Rosas

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martes, 26 de septiembre de 2023

El libro de Fermín Chávez que la Academia no leyó (y van…)

Por Facundo Di Vincenzo
Un odio que enceguece: la historiografía académica y el estudio de “lo popular”.  Ariel De la Fuente es historiador. Hace doce años publicó el libro Los hijos de Facundo. Caudillos y montoneras en la provincia de La Rioja durante el proceso de formación del Estado nacional argentino (1853-1870). Como lo señala su título, se ocupa principalmente de estudiar la relación entre los caudillos y los sectores populares en La Rioja. Inevitablemente debió hablar para ello de los líderes populares Facundo Quiroga, Ángel Vicente “El Chacho” Peñaloza y Felipe Varela.  De la Fuente comienza su libro con una serie de preguntas: ¿cómo entendían en realidad los gauchos su relación con los caudillos y la política en general? ¿Qué significaban unitarismo y federalismo para ellos? ¿Por qué se rebelaban? ¿Qué cosa especial había en Peñaloza y en otros caudillos que generaban semejantes lealtades y emociones? Las preguntas pueden resultar interesantes y hasta sorprendentes en algunos de los pasillos de la academia de Historia o en las laberínticas oficinas del último piso del edificio ubicado en Puan 480, en donde numerosos docentes e investigadores que pasaron por las aulas de carreras de grado, posgrado y posdoctorado no han leído –o han leído de reojo– los trabajos del llamado revisionismo histórico, corriente historiográfica que muchos de ellos detestan. ¿Por qué digo esto? Porque, mal que les pese a “los académicos”, las preguntas planteadas por De la Fuente ya han sido tratadas, estudiadas y –en algunos casos– respondidas por los historiadores del revisionismo histórico y de la izquierda nacional –estos últimos son otro grupo que la academia se encargó de correr del campo historiográfico, designándolos como “ensayos políticos” o “una historia de militantes”.  Por mencionar tan sólo algunos estudios que un buen investigador puede encontrar, están los libros de José Luis Busaniche: Estanislao López y el federalismo del litoral (editorial Cervantes, 1927); Fermín Chávez: Vida y muerte de López Jordán (Theoria, 1957); José María Rosa: La Guerra del Paraguay y las montoneras argentinas (A. Peña Lillo, 1964); Roberto Zalazar: El brigadier Ferré y el unitarismo porteño (Pampa y Cielo, 1964); Washington Reyes Abadie: Artigas y el federalismo en el Río de la Plata (De la Banda Oriental, 1966); Jorge Abelardo Ramos: “Las masas y las lanzas”, primer volumen de los cinco de Revolución y contrarrevolución en la Argentina (Amerindia, 1957); Norberto Galasso: Felipe Varela. Un caudillo latinoamericano (Cuadernos de Crisis, 1975); entre tantos otros. Además hay que destacar las publicaciones del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel Rosas, que se dedicó con su revista a diversos temas relacionados a los líderes populares entre los años 1939 y la actualidad.  Subrayo: desde hace al menos más de 50 años estos historiadores han estudiado la relación existente entre las masas de la población de la campaña y los llamados caudillos, que en la mayoría de la casos eran también gobernadores, generales, coroneles o brigadieres. A pesar de ello, De la Fuente desconoce o no quiere reconocer todos estos trabajos, y afirma en su libro: “Sin embargo, a pesar de la posición central de Facundo, Chacho y sus seguidores en la historia, la cultura y la política en la Argentina desde mediados del siglo XIX, no se ha realizado ningún estudio abarcador de los caudillos, las montoneras y la política en La Rioja, y sabemos muy poco de ellos más allá de los relatos políticamente sesgados y ficcionalizados que dejaron Sarmiento, Hernández y Gutiérrez”. Leo y releo esta afirmación de un libro que los historiadores deben leer como lectura obligatoria en las universidades argentinas, vale decir: un libro que es hoy referencia, que se toma como “un clásico” del periodo transcurrido entre 1810 y 1880. Leo y releo esta afirmación mientras tengo acá, al lado mío, las dos ediciones de Fermín Chávez, Vida del Chacho. Ángel Vicente Peñaloza, General de la Confederación, publicado por editorial Theoria en 1962 con 180 páginas, y una segunda edición en 1867 que contiene un apéndice documental de 83 páginas, en donde se reproducen las cartas del “Chacho” Peñaloza con Urquiza, Santiago Derqui, el coronel Ricardo Vera, José Hernández, Olegario Andrade, Juan Saá, entre tantos otros. Pienso en “la barbarie letrada”, aquella frase utilizada por Alberdi cuando atacaba a Sarmiento. Se me cruza otra frase, más conocida, del escritor uruguayo Eduardo Galeano, sobre la idea de quienes escribieron la historia. Dice el oriental: “Si la historia la escribieron los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia”.


Fermín Chávez y su Vida del Chacho

El libro de Chávez demuestra –siguiendo meticulosamente la vida y la trayectoria del “Chacho” Peñaloza– que, luego de la caída del gobierno federal de la Confederación Argentina en noviembre de 1861, la provincia de Buenos Aires con sus unitarios –porque también Buenos Aires tenía federales– comenzó de una forma violenta y brutal a exigir que las demás provincias le rindieran obediencia por su victoria militar en la Batalla de Pavón, en donde Mitre venció a la Confederación Argentina liderada por Urquiza. La victoria militar no se tradujo inmediatamente en victoria política de los unitarios ni de sus aliados en las provincias. Comenzó un largo periplo que incluyó batallas entre Buenos Aires y las provincias del interior, traiciones entre los aliados federales y una guerra infame que unió a los sectores liberales de las ciudades portuarias del Uruguay, el Imperio del Brasil y Buenos Aires, contra el Paraguay.   El autor además demuestra cómo en los llamados “letrados” argentinos contemporáneos al “Chacho” –Mitre, Sarmiento, Fidel López, Echeverría– primó el desprecio por el gaucho y por el indio, secundado por una postura despectiva hacia la tradición católica y española. Los gauchos y los indios fueron rápidamente utilizados para llenar la línea evolutiva que estos académicos y científicos tomaban de Europa. Hacia fines del siglo XIX Sarmiento traía el darwinismo social decimonónico al Río de la Plata y juzgaba con la vara europea a los pobladores del territorio. La barbarie –expresada en el Facundo o civilización y barbarie (1845) y en la Historia de Belgrano (1857) de Mitre– caía sobre los gauchos y los indios que le dieron la independencia a estas tierras. Estas teorías llegaban como una fuente infinita de justificaciones, pero también como una fuerza puesta a motorizar un proceso ya iniciado de enajenación de tierras a los gauchos e indios, y de intervención militar y política de la ciudad puerto sobre el interior.  Paradoja del tiempo quizás, los letrados modernos y posmodernos argentinos sostuvieron lo que decían estos letrados del siglo XIX. Muchos de ellos no pueden o no quieren aceptar que el pueblo haya podido elegir, seguir y luchar junto a líderes populares como Peñaloza, Quiroga o Varela. Se les hace un nudo en la garganta. Se les paralizan los dedos y parece que no pueden escribir cuando se cruzan con documentos que hablen sobre la relación que existía, existe y existirá entre la política y el pueblo. Siguiendo a Mitre, como hace más de cien años traducen en lenguaje liberal esta relación y hablan de manipulación, caudillismo o populismo. Para ellos, la política o la democracia pasaban por la ciudadanía. Ahora bien, ¿cómo era esa ciudadanía? Cuando se habla de los derechos políticos durante el siglo XIX estos autores en general se detienen en las elecciones. Pero estas elecciones se realizaban sin la existencia de derechos civiles –libertad de opinión, difusión, organización y manifestación– y sin derechos sociales –derecho a la educación, al trabajo, al salario justo, a la salud, a la jubilación, a la libre elección e igualdad, garantizando a todos un nivel aceptable de bienestar. En consecuencia, esas elecciones y esos derechos políticos tenían un alcance muy limitado: estaban vacíos en su contenido, sirviendo más para justificar a los gobiernos que para representar a sus ciudadanos. A pesar de todo, hace pocos años la historiografía académica comenzó a realizar estudios de los llamados “sectores populares”. ¿Cómo fue posible este giro? Porque tomaron la tradición de estudios populares surgida en Europa –sí, eso también lo vieron primero en Europa– con los estudios culturales de la escuela de los Annales de Lefebvre y Bloch; o de la historia popular de las revueltas y revoluciones en Gran Bretaña de los ingleses E.P. Thompson, Rodney Hilton y Christopher Hill; las investigaciones del historiador francés Roland Mousnier; o las microscópicas búsquedas del italiano Carlo Ginzburg. De estos trabajos rescato tan sólo a un puñado de interesantes exploraciones y estudios surgidos en la década del ochenta: hablo de Raúl Fradkin, Samuel Amaral, Carlos Mayo, Raúl Mandrini, Ricardo Salvatore, o de algunos de sus discípulos o autores y autoras que han realizado buenos trabajos, como el caso de Diego Santilli, Gabriel Di Meglio, Ana Frega, Beatriz Bragoni y Gustavo Paz. Subrayo: estos autores y autoras no reconocen la tradición de estudios de los sectores populares desarrollados por el revisionismo histórico ni por la izquierda nacional, sino que retoman la tradición de las escuelas de Francia y Gran Bretaña, con los problemas inevitables asociados a toda reproducción.  En un siglo XIX marcado por las presiones de las potencias europeas, vale decir, atravesado por la conformación de un orden neocolonial –como lo señala uno de los intocables de los académicos, como Tulio Halperin Donghi–, resulta irrisorio desatender los efectos de los intereses de los imperios británico, francés u holandés sobre la política del Río de la Plata. Resulta incomprensible que no vinculen dichos intereses con las perspectivas de los líderes de las facciones en pugna, o que no se explore sobre los efectos causados en la economía de los sectores populares. En definitiva, que no se pregunten: ¿cuánto benefició –si es que benefició– la política económica liberal propuesta por las potencias europeas a los pobladores de la región del Rio de la Plata? Y estrechamente relacionada con esta pregunta: ¿qué relación tuvieron estas transformaciones con las luchas entre los diferentes sectores durante el siglo XIX? En la mayoría de estos trabajos no se profundiza sobre la ligazón –necesaria e imprescindible– con la política económica o, peor aún, no se excava sobre los distintos proyectos alternativos. En consecuencia, se hace imposible ligar la política con la historia política de los pueblos, con sus economías y efectos: comercio de artesanías, circuitos económicos legales e ilegales, tenencias de la tierra, etcétera. Observo que cuando en la historiografía se habla del pueblo, no se habla de economía o política, sino que se lo encasilla como “historia social”, “literatura criolla” o “vida cotidiana” del siglo XIX. En síntesis, cuando aparece el contenido político sólo se lo menciona ligado a los proyectos de los letrados (Mitre, Sarmiento, Alberdi), descartando los proyectos de los llamados “caudillos”.   Con más de cien años de historia, es momento de reconocer que la historiografía académica tiene una tradición que ha afectado los modos de explorar, investigar o –como nos gusta decir a los historiadores– de “hacer historia”. No basta con cursar materias de grado y posgrado sobre la historia de nuestra historiografía. Encuentro la necesidad –más bien, la urgencia– de reconocer su tradición liberal, afrancesada y anticatólica. Una tradición que ha imposibilitado el acercamiento al folklore y a nuestro pasado católico, criollo, gaucho, negro e indígena. La historia ha dejado esa tarea al costado y con ello ha perdido la historia del pueblo que vivió el siglo XIX.

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