por Roberto Surra
Selección Nacional: De izquierda a derecha. Arriba: Artigas, José Hernández, Liniers, Rosas, Irigoyen, Perón Abajo: Bolívar, Belgrano, San Martín, Facundo y Güemes.S
El fútbol es real, bien real. Es algo que se resuelve en el universo de lo concreto. Se compone de personas, de arcos macizos, de estadios imponentes, de jueces y de un código jurídico. Pero de vez en cuando, en un partido, hay instantes en los que se filtra la magia, la fantasía de la gambeta, la genialidad del pase, el fabuloso reino del segundo en el que la pelota viaja hacia el arco y parece que va a entrar pero no, o amaga irse afuera pero sutilmente atraviesa la línea definitiva, la frontera de las victorias y las derrotas.
Alguien podría definir este escenario como de “realismo mágico” pero ése es un lugar tan común que quisiera no habitarlo. Prefiero suponer que es la vida. Que el fútbol es la vida. La vida que soñamos justa, la vida en la que el país más poderoso del planeta, podría llegar a perder con Togo o con Ghana. A mí me gusta más la gol-banización que la globalización. Me parece más democrática.
La maravilla del mundial de fútbol es que en nuestro país (y en muchos otros) convoca a todos y de repente en un living, un café, una escuela o en una oficina, encontramos abrazados a los de Racing con los de Independiente, a los de Atlanta con los de Chacarita y hasta a los de Ríver con los de Boca, bah, no sé si tanto, pero convoca a todos, hasta a las mujeres y podemos sentarnos tranquilos en casa a mirar un partido con la compañía de nuestra esposa e hijas.
Sí, el fútbol convoca a todos y tal vez sea porque es algo absolutamente real, y algo categóricamente mágico. Como la patria. Como nuestra querida, maltratada, celebrada, sufrida y a veces desconocida patria, con sus pobres y sus ricos, sus barrios cerrados hacia afuera por el poder, o hacia adentro por el miedo y sus millones de historias intangibles. Por eso es interesante esta coincidencia en la que el mundial de fútbol se juegue en el mes en que los argentinos celebramos el día de la bandera. Porque la bandera, utilizada por soldados y legiones, izada y arriada a diario en miles de escuelas, venerada por muchos y maldecida a diario, es utilizada durante las justas deportivas para manifestar la alegría y para servir de puente entre los que nos representan ante el mundo futbolístico internacional y quienes seguimos aquí con nuestras rutinas, nuestras vocaciones y nuestras esperanzas, aunque durante este mes con una pizca de mágico condimento que hace más sabroso el diario existir.
Podría decir que es una vergüenza que el fútbol mundial sea el único momento en el que se agita con pasión la bandera azul y blanca –devenida hoy en dudoso y desteñido celeste– pero no voy a hacerlo. Me niego a hablar mal de fútbol en beneficio de un supuesto patriotismo. Y me niego por dos razones: primero porque no quiero parafrasear a esos intelectuales de pacotilla que sacan patente de sabios burlándose de nimiedades; segundo porque no es verdad.
El fútbol, tan mágico y tan real, es quizás uno de nuestros pocos íconos de la unidad en la alegría y en la tristeza. Como la bandera. Y si sólo tenemos victorias deportivas, y si sólo nos juntamos por el fútbol, la culpa no es de él, sino de las desgracias nacionales que nos han hecho perder el fervor patriótico por la bandera, por la política y por todo lo nuestro.
Boca tuvo un arquero llamado Vaca que una vez contó que cuando el fútbol era aficionado y la vida se resumía a laburar, entrenar y jugar, a ellos les tocó perder ante Ríver y terminaron el centro de la cancha llorando como niños “por el deshonor que había sufrido la camiseta”. Recuerdo los días en que los militantes nos emocionábamos y nos enorgullecíamos por trabajar gratis para nuestro movimiento, porque servirlo era para nosotros como servir a la Patria. En ambos casos “la camiseta” o “la insignia” eran cuestiones cuasi sagradas.
Los tiempos han cambiado. Pero la culpa no es del fútbol ni del mundial, así que invito a que no lo vivamos con culpa. Celebremos su llegada descorchando la alegría y aprovechemos para abrazarnos con aquellos que después de la magia del mundial volverán a sus trincheras de enemigos (o a lo mejor no) a esa trinchera estúpida, amarga e inexplicable, pero tan real como la vida misma.
Saquemos las banderas, colguémoslas en los balcones, en los tanques de agua, en los alambrados, en los autos, en los carros, en los pizarrones. Llevémosla como poncho criollo para que nos defienda del frío extremo, del calor extremo y de todos los extremos. Agitemos la bandera argentina en cada gol, que así, sin que nos demos cuenta, sin que los demás se enteren, sin temor a la cursilería, aunque alguno venga a burlarse, sentiremos una emoción parecida a la emoción de la Patria.
Si ocurre eso les aseguro que más allá de los resultados, estaremos ganando.
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