Rosas

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lunes, 23 de enero de 2017

LA DIPLOMACIA INGLESA RESORTE OCULTO DE NUESTRA HISTORIA


Por Raúl Scalabrini Ortíz
La diplomacia inglesa es el instrumento ejecutivo que en sus relaciones con el extranjero, tiene la necesidad de expansión y la voluntad de dominio del Imperio de la Gran Bretaña. Donde hay un pequeño interés presente o futuro, la diplomacia inglesa tiende sus redes invisibles de conocimiento, de sondeo, de preparación o de incautación.  La acción de la diplomacia inglesa está generalmente imantada en un sentido favorable al lucro de las compañías inglesas, pero no soldada a sus minúsculos problemas de codicia o de sordidez ocasional. La diplomacia inglesa no descuida lo pequeño y circunstancial, pero vela ante todo por la grandeza permanente del imperio en que todo lo británico halla amparo.  Más influencia y territorios conquistó Inglaterra con su diplomacia que con sus tropas o sus flotas. Nosotros mismos, argentinos, somos un ejemplo irrefutable y doloroso. Supimos rechazar sus regimientos invasores, pero no supimos resistir a la penetración económica y a su disgregación diplomática.  Las hazañas de la diplomacia inglesa en el mundo son innumerables.
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 Su relato constituiría la mejor lección que se puede proporcionar a un pueblo desaprensivo como el nuestro. La historia contemporánea es en gran parte la historia de las acciones originadas por la diplomacia inglesa. Ella está seccionando, instigando rivalidad, suscitando recelos entre iguales, socavando a sus rivales posibles, aunando a los débiles contra los fuertes eventuales, en una palabra, recomponiendo constantemente la estabilidad y la solidez de su supremacía.  La diplomacia inglesa no reconoce amigos ni la cohiben los agradecimientos naturales. Quien se apoye en ella para medrar pagará muy caro el apoyo. Bernardino Rivadavia fue un procer que en nuestra tierra facilitó en mucho la tarea diplomática de Inglaterra. Cuando Rivadavia vio «su final de su presidencia que la compulsión inglesa lo había arrastrado hasta la más terrible impopularidad y se sintió precipitar al vacío irremediablemente, aprovechó las últimas energías para vengarse, e instruir al país en los peligros de la diplomacia inglesa. La diplomacia inglesa no lo perdonó nunca y fue implacable con él. El 15 de julio de 1827 lord Ponsomby escribía a Canning: «Los diarios propagados por el señor Rivadavia difamaban constantemente a la legación de S. M., insinuando contra ella las peores sospechas y describiendo sus actos como dirigidos a acarrear deshonor y agravio a la República.»  En realidad Rivadavia sólo trataba de disculparse a sí mismo mostrando que la paz firmada con el Brasil, que el país consideraba deshonrosa, era impuesta por la diplomacia inglesa. Poco después, el 20 de julio de 1827, Ponsomby escribía a Canning: «Confio en que esta aparente prevención contra Inglaterra cesará cuando la influencia y el ejemplo del señor Rivadavia sean completamente extinguidos.» Cinco días después, Rivadavia renunciaba a la presidencia y se disolvía para siempre en el silencio histórico. No se conocen papeles posteriores a su presidencia. ¿No quiso reivindicarse ante la posteridad? ¿No escribió sus memorias? No lo sabemos. Vivió aislado en el anónimo. Cuando quiso actuar se lo desterró. Estuvo en la Isla de las Ratas frente a Montevideo.  De allí lo exilaron a Santa Catalina, pequeña isla del sur del Brasil.  Más tarde se refugió en Río de Janeiro, después en Cádiz, donde murió olvidado a los 65 años de edad el 2 de septiembre de 1845. ¡Había sido aniquilado! Las normas habituales de caballerosidad no amilanan a la diplomacia inglesa. Ella va a su fin por cualquier atajo. Acaba de publicarse un libro de laudes a lord Strangford, que según el señor Ruiz Guiñazú resultaría otro de nuestros benefactores. Lord Strangford era representante de Inglaterra ante la Corte de Portugal. Una anécdota bastará para filiar la calidad de su moral. La traducimos literalmente de la Historia do Brasil, del escritor brasilero Joáo Ribeiro: «Cuando Napoleón decretó el bloqueo continental contra Inglaterra, Portugal se alió a Inglaterra. En marcha forzada a través de España, las tropas francesas penetraron en Portugal. El Rey, llorando en secreto, aceptó el consejo del ministro inglés lord Strangford y decidió huir al Brasil con su corte... Tradiciones que indirectamente remontan a Tomás Antonio de Vila Nova refieren que la noche del 28 de noviembre, lord Strangford fue a bordo de la nave Medusa y entró a proponer condiciones interesadas e insoportables en base de las cuales, únicamente, el comandante inglés del bloqueo, Sidney Smith, consentiría en la salida de la corte portuguesa para el Brasil. Una de esas condiciones era la apertura de los puertos del Brasil a la concurrencia libre y reservada de Inglatérra marcándole, desde luego, una tarifa de derechos insignificante y, además, que uno de los puertos del Brasil fuese entregado a Inglaterra.» Esta deslealtad al aliado en desgracia, este aprovechamiento de una situación crítica, de la que son beneficiarios y consejeros, para obtener beneficios aún mayores, es de una impiedad tan impudente que ni siquiera se puede comentar. La dejamos para enseñanza en su desnudez esquemática.  El arma más terrible que la diplomacia inglesa blande para dominar los pueblos es el soborno. Así se inició su grandeza y han sido fieles a la tradición. En la documentada biografía de María Estuardo, Stefan Zweig nos cuenta con frases descarnadas los métodos de la gran Isabel de Inglaterra. «Más de 200.000 libras ha sacrificado ya Isabel, tan parsimoniosa en general, para arrancar a Escocia, por medio de sublevaciones y campañas bélicas, del poder de los católicos Estuardos, y aun después de una paz solemnemente concertada, una gran parte de los subditos de María Estuardo está secretamente a sueldo de la reina extranjera...».  «Pero Isabel desea algo más que una pura protesta contra la nueva pareja real. Quiere una rebelión y así lo solicita del descontento Hamilton». «Con el severo encargo de no comprometerla a ella misma, "in the most secret way", según sus palabras, por el conducto más secreto, confia a uno de sus agentes la comisión de apoyar a los lores con tropas y dinero», «como si lo hiciera por su cuenta y nada supiera de ello la reina inglesa». «Ni el secretario íntimo de María Estuardo se mostró capaz de resistir el contagio de la enfermedad epidémica de la corte escocesa: el soborno de Inglaterra y la reina tuvo que despedirlo de su servicio.». Desde aquellas lejanas épocas, los métodos ingleses persisten perfeccionados.  Son idénticos en la India, en Persia, en Egipto y en la República Argentina. Por eso Inglaterra es, ante todo, enemiga de los valores morales que se obstinan en servir al pueblo en que nacieron. Por eso Inglaterra, que indudablemente vio la maniobra preparatoria del 6 de septiembre, colaboró gustosa con su silencio, y quizá con alguna complicidad menos inerte, a la caída del presidente Yrigoyen. Inglaterra no teme a los hombres inteligentes. Teme a los dirigentes probos. Una de las características más temibles de la diplomacia inglesa, porque dificulta enormemente el inducir en qué dirección está trabajando, es la de operar a largo plazo. Asombra conocer los planes ingleses trazados a principio del siglo pasado y comprobar la meticulosidad con que se han llevado a cabo. Lord Liverpool decía en 1824, refiriéndose a la América Hispana: «El mayor y favorito objeto de la política británica durante un plazo quizámayor de cuatro siglos debe ser el de crear y estimular nuestra navegación y el de establecer bases seguras para nuestro poder marítimo.» Esta idea central era glosada y aplicada por Canning: «La disposición, decía, de los nuevos estados americanos es altamente favorable para Inglaterra. Si nosotros sacamos ventaja de esta disposición podremos establecer por medio de nuestra influencia en ellos un eficiente contrapeso contra los poderes combinados de Estados Unidos y de Francia, con quienes tarde o temprano tendremos contienda. No dejemos, pues, perder la dorada oportunidad. Puede ser que no dure mucho tiempo la ocasión de oponer una poderosa barrera a la influencia de Estados Unidos. Pero si vacilamos en actuar, todos los nuevos estados serán conducidos a concluir que nosotros rechazamos sus amistades mutuas por principio, como un peligroso y revolucionario carácter...» C. K. Webster: The Foreing Policy of Castlereagh. Crear bases marítimas, instigar a unos estados contra otros, mantenerlos en mutuos recelos, impedir la unión de las dos fracciones continentales, la América del Norte y la América del Sur, tal es justamente la obra perniciosa desarrollada en silencio por Inglaterra. Su resultado más visible es el collar de bases marítimas que rodea a América. Las Malvinas, que es actualmente una estación naval de primer orden, construida especialmente para la defensa de los intereses británicos en Sud América, según los términos textuales de la Conferencia Naval de Singapur, realizada en 1932. Las Malvinas en el Sud. Las islas de Trinidad, San Vicente, Barbados, Jamaica, Bahamas y Bermudas en el Centro y en Norte de la América, además de las posesiones continentales de Guayanas y de la Hondura Británica. ¡Con cuanta razón escribía Canning a Granville, poco después del reconocimiento de los nuevos estados americanos, en 1825: «Los hechos están ejecutados, la cuña está impelida. Hispano América es libre y si nosotros sentamos rectamente nuestros negocios ella será inglesa, she is English». Harold Temperley: The Foreing Policy ofCanning. Si no tenemos presente la compulsión constante y astuta con que la diplomacia inglesa lleva a estos pueblos a los destinos prefijados en sus planes y los mantiene en ellos, las historias americanas y sus fenómenos sociales són narraciones absurdas en que los acontecimientos más graves explotan sin antecedentes y concluyen sin consecuencia. En ellas actúan arcángeles o demonios, pero no hombres. En su apreciable libro Glanz undEUndSüd America, el observador alemán Kasimir Edschmidt sintetiza de esta manera sus impresiones personales: «Nada es durable en este continente. Cuando tienen dictaduras quieren democracias. Cuando tienen democracia buscan dictaduras. Trabajan para imponer un orden, articularse, organizarse y configurarse, pero en definitiva, vuelven a combatir entre ellos. No pueden soportar a nadie sobre ellos. Si hubieran tenido un Cristo o un Napoleón lo hubieran aniquilado. La observación puede ser exacta, pero la explicación causal es desacertada. No se trata de un continente histérico. Se trata de un continente sistemáticamente desorganizado por las intrigas de la diplomacia que a toda costa quieren doblegarlo y anularlo. Se trata de un continente sostenido por tan altas miras y por una idea tan noble, que no desmaya en la obra de reconstruir los caminos que lo conducen al cumplimiento de su presentida misión. A la tenacidad destructiva de las codicias extranjeras, América opone con terquedad irreductible una confianza en sí misma inquebrantable. Los historiadores oficiales se ven en figurillas para dar una explicación razonable de sucesos que están cronológicamente concatenados, pero que sin la mención de las intrigas extranjeras son deshilvanados e inexplicables. No hablamos de esos textos plagados de fraudulencias con que los señores Levene y Vedia y Mitre envenenan la mentalidad tierna de los adolescentes. Tomemos un libro que debía llenar todos los requisitos de seriedad y fidelidad. Es un libro escrito por un militar para uso de militares. Es La Guerra del Paraguay del Teniente Coronel Juan Beverina. Según el comandante Beverina, la República Oriental del Uruguay es libre nada más que porque nos cansamos de defenderla. Oigamos esta monstruosidad. «La severa lección dada al Imperio de Brasil en Ituzaingo, 20 de febrero de 1827, lo alejaba momentáneamente de la Provincia Cisplatina. Pero el Gobierno argentino que, cansado de tanta lucha, quería la paz y la tranquilidad a todo trance, no trepidaba, un año más tarde, en conceder a la Banda Oriental su independencia.» ¡Un país que se cansa de defender sus fronteras! Este es el tipo de enseñanza que se imparte a nuestros oficiales. La historia oficial argentina es una obra de imaginación en que los hechos han sido consciente y deliberadamente deformados, falseados y concadenados de acuerdo a un plan preconcebido que tiende a disimular la obra de intriga cumplida por la diplomacia inglesa, promotora subterránea de los principales acontecimientos ocurridos en este continente.  La política inglesa que se caracteriza en la historia universal contemporánea por su egoísmo tenaz y por su habilidad implacable, se presenta ante nosotros, en los textos oficiales, animada por sentimientos tan inmaculadamente desinteresados que son más propios de santos que de seres humanos. La historia que nos enseñaron desde pequeños, la historia que nos inculcaron como una verdad que ya no se analiza, presupone que el territorio argentino flotaba beatíficamente en el seno de una materia angélica. No nos rodeaban ni avideces ni codicias extrañas. Todo lo malo que sucedía entre nosotros, entre nosotros mismos se engendraba. Los procesos de absorción que ocurrieron en todas las épocas, del más pequeño por el más fuerte, del menos dotado por el más inteligente, no ocurrieron entre nosotros, de acuerdo a la historia oficial. Las luchas diplomáticas y sus arterías estuvieron ausentes de nuestras contiendas. Sólo tuvimos amigos en el orden internacional extra americano. Los conductores de más garra y de menos pudicia, los constructores de los imperios más grandes de que haya noticia, se amansaban milagrosamente en nuestra contigüidad y se avenían a trabajar sin retribución por nuestro propio bien. Canning fue nuestro amigo desinteresado. Palmerston y Guizot, también. Disraeü y Gladstone, nuestros protectores, casi. Las tentativas de conquista de 1806 y 1807 fueron errores de algunos marinos y guerreros que, al fin, nos fueron útiles al difundir ideas de libertad. Muy del gusto de los ingleses es, por ejemplo, la interpretación que con aire solemne hace de nuestra historia José Ingenieros, quien trata de resumir los conflictos argentinos como el resultado de la lucha de dos intereses domésticos: el latifundista tura! y el porteño aduanero. ¿Es que no hay un tercer factor obrando en la disidencia, por lo menos? ¡Qué fácil es, en cambio, la historia argentina, en la franqueza simplota deAlberdi, cuando éste confiesa que la invasión que Lavalle llevó en 1840 contra don Juan Manuel de Rosas, se hizo con dinero francés! El dinero francés fue lo importante, lo demás, lo secundario. Textualmente dice Alberdi en sus Escritos Postumos (tomo XV, pág. 505, edición de 1900): «Cuando los fondos estuvieron listos y la opinión preparada, el ejército se formó en un día». Para eludir la responsabilidad de los verdaderos instigadores, la historia argentina adopta ese aire de ficción en que los protagonistas se mueven sin relación con las duras realidades de esta vida. Las revoluciones se explican como simples explosiones pasionales y ocurren sin que nadie provea fondos, vituallas, municiones, armas, equipajes. El dinero no está presente en ellas, porque rastreando las huellas del dinero se puede llegar a descubrir a los principales movilizadores revolucionarios. Una historia construida con tales aberraciones es un magnífico retablo para formar el ámbito de ese ídolo insaciable que se denomina capital extranjero. Esa historia es la mayor inhibición que pesa sobre nosotros. La reconstrucción de la historia argentina es, por eso, urgencia ineludible e impostergable. Esta nueva historia nos mostrará que los llamados «capitales invertidos» no son más que el producto de la riqueza y del trabajo argentinos contabilizados a favor de Gran Bretaña. Cuando hablamos de textos oficiales nos referimos a los textos habituales en los colegios nacionales y en las escuelas normales, porque son ellos los que difunden un conocimiento que se asienta, finalmente, como sentimiento en las clases intelectuales dirigentes del país. A modo de ejemplo y para que el lector pueda luego deducir toda la culpable irrealidad de la historia argentina, en que la acción de la diplomacia inglesa ha sido disimulada o borrada por completo, vamos a analizar tres puntos básicos del decenio 1820-1830, que precede a la aparición de Rosas en el escenario público y que tantas semejanzas tiene con el decenio 1930-1940. En el transcurso de esos años, los ingleses crean un banco emisor para manejar discrecionalmente la economía de las Provincias Unidas, muy semejante en facultades y propósitos al actual Banco Central de la República. Nos endosan un empréstito ficticio con el que encadenan las finanzas locales y se aseguran bases comerciales y militares, seccionando a su entera voluntad el territorio del virreinato. La historia del primer empréstito argentino, la historia del Banco Nacional y la historia de la creación de la República Oriental del Uruguay, nos revelarán documentalmente algunas de las acciones nefastas para la salud colectiva acometidas por la diplomacia inglesa en el Río de la Plata.

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