Rosas

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viernes, 1 de septiembre de 2023

Las dos caras del "León de Riobamba", de héroe de la Emancipación a fusilador y responsable del comienzo de la Guerra Civil Argentina.

Por el Dr. Julio R. Otaño
“Todo estaba en su mano y lo ha perdido/ Lavalle, es una espada sin cabeza”. Esteban Echeverría.  juan Galo Lavalle nació en Buenos Aires el 17 de octubre de 1797. Era el cuarto hijo de Manuel José de la Valle y Mercedes González. Lavalle ingresó como cadete en el Regimiento de Granaderos a Caballo en 1812. La influencia del General San Martín en la modelación espiritual de los jóvenes oficiales habría de ser de decisiva gravitación. 19 generales salieron de sus filas, sus escuadrones lucharon en San Lorenzo, Montevideo, Tucumán, Chacabuco, Talcahuano, Maipú, Río Bamba y Ayacucho. En 1816, con su regimiento, ingresó al Ejército de los Andes que San Martín preparaba en Mendoza. En Chacabuco fue ascendido a capitán. En Maipú mandó una compañía de Granaderos que con los regimientos de Zapiola y Freire pusieron fuera de combate a la caballería realista. En Nazca, Perú, el 15 de octubre de 1820, al frente de la caballería patriota avanzó a todo galope sobre el campo realista, causando una completa sorpresa. EL 21 de abril de 1822, se convierte en el León de RíoBamba. Intervino en Pichincha, en el desastre de Torata y en la retirada de Moquegua, donde con 300 Granaderos contuvo a un ejército varias veces superior. Juan Lavalle retornó a las Provincias Unidas y Allí trabajó codo con codo con Juan Manuel de Rosas, en la frontera sur. En febrero de 1826, Bernardino Rivadavia fue designado presidente de las Provincias Unidas, por una farsa de congreso dirigido por la Logia Unitaria y desconocido por las provincias. Juan Lavalle fue enviado a integrarse al ejército en la guerra con el Brasil, donde nuevamente se destacó por sus dotes militares. En febrero de 1827 venció a una columna de 1.200 hombres en Bacacay. En ltuzaingó, en audaz y calculaba maniobra, arrolló a las fuerzas del general Abreu, siendo ascendido a general.  El fracaso unitario facilitó la llegada a la gobernación de Buenos Aires del federal Manuel Dorrego, lo cual produjo una fuerte inquietud en el círculo oligárquico de la ciudad, que apoyaba al sistema unitario. El 1º de diciembre de 1828, un golpe de estado encabezado por el General Lavalle derrocó a Dorrego. Salvador María del Carril le escribía a Lavalle el 12 de diciembre de 1828: «La prisión del General Dorrego es una circunstancia desagradable, lo conozco; Prescindamos del corazón en este caso. La Ley es que una revolución es un juego de azar, en la que se gana la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. Nada queda en la República para un hombre de corazón.” La nefasta influencia de Del Carril se aprecia en esta carta de Lavalle a Brown: «Desde que emprendí esta obra, tomé la resolución de cortar la cabeza de la hidra…….y al sacrificar al coronel Dorrego, lo hago en la persuasión de que así lo exigen los intereses de un gran pueblo. Estoy seguro de que a nuestra vista no le quedará a vuestra excelencia la menor duda de que la existencia del coronel Dorrego y la tranquilidad de este país son incompatibles».  EL general Lavalle decide fusilar a Dorrego el 13 de diciembre. Lavalle para evitar toda reacción federal, impone el terror (ocultado por los escribas de la historia oficial liberal, que es totalmente “tuerta” al analiza esta época). El Pampero aconsejaba a Lavalle "degollar por lo menos cuatro mil federales”. Son tantos los crímenes ese año trágico, que 1829 es el único en la demografía de Buenos Aires donde las defunciones superaron a los nacimientos: hubo 4.658 muertes, cuando en 1827 fueron 1.904 y en 1828, 1.788. La expresión salvajes unitarios no fue antojadiza. Lavalle acaba por capitular con Rosas, a quien las circunstancias han convertido en jefe del partido federal porteño.  En 1839, con apoyo de los emigrados unitarios y de los franceses, pasó con una división a Entre Ríos, donde combatió con suerte varia. Derrotado por Echagüe en Sauce Grande, cruzó el Paraná en embarcaciones francesas y con 1.100 hombres estuvo en 15 días en Luján. Rosas había organizado un ejército de 12.000 hombres, y Lavalle, sin apoyo, se retiró, tomando a Santa Fe en setiembre de 1840. Perseguido por tres ejércitos, trató de reunirse con La Madrid. A marchas forzadas Oribe lo alcanzó el 28 de noviembre en Quebracho Herrado, en donde quedó liquidado el ejército de Lavalle. Trató de organizar la guerra de partidas. Fracasó y, con menos de 1.000 hombres para contener a los 5.000 de Aldao, se dirigió a Chilecito, tratando de atraer sobre él a los federales, dando así tiempo a La Madrid para organizarse en Tucumán. Lo consiguó por algunos meses, y el 10 de junio de 1841, ante la proximidad de Aldao, buscó a La Madrid en Catamarca. Pasó luego a Tucumán, uniéndose a Marco Avellaneda, gobernador allí desde marzo de 1841, marchando ambos a Salta. Oribe, desde Río Hondo, amagó entonces sobre Tucumán. Marco Avellaneda había sido el primero en iniciar el desbande, había ido con su fuga más pronto hacia la muerte, porque su misma escolta acabó por traicionarlo entregándolo a los federales. Lavalle, con un puñado de hombres, se dispuso a vender cara la derrota. En la noche del 19 de setiembre de 1841 cruzó el río Famaillá, amaneciendo formado en batalla a espaldas del enemigo.
Después de una hora de combate, el ejército de Lavalle se desbandó. La derrota de Famaillá concluyó con la coalición del norte, y Lavalle regresó a Salta, pensando aún en resistir. Su plan consistía en atraer a Oribe, alejarlo de su teatro principal de operaciones para que, en su ausencia, desarrollaran libremente su acción los generales Paz y La Madrid.  El general Juan Esteban Pedernera, dejo unas memorias muy interesantes “Han pasado más de 40 años de los hechos que voy a referir, y con todo siento gran pena en declarar hoy, libre de todo prejuicio, que a Lavalle se le había pasado el momento. No es lo mismo mandar que obedecer: una cosa es maniobrar con una Compañía, con un Escuadrón, con un Cuerpo de un arma combatiente, y otra cosa es mandar una División, y aún más difícil es organizar y mover un cuerpo de Ejército; y las dificultades son aún mayores si a esto se agregan los trabajos de la preparación de una campaña, en la que se deben tener presentes factores muy diversos y cada uno con sus menores detalles, cualquiera de los que desatendidos, fácilmente puede conducirnos a un terrible fracaso. Aquel «León que se debía tener en la jaula y soltarlo el día del combate» ya no era el mismo, ya no era el joven impetuoso y ágil de los tiempos pasados. Todo había cambiado: esa estrella se hallaba en el ocaso. La disciplina estaba olvidada en la tropa y no se guardó el respeto debido a los moradores de la campaña atravesada. Después del desastre, mientras nos dirigíamos a Jujuy, en una rinconada del río Juramento, Lavalle sintió silbar las balas sobre su cabeza, pero las miraba tranquilamente con desprecio, pues jamás perdió ni decayó su valor legendario.” En Salta abandonarían a Lavalle sus viejos compañeros, los comandantes Ocampo y Hornos ya resueltos a cruzar el Chaco e ir a Corrientes para ponerse a las órdenes de Paz. Fue el “sálvese quien pueda” para los unitarios de Salta. El poderoso Ejército Libertador había quedado reducido a doscientos hombres: Lavalle dejaba Salta para intentar una imposible resistencia en las quebradas de Jujuy. Lavalle no quería dejar la guerra mientras Paz luchaba en Corrientes y Lamadrid en Mendoza (nada sabía, nada supo jamás de la completa derrota de éste en Rodeo del Medio): “debemos de ser los últimos en abandonar la tierra Argentina” Cabalgaba triste y abatido al frente a sus hombres, que no llegaban a 200. Estaba enfermo de paludismo y lo atacaban vómitos de sangre que los provocaba el polvo de corteza de quina que tomaba para esa enfermedad. La tradición oral asegura que lo acompañaba Damasita Boedo, una joven de 23 años de ojos azules que había abandonado el hogar federal solo para seguirlo. Era sobrina de Mariano Boedo, congresista de Tucumán y su hermano, el coronel federal José Francisco Boedo, había sido fusilado en Campo Santo por orden del propio Lavalle. Se piensa que decidió acompañar al general solo para encontrar la oportunidad de vengar la muerte de su hermano pero que terminó enamorándose de él. Llega a Jujuy, Un centinela quedó en el portón de entrada. En las habitaciones se alojaron Frías y Lacasa y en el patio los soldados. Luego de la sala había otra habitación, que fue la que ocupó Lavalle. En el amanecer del 9 de octubre, el centinela sorprendió con un “quién vive” a una partida al mando del teniente coronel Fortunato Blanco. Eran cuatro tiradores y nueve lanceros. Al escuchar los gritos, el edecán Lacasa se asomó por la ventana. El jefe federal lo intimó a rendirse. Lacasa corrió hacia adentro gritando “¡Tiradores! ¡A las armas!”. Alertó a Lavalle de que los enemigos estaban frente a la casa. Cuando le dijeron que eran una veintena de paisanos, los tranquilizó. Mandó ensillar y se propuso abrirse paso. Lavalle no imaginó que en la calle un piquete de soldados enemigos, pie a tierra, apuntaban hacia la puerta. Y cuando cruzaba el primer patio hacia la calle, se produjo una descarga de fusiles. Fueron tres disparos contra la puerta, apuntando hacia la cerradura. Un proyectil que habría rebotado en el filo de la puerta o que ¿tal vez entró por el agujero de la cerradura? fue a dar a su garganta. Lavalle cayó al piso y trató de arrastrarse unos metros. Y quedó ahí. Sus acompañantes fugaron por los fondos de la casa. Su supuesto matador, José Bracho, entró a la casa, vio el cuerpo de Lavalle pero no lo reconoció. Volvió a salir para sumarse a buscar a los soldados que acampaban en las afueras. José María Rosa, el gran historiador revisionista, desarrolla una atrapante investigación sobre la muerte de Lavalle y contradice puntillosamente la versión oficial sobre la misma. En "El cóndor ciego" expone su análisis sobre las condiciones anímicas y políticas en las que Lavalle llegó a su hora suprema, y aventura su propia y sorprendente interpretación sobre lo ocurrido en la noche de Jujuy. Acosado por la culpa de sus desvíos Lavalle fue cayendo en un profundo estado depresivo. Pesaba sobre su alma el fusilamiento de Dorrego; también el haber conducido un ejército y matado compatriotas al servicio de los intereses de la logia de notables con el pretexto de luchar por la "libertad" (auxiliado por el Imperio Francés económica y bélicamente). Pero Lavalle, tan pronto ingresa al territorio argentino advierte que, a despecho de lo que le decía la Comisión Argentina en Montevideo, la opinión pública era favorable a Rosas y no iba a acompañar revolución alguna. Esta comprobación, el recuerdo de Dorrego y la humillación del dinero francés le atravesaron el alma. Fue por todo ello que, finalmente, en la jujeña casa de Zenarruza, el cóndor ciego plegó las alas y se dejó caer hacia la muerte, suicidándose. En el patio quedó el cuerpo del general, con su cabello rubio, rizado, barba larga y canosa. Sus ojos azules estaban abiertos. Sus soldados rescataron su cuerpo. Un grupo fue hasta la casa, donde muchos curiosos se habían acercado para contemplar al muerto. Le quitaron las botas, le taparon el rostro con un lienzo y lo subieron a un caballo, con la cabeza y los brazos colgando hacia un lado y las piernas al otro. Lo taparon con un poncho azul y se fueron del pueblo. Para evitar que su cadáver fuera profanado, sus compañeros de armas, al mando del general Juan Esteban Pedernera, decidieron proteger sus restos.
El trágico cortejo, acechado y perseguido, esquivando y burlando a sus enemigos. Al cadáver lo subieron al tordillo de pelea de su jefe y lo cubrieron con la bandera argentina que las damas de Montevideo habían bordado. Con esa bandera soñaba Lavalle entrar un día a Buenos Aires. Sus restos comenzaron a descomponerse y el calor contribuyo a eso... Había que salvar lo que se podía salvar... Danel era un francés que había perdido un ojo -se lo conocía como “el tuerto”- y además de militar había estudiado medicina en su país. Llegó al Río de la Plata en la campaña de reclutamiento que hizo Bernardino Rivadavia para incorporar a oficiales europeos experimentados al ejército. En un rancho ocupado por la familia Salas pidió un cuero y salmuera, y solo con su cuchillo emprendió la tarea. Fue a orillas del arroyo Huancalera y mientras separaba carne y vísceras, el cabo Segundo Luna lavaba los huesos que acomodó en una caja con arena fina. La cabeza fue envuelta en un pañuelo blanco y su corazón fue puesto en un frasco con aguardiente. El 23 la urna con sus huesos, la cabeza y el corazón fueron sepultados en la catedral de Potosí. El general Oribe mandó una partida a perseguirlos. Quería el cadáver de Lavalle para hacerse del trofeo más preciado, su cabeza. Un mes después de su muerte, la noticia se supo en Buenos Aires y Rosas dispuso salvas de cañones disparados desde el Fuerte, repique de campanas de las iglesias y muchos vivas a la santa federación. El soldado José Bracho, el que dijo que lo había matado, tuvo su premio. Era un pardo soltero que vivía en Buenos Aires, en el barrio de La Piedad. El 13 de noviembre de 1842 Rosas lo declaró benemérito de la Patria en grado heroico, teniente de caballería de línea, con goce de 300 pesos mensuales y 3 leguas cuadradas de terreno, 600 cabezas de ganado vacuno y 1000 lanares. Rosas dispuso que el arma que usó fuera al museo de la ciudad, y no se sabe qué pasó con ella. Dicen que Damasita Boedo no pudo o no quiso regresar a su hogar. Vivió en distintas ciudades de Bolivia, Perú y Ecuador y cuando conoció a Guillermo Billinghurst, ministro peruano, fueron a vivir juntos a Chile. Finalmente regresó a Salta donde falleció el 5 de septiembre de 1880. Se fue con su historia de misterios, que comenzó cuando una bala -vaya uno a saber cómo- atravesó una puerta y mató a un general enfermo, triste y derrotado. El 19 de enero de 1861 fueron inhumados en el Cementerio de la Recoleta
. Desde abril de 1918 sus restos descansan en su mausoleo en la parte final del cementerio, decorado con una escultura de bronce de un granadero, obra del escultor Luis Perlotti

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