Por Shadia Amina Ross Said
Don José de San Martín nació el 25 de febrero de 1778 en Yapeyú, pueblo de las antiguas misiones jesuíticas, situado en la margen derecha del río Uruguay, actual territorio de la República Argentina. Su padre, el capitán del ejército español, don Juan de San Martín, fue Teniente de Gobernador de un departamento formado por cuatro pequeñas poblaciones fundadas por los venerables padres jesuitas, de las cuales una, San Borja, quedaba en la margen izquierda del río, y las otras tres, Santo Tomé, La Cruz y Yapeyú, que era la capital, en la derecha, como queda dicho. Los dos últimos hijos del matrimonio del capitán San Martín con doña Gregoria Matorras, castellana como él, -Justo Rufino y José Francisco, el futuro general-nacieron en ese apartado rincón de la tierra americana. En 1784, después de largas y difíciles tramitaciones, el capitán San Martín obtuvo permiso para regresar a España. Toda la familia pasó entonces a residir en la Península. No existe ni podría existir ningún retrato de la época que represente al general San Martín durante su infancia. Tampoco existe ninguno de su adolescencia o de su primera juventud. A los siete u ocho años de su edad ingresó en el Seminario de Nobles de Madrid, y en 1789 sentó plaza de cadete en el Regimiento de Infantería de Murcia, iniciando una carrera militar que sólo habría de detenerse en la cúspide de la gloria. Desde entonces, durante el tiempo en que permaneció en España, la vida de San Martín transcurrió en los cuarteles, en los campamentos y en los campos de batalla No era habitual en aquella época, ni posible, tomar retratos de jóvenes militares. San Martín fue, por lo demás, durante toda su vida reacio a hacerlo, por recato, y porque era naturalmente enemigo de todas las formas de ostentación, entre ellas, hacerse retratar. No se conoce ningún retrato suyo que corresponda a los primeros treinta y cinco años de su vida, hasta que llegó de regreso a Buenos Aires en 1812. Durante su permanencia en la Argentina (1812-1817) tampoco se hizo retratar. Existe tan sólo una miniatura que lo representa en uniforme de coronel de granaderos. Es una pequeña miniatura en témpera sobre marfil que mide 46 x 36 mm., cuyo origen se desconoce.
El primer retrato de San Martín que puede considerarse oficial fue ejecutado sólo después de Chacabuco, y reproducido por el mismo artista que lo realizó -José Gil de Castro- con motivo de la proclamación de la independencia de Chile, cuando se quiso exhibir públicamente la efigie del vencedor de los Andes. Pero son prácticamente mínimos los retratos anteriores y posteriores durante los doce años de su permanencia en América (1812-1824). El primer retrato directo cuyo autor, lugar, oportunidad, origen y circunstancias de su ejecución se conocen, fue pintado por el artista peruano José Gil de Castro en Santiago de Chile, en 1817, después de Chacabuco, con fines que hoy se llamarían de promoción y propaganda. Después de Chacabuco era necesario dar a conocer la imagen física del vencedor de los Andes. El mismo Gil de Castro lo copió, por lo menos, siete veces más. Varias de estas copias fueron autorizadas o encargadas por San Martín. Una de ellas fue exhibida en el acto de la Declaración de la Independencia de Chile, el 12 de febrero de 1818.
El retrato de Gil de Castro adolece de un defecto que debe ser señalado: la nariz aguileña exageradamente afilada. Gil de Castro era un pintor de escasos recursos que desarrolló, no obstante, a falta de otro mejor, una larga labor en Chile y en el Perú. Comenzó retratando a Fernando Vll y a los personajes españoles de la colonia y después a casi todos los generales de la independencia, entre ellos a O’Higgins, San Martín y Bolívar. Casi siempre los colocó de tres cuartos de perfil, mirando hacia su izquierda y a muchos les puso la misma nariz aguileña del general San Martín. Era el estilo conocido del artista y la gente estaba acostumbrada a contemplarlo. A San Martín mismo no debe haberle molestado desde que autorizó las repetidas copias de su retrato. En todo caso, San Martín tenía efectivamente nariz aguileña, aunque no tan afilada como la pintó Gil de Castro. El general Espejo dice que San Martín era de una estatura más que regular, de color moreno, tostado por las intemperies, nariz aguileña, grande y curva, ojos negros. Su mirada era vivísima -y añade- ni un solo momento estaban quietos aquellos ojos. Debemos agregar que sufría de un ligero estrabismo, como puede verse claramente en los retratos mencionados y en los daguerrotipos. En cuanto a la estatura, no debió llegar a 1,70 m. La cama del dormitorio de Boulogne-sur-Mer mide 1,80 m. entre las caras internas de la cabecera a los pies. Esta estatura calculada coincide, por otra parte, con las medidas de la casaca del uniforme de gala de Protector del Perú, que corresponden a una persona de menos de 1.70 m. de estatura. Ocurre que San Martín se mantenía siempre erguido, con severa apostura militar, y que la estatura general de los hombres de origen español en la época era relativamente reducida. Dejando de lado la exageración de la nariz y el estilo peculiar del pintor, el óleo original de Gil de Castro es un buen retrato de San Martín joven que lo muestra en la plenitud de su vida, enérgico, sereno y vivaz, como fue en el momento de sus grandes triunfos militares. No se sabe si San Martín posó o no para ser retratado en Lima (1820-1822). Existe, o existía, alguna miniatura que podría atestiguarlo. Pero el retrato de Mariano Carrillo, único contemporáneo en el que aparece de cuerpo entero, fue firmado y fechado después de su salida del Perú en 1822, y el de Drexel fue hecho bastante después (c.1827). Es necesario esperar, pues, hasta Bruselas, para encontrar el segundo retrato directo e indubitado. Apenas llegado a la capital belga, la logia masónica “La Parfait Amitié” decidió expresarle su admiración y respeto. El artista Jean Henri Simon, grabador del rey, acuñó entonces una hermosa medalla con el perfil de San Martín, en plata, bronce y cobre, que fue celebrada desde el primer momento por su notable parecido con el modelo: San Martín estaba por cumplir cuarenta y ocho años de edad. En Bruselas aparece un pequeño aflojamiento en la rigidez del carácter del general San Martín. Se había entregado un poco a la vida burguesa y había engrosado bastante. Estaba en “bon point”, como dicen los franceses, y sucede a los hombres cerca de la cincuentena, cuando se retiran de la vida activa. San Martín posó entonces, en fecha no determinada, para el artista belga Francois Joseph Navez, que había pertenecido al taller de David, pintor de Napoleón. En el óleo de Navez, que se encuentra en el Museo Histórico Nacional, aparece San Martín de frente, bastante mofletudo, hermoseado sin duda por el artista. Es una buena pintura, pero aporta poco para el estudio del carácter y la fisonomía del prócer.
En el año 1828, cuando San Martín tenia más de cincuenta años de edad, el general Miller le pidió que se hiciese retratar otra vez, con uniforme militar, para incluir la lámina en las ediciones española e inglesa de su libro de memorias. San Martín encargó el trabajo al artista belga Jean-Baptiste Madou, hombre de habilidad. Madou comenzó por hacer un retrato directo de San Martín, el cuarto que se conoce, en el que aparece tal como era en ese momento, con su aire típicamente peninsular, la mirada vivaz y brillante, envuelto en una enorme capa española. Es un documento de gran interés humano. Ha llegado hasta nosotros porque Madou hizo una prueba litográfica, que se conserva también en el Museo Histórico Nacional. Existe, además, una miniatura de óleo sobre marfil, que la reproduce. Sobre la base de este retrato directo de San Martín, Madou elaboró la lámina destinada al libro de Miller. Le quitó años, enderezó la figura y le agregó el uniforme. La litografía final es el tan popularizado retrato de la estampilla, que sirvió también para componer el retrato de la bandera. Es un San Martín idealizado, que se aparta bastante de la imagen original del mismo Madou. Tuvo, por otra parte, un epílogo inesperado. San Martín, que no estuvo enteramente conforme con el trabajo del artista, remitió la piedra litográfica al general Miller para que la utilizara en la impresión de las láminas en Londres, pero le aseguró que sería el último retrato que se haría hacer en su vida, decisión que cumplió religiosamente, porque desde entonces no posó para artista alguno, aunque autorizó la publicación de sus retratos litográficos en las ediciones francesa e italiana de los viajes de Lafond (1843). A principios de 1848 San Martín se encontraba viviendo en París en su casa de la rue St. Georges cuando estalló el movimiento revolucionario que dio por tierra con el gobierno de Luis Felipe e instaló la Segunda República. San Martín quedó profundamente afectado por las escenas de violencia que agitaron la capital de Francia. Estaba bastante enfermo, con cataratas en los ojos. El 16 de marzo se trasladó con toda su familia a Boulogne-sur-Mer, con el propósito indefinido de pasar quizá a Inglaterra. Antes de salir de París le fueron tomados dos retratos en daguerrotipo. Existe una vieja versión según la cual la hija de San Martín, doña Mercedes San Martín de Balcarce, lo llevó a la casa del daguerrotipista y, más o menos engañado, logró convencerle que se dejase retratar. Quizá esta versión, que compone un afectuoso cuadro familiar, sea cierta. Pero no hay duda de que en la determinación influyó la decisión de tener un retrato de San Martín antes de abandonar París, y muy posiblemente el deseo de celebrar los setenta años del viejo soldado, que se cumplieron el 25 de febrero, dos días después de la sangrienta revolución. Como tantos otros inventos del siglo XIX, que después se desarrollaron grandemente en otros países, los primeros pasos de la fotografía se cumplieron en Francia. Existían, por cierto, experiencias anteriores, pero en el año 1835 Louis Daguerre logró, por fin, aislar y reproducir la imagen por medio de la cámara oscura, de manera que un retrato, una vista o un paisaje podían conservarse indefinidamente. En 1839 el gobierno francés decidió adquirir la patente de invención para que el procedimiento fuese conocido y divulgado entre el público. La crónica del memorable día en que el secreto del procedimiento fue revelado públicamente -19 de agosto de 1839-relata la emoción que se produjo en París. Las tiendas de óptica estaban abarrotadas de aficionados que deseaban iniciarse en el mundo ilimitado de la daguerrotipia. Cada uno quería copiar lo que veía desde su ventana, la silueta de los techos en el cielo, los ladrillos de las chimeneas. La familia de San Martín no debió vivir ajena a este histórico acontecimiento. En 1848 el daguerrotipo estaba ampliamente vulgarizado. Existían numerosos artesanos especializados con talleres abiertos en París. El procedimiento ofrecía el inconveniente de que el original no podía ser reproducido y de que, como el material empleado era cobre bañado en plata, existía una cierta dificultad para observar en su estado final la imagen reproducida. Pero era el mejor invento hasta entonces para retratar a las personas. Otro inconveniente del procedimiento era que la imagen quedaba fijada desde el primer momento en la plancha de metal, invertida por la cámara oscura, de donde salía inevitablemente invertida. San Martín habrá sido inducido cariñosamente a posar frente al daguerrotipista, pero debió soportarlo estoicamente, porque le. fueron tomados no uno sino dos daguerrotipos, cambiando la posición, como se hace habitualmente cuando se toman fotografías. La primera vez posó con la mano derecha introducida dentro de la abotonadura de la levita, en la clásica postura napoleónica, y la izquierda sobre el brazo del sillón. Su figura gallarda y noble aparece realzada por el cabello cano y el poblado bigote, con la mirada un tanto perdida por la acción de las cataratas. Está vestido con su levita negra y un gran corbatón en el cuello. Por el efecto de la inversión de la imagen, aparece mirando hacia la izquierda, cuando en realidad miraba hacia la derecha, y parece también que tiene la mano izquierda dentro del traje, cuando tenía la derecha. En el segundo daguerrotipo dejó caer la mano derecha - aparentemente la izquierda- y mantuvo esta última en el brazo del sillón.
LOS DAGUERROTIPOS
Los daguerrotipos de 1848 son, en rigor, los únicos retratos verdaderamente directos del general San Martín. Es una fortuna que el progreso de la técnica haya permitido hacer llegar hasta nosotros su imagen de esta indubitable manera. Permiten examinar los demás retratos tomados del natural, para aquilatar hasta dónde la mano del artista alteró o no en cada caso los rasgos ciertos de su fisonomía, atendidas siempre las diferencias impuestas por la edad. Sólo uno de los daguerrotipos ha sido conservado, el primero, o sea, aquel en el que San Martín está con la mano dentro del traje, hoy en el Museo Histórico Nacional. El segundo, que parece haber sido el preferido por la familia, se perdió o desapareció hace muchos años. Digo desapareció porque la plancha de cobre de los daguerrotipos, no sé si por ser de cobre, o como consecuencia de los procesos químicos a que eran sometidos para fijar la imagen -lo que hoy se llamaría el procedimiento de la revelación- se corroe y se destruye con el tiempo. La familia de San Martín, prudentemente, antes de que este segundo daguerrotipo desapareciera totalmente, lo hizo fotografiar en París por Bingham, uno de los inventores de la utilización del colodion en la fotografía. La fotografía de este daguerrotipo, hoy también en el Museo Histórico Nacional, fue hecha después de 1867, porque al dorso del cartón donde está asentada, están mencionados los premios obtenidos por Bingham, entre ellos, uno de ese año. Los daguerrotipos de 1848 cierran la serie, no muy numerosa por cierto, de retratos auténticos del general San Martín. Dos largos años pasaron desde el traslado del prócer a Boulogne-sur-Mer. Ni el aire de mar, ni la tranquilidad de la ciudad provinciana, fueron suficientes para aliviar su quebrantada salud. Cuando San Martín comprendió que se acercaba el fin, dijo en idioma francés: “C’est l’orage qui mene au port” (“Es la tormenta que lleva al puerto”). Y con la misma varonil entereza con que tantas otras veces había afrontado las tormentas de su vida, afrontó serenamente la última que lo llevó a la inmortalidad. Era el 17 de agosto de 1850.
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