Por José María Rosa
El gran instrumento para desargentinizar la Argentina y hacer de la Patria de la Independencia y la Restauración la colonia felíz del 80 había sido la falsificación de la Historia.
No bastaba con la caída de Rosas ni con las masacres que siguieron a Pavón. Era necesario dotar a la nueva Argentina de una conciencia compatible con el dominio de una clase y el tutelaje foráneo. La patria ya no sería la tierra, o los hombres, o la tradición sino las instituciones copiadas, la libertad restringida, la civilización ajena.
Pero nuestra historia era el relato del nacimiento, formación y defensa de una nacionalidad. Había en ella -como en toda historia nacional- emoción de pueblo, gestos de conductores, coraje de auténticos patricios.
Por eso la preocupación primera de los hombres de Caseros, aun antes de la Constitución a copiar y los extranjeros para poblar, fue la falsificación del pasado: dotar a los argentinos de una historia "arreglada" (la palabra es de Alberdi), de "mentiras a designio" (la frase es de Sarmiento) que enalteciera la civilización ajena en perjuicio de la barbarie nativa.
Se amañó el pasado. Se adaptó (como en toda América) la leyenda negra de la conquista española: Juan María Gutiérrez, el rector de la universidad de Buenos Aires, hablaría de los crueles conquistadores y lujuriosos frailes que España nos mandó para nuestro mal. Se mostró a la Revolución de Mayo como un complot de doctores ansiosos de libertad de comercio y constituciones escritas; para llevar sus beneficios fueron Belgrano al Paraguay y San Martín a Chile y el Perú. No había tierra ni tradiciones; nada de eclosión turbulenta y magnífica de un pueblo que brega por su independencia; todo pasaba en una sola clase social; todo ocurría por móviles extranacionales. Don Bernardino Rivadavia, de vinculaciones con empresas británicas, que gobernó de espaldas a la realidad, dislocó el antiguo virreinato en cuatro porciones insoldables, e hizo dictar en horas de guerra internacional una constitución que levantó contra su gobierno a todo el país, fue presentado como el Grande Prócer de la Argentina.
El arreglo resultó fácil hasta los tiempos de Rivadavia, porque la "leyenda negra" había sido preparada por los enemigos de España retaceando y tergiversando auténticos materiales españoles, y la concepción minoritaria y extranjerizante de la Revolución existió realmente, sino en los patricios de 1810, en los mayos de 1838. Era cuestión entonces de ocultar la presencia del pueblo en las jornadas de 1810, en el grito de Asencia, en la noche del 5 al 6 de abril, y negarlo como montonera cuando irrumpió en el litoral llegando a la plaza de la Victoria en febrero de 1820. Se llamó anarquistas a los conductores de ese pueblo con Artigas a la cabeza, y se calificó de próceres a quienes buscaban por Europa el dominio extranjero que asegurase el dominio de su clase. San Martín y Belgrano no fueron como hombres de pensamiento político definido, ni expuestas sus opiniones sobre las cosas y la gente de la tierra, sino como héroes de alto, pero único, valor militar.
Con esos materiales se podía fabricar la historia de la primera década independiente, y avanzar en la segunda hasta el fracaso de Rivadavia en 1827 "por las ambiciones y barbarie de los caudillos". Fue lo que hicieron Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. Aquél en la Historia de Belgrano y la independencia argenta con alcance a la muerte del héroe epónimo en 1820; y éste en la Historia de la revolución argentina que llegaba hasta los tiempos de Dorrego en 1828.
No se podía avanzar más allá. Porque más allá estaba Rosas.
Y la época de Rosas era un problema.
Había una nacionalidad enfrentando las fuerzas poderosas de ultramar, un pueblo patriota imponiendose a una minoría extranjerizada, un jefe de extraordinarias condiciones políticas venciendo a los interventores extranjeros y sus auxiliares nativos. Debía pasarse por alto la creación de la Confederación Argentina, el entusiasmo y participación populares y sobre todo la defensa de la soberanía contra las apetencias foráneas. No se podían separar los "ejércitos libertadores" ni las "asociaciones de Mayo" de las intervenciones foráneas y su fondo de reptiles, ni disimular el cañón de Obligado, ni la victoria de los tratados de Southern y Lepredour, ni la derrota por Brasil cuando el Imperio adquirió al general (y con el general, el ejército) encargado de llevarle la guerra.
No. A la época de Rosas debía borrarsela de la historia argentina, negarla en bloque, condenarla sin juicio: tiranía y nada más.
Lo dijeron en claras palabras los legisladores que condenaron a Rosas como reo de lesa Patria. No lo hicieron porque así lo sintieran. Lo hicieron con la esperanza de que un fallo solemne impidiera una posterior investigación de carácter histórico por el argumento curial de la cosa juzgada. Lo dijo el diputado Emilio Agrelo. ("No podemos dejar el juicio de Rosas a la historia ¿qué dirán las generaciones venideras cuando sepan que el almirante Brown lo sirvió? ¿que el general San Martín le hizo donación de su espada? ¿que grandes y poderosas naciones se inclinaron ante su voluntad? No, señores diputados. Debemos condenar a Rosas, y condenarlo con términos tales que nadie quiera intentar mañana su defensa"). Absurdo, pero así fue.
Para la enseñanza primaria y secundaria bastaba rellenar los años posteriores a 1829 con los cargos contra Rosas de los escritores unitarios al servicio de los interventores europeos. Pues como Aberdeen, Guizot y Thiers necesitaran presentar su empresa colonial como una cruzada de la Civilización contra la Barbarie (como se presentan en todos los tiempos, todas las empresas coloniales de todos los imperialismos), existía una abundante literatura de horrores cometidos por Rosas, que iban desde el incesto con su hija a la venta de cabezas de unitarios como duraznos por las calles de Buenos Aires, pasando por rostros adobados con vinagre y orejas ensartadas en alambres que adornaban su salón de Palermo.
La presentación del monstruo, que tanto había impresionado a la clientela burguesa de Le constitutionelle de Thiers, hasta arrancarle un apoyo a las intervenciones que llevarían la civilización a los sauvages sudamericains (no ocurrió lo mismo en Inglaterra, pese al Manchester Guardían y a los discursos de Peel, tal vez por el mayor sentido común de los británicos) serviría ahora para adoctrinar a los niños argentinos en el horror al "tirano" y la repudio a sus "secuaces". Todo lo que pudo servir contra Rosas (Tablas de sangre, novelas como Amalia, poesías condenatorias, alegatos de resentidos, chismes de comadres) fue vertido en dosis educativas en los libros de texto como definición de la "tiranía". Contra ella los auxiliares del imperialismo lucharon veinte años con patriótico desinterés, pues el Catecismo de la Nueva Argentina presentaba un gran demonio rojo –Rosas– perseguido sin tregua por unos ángeles celestes. Finalmente el Bien se imponía sobre el Mal como debe ocurrir en todos los relatos morales.
En la Universidad el cuadro variaba. Rosas seguía siendo el monstruo y sus enemigos los hombres de bien; pero su mayor crimen había sido postergar con argumentos fútiles por veinte años la ansiada constitución -objeto exclusivo de la revolución de Mayo– hasta caer por uno de sus tenientes (Urquiza) convertido oportunamente al constitucionalismo y la libertad. Llegó entonces la Constitución de 1853; pero como Urquiza tenía resabios federales debió esperarse hasta su derrota en Pavón para que los goces de la libertad se extendieran por toda la Argentina. El 12 de octubre de 1862, con la asunción de la presidencia por Mitre, se detenía "la historia". Más allá no había nada importante (fuera del corto epílogo del Paraguay para abatir a otro "tirano" monstruoso en beneficio de su pueblo oprimido) y solamente se registraba una galería de presidentes con fechas de su ingreso y egreso y alguna frase final sobre "los grandes destinos". Era cierto, certísimo que más allá de Caseros no había historia: las colonias felices, como las mujeres honestas, carecen de historia.
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