Rosas

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sábado, 27 de junio de 2020

Juan Manuel de Rosas y la población Negra en la visión de un antirrosista

Por José María Ramos Mejía
Rosas era Presidente y Rey de todos los Tambores de la ciudad. Las negras celebraban su presencia en las grandes tenidas, con recep­ciones de gala y besamanos, con gritos que pertenecían a sus ritos religiosos, saludos y piruetas que revelaban la desenfrenada alegría. Las excitaciones se van agru­pando como para aumentar su eficacia; la luz. el humo y el hedor de la carne en ebullición, el continuo provocar de la desnudez torácica, el espasmo de los brazos, las danzas de vientre con sus variadas y cínicas localizaciones abdo­minales, acaban de enloquecer a la negrada.  Es un tango infernal, y peculiar de ellos, el que se baila y que se inicia con un ¡Viva el Restaurador! ¡Viva la Federación entonado por el negro más ladino y de mejor pulmón. Es el baile más lascivo que conoce la co­reografía de las razas primitivas. Su localiza­ción, sin dejar de ser dorsal como la flamenca, desciende hasta hacerse postero pelviana. El juego de caderas se generaliza a «con­tracciones abdominales que lo aproximan a la danza de vientre y la representación total es un simulacro erótico». 
Parecían sibilas de algún antiguo culto lúbrico y sangriento. Las fiestas tenían lugar desde el día de Natividad, 25 de diciembre hasta el de Reyes, el 6 de enero.  Al lado de la negra obesa, montaña de fuerza y de lujuria, existía la de matices menos subidos y tolerantes, las negras Venus esbeltas, que el candombe ofre­cía a las familias para el servicio doméstico, entonces múltiple y variadísimo.  Para explicarse esta influencia de las muje­res plebeyas de color, la razón consistía en que eran agentes de averiguación íntima, es menes­ter decir que ella constituía una pieza impor­tante en el mecanismo del viejo hogar. Y como estaba tan íntimamente arraigada en él, la trai­ción podía producir efectos tan seguros como desastrosos.  Pero la mulata era aún más peligrosa que la negra pura. Generalmente nacida en la casa, y procedente de alguna morena en­cariñada con los niños o tolerante con los amos mayores, solía contar con toda la benevolencia del ambiente. Vivaracha e insinuante, disponía de halagos que brindar para apoderarse de los secretos y complicar la infidelidad conyugal, de que Rosas sacaba discretamente buen provecho político. La confidencia iba a la madre de esta, al oído de la ama mayor, y de allí adonde correspondiera para la final ejecución «del castigo o la simple amonestación preven­tiva.  La fidelidad de la negra madre no tenía más que un deber imprescindible: el de ser consecuente y grata al amo grande. Cuando el conflicto entre dos cariños, el de aquel y el del hogar en donde había nacido, surgía en el turbio espíritu, la solución se buscaba en la mentira, cuya comprobación costaba azotes o el destierro a Bahía-Blanca, o en la alteración de los datos para no hacer graves denuncias.  Por la equidistancia en que la colocaba el cruzamiento, la mulata se insinuaba más ínti­mamente en el corazón, no sólo de los varones sino de las niñas siempre ingenuas. Creía tener derechos que las negras nunca se atrevieron a reclamar. Mientras que ésta no pasaba general­mente del «tercer patío» en el desempeño de sus humildes oficios, aquella era dueña de la casa: abría las gabelas, registraba los cajones con franca insolencia y hasta conocía los no muy recónditos secretos de aquellas viejas casas. Como dije antes, el mundo entero de la vagabundez y de la delincuencia urbana, su­frió un verdadero drenaje con el reclutamiento militar hasta en las mismas mujeres de la plebe. 
Dice Sarmiento que la población de color, en su parte femenina, constituía para Rosas, un poder formidable. La influencia de todas ellas, sobre las mujeres de la familia del amo federal que las manejaban y les distribuían el servicio político, era enorme. Un joven sanjuanino, agrega el autor de  Ci­vilización y Barbarie, estaba en Buenos-Aires cuando Lavalle llegó a Merlo en 1840. Había pena de la vida para el que saliese del recinto de la ciudad. «Una negra vieja, que en otro tiempo pertenecía a su familia y fue vendida después en Buenos Aires, lo reconoce; sabe que está detenido y le dice: amito, como no me ha­bía avisado, en el momento voy a conseguirle pasaporte. ¿Tú? Yo, amito, la señorita Manuelita no me lo negará». Un cuarto de hora des­pués, la negra volvía con el pasaporte firmado por Rosas con orden a las partidas de dejarlo salir sin molestarlo.  Como se comprenderá fácilmente, esta ­adhesión no fue en todas las mujeres tan plató­nica y oficiosa. El dinero corría en abundancia bajo la forma de generosas propinas y de pre­mios.  La sirvienta «que delataba a sus patrones, obtenía la liber­tad si era esclava, crecidas recompensas, si libre».  La plebe femenina, negra, inculta, pendenciera y en demo­crática rebeldía contra la aristocracia de los patrones, oprimidos a su vez, había llegado a constituir, en el suburbio, pequeñas republiquetas autónomas y libres en donde la policía tenía que entrar, algunas veces, a palos para poner orden. Bueno era que sirvieran devota­mente a la federación, retribuyendo así a la Santa sus servicios libertadores, pero también era preciso que guardaran los respetos debi­dos al sueño y pudor de los buenos vecinos, cuyas familias solían ser poco respetadas por el desborde de la prostitución ebria y en re­beldía.  Ensoberbecidas con la protección de Rosas, se le animaban demasiado a la autori­dad de la gente aristocrática, culta y unitaria-

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