno al sofocamiento de la revolución mitrista de 1874. Su personalidad está definida en la contestación dada al presidente Avellaneda, cuando éste le observó que Santa Fe era la provincia que en ese episodio había cooperado más con el gobierno nacional y la que menos gastos reclamaba:         “Señor presidente —-contestó—, la cosa es muy sencilla: ni he robado ni he dejado robar a nadie”.    El Banco de Londres no encontró mucho auspicio en su reacción contra el gobierno santafesino. Intentó promover la solución diplomática del asunto, con el apoyo del gobierno inglés, y la judicial iniciando litigio contra la provincia, por entender que la medida violaba los derechos de su cédula. Momentáneamente el eco de sus reclamos fue muy pobre, pues la propia embajada británica en Buenos Aires entendió que no podía esperarse “ninguna intervención por parte del gobierno de Su Majestad”; y la Corte Suprema de la Nación falló en febrero de 1876, no haciendo lugar a la demanda interpuesta, con costas. El alto tribunal estaba integrado por los doctores Salvador M. del Carril, José Barros Pazos, J. B. Gorostiaga y J. Domínguez. El dictamen del Procurador General, doctor Carlos Tejedor (cuyos fundamentos fueron admitidos por la Corte), entendía que era pertinente el rechazo de la demanda, por cuanto “las sociedades anónimas, sea como casa principal, o como sucursales, tienen su domicilio en las provincias de soberanía propia, donde se hallan establecidas, y si por esta circunstancia, la de Rosario carecería de fuero nacional, tiene que carecer también la que pretende avocarse el domicilio y representación de aquella". Sostuvo, por otra parte, que “la emisión de billetes con curso forzoso en las oficinas públicas, no es un simple hecho industrial o de comercio libre”, y “no siéndolo la ley de Santa Fe de 22 de Junio, ningún artículo de la Constitución Nacional ha violado” (“Fallos”, t8, 2* serie, páginas 156 a 160).
PROCESO DEL CONFLICTO:   A principios de 1876 el panorama financiero no era alentador en nuestro país, al punto que el Banker’s Magazine informaba que el Banco Mercantil del Río de la Plata (formado por capitales franceses y británicos) estaba al borde de la liquidación, y aun el Banco de Londres pasaba dificultades, reduciendo sus dividendos. El año anterior había terminado con quiebras que superaron 10 millones de libras en el último trimestre, consecuencia de la depresión económica. Con un capital muchas veces inferior al de los Bancos mencionados, el Banco de Santa Fe debía sumar a las dificultades propias de la plaza, la competencia de la sucursal Rosario del Banco de Londres, cuya solidez y disposición para efectuar operaciones en oro estaban lanzadas, a pesar del momento económico, hacia el monopolio de los negocios crediticios de Santa Fe y la destrucción del Banco Provincial.   El gobernador de Santa Fe contestó las hostilidades del Banco de Londres el 19 de mayo de 1876, con medidas valientes y drásticas: decretó la liquidación de la sucursal Rosario, considerándola ruinosa para los intereses públicos, y ordenó una acción criminal. Con asistencia de la fuerza pública fueron cerradas sus puertas, sellados sus libros, arrestado su gerente, y se ordenó un embargo, exigiéndosele depositar 50.600 pesos oro en el Banco Provincial, en garantía del papel moneda cuya conversión la provincia había dispuesto, sin que el Banco inglés hubiera cumplido.   El Banco de Londres movió sus influencias en el comercio rosarino, organizando una reunión “espontánea” en el teatro Olimpo, para solicitar al gobierno de Santa Fe la derogación del decreto de liquidación. Se nombró una comisión para acordar una entrevista entre el ministro de Finanzas de la provincia, el directorio del Banco Provincial y el gerente del Banco de Londres, donde el ministro propuso que éste proporcionara soluciones, acordando un préstamo al Banco Provincial para que pudiera superar la difícil situación financiera que vivía. Finalmente esa propuesta no tuvo eco, y los apremios de la entidad santafesina serían solucionados con un préstamo del gobierno nacional. 
LA CAÑONERA "BEACON”: El arma más poderosa del Banco de Londres era la gestión diplomática, que intento nuevamente por vía del encargado de negocios británico en Buenos Aires, St. John, y del Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania, dado que el gerente de la sucursal Rosario, Mr. Maschwitz, era de esa nacionalidad.  St. John recurrió a una vía que puede considerarse insólita dentro de la dúctil habilidad diplomática inglesa: pidió al comandante de la cañonera británica "Beacon”, capitán Dunlop, que estaba en Montevideo, que remontara el río Paraná con destino a Rosario. Paralelamente acordó una audiencia con el ministro de Relaciones Exteriores, doctor Bernardo de Irigoyen, a la que acudió en compañía del doctor Manuel Quintana, consejero legal del Banco de Londres.    El doctor Quintana —que habría de ser presidente de la Nación— era un eminente jurisconsulto, catedrático que había ocupado el decanato de la Facultad de Derecho y el rectorado de la Universidad, pero en la entrevista de marras le tocó esgrimir el no muy Jurídico argumento de la cañonera.   "Entonces el doctor Irigoyen —relataría luego St. John— se volvió hacia mí y dijo que lamentaba que yo hubiera dado semejante paso, pues éste haría más difícil un arreglo con las autoridades provinciales”. “En seguida —agregó St. John— expliqué a Su Excelencia que el paso que yo había dado no representaba una amenaza, sino que era una sencilla medida de precaución, que yo había tomado en vista de la representación que me había confiado el Banco de Londres y Río de la Plata al enterarse de las irregularidades ocurridas, y que me parecía conveniente ofrecer de esa manera un lugar seguro a una gran cantidad de bienes británicos”.     A la reclamación realizada por el gobierno de Su Majestad británica, el ministro de Relaciones Exteriores contestó con Una firme posición jurídica en notas del 23 de junio y 21 de agosto de 1876, negando para el Banco de Londres y Río de la Plata derecho alguno a la protección diplomática británica: "El Banco de Londres es una sociedad anónima que sólo existe con fines determinados. Las personas jurídicas deben su existencia a la ley del país que las autoriza y, por consiguiente, no hay en ellas nacionales ni extranjeros; no hay individuos de existencia natural con derecho a protección diplomática. No son las personas que se unen; son simplemente los capitales bajo formas económicas, y según el sentido mismo de la palabra no tienen nombre, nacionalidad, ni responsabilidad individual involucrada. El hecho de que las acciones hayan sido suscriptas por individuos de una nacionalidad es eventual, y no puede desnaturalizar la esencia de la sociedad. Esas acciones se transfieren, y las que hoy están en poder de los ingleses, pueden pasar fácilmente a manos de ciudadanos de otra nación”. 
El ministro Bernardo de Irigoyen era uno de los abogados más prestigiosos de Buenos Aires y un funcionario ponderado y prudente. Su personalidad le permitió ser canciller de los gobiernos de Avellaneda y Roca, desempeñar las carteras de Interior y Hacienda, otros importantes cargos y ser una figura “presidenciable” durante largo período. Las argumentaciones Jurídicas expuestas en este caso dieron origen a una posición sostenida casi unánimemente por los juristas argentinos: Zeballos, Margarita Argúas, Lazcano, Saavedra Lamas (como delegado argentino a la conferencia de jurisconsultos de Río de Janeiro, 1927), Romero del Prado, Ennis, y otros más han defendido su tesis. En 1888, representando a la Argentina —juntamente con el doctor Roque Sáenz Peña— en el Congreso Interamericano de Derecho Internacional Privado reunido en Montevideo, al sostener el principio del domicilio, el propio doctor Manuel Quintana habría de admitir esa posición.  Estanislao Zeballos, al comentar el “Manual de Derecho Internacional Privado” de André Weiss, decía en su glosa que dentro de los sistemas iusprivatistas que -como el nuestro-adoptan el sistema del domicilio (lex domicilii), “no es admitida la división de las sociedades comerciales en nacionales y extranjeras. No admiten dichas legislaciones que las sociedades comerciales tengan nacionalidad. Su radicación en una soberanía dada que determina la jurisdicción y la ley a que están sometidas, depende de su domicilio general o especial. Por eso, en nuestro Derecho solamente hablamos de sociedades comerciales locales o constituidas en pais extranjero. El sistema de Derecho Internacional Privado sostenido por la Escuela Argentina elimina de sus soluciones todo elemento político, para buscarlas en el terreno exclusivamente científico”.
La posición doctrinal argentina habría de ser adoptada finalmente por el Tratado de Montevideo sobre Derecho Civil y Comercial, entendiéndose que atribuir nacionalidad a las sociedades implicaría —según el criterio del delegado peruano, doctor Bustamante y Rivero— “el peligro de someter a las leyes de los países en que medra el gran capitalismo los actos de las entidades o compañías que, teniendo en ellos una sede directiva simplemente formal o estática, desenvuelven en realidad sus actividades en el medio social, cultural o económico de otro u otros países menos evolucionados. Si en el orden civil —agregaba— este criterio entraña riesgos, pues anula la posibilidad de que cada Estado supervigile por sí las orientaciones y los actos que dentro de su territorio desenvuelven, en materia de fundaciones, de instrucción, de beneficencia o de agricultura, las entidades o asociaciones cuya sede directiva radica en el extranjero, en el orden comercial su peligrosidad es mayor aún, pues abre la puerta a la penetración económica incontrolada de los grandes países manufactureros y del capitalismo imperialista, en los países pequeños productores de materias primas y consumidores de manufactura importada”.
En rigor de verdad, el Derecho Internacional Privado -aun cuando respete principios fundamentales de Derecho natural, como entidades permanentes— evoluciona paralelamente a los cambios políticos, económicos y técnicos evidenciados en los pueblos; los principios particulares que puedan discutir las naciones son meras adecuaciones, condicionadas a su interés, de aquellos principios del Derecho natural y —como tales— son circunstanciales y mutables. Asi como las doctrinas del ius sanguini y del ius soli dirimen la nacionalidad de los individuos de conformidad al interés nacional de los países que las sustentan, también en el campo del Derecho Internacional Privado se observa que el advenimiento de naciones unificadas en la Europa continental produjo el nacimiento del “sistema de la nacionalidad”, como superación del “sistema territorial”, que en esos países tuvo vigencia durante la era feudal. Procesos similares se han ido produciendo en nuestra patria. En 1825 aún no habíamos resuelto varios problemas que demandarían todavía el holocausto de muchas vidas, y sin embargo todo nuestro Derecho público y privado comenzaba ya a estructurarse en torno a los compromisos contraídos en el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación suscripto con Inglaterra, porque nuestros gobiernos habían puesto sus esperanzas en que el “progreso nacional” dependía de la venta de nuestros productos ganaderos al Imperio' británico y de las inversiones inglesas en nuestro suelo.   La adopción de la lex domicilii, por oposición al sistema de la nacionalidad, demostró cómo —no obstante— nuestro país trataría de salvar los efectos del cosmopolitismo resultante del aluvión humano e inversor europeo, buscando aplicar la ley territorial a los inmigrantes que venían a trabajar nuestro suelo y a las entidades jurídicas que darían personería al capital. El mismo Vélez Sársfield apuntó en la nota al artículo 10 del Código Civil la esencia territorialista de nuestro sistema, citando a Savigny, al agrupar a la ley del lugar (lex rei sitae) y del domicilio (lex domicilii) dentro de un mismo y único principio: el de la “sumisión voluntaria". Se trataba de una política legislativa coherente, porque este sistema en el ámbito del Derecho privado, íntimamente relacionado con el del ius soli para discernir la ciudadanía —impuesto por nuestros constituyentes— conformaron el esqueleto jurídico sobre el que habría de tomar cuerpo nuestra nacionalidad.  El incidente diplomático anglo-argentino de 1876, evidenció en el campo institucional que, aun respetando las vinculaciones con Inglaterra, nuestros gobernantes iban advirtiendo un cambio y asimilando una mutación doctrinaria en un país que había adquirido ya su personalidad política, su individualidad económica y su formación jurídica; porque si Argentina hubiera aceptado el criterio de atribuir nacionalidad a las personas jurídicas, habría dejado al descubierto los intereses nacionales frente a las compañías formadas con fondos de origen inglés.
Jurídicamente, la posición argentina se mantuvo firme durante el conflicto, pero los argumentos no sirvieron para alejar del puerto rosarino a la cañonera Beacon, cuya presencia alentaba el gerente del Banco de Londres, “en vista del efecto que un barco de guerra ejerce en esta gente”. Más bien, desde el punto de vista británico, el planteo jurídico fue considerado displicentemente como una “abstrusa especulación legal”.    Los autores ingleses que han analizado el episodio no se han puesto de acuerdo en las causas que llevarían al arreglo de la enojosa cuestión. Baster (The International Banks, Londres, 1935) entendió que la presencia de la cañonera y el “severo lenguaje” del representante de Su Majestad en Buenos Aires, fueron las “razones” que llevarían a la solución. En cambio Ferns (Britain and Argentine in the FAneteenth Century, Oxford, 1960), que estudió minuciosamente los hechos, se inclinó a valorar “la acción de las fuerzas políticas argentinas que buscaban un arreglo razonable”. Tal vez ambas cosas tuvieron influencia, pero los mencionados autores omitieron considerar la importancia de uno de los principales instrumentos de la política británica. Obsérvese que Ferns (cuya obra es completa en lo que hace al estudio de documentación del Foreing Office, del Almirantazgo, del War Office, del Board oí Trade y del Companies Registration Office) no menciona a lo largo de su libro, en ninguna ocasión, la trayectoria de las Logias masónicas, que tanta influencia tuvieron en nuestra historia durante los períodos en que más se hizo sentir la política inglesa.  La etapa de efectiva conciliación comenzó en julio de 1876, con la llegada a Buenos Aires de Mr. George Drabble, presidente del Directorio del Banco de Londres y Río de la Plata. Era el nombrado uno de los más eficientes hombres de las finanzas británicas, con intereses personales en Rosario y sus zonas de influencia. Llegó a nuestro país con su hermano Alfred, para dedicarse a negocios de importación de manufacturas de algodón hacia 1848; a ese comercio estaba ligada su familia, que era de negociantes de Liverpool y Manchester. Poco después se incorporó a la masonería, en la Logia distritual inglesa de Buenos Aires. En 1850 había comprado Drabble una estancia y posteriormente acciones del Ferrocarril Central Argentino y Ferrocarril Sur. Fue director en 1853 del Banco y Casa de Moneda. Cuando en 1867 regresó a su país, era ya poderoso y conservaba inmensos intereses aquí. En 1870 proyectó e instaló la Compañía de Tranvías de la Ciudad de Buenos Aires. En 1880 habría de fundar The River Píate Fresh Meat Company Ltd., dedicada a la carne de carnero congelada, con frigoríficos en Campana y Colonia; luego (1882) reorganizaría la Compañía del Ferrocarril Campana (llamado después Buenos Aires-Rosario), ocuparía cargos directivos en varias compañías ferroviarias, etcétera. Las aspiraciones de Drabble posiblemente eran menos rigurosas que las de otros funcionarios del Banco de Londres, pues dado el carácter de sus negocios y su vinculación al área económica de Rosario, había superado la mezquina competencia entre el Banco de Londres y el Banco Provincial en la disputa de la plaza, pretendiendo —en realidad— que su Banco prosiguiera desarrollando operaciones en Santa Fe, renunciando a otras aspiraciones que para él eran secundarias. Dado el estado de cosas y la tensión existente, no era fácil su empresa; pero, buen diplomático de los grandes negocios, Drabble no podía dejar de ser amigo personal del ministro Irigoyen. Su estrategia incluyó una visita a Rosario del gerente del Banco de Londres en Montevideo, que era a su vez amigo personal del gobernador santafesino.    Ferns relata así la culminación de las exitosas negociaciones: “En una velada, el encargado de negocios vio al presidente de la República, doctor Avellaneda, y al presidente de la Cámara de Diputados. Les hizo saber que el Banco inglés, en el caso de que se permitiera funcionar en Rosario, aceptaría los billetes del Banco Provincial y que ello aumentaría el valor de éstos. El presidente asintió y volviéndose hacia el congresal, dijo: «Realmente, tenemos que arreglar este asunto».   Se revocó el decreto de liquidación. Durante algunos meses el Banco de Londres y Río de la Plata mantuvo una posición de dignidad y afirmó que era menester no sólo una revocación, sino además una confirmación de la cédula de privilegios del Banco. Pero al fin se reabrió la sucursal en Rosario, el barco de Su Majestad, Beacon, se retiró...”, y las aspiraciones de Drabble se cumplieron.
PAPEL DE LA MASONERIA:  En ésta, como en otras circunstancias de la historia, nacional, no puede omitirse consignar el papel de las Logias masónicas, cuya importancia ha sido analizada por Pérez Aznar al considerar las fuerzas políticas actuantes en nuestro país hasta 1890 (“Revista de Historia”, N 1, año 1957), afirmando que “constituyó en nuestro país una fuerza predominantemente política”.  La organización de la “masonería especulativa moderna” data del siglo XVIII; es considerada Logia-Madre la “Gran Logia de Inglaterra”, fundada en 1717, cuya dirección asumiría la realeza británica en 1782, con la Gran Maestría de S. A. Real Enrique Federico, duque de Cumberland, al que sucedió en 1790 el principe de Gales, quien —a su vez— ascendió al trono en 1810, con el nombre de Jorge IV. A partir de aquel entonces, la masonería asumió un importante rol en la política, la difusión de las ideas, la diplomacia y el comercio británico; en breve fueron superadas las disidencias entre las Logias, acordándose en 1813 la formación de la actual “Gran Logia Unida de Inglaterra”. En nuestro país, a la formación de las primeras Logias sucedió en 1857 la “Gran Logia de la Argentina” y la institución de la Gran Logia distritual inglesa, que estableció las relaciones entre la Gran Logia Unida de Inglaterra y la de Argentina. A consecuencia del Congreso Parcial de Supremos Consejos Masónicos (Lausana, 1875), quedó establecido en nuestro país el agrupamiento en la siguiente forma: dos Supremos Consejos, una Gran Logia, Logias inglesa, francesa, alemana e italiana, y una Confederación Masónica.  Al producirse los acontecimientos consignados en este artículo, era Gran Maestre de la Logia inglesa el príncipe Eduardo (nombrado en 1874), quien habría de ascender al trono en 1901; durante su gestión la masonería alcanzó importancia en el nuevo y viejo mundo, fundándose cerca de 1.300 Logias. En la Argentina, según Lappas, hacia 1859 la Gran Logia contaba ya con 15 Logias que agrupaban casi 900 miembros, caracterizadas personalidades de la política, las ciencias, las fuerzas armadas, el comercio y las artes en nuestro país. Pero en 1876 la masonería argentina estaba anarquizada en tres fracciones, encabezadas por los Grandes Maestres Urien, Cazón y Albarellos, por lo que la masonería inglesa destacó —para dirimir los conflictos— a su Gran Maestre Mr. Richard Briscoe Masefield, quien ejercía su función en los momentos del acontecimiento aquí relatado.  El poderío político de la masonería se advierte en el párrafo del significativo discurso pronunciado por Mitre en 1868: “Los otros cuatro presidentes, Hermanos, se han encontrado una vez juntos y arrodillados al pie de estos altares; el general Urqulza, que acababa de serlo; el doctor Derqui, que lo era entonces; yo, que debía ser honrado más tarde con el voto de mis conciudadanos, y el Hermano Sarmiento, que va a dirigir bien pronto los destinos de la Nación”. En realidad, los Estatutos de la Gran Logia Argentina la definen como institución “esencialmente filantrópica, filosófica y progresista”, cuyo “carácter pacífico” le “prohíbe ocuparse de asuntos políticos o religiosos, recomendando a sus miembros el respeto a las leyes del país y a la fe religiosa y opiniones políticas de cada uno de ellos, mientras tengan por base la moral”.
Debió haber sido importante la influencia ejercida por Mr. Richard Briscoe Masefield y sus compatriotas, integrantes de la Logia distritual inglesa, en la solución buscada en esos momentos por el Hermano Drabble para el Banco de Londres y Río de la Plata, junto a los gerentes y directores de la sociedad (que en su mayoría eran también masones), el encargado de negocios de Su Magestad, St. John, el consejero legal del Banco, doctor Manuel Quintana —que desde 1873 era “iniciado”—. 

El episodio culminó como las novelas, especialmente porque la “amistad” anglo-argentina superó las discrepancias y continuó por muchos años. Los personajes no tuvieron un papel menos feliz. Don Servando Bayo salvó al Banco Provincial del desastre financiero. El Banco de Londres y Río de la Plata, salvó a la sucursal Rosario de la liquidación. George Drabble protegió sus intereses y volvió para Inglaterra, desde donde ordinariamente los manejaba. Mr. Richard Briscoe Masefield cumplió las altas funciones encomendadas. El doctor Bernardo de Irigoyen, que defendió con firmeza su tesis juridica, pudo decir con toda dignidad en su testamento: “He ocupado altos puestos públicos; he tenido influencia política durante 20 años y quiero declarar en este momento, en que, pensando en una vida futura, no es permitido apartarse de la verdad, que no he tenido directa ni indirectamente participación en ningún negocio con los gobiernos”.   Aunque se crea mentira, tampoco apareció desmerecida la actitud del doctor Manuel Quintana, cuyos méritos le valieran tiempo después la elección por una junta de notables para ocupar la Presidencia de la Nación. Su fisonomía señorial, su vestimenta atildada y su cuidadosa toilette, confirmaban a cada instante sus dotes de gran señor, aunque esta o aquella actitud pudieran haberlo puesto en duda. En cuanto a su pecado venial, cometido contra nuestra soberanía, fue prontamente reparado en oportunidad de concurrir como delegado argentino a la Conferencia Internacional Panamericana organizada por el gobierno de los Estados Unidos. Allí fue el paladín en la defensa de los países de América Latina, proclamando que “en el Derecho internacional americano no existen naciones grandes ni pequeñas: todas son igualmente soberanas e independientes; todas son igualmente dignas de consideración y respeto”; y sepultando el proyecto norteamericano de arbitraje continental compulsivo debajo de una lápida esculpida con su talento: "No aceptaremos forma alguna de arbitraje que acarree el predominio de una nación fuerte de América sobre las débiles”.

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