Rosas

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sábado, 28 de febrero de 2015

Las tierras al sur del Salado I

por José Luis Muñoz Azpiri (h) (**)

     En los primeros meses del año 1833 comenzaron a moverse las columnas militares que, mediante un plan anticipadamente elaborado, ejecutarían un gigantesco operativo envolvente cuyos brazos se cerrarían sobre el Río Negro. Los libros de historia le asignan, en general, el nombre de Campaña del Desierto, anteponiéndole en algunas ocasiones el ordinal Primera, para distinguirla de la realizada por Roca cuarenta y seis años más tarde. Nosotros preferimos denominarla Campaña de Rosas al Sur, o bien Expedición de Rosas a los ríos Colorado y Negro; y es respecto a la misma a lo que vamos a referirnos.

            En 1890, la oficina de empadronamiento de los Estados Unidos de Norteamérica declaró de modo formal que el proceso histórico de la frontera había llegado a su fin. Dijo, en efecto, textualmente, que “la zona indefinida ha sido tan invadida por colonias aisladas, que difícilmente pueda afirmarse que existe una frontera”.

            En nuestro país existe una declaración formal paralela, concerniente a los militares, que fija implícitamente una fecha liminar como conclusión del proceso de nuestra frontera interior. Un decreto del Poder Ejecutivo, del 7 de noviembre de 1940, al reconocer servicios prestados al Ejército, dice que, “los militares que hubieran actuado en las campañas del desierto hasta el 31 de diciembre de 1917 serán considerados Expedicionarios del Desierto”.

            Destaca Homero Guglielmini que las fechas señaladas por esos actos oficiales (1890 y 1917, respectivamente) son, por supuesto, arbitrarias. “No hay manera posible de anunciar una fecha exacta para determinar el final de un proceso tan prolongado, complejo y fluido, como es el progresivo desarrollo de una frontera interior, la ocupación de los espacios vacantes o insumisos en poder exclusivo hasta entonces de las fuerzas elementales de la naturaleza, entre las cuales se encuentra el indio, el desierto y las inclemencias de la intemperie. Se trata de un movimiento eminentemente dinámico y potencial, en constante trámite interno de estabilización, en permanente proyección externa de avance, en perpetua transición conflictual y prospectiva”. (1)

            Las relaciones entre indígenas y europeos en el Río de la Plata nunca fueron cordiales, fueron desafortunadas desde el inicio, con la fundación de Buenos Aires de 1536. Los episodios de la destrucción de Buenos Aires figuran circunstancialmente descriptos en los grabados de L. Hulsius, de Nüremberg, quién ilustró el libro de Ulrico Schmidel, “Viaje al Río de la Plata”, donde se relatan las peripecias de la expedición de D. Pedro de Mendoza. El esmeril del hambre había limado la última diferencia entre la civilización transoceánica y el salvajismo caníbal. Posteriormente, las relaciones de indios y españoles fluctuaron entre la convivencia y la guerra franca.

            Se fueron estableciendo, así, las llamadas fronteras interiores, que delimitaban las jurisdicciones del blanco y del indio, aunque no siempre los sistemas centrales y los regionales ejercieron la soberanía de hecho en sus respectivos territorios. La llamada “frontera” fue una línea móvil, barométrica, por ser índice de la potencialidad de cada uno de los grupos en pugna por el control del área. El “Desierto” argentino - árido o no - se caracterizó y se caracteriza no sólo por sus rasgos geográficos, sino también por sus elementos étnicos y, principalmente, por su situación socio-estructural. A partir de la década del 80 del siglo pasado, montado el desarrollo nacional en función de los intereses de la “pampa húmeda” (ligados a su vez, a intereses extranjeros), el desierto fue considerado “tierra de conquista”, para quedar luego en situación de dependencia respecto de los centros hegemónicos. Primero fue la confrontación entre la Civilización y la Barbarie, lucha que significó la extinción cultural y demográfica del indígena y el gaucho. Ahora es la confrontación entre el “desarrollo” y el “subdesarrollo” lo que produce el despoblamiento de las zonas áridas y semiáridas por las migraciones hacia los cinturones de las grandes ciudades. (2)

            Sin embargo, no siempre fue así. Al menos en el período que nos ocupa. Los territorios situados al sur de la frontera del Salado constituían una vastísima y feraz extensión de tierras donde el indio fue, en efecto, una presencia constante y significativa en la historia. argentina del siglo XIX, no sólo porque ocupaba y controlaba enormes porciones[i] del territorio sino, principalmente, por los complejos vínculo y lazos que conectaban ambas sociedades. A lo largo de la frontera, el comercio constituyó el eje de esas relaciones, pero con el comercio se filtraron múltiples influencias culturales. Hábitos, usos y costumbres de los blancos penetraron en la sociedad indígena en tanto los pobladores de la frontera adaptaban muchos elementos de los indios. El blanco empezó a apreciar la exquisita artesanía del cuero y la plata de las tolderías y el indio a calcular la cantidad de litros de alcohol de una vaca vendida en Chile.

            La concepción de fronteras y límites ha mantenido una diferenciación en la historia a lo largo de los tiempos. El término convencional de demarcación de un país con respecto a otro en la antigüedad partía de la consideración del propio país como centro de poder y civilización y al resto se lo consideraba pueblos bárbaros, obviamente desde la óptica de la superioridad cultural, política y militar del país en cuestión, y desde entonces se denomina límite a la localización geográfica de "tierra de nadie", que separa dos realidades, con una connotación política sobre una localización geográfica contrastable. Por ejemplo, en la Edad Media en la Península Ibérica, con la invasión de los musulmanes, y con la reconquista se modifica continuamente la demarcación geográfica, de uno al otro lado, a causa de una lucha militar permanente y resolutiva, y posteriormente y a partir de la independencia de los Estados Unidos, y sobre todo con la conquista del Oeste, este límite adquiere una movilidad hacia lo desconocido, desplazándose en el tiempo y en el espacio, y creando una historia cambiante, económica y cultural (3)
            En realidad, entendemos como límite la línea divisoria o lindera de reinos, posesiones, etc. mientras que frontera es el límite o confín de un Estado. Frederick Jackson Turner idea el término frontera, en 1893, en su obra "El significado de la frontera en la historia americana", y la hace sinónima del espíritu nacional norteamericano.

            El derecho internacional y público tiene para el vocablo frontera una definición precisa. Sin perjuicio de su utilidad la vida de las naciones, el siglo que corre ha mostrado la crisis de ese concepto fijo, signado como está por las nuevas técnicas armamentistas, las finanzas y las empresas trasnacionales, las áreas de dominio de los distintos poderes hegemónicos, la multipolaridad del universo económico y estratégico, etc. Esta crisis, que se pone en evidencia sustancial a fines de la Segunda Guerra Mundial, viene perfilándose desde comienzos del siglo pasado, y en realidad dio lugar a la creación de una nueva disciplina, combinación de historia, geografía política y estrategia militar: la Geopolítica. La definición de uno de sus creadores, Kjellen (4), está demostrando esa crisis y esa fusión de disciplinas: "La geopolítica es un punto de partida para un entendimiento diferente de la geografía política y de la estrategia de ocupación territorial de las naciones". Sin entrar en la historia de esta disciplina, es una realidad que este tipo de teorización incidió en las políticas imperialistas de las potencias centrales, por un lado, y de la periferia por el otro. Como resultado, la reflexión sobre el espacio y por ende sobre las fronteras nacionales o las áreas globalmente estratégicas, se ha ido convirtiendo en una orientación imprescindible que de hecho activó la reflexión sobre los espacios nacionales. Este proceso, se ha dado también - obviamente referido a la nación norteamericana convertida en poder hegemónico mundial, y relacionado con el papel estratégico y defensivo que con referencia a ese poder les cabe a las naciones americanas del resto del continente. (5)

            En este punto me agradaría hacer una aclaración. Entre las etimologías fantásticas que últimamente proliferan, hay una en particular que nos tiene singularmente hastiado: se trata de la definición “políticamente correcta” de “pueblos originarios” dado que según los iletrados que la utilizan (que van desde las más altas magistraturas hasta los militantes del común), aborigen significaría “sin origen”. Ab es preposición latina que significa “desde”, es decir, aborigen es el que está desde los orígenes, ya sean habitantes, plantas o animales. Las llamas eran aborígenes, pero las vacas no, por ejemplo.

            Los romanos llamaban aborígenes a los primeros habitantes, prerromanos, de Italia y consideraban esta palabra equivalente a indigenae (etimológicamente “nacidos u originarios del lugar”) y al griego autóchthones (”de la tierra misma”). Ahora se les ha dado por hablar de pueblos originarios, creo que por “corrección política”, de la misma forma que el eufemismo de “matrimonio igualitario” para parejas del mismo sexo, o “carenciado social” para las personas en situación de marginalidad, pues no entienden que significa aborigen y les parece que indígena tiene una connotación despectiva (lo relacionan erróneamente con indio, palabra que etimológicamente no tiene nada que ver). Y como suele suceder en estos casos, el remedio es peor que la enfermedad, porque el adjetivo originario necesita una indicación del lugar, y los inmigrantes y sus descendientes también son originarios de un lugar, aunque el lugar sea otro.


            Hecha esta aclaración, quisiéramos destacar que los contactos interétnicos no se limitaban a meras influencias culturales o intercambios comerciales. Cristianos o “huincas” - refugiados políticos, delincuentes escapados, cautivos de ambos sexos - vivían en las tolderías; tribus enteras, algunas numerosas como las de Catriel y Coliqueo, se encontraban establecidas en territorio blanco como aliadas y amigas y algunos caciques llegaron a ser considerados estancieros, como ocurrió en Bahía Blanca con Francisco Ancalao. (6) Un caso simbólico es el de los hermanos Pincheira, íntimamente relacionados con el período Vorogano (sobre el que hizo un interesante estudio Jorge Oscar Sulé en su libro “Rosas y sus relaciones con los indios”), estos militares criollos que como otros habían luchado por el Rey, fueron acorralados por las fuerzas republicanas chilenas en la proscripción y el bandolerismo, frecuentemente en compañía de indígenas que habían peleado del mismo bando. Perseguidos, cruzaron la cordillera y junto a sus aliados Voroganos vivieron, en buena medida, del saqueo de las tolderías tehuelches y pampas. Es que el crónico estado de guerra de las llanuras, refleja en parte la anarquía de los Estados en formación a uno y otro lado de la cordillera y de las parcialidades indígenas entre sí. Valga recordar que Andrés Bello - de modo precursor - sostuvo que nuestra Guerra de la Independencia es tipificable como intestina. Españoles metropolitanos, chapetones, estuvieron con la emancipación. A la monarquía fernandina, en cambio, fueron leales no pocos españoles indianos adscriptos al absolutismo, así como la muchedumbre indígena. Un dato poco mencionado es la lealtad del pueblo mapuche a la Corona.

            Ahora bien, ¿Eran los araucanos autóctonos del actual territorio argentino? Mucho se ha discutido esta circunstancia y diversas teorías se han presentado al respecto. A veces, documentos y vestigios arqueológicos resultan difícil de compatibilizar, o francamente divergen: la guerra de Troya, la invasión de los Dorios y la araucanización son algunos ejemplos. En tanto algunos los consideraban chilenos, otros han alegado que ya habitaban en la Pampa a la llegada de los conquistadores. En realidad, los araucanos son originarios de ambos lados de la cordillera de los Andes, fácilmente comunicables a la altura de los territorios que ocupaban, aunque en mayor número habitaran del lado del Pacífico. Al respecto, existen novedosos enfoques, como lo de los investigadores Daniel Villar y Juan Francisco Jiménez respecto a este proceso tan discutido y al territorio otrora conocido como Mamil Mapu. (7)

            Mamil Mapu significa país del monte en mapudungun, el idioma de la Araucanía progresivamente adaptado como lengua franca por las poblaciones indígenas del norte de la Patagonia y de la región pampeana desde el siglo XVII en adelante. Ese país del monte se correspondía con la región natural de igual nombre, un área en la que dominan el caldén y el algarrobo y que va desapareciendo gradualmente hacia el Este al hacerse prevalecientes los pastizales de la pampa bonaerense.

            No todos los indígenas del Mamil Mapu tuvieron el mismo comportamiento ante los españoles. Algunos comenzaron en actitud de abierta rebelión y, cuando creyeron llegado el momento o cuando las circunstancias los obligaron, pactaron con las administraciones coloniales de la frontera. Seguramente supusieron que, de esa forma, se verían favorecidos en la puja por las hegemonías regionales. Otros persistieron en su rebeldía, incluso al precio de su propia supervivencia. Aquellos y estos pagaron un alto costo en vidas, territorios y recursos. Aún cuando los primeros, asistidos por  el apoyo hispano-criollo, imaginaron que podían resultar vencedores en los conflictos entre nativos, lo cierto es que no lo fueron, si el éxito se midiese con relación a dichos costos. Dos civilizaciones extrañas, tras de cada una de las cuales se extendía un mundo del espíritu humano. El indio forrado en pieles y plumas, el conquistador en hierro. Aquellos hombres no tenían nada en común, salvo la carne.

            En realidad la Pampa estuvo habitada por otras tribus aparte de las que encontró Pedro de Mendoza al fundar por primera vez Buenos Aires, pero su identidad no está bien aclarada, dado su carácter nómade y su rápida desaparición, y finalmente, sólo quedaron los araucanos para desarrollar la actividad bélica contra los cristianos. Los indios araucanos recibieron diversos nombres en nuestro territorio. Se los denominó pampas, aucas, serranos, puelches, huiliches, ranculches o ranqueles, pehuenches, picunches, etc. Pero estos nombres se referían únicamente a su ubicación geográfica, o a las principales características de la misma, y no a diferencia raciales que, según se ha dicho, entre ellos prácticamente no existían, hablando todos la misma lengua, y considerándose “mapuches”, es decir, “hijos de la tierra”.

            Sin embargo, para ser exactos, a los araucanos debemos agregar los tehuelches o patagones, habitantes de la Patagonia que también llegaron a establecerse esporádicamente en algunos sectores de la Pampa. Estos indios, menos numerosos, racialmente distintos y de hábitos pacíficos comparados con los araucanos, se unían en algunas oportunidades con ellos para atacar a los cristianos, aunque generalmente los araucanos fueron sus más encarnizados enemigos, habiendo sufrido en sus manos terribles derrotas y, en los últimos tiempos de la guerra del Desierto, desaparecieron como factor bélico contra el invasor europeo, recostándose sus restos sobre los territorios australes.

            Pero más allá de la suerte de los protagonistas, la gesta de los rebeldes constituyó un capítulo más en el interesante y complejo proceso de migración de poblaciones de la Araucanía hacia Puel Mapu, el país del este, es decir, las mencionadas tierras del norte patagónico y de la región pampeana. Esa migración existió desde antiguo, pero se intensificó cuando los españoles ocuparon Chile a mediados del siglo XVI, y se prolongó hasta la primera mitad del siglo XIX. Ocasionó la fusión y la fisión, la desaparición y el surgimiento de grupos indígenas en las regiones de destino. Por ejemplo, a ella se debe durante la segunda mitad del siglo XVIII, la constitución del grupo conocido como ranqueles, habitantes de Mamil Mapu.

            El proceso de araucanización de la Pampa fue largo y complejo y, como dijimos, parece haber comenzado en el siglo XII, sino antes en la región cordillerana - en la tierra de los pehuenches - para extenderse desde allí y en forma paulatina, hacia el sur mendocino y las llanuras, proceso este que se desarrolló a lo largo del siglo XVIII, mediante la difusión de elementos culturales, de la lenta adopción de la lengua araucana y del desplazamiento de pequeños grupos de mapuches chilenos y de elementos araucanizados. El malón se transformó en una empresa económica colectiva capaz de unificar a los distintos grupos y aunar recursos, hombres y esfuerzos al servicio de esta actividad, sin duda la más rentable para el indio. Los ganados transitaban por caminos conocidos, aprovechando parajes con aguadas y pastos. A lo largo de los años, el continuo movimiento de los animales fue marcando esos caminos que se convirtieron en grandes arterias de circulación del territorio indio, las conocidas “rastrilladas”, de las que partía una cantidad de caminos menores que unían las distintas tolderías. El principal punto de convergencia de estos senderos, un punto estratégico, en el confín de la estepa y el monte de algarrobos y caldenes, donde desde el siglo XVIII se engordaba el ganado antes de arrearlo a Chile era Salinas Grandes. Tenían un claro proyecto hegemónico con el que tuvo que vérselas la diplomacia de Rosas ( hecha de pulso, gran habilidad y maña, según sus propias palabras).

            No obstante, algunos historiadores consideran que debe abandonarse la arraigada idea del nomadismo de los indígenas pampeanos dado que la población india estaba asentada en parajes bien determinados donde la presencia de pastos, agua y leña hacía posible su supervivencia. Algunos lugares, como las tierra vecinas a las sierras del sur bonaerense, los valles del oriente pampeano, el monte de caldén y los valles cordilleranos, fueron centros de asentamiento de importantes núcleos de población. La alta movilidad de los indígenas, determinada por la circulación de los ganados, no debe confundirse con nomadismo. En algunos casos, en el sur bonaerense o en zonas cordilleranas, puede hablarse a  lo sumo de un seminomadismo estacional determinado por las necesidades de movilizar los rebaños de los campos de verano a los de invernada (8)

            En sus excursiones para recoger el ganado cimarrón que poblaba la Pampa - alrededor de treinta millones de cabezas según cálculo de Azara - contribuyeron a su desaparición, a la par de los “accioneros”, es decir, los cristianos habilitados para efectuar vaquerías durante la época colonial, y los gauchos alzados. Extinguido el ganado cimarrón, los indios, que antes habían atacado a los “accioneros” considerando esos ganados de su propiedad, comenzaron a arrear el manso que los hacendados habían aquerenciado en sus estancias. Esto en la provincia de Buenos Aires tuvo lugar alrededor de 1740. Difícil es saber de qué lado se iniciaron las serias hostilidades que, desde entonces, se sucedieron y jalonaron de sangre la guerra del desierto. Podría pensarse que partió de los araucanos, necesitados de los animales - que ya no se encontraban en estado salvaje - con el fin de mantener su comercio con Chile. Pero también habría que culpar a los primitivos estancieros, que continuamente invadían las tierras de los indios, ignorando los tratados y cometiendo con ellos toda clase de tropelías, con lo que provocaban su lógica reacción.

            Para encarar la situación bélica se adoptaron varias medidas: una de ellas fue encargar a los padres jesuitas la evangelización de los indios estableciendo dos misiones; una cerca de la boca del río Salado y otra en la actual laguna de los Padres, cerca del cabo Corrientes (Mar del Plata). La segunda medida consistió en la construcción de varios fuertes y fortines para la defensa de la frontera, así como la creación de tres cuerpos militares armados de lanza, a los que se dio en nombre de Blandengues, ya que estos, al saludar a las autoridades cuando revistaban, hacían blandir sus lanzas. Fueron situados en los fuertes del zanjón, Luján y Salto, límite de las tierras hasta donde llegaban los indios. ¡Luján! Es sorprendente la corta distancia que separaba a Buenos Aires del territorio donde acampaban los ranqueles.

            Pero ninguna de las dos cosas resultó. Las misiones tuvieron que ser abandonadas a los pocos años dado que los naturales era irreductibles y los cuerpos militares se mostraron incapaces de contenerlos. No obstante, después de haber pasado períodos de cruenta guerra, la situación de los araucanos, durante los últimos años del período colonial, era circunstancialmente de paz. Los indios venían a comerciar a la misma ciudad de Buenos Aires (tal como se visualiza en las acuarelas de Pellegrini y Vidal) y los cristiano, a su vez, expedicionaban en gigantescas caravanas, a veces de centenares de carretas; como las migraciones de los pueblos bárbaros del Viejo Mundo, guiándose sólo por las estrellas y fuertemente custodiadas, hasta el corazón de la Pampa Virgen, para procurar la sal de Salinas Grandes (imprescindible para los saladeros).

            En los primeros tiempos de la colonia, la sal era traída de Cádiz. A medida que se fue transitando por el vasto territorio se localizaron salinas. Tal es el caso del vecino y estanciero de Luján, don Domingo de Izarra en 1668, que tras recorrer la zona sur bonaerense se encontró unas eflorescencias salinas cuyas capas blanquecinas revestían el suelo de las inmediaciones. Por ese motivo, a la zona se la denominó Bahía Blanca.

            El historiador Juan Beverina publicó en 1929 "Las expediciones a las Salinas", donde detalla estas riesgosas jornadas. Dada la escasea de sal en Buenos Aires, se creyó conveniente autorizar a los vecinos para que vayan a buscarla. Los primeros viajes estuvieron en manos de particulares con escasas garantías de seguridad. A partir de 76, se encargó el Cabildo de organizar las expediciones oficiales a las Salinas Grandes. Se aconsejaba salir en octubre o noviembre para que los pobladores de la campaña tuvieran tiempo para volver a recoger sus cosechas. Además, en este período, era más fácil encontrar agua y pasto para los bueyes y para el ganado que llevaban para el consumo durante el viaje.

            El gobernador emitía un bando donde se indicaba  fecha de salida, lugar de reunión de las carretas, composición de la escolta y nombre del jefe militar a quién se confiaba la empresa. Los puntos de reunión eran Luján, la Guardia de Luján (hoy Mercedes) y la laguna de Palantelen. Los concurrentes quedaban sujetos al régimen militar, teniendo el jefe amplia facultad para conservar el orden.


            El Cabildo proveía los fondos para los gastos de la expedición: alimentación y sueldo para el personal de la escolta, del cirujano, del capellán, del baqueano y obsequios para los indios (aguardiente, yerba, tabaco y azúcar). Esos gastos los cubría con el impuesto que debía pagar la carreta, a razón de una fanega (trece arrobas) o una fanega y media de sal de acuerdo a los costos del viaje. Cada vehículo podía cargar de 6 a 8 fanegas de sal, que luego vendía en Buenos Aires a buen precio, lo que explica la abundante concurrencia de carreteros.

            La distancia por cubrir era de 118 leguas, a razón de 6 leguas diarias. Debían sortear lugares difíciles, ya que al cruzar el río Salado se ingresaba en un territorio aventurado y turbulento, sometido al arbitrio del indio. Siempre estaba latente el fantasma del malón.

            Los grupos eran escoltados por los blandengues, fuerza militarizada acompañada por algunos cañones de pequeño calibre con su respectiva dotación de artilleros, lo cual constituía una efectiva medida de disuasión. No obstante, la voluntad de las tribus no siempre era beligerante o rapaz, el interés de los indios era cambiar sus tejidos pampas y sus piedras por aguardiente, yerba y azúcar, tarea que realizaban los bolicheros que acompañaban la expedición. También en las crónicas se relata que las caravanas eran acompañadas por bailes y canciones que con el tiempo se cimentaron en verdaderas tradiciones.. Una vez llegados a las salinas se establecía el campamento, que no difería mucho del castrum de las legiones romanas en el limes del Imperio, dado que se encontraban en las entrañas de un territorio ajeno y extraño.

            Se comenzaba de inmediato la extracción, con una barreta de hierro que rompía las capas de sal. Se amontonaba la sal en forma de pirámides y se lavaba el barro que pudiera tener con agua de la laguna. Cuando todas las carretas estaban cargadas, se iniciaba el viaja de regreso a la Gran Aldea. La voracidad de algunos carreteros que se excedían con la carga haciendo caso omiso a las recomendaciones de los organizadores de la expedición, hacía demorar el viaje por la frecuencia de las roturas de ejes y ruedas.

             Legando el convoy a destino, se pagaba el impuesto y los carreteros quedaban liberados para iniciar el comercio en Buenos Aires.
            En 1786 se pensó en incluir un topógrafo en las expediciones, para reconocer el terreno y levantar un plano del lugar, de manera de poder construir una fortaleza que los reguardara de los indios. De esa manera se hubieran podido reducir costos y evitar los peligros y la zozobra a las que estaban expuestas las caravanas, algunas de considerable magnitud como la de 1778 compuesta por 600 carretas, con sus capataces, carreteros y peones, con un total de 900 personas. Se sumaban unos 12.000 bueyes y 2.600 caballos acompañados por una escolta de 400 hombres. Había empresarios de la sal que participaban con 150 carretas; otros con 10 a 15 y otros que iban con una. Si bien los planos fueron presentados, nunca se llegó a construir la fortaleza.

            La paz con los indios prosiguió, podría decirse, hasta 1815. Pero la imperiosa necesidad de expandir las fronteras, a consecuencia de la valoración de los ganados que trajo el comercio libre, fue llevando a los cristianos a sobrepasar cada vez más el Salado. Algunos estancieros ya se habían establecido fuera de ese límite, manteniendo, con su conducta cordial, buenas relaciones con los indios. Uno de ellos fue Francisco Ramos Mejía en su estancia “Mirasoles”. Otro, Juan Manuel de Rosas, quién practicaba lo que denominó “el negocio pacífico con los indios” logrando no sólo que no atacaran sus establecimientos sino que hasta trabajaran muchos de ellos como peones en sus estancias.

            El caso de Ramos Mejía, “El confinado de Los Tapiales”, es singular. Había ¡comprado! a los indios las tierras de su estancia, en lugar de seguir la práctica habitual de arrebatarlas, y los adoctrinaba en su peculiar convicción religiosa, basada en la exégesis bíblica. Muchos indios trabajaban en su estancia y por su intercesión se había acordado la llamada “Paz de Miraflores”, rota unilateralmente por Martín Rodríguez, como tantas veces. Su figura trasciende el marco de la historia e incursiona en el terreno de la leyenda. Dice un autor: “El mismo día de la muerte de Ramos Mexía  su familia inició trámites para darle descanso en un sepulcro edificado en el parque de su chacra. Dos días con sus noches pasaron sin lograrse el consentimiento para la inhumación. Transcurría ya la tercera noche y Ramos Mexía continuaba entre cuatro hachones en una de las estancias de su casa. Imprevistamente, cuando ya clareaba, ocho indios pampas, de los que llegaron con él desde el Desierto y acampaban desde entonces en Los Tapiales, entraron silenciosamente en el cuarto del túmulo, tomaron la caja en la que Ramos Mexía yacía y marcharon con ella hasta el portalón. Allí lo posaron en una carreta y detrás de ella formaron cortejo con toda la indiada que estaba de guardia. El indio boyero movió su picana; chillaron los ejes y la lerda carreta inició su marcha, entre cercos de tunas y plantas esbeltas, con rumbo al Desierto. Los indios amigos montados en pelo, con el sol ya alto, cruzaron el río Matanzas y en señal de honra y a sones de duelo siguieron al carro que escoltado entonces por cañas tacuaras y gritos de teros, se perdió a lo lejos…”.

            Los hijos del Desierto se llevaron a quien consideraban propio. (9)

            Con el tiempo se produjo lo que se considera causa fundamental de la guerra: las invasiones indígenas – sus temibles malones – para robar los ganados vacunos y caballadas ya que, una vez agotadas sus haciendas de las cuales hicieron un comercio importante con los indios en Chile, no les quedó otro recurso que arrebatar los rodeos mansos de los pobladores de las campañas.
            Recordemos que los caballos y los ganados alzados se reprodujeron en escenarios feraces, atrayendo también a los aborígenes trasandinos. A pesar de su incremento natural, esos ganados se agotaron por el despilfarro de los aborígenes, ya sea por comercialización excesiva o por matanzas indiscriminadas para cuerear, a lo que hay que añadir la merma provocada por las epidemias y las dificultades del procreo. El ganado vacuno preñado debido a su menor movilidad, era mucho más fácil de capturar que el yeguarizo. Arreando masivamente con él los indios, puede destacar que a mediados del siglo XVIII quedó casi completamente extinguido.
            De esa manera, los aborígenes necesitaban hacienda vacuna porque algunas tribus se habían acostumbrado a consumirla y por la urgencia que tenían de llevarla a Chile para su comercialización. No trepidaron así, en tomarla de los rodeos cristianos, apacentados de sus poblados hacia afuera. Se originó de esa forma el malón – al que ya hemos mencionado – y que para los pueblos civilizados representó la invasión sin otro móvil que el robo. Por su parte, los indios araucanos, a menos de cien leguas de Buenos Aires seguían avanzando. Robaban ganado y mataban a sus dueños. Vacas y caballos que despojaban a nuestras llanuras, eran vendidos en el país trasandino. Obtenían con frecuencia armas, con las que combatían a los defensores de nuestras ciudades.
            Como es lógico, en Buenos Aires existía un gran temor de salir al campo a buscar ganado. Para el cristiano la situación resultaba insostenible. No podía desarrollar acción alguna sin que estuviese amenazado por el indio. Los viajes por las pampas eran verdaderas odiseas de imprevisible final. Aquellos pocos que se aventuraban a transitar por el desierto estaban en permanente zozobra, oteando la soledad y la lejanía a la espera de algún ataque.
            Lo evidente es que la escasez de ganado aumentaba y los indios se aproximaban cada vez más a Buenos Aires. A pesar de celebrarse algunos convenios pacíficos con los aborígenes, en 1740 los indios aucas que merodeaban por las cercanías del río Salado, asaltaron el 26 de noviembre el Pago de la Magdalena y asesinaron a 200 hombres, mujeres y niños, sustrayendo mucha hacienda.
            Con la población reducida y sin medios de acrecentarla, la ocupación de la tierra tenía que ser lenta. Por tal motivo, la autoridad se limitaba a la defensa y conservación del territorio poblado. De ese modo, resultaba difícil emplear los recursos estratégicos que la geografía argentina brindaba en muchos aspectos. Las fronteras tuvieron, precisamente, que avanzar empujadas por el crecimiento demográfico. En 1774 la campaña contaba sólo con 6.064 almas y, en consecuencia, el territorio que ocupaban era poco extenso. Cuando esa población se doblo en 1778, rebalsó la línea de defensa, circunstancia que obligó al Virrey Vértiz a adelantar las líneas fronterizas.
            Según documentación de esa época, se sacrificaban por año 600.000 animales, se utilizaban 150.000; quedaban para “banquete” de perros, cuervos y chimangos 450.000 animales. Esto representaba, incluido el desperdicio de sebo, cerdas y astas, ocho millones de pesos. Pero la abundancia disminuyó considerablemente por este derroche. Algún malón afortunado, llegó a llevarse una arriada de cien mil animales a la Cordillera.
            Cuando en 1801 la población ascendía a 32,168 almas, las líneas de fronteras ya resultaban inadecuadas, estrechas, deficientes. La necesidad de sobrepasarlas marcaba un movimiento natural.
            Los tratados de paz que se conservaban con los indios y el aumento constante de la población, determinó que hacia 1810 las estancias y chacras se extendieran más allá de los fuertes y fortines. Sucedía que, reiteradamente las poblaciones de los pastores se extendían más allá de la mal defendida frontera.
            Los cristianos eran meros ocupantes de aquellas soledades incultas y salvajes, en una vida azarosa y expuesta a la indiada.
            En general, las poblaciones eran de gente imprevisora. Los indígenas se habían acercado. Percibían la incipiente civilización y adquirían nuevos gustos. Pero ese contacto era perjudicial para los cristianos que, aislados, sufrían el roce brutal. Por otra parte, delincuentes y vagos eludían la acción de las autoridades, refugiándose en los toldos de donde resultaban doblemente dañinos.
            Muchos fueron los intentos en encontrar la tranquilidad anhelada para defender los establecimientos pastoriles.
            La revolución de mayo de 1810 encontró la frontera en ese estado, inútil para garantir la vida de los ganaderos. Por tal razón, el primer gobierno patrio pensó en mejorar la defensa de las fronteras. Con ese y otros objetivos comisionó al coronel Pedro Andrés García quien, por nota del 26 de noviembre de 1811, comunicó que los fuertes y fortines eran ya estériles debido a que los estancieros se habían asentado más allá de su radio de defensa. Proponía emprender sin tardanza el adelanto de la frontera sobre una doble línea: la primera desde el desagüe del Colorado al mar hasta el fuerte de San Rafael en Mendoza. La segunda debía formar la cordillera de los Andes, en los pasos que franqueaba por Talca y Frontera de San Carlos apoyando a la izquierda sobre los nacimientos del río Negro de patagones y su derecha al paso del Portillo.
            Pero como bien lo ha señalado el coronel Álvaro Barros en “Fronteras y territorios federales de las Pampas del Sur”, el movimiento revolucionario de 1810 trastornó, como era natural, el orden establecido en las fronteras y, atenciones de mayor trascendencia ocuparon la mente de los ilustres varones de aquellas epopeyas. Los Blandengues y Dragones se disolvieron para ir a confundirse con la libertad patria y las fronteras quedaron totalmente desguarnecidas. Los pobladores quedaron así librados a sus propios recursos. También cesaron las expediciones a las Salinas, en busca de sal y ninguna tropa armada fue enviada a través de las regiones desiertas de la pampa. Sin embargo, la seguridad anterior debido a pactos con los indios, indujo a algunos pobladores animosos a avanzar desde Chascomús a la margen derecha del Salado, adelantando las poblaciones, ya entre las tolderías hasta Dolores, el Tuyú y otros puntos. De esa manera, durante la guerra de la Independencia, las fronteras continuaron ganándole tierras al indio, por el solo esfuerzo de los pobladores.
            En esta situación tuvo lugar la primera gran invasión de los salvajes que se lanzaron sobre las poblaciones indefensas, cosechando un gran botín. Tomaron posesión del pueblo de Salto, hicieron gran número de cautivos y retornaron soberbios y enriquecidos a sus tolderías. A partir de entonces se sucedieron los malones que causaron grandes destrozos. Los indios invadían de un modo cruel y exterminador.





 

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