Por Lucio V. Mansilla
Nuestro postulado es que no se puede escribir, ni ensayando , la historia de una época representada por un hombre en el que se concentran todos los poderes, los más formidables, como disponer de la vida, del honor, de la fortuna, de sus semejantes, sin buscar en sus antepasados, sino todo el misterio de su alma, algo así como la clave de algunos de sus rasgos prominentes, geniales; rasgos, que llegan a ser, en ciertos momentos, como un contagio, bajo la influencia de su extraña, complicada y poderosa ecuación personal.
Siendo un hecho observado que en el dominio de los sentimientos se operan variaciones espontáneas, útiles o perjudiciales, no se puede negar entonces que esas variaciones representan un papel notable en lo que llamaremos la evolución del sentimiento moral, según los principios de la ética y los fenómenos de atavismo.
Es una ley de subhumana justicia que cada individuo ha de experimentar los beneficios y los perjuicios de su propia naturaleza, con todas sus consecuencias, piensan los grandes sociólogos. Soy de su opinión. Pero sostengo que teniendo, como tenemos, dentro de nosotros mismos un poder que se llama la voluntad , somos susceptibles resistiendo a las "presiones ambientes" de transformarnos y de transformar a los otros en el sentido del bien común. "La sociedad existe en beneficio de sus miembros; no sus miembros en beneficio de la sociedad". De ahí, pues, la necesidad de establecer ciertos antecedentes, tratándose de personajes representativos, decir por ejemplo: quiénes fueron sus padres, cuál era su posición social, cómo los educaron, cuál era su temperamento, qué gustos tenían, qué cualidades, qué defectos.
Hay también que bosquejar a grandes rasgos el estado social, los usos y costumbres; hay que ver cómo se pensaba; cuáles eran las ideas, las preocupaciones anteriores a ese pasado histórico, y, naturalmente, las reinantes en el momento contemporáneo; hay que esbozar las transformaciones diversas operadas con más o menos lentitud, según el mayor o menor grado de cristalización de los espíritus, a fin de iluminar un tanto el escenario en que los personajes se mueven, siquiera con una débil luz; por último, hay que prefigurar lo mejor posible esos personajes.
Para explicarnos a Mahoma necesitamos conocer su nacimiento, su infancia, su juventud, sus amores, su vida apacible sin ambición. Carlyle nos lo muestra así; en sus Héroes, lo mismo que nos lo muestra a Cromwell, casado prematuramente, trabajando tranquilo en su granja. Los que meditan y trabajan son siempre llamados a prevalecer. "Lo espiritual es el alma de lo temporal". Por consiguiente, para comprender los actos necesitamos conocer las emociones íntimas que son los arietes de la acción.
Hecho todo eso, y sólo entonces, es posible arribar, con alguna imparcialidad, a fijar la parte de responsabilidad que en la obra del bien o del mal corresponde al pueblo, a la sociedad, a sus representantes, a los que lo acaudillan.
Todo otro criterio histórico es pueril.
Entender el presente es inquirir el pasado; y, bien conocido lo actual, la mirada reflexiva penetra en lo porvenir, a la manera que el lente maravilloso nos ayuda, revelándonos que lo invisible para el ojo desnudo es un mundo fecundo, en cuya atmósfera hay seres, formas, ideas para el sabio.
La familia de Rozas era colonial, noble de origen por ambas ramas, siendo más antigua la prosapia materna.
No revolveremos pergaminos. Nos lo prohíbe la índole de lo que en literatura se entiende por "ensayo", no con relación al autor, que puede haber producido mucho, sino referentemente al asunto.
Don León Ortiz de Rozas y doña Agustina López de Osornio representaban no sólo dos familias nobiliarias de distinto linaje, y alcurnia, sino dos naturalezas distintas.
Según doña Agustina, su marido era un plebeyo de origen. En sus disputas ella se lo hacía sentir. "¿Y tú quién eres? solía decirle. Un aventurero ennoblecido, por otro que tal (se refería a don Gonzalo de Córdoba, del cual fue soldado el primer Ortiz, diremos. Don León había sido capitán del Rey), mientras que yo desciendo de los duques de Normandía; y, mira, Rozas, si me apuras mucho, he de probarte que soy pariente de María Santísima".
Por lo demás ambos eran buenos cristianos, católicos, piadosos sin ser gente de mucho confesionario y se llevaban muy bien.
Don León era bondadoso, paciente, aunque de cuando en cuando tenía sus arranques, como más adelante se verá. Pero en el hogar, en la familia, en la administración de los cuantiosos bienes de la comunidad, no tenía voz ni mando. Vivía sano, contento, leyendo un poco, jugando al truco en su escritorio con algunos predilectos, haciendo versos de circunstancias, presidiendo la mesa con solemnidad, mesa en la que antes y después de comer se rezaba, dando gracias a Dios por no faltar el pan cotidiano.
Ese pan cotidiano era siempre abundante y suculento. Aunque llegaran de improviso los parientes y amigos que llegaren, siempre sobraba, lo suficiente para la numerosa servidumbre de tan larga familia. No había muchos adornos en la mesa, de cuando en cuando algunas flores. Vino se tomaba poco. Los niños no lo probaron. El lujo de doña Agustina consistía en la pulcritud del mantel y limpieza de los cubiertos de plata maciza. Nada de fuentes con tapa, todo estaba a la vista; "pocos platos, pero sanos, era su divisa, y que el que quiera repita". Así, solía decir: "Déjame, hija, de comer en casa de Marica (se refería a la célebre misia María Thompson de Mandeville) que allí todo se vuelve tapas lustrosas y cuatro papas a la inglesa, siendo lo único abundante su amabilidad. La quiero mucho, pero más quiero el estómago de Rozas".
Doña Agustina, por otra parte, no podía ocuparse más de lo que se ocupaba en su marido; lo cuidaba con esmero, ella misma le hacía el moño de los zapatos de paño negro, de lo más fino, y el nudo de la ancha blanca corbata; y, después de mirarse en la reluciente pechera de la camisa brillante como un espejo, le ponía con gracia el sombrero, alto de copa, y le presentaba el bastón de caña de junco con puño de oro, hecho lo cual don León salía a hacer sus visitas, después de la misa en San Juan o San Francisco, llevando los encargos, memorias y recuerdos de su consorte para los amigos y parientes.
Y doña Agustina daba a luz todos los años un descendiente rollizo bien conformado. El primer fruto de sus entrañas fue una niña que se llamó Gregoria, el segundo Juan Manuel. Ambos se enlazaron en la familia de los Ezcurra, gente de origen solariego, de lo mejor. Después vinieron dieciocho partos más, todos coronados por un éxito completo.
Aquí es el caso de consignar una circunstancia curiosa, sugestiva, interesante en extremo. La mayor parte de la guerra civil argentina ha girado alrededor de dos grandes ejes políticos: Rozas y Lavalle. Pues bien, estas dos familias eran íntimas; todos los Rozas tomaron leche del seno de una Lavalle, fecundísima como su amiga predilecta Agustina, y todos los Lavalle, leche del seno de ésta.
Otra peculiaridad. Todos los Lavalle y todos los Rozas han tenido el rostro bello, prevaleciendo los rubios sin mezcla. Y más aún, las mujeres han sido más inteligentes que los hombres, pareciéndose éstos por cierta afición a la vida rural y por ciertos caracteres muy acentuados de tenacidad en sus ideas y en sus propósitos.
Debemos agregar para que esta pincelada se complete, hasta cierto punto, que si las dos familias se combatieron jamás se odiaron; de modo que cuarenta años más tarde, muerto Lavalle en los confines de la patria después de su lucha desesperada y el dictador en el extranjero, los Lavalle y los Rozas sobrevivientes que han podido abrazarse lo han hecho con emoción, lo que prueba que la sangre era caliente, pero no maligna, sangre pura, sin mezcla, sangre verdaderamente colonial. Distinguimos así entre sangre de origen español y lo que después ha dado el producto criollo mestizo. Y distinguimos ex profeso; porque, valga lo que valiere nuestra teoría científica, asignamos suma importancia a los antecedentes etnológicos.
De lo dicho más arriba no debe deducirse que don León Ortiz de Rozas fuera un hombre adocenado, ni débil, hasta el punto de dejarse llevar de las narices por su consorte. No. Su aparente debilidad eran condescendencia y amor, mezclados con una gran confianza en las cualidades sólidas de su cara mitad, diligente, activa, movediza, trabajadora, ordenada, económica, caritativa, y a la vez imperiosa. En cuanto a su honestidad era proverbial. Jamás las malas lenguas la tildaron por ese lado. De ahí, sin duda, de ese conjunto de aptitudes y disposiciones, venía su espíritu autoritario, rayano a veces en la infalibilidad, puesto que cuando ella decía sí o no, así, y no de otro modo, tenía que ser.
Dos anécdotas de indiscutible autenticidad (para el autor) explicarán y comprobarán cómo es que había paz y concordia, en aquella casa, que era vasta, que tanta familia contenía, que poseía esclavos y que arrastraba coches enganchados o tirados por buenos caballos y mulas, lo que en aquellos tiempos era propio sólo de gente muy acaudalada.
Una noche, viviendo en la calle de la Defensa ahora, la casa está intacta, serían así como las dos de la mañana, se sintió ruido en las azoteas. Es de advertir que don León y doña Agustina tenían aposentos separados; criando ella casi siempre, no quería que su marido fuera turbado en su sueño. Sentir el ruido, poner el oído, pensar ¡ladrones! y llamar a una huérfana que la acompañaba, diciéndole "anda y cierra la puerta de Rozas no sea que oiga y que se moleste", fue todo uno. Encarnación, que así se llamaba la muchacha, obedeció callandito. Y doña Agustina se levantó, tomó de un rincón la vara de medir (en casi todas las casas la había), y, sin más armas, subió por una escalera del fondo y puso en fuga a dos pájaros que, en efecto, parecían dispuestos a descolgarse. Sólo al día siguiente se supo lo acontecido.
He ahí un rasgo característico de doña Agustina, que todos los viernes hacía enganchar el coche grande, guiado por un alto cochero mulato, excelente hombre, llamado Francisco, para irse por los suburbios a distribuir limosna entre los menesterosos reales y traerse a su casa, donde había una sala hospital, alguna enferma de lo más asqueroso, que colocaba en el coche al lado mismo de una de las hijas, la que estaba de turno, y a la cual le incumbía el cuidado de la desgraciada hasta el momento en que sanaba o el cielo disponía otra cosa.
Otro perfil completará su fisonomía enérgica. Su hijo estaba en armas, acaudillando huestes de la campaña: nos referimos al que fue dictador y al golpe de estado de Lavalle. El gobierno, las autoridades estaban en la ciudad. La policía mandó tomar los caballos y mulas de los particulares. Doña Agustina contestó que ella no tenía opinión, que no se metía en política; pero que siendo las bestias para combatir a su hijo no podía facilitarlas.
La policía insistió. A la tercera intimación la casa estaba cerrada: doña Agustina, hablando por la ventana con el comisario, le hizo comprender que todo era inútil, que si quería echar abajo las puertas las echara. Fue menester hacerlo, las órdenes eran perentorias, y se hizo: en el fondo, donde estaban las caballerizas, los caballos y las mulas yacían degollados. El comisario, hombre cortés, que tenía gran consideración por la señora, ante aquel espectáculo observó: "Misia Agustina..." y ella no dijo más que esto: "Mire, amigo, y ahora mande usted sacar eso, yo pagaré la multa por tener inmundicias en mi casa; yo, no lo haré".
En páginas subsiguientes hemos de ver otros casos de singular persistencia, entre la madre y el hijo, el dictador, y de conciencia firme en ella.
Vamos ahora con un acto de don León a demostrar que, en efecto y como lo dejamos dicho, su debilidad no era intrínseca.
La estancia en que veraneaban era el conocido Rincón de López, cerca de la boca del río Salado. El 1° de noviembre, las cosas pasaban todos los años así de igual manera, doña Agustina iba al escritorio de don León, y presentándole el sombrero y el bastón, le decía: "Dame el brazo", y salían y subían en la galera llegando a los tres o cuatro días a la estancia. Una vez allí, don León se metía en su escritorio y doña Agustina montaba a caballo, mandaba parar rodeo y tomaba cuenta y razón prolija de todo.
Una ocasión sucedió que don León le dijo a doña, Agustina: "Agustina, sabes que hace años que no visitamos la huerta, ¿quieres que demos un vistazo?" Curiosidad o deferencia, doña Agustina aceptó. Llegados a un poyo de granito, que hemos visto, se sentaron; estaba sobre la margen del río; don León, con modos de equívoca amabilidad, preguntó: "¿No es cierto Agustinita que yo te quiero mucho?" Doña Agustina, que como todos nuestros abuelos hacía el amor como si fuera una pontificación a horas fijas, viendo aquellos modos inusitados en verano, bajo los árboles, repuso apartándose: "Rozas, ¿por qué me faltas al respeto de esa manera?" "No es eso. No". Y sacando de la faltriquera unas cuerdas, le dijo: "¿Ves esto? pues es para probarte que el hombre es el hombre, que si te dejo gobernar no es por debilidad sino por el inmenso amor que te tengo, porque te creo fiel"; y dicho y hecho, la trincó y le aplicó suavemente unos cuantos chaguarazos, más simulados que fuertes, en cierta parte.
Doña Agustina no hizo resistencia, ni habló; don León la dejó en el sitio, salió triunfante de la huerta, y nunca jamás se volvió sobre el incidente, ni nada se alteró en el manejo de la casa y hacienda.
Así cuando el general Mansilla se casó con la hija menor de aquellos, doña Agustina (era muy camarada con don León, aunque hubiera bastante diferencia en las edades), don León le dijo: "Mire, amigo, aunque usted es viudo y ha de tener experiencia, le diré porque le quiero: creo que Agustinita es muy buena; pero puede ser que alguna vez necesite..." y le contó el caso. Agustinita no necesitó.
La casa de Rozas era muy visitada. Don León tenía sus relaciones; doña Agustina las suyas, estando ésta más o menos emparentada con las grandes familias de García Zúñiga, Anchorena, Arana, Llavallol, Aguirre, Pereyra, Arroyo, Sáenz, Ituarte, Peña, Trápani, Beláustegui, Costa, Espinosa y muchas otras.
Los López Osornio habían venido de España directamente al Río de la Plata; los Rozas, en parte lo mismo, y de Chile y el Perú a Buenos Aires, y algunos a Cuyo. Por esta razón, don León tenía menos parientes que su mujer. La intimidad de ésta con familias principales como las de Pueyrredón, Sáenz Valiente, Liniers, Rábago, Terrero y otras, era estrechísima. Las hijas de la dilecta matrona doña Magdalena Pueyrredón, Florentina, Juana y Dámasa, nacieron en sus brazos, como nacieron algunos de sus nietos, entre ellos el hombre político y jurisconsulto Eduardo Costa, de grata memoria; Necochea, Las Heras, Olavarría, Guido, Alvear, Olaguer Feliú, Balcarce, Saavedra, Pinedo, López, Maza, Rolón, Soler, Iriarte, Viamont, Alvarez y Tomas, Torres, Sáenz Peña, Larrazábal, Garretón, Irigoyen, Alzaga, Azcuénaga, Castro, Zapiola y otros de esa estirpe eran de la tertulia de Rozas. Y como sus hijas Gregoria, Andrea, María, Manuela, Mercedes, Agustina, se habían casado con hombres de pro, Ezcurra, Saguí, íntimo de Rivadavia, Baldez, Bond, médico norteamericano notable, y Rivera (descendiente de Atahualpa, el último inca del Perú sacrificado por Pizarro), que hizo sus estudios en Europa, siguiendo las cátedras de Dupuytrén -ya puede calcularse lo que sería aquella casa antes y después que Prudencio, hijo segundo de don León, se uniera a la familia burguesa de Almada, en primeras nupcias (Gervasio, el menor, no se casó), y Juan Manuel a doña Encarnación de Ezcurra.
La memoria que don León dejó entre los suyos y entre todos los que le conocieron fue la de un hombre sin reproche. En cuanto a doña Agustina, era algo más que simpatía, consideración y respeto lo que infundía. Había nacido para imponerse y dominar, y se imponía y dominaba. Sus hijos la amaban con delirio. Hemos oído a uno de sus vástagos decir repetidas veces esto: "Si mi madre tenía vicios, quiero parecerme a ella hasta en sus defectos".
Otro, Gervasio, contaba un día después de la caída de su hermano: "Juan Manuel me mandó una vez un oficio con este rótulo: Al señor coronel de milicias don Gervasio Rozas; lo devolví sin abrirlo, diciéndole al propio, que había hecho cuarenta leguas: No es para mí. Volvió cuatro días después. Dentro de un sobre para el señor don Gervasio Rozas venían los despachos. Contesté devolviéndolos de nuevo so pretexto de que el estado de mi salud no me permitía aceptar el honor que se me hacía". Y a guisa de comentario espontáneo, agregó: "Juan Manuel lo que quería era tenerme bajo sus órdenes como subalterno. No teniéndome siendo sólo lo que éramos -hermanos-, de miedo de madre no se habría atrevido a hacerme nada, sabiendo, como sabía, que yo no estaba del todo muy conforme con todos sus procederes".
Cuando don León pasó a mejor vida, doña Agustina hacía ya años que no se levantaba de la cama; estaba tullida. Pero asimismo de todo se ocupaba: de su casa, de su familia, de sus parientes, de sus relaciones, de sus intereses, comprando y vendiendo casas, reedificando, descontando dinero, y siempre constantemente haciendo obras de caridad y amparando a cuantos podía, a los perseguidos con o sin razón por sus opiniones políticas. Y hubo vez en que riñó por mucho tiempo con su hijo por negarse éste a poner en libertad a un perseguido, del que ella decía: "Ese señor (Almeida) no es unitario ni es federal, no es nada, es un buen sujeto; y así es como Juan Manuel se hace de enemigos porque no oye sino a los adulones". El entredicho duró hasta que el dictador fue a pedir perdón de rodillas, anunciando que el hombre estaba en libertad.
Uno de los actos de doña Agustina que más acentúan sus caracteres complejos de mujer caritativa y prepotente es su testamento. Estos documentos no mienten, siendo una secuela legal que puede compulsarse.
Necesitamos para mejor inteligencia de las cosas decir que de la unión entre doña Manuela y el doctor Bond, ya citados, le quedaron huérfanos a doña Agustina varios nietos, de los que fue tutora y curadora: Enriqueta, Franklin, Carolina y Enrique, que murió. Doña Agustina los cuidaba y los amaba con la más tierna y exagerada solicitud, a título de que eran muy desgraciados no teniendo padre ni madre.
Resolvió, pues, hacer su testamento. Tenía un escribano condiscípulo y amigo, hombre seguro, de toda su confianza, con el que se tuteaba. Lo mandó llamar.
-Montaña, quiero hacer mi testamento.
-Bueno, hija.
-Siéntate y escribe.
Montaña se acomodó en una mesita redonda estilo imperio que conserva la familia, y doña Agustina, que tenía una excelente memoria, mucho orden y todas sus facultades mentales intactas a pesar de sus años y de sus achaques dolorosos, comenzó a dictar.
-Agustinita, eso que dispones no está bien.
-¿Por qué?
-Porque lo prohíbe la ley.
-¡Que lo prohíbe la ley! ¡já, ja, já! ¿Qué, yo no puedo hacer con lo mío, con lo que hemos ganado honradamente con mi marido, lo que se me antoje? escribí no más, Montaña.
-Pero, hija, si no se puede, si no será válido; no seas porfiada.
-¿Qué no se puede? escribí no más, que vos no sos el del testamento, sino yo, y ya verás si se puede...
-Pues escribiré y ya verás.
-Ya veremos.
Montaña siguió escribiendo, y la señora disponiendo bien.
Montaña arguyó nuevamente: "Eso tampoco se puede", y la señora redarguyó: "Ya verás si se puede; escribí, nomás, escribí".
Montaña agachó la cabeza, siguió, y las mismas contradicciones se repitieron unas cuantas veces más...
-Bueno; lee ahora, Montaña.
Montaña leyó.
-Perfectamente, agregá ahora: Sé que lo que dispongo en los artículos tales y cuales es contrario a lo que mandan las leyes tales y cuales (cita todas tus leyes) [4] . Pero también sé que he criado hijos obedientes y subordinados que sabrán cumplir mi voluntad después de mis días: lo ordeno.
Y el testamento, que era una monstruosidad legal, se cumplió. La señora favorecía a sus tres nietos a tal punto, que todos ellos heredaban más que sus hijos.
Sin ese testamento, ¡cuántas tristezas futuras no se habrían evitado! Las leyes son reflejos de una moral cualquiera; violarlas es perturbar un principio de justicia distributiva. No se produce el acto sin que alguno padezca. Así, he aquí una verdad casi evangélica: "Administrar justicia, es montar la guardia velando por los derechos del hombre, es hacer la sociedad posible".
El testamento se abrió; la primogénita, doña Gregoria, dijo: "Vayan a ver qué dice Juan Manuel". Así se hizo. Don Juan Manuel no leyó, diciendo: "Que se cumpla la voluntad de madre". Los otros de ambos sexos, sabiendo lo que había dicho el hermano mayor, contestaron lo mismo sin leer. Sólo Gervasio, el hermano menor, se lo hizo leer. Meditó, y después de reflexionar, dijo: "Que se cumpla la voluntad de madre. Pero vayan a decirle a Juan Manuel y a Prudencio que nosotros somos ricos, que de lo nuestro se tome para integrar la hijuela que a las hermanas mujeres corresponde..."
Y así se hizo, y la voluntad prepotente de doña Agustina López de Osornio prevaleció contra la ley, cumpliéndose lo que al testar y lanzando su quos ego le decía al curial refractario, plenamente convencida de su infabilidad : "Ya verás como se puede ".
De tamaña mujer nació Rozas.
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