Por Enrique Manson
Puente Internacional San Roque González de Santa Cruz
Posadas-Encarnación
En diciembre de 2007, un día antes de asumir la presidencia de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner conmovió a los presidentes latinoamericanos con palabras referidas a la constitución de un nuevo instrumento financiero destinado a reforzar la soberanía regional: el Banco del Sur. Lo que los conmovió no fue un concepto económico. Fue el reconocimiento de una de las más graves –tal vez la más grave- de las culpas que arrastra el Estado Argentino.
La presidenta electa reconoció, ante el presidente paraguayo, Nicanor Duarte Frutos, la vigencia de la más antiamericana de las guerras: la que la llamada Triple Alianza, llevó adelante contra el heroico Paraguay del mariscal Francisco Solano López.
No han faltado los historiadores que rebautizaran como Triple Infamia a esa guerra fratricida. A esa guerra en que los ejércitos aliados estaban compuestos por afrobrasileños, a los que se les prometía quitar las cadenas de la esclavitud si regresaban con vida, y por argentinos que llegaban a los campos de reclutamiento acompañados de remitos como aquel conocido de “le mando cien voluntarios. Devuélvame las maneas.”
Esos gauchos no llegaban maneados por temor a pelear, por cobardía. Bien los expresaba don Ricardo López Jordán al exigir a Urquiza que abandonara la alianza espuria que lo ataba por los compromisos secretos con el mitrismo y los dineros públicos recibidos, una vez más, del Imperio esclavista: "Usted nos llama para combatir al Paraguay. Nunca, general, ese pueblo es nuestro amigo.”
El Paraguay de López había construido el primer ferrocarril, y el primer telégrafo del continente. Sin embargo, las oligarquías vecinas lo consideraban un pueblo bárbaro que había que civilizar, alentadas por el Imperio Británico.
Así se produjo la masacre. Cinco años después no estaba el tirano López en Asunción, pero tampoco había ferrocarriles, ni telégrafos. Tampoco había Paraguay, al decir de Carlos Guido y Spano:
Llora, llora, urutaú
en las ramas del yatay.
Ya no existe el Paraguay
donde nací, como tu.
Llora, llora, urutaú
Don Hipólito Yrigoyen canceló durante su presidencia la inicua deuda de guerra con que se había condenado al vencido. Juan Perón, devolvió en 1954 los trofeos obtenidos con el derramamiento de sangre hermana. Cristina Fernández pidió perdón al pueblo paraguayo en 2007.
Sin embargo, poco ha cambiado en la nomenclatura de las calles de las ciudades argentinas.
Una reciente iniciativa propone reemplazar los nombres que evoquen batallas libradas en guerras civiles. Tal vez haya llegado la hora de que los nombres vergonzosos de Caseros y Pavón, en que se derramó sangre de hermanos, sean justicieramente sustituidos.
Con más razón, cuando se trate de nombres que ofenden, con recuerdos ignominiosos, la hermandad que está construyendo nuestro continente. ¡Como verían San Martín y Bolívar tales nombres que son la negación misma de su sueño de integración!
Nos resignamos a que el nombre del general que sólo ganó en Pavón, porque el enemigo le regaló la victoria, y el que apenas ha quedado victorioso en la llamada “guerra de policía”, en la que -si comparamos la población de entonces con la de 1976- se asesinó a muchos más que 30.000 argentinos, sobreviva en calles menores.
Pero es la negación misma de lo hecho por Hipólito Yrigoyen, por Juan Perón y por Cristina Kirchner, el que la avenida que lleva al puente que une nuestra Posadas, capital de Misiones, con Encarnación en el Paraguay lleve el nombre de Bartolomé Mitre.
¿No ha llegado la hora de reemplazar esa denominación ofensiva por una que haga referencia a la Hermandad de los Pueblos Suramericanos?
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