Rosas

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martes, 12 de abril de 2016

UNA AFRENTA A JUAN MANUEL DE ROSAS

Pacho O´Donnell

Hay un proyecto en la Legislatura capitalina de modificar el nombre de Juan Manuel de Rosas impuesto a una estación de subtes por el de “Juan Manuel de Rosas/ Villa Urquiza”. Se trata, claro está, de una afrenta a la memoria del Restaurador. Una más. Como si el paso de más de un siglo y medio de nuestra historia no hubiera sido suficiente para paliar el odio contra quien propuso una organización nacional antagónica a la liberal finalmente triunfante por las armas.
Lo que no puede discutírsele a Rosas es que él fue el formador del estado argentino. Tanto fue así que es durante su gobierno que comienza a hablarse de “República Argentina”. Y estos procesos históricos, a nivel mundial, han sido inevitablemente violentos y crueles. Para crear estado (“state-making”) siempre y en todas partes fue necesario arrasar con la autonomía de entidades feudales, de ciudades, de órdenes religiosas o, simplemente, de otras organizaciones políticas de base territorial que perdieron guerras con los “centros” que acabaron por imponer su dominio integrador en unidades mayores. 
Los Estados Unidos de Norteamérica solo logrará su constitución como estado luego de la sangrienta Guerra Civil.
Durante su gobierno las elites europeizadas del puerto, en parte emigrados a la Banda Oriental, no toleraban que a raíz del bloqueo de la armada francesa a Buenos Aires en 1838 estuviera en guerra nada menos que contra “su” Francia y que las calles porteñas ya no fueran testigo de sus paseos y de sus apasionadas discusiones sino que ahora las transitaban los plebeyos, los bárbaros mal entrazados, de apellidos sin relieve ni historia, de barbas desprolijas y vestimentas no “a la page”.
Unitarios y “cismáticos”  llevaron su oposición a Rosas hasta extremos inconcebibles: “Los que cometieron aquel delito de leso americanismo” –confesará años después uno de ellos, con su habitual franqueza, Domingo Sarmiento-, “los que se echaron en brazos de la Francia para salvar la civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del Plata fueron los jóvenes; en una palabra, ¡fuimos nosotros!”. Está claro: de lo que se trataba era de salvar, en Argentina, “la civilización europea”  y no la soberanía nacional.
Nuestra historia oficial nunca logró digerir la cláusula tercera del testamento del general don José de San Martín: “El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sur le será entregado al general de la república Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. Es que San Martín, como militar de alma que era, aborrecía el desorden y la indisciplina. Estaba seguro de que la anarquía en que se había sumido su patria terminaría por derrumbarla y hacer fracasar la lucha por su independencia, en la que él había invertido tantos esfuerzos y sacrificios. Una de las últimas cartas que escribe el Libertador tres meses antes de su muerte, con letra dificultosa, fue justamente a Juan Manuel de Rosas: “(...) como argentino me llena de un verdadero orgullo, el ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor establecido en nuestra querida  Patria, y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles en que pocos estados se habrán hallado”.
 Las potencias europeas necesitaban buenos pretextos para la “intervención” rioplatense. Por ejemplo  algún documento que impusiera mundialmente una imagen sanguinaria de Rosas. Florencio Varela encargó  su confección al antes fanático rosista José Rivera Indarte. Según esas imaginativas “Tablas de sangre” los procedimientos para matar eran escalofriantes: “las cabezas de las víctimas son puestas en el mercado público adornadas con cintas celestes”, los degüellos se hacían “con sierras de carpintero desafiladas”. También se “revela” que Manuelita “ha presentado en un plato a sus convidados, como manjar delicioso, las orejas saladas de un prisionero”. También Rosas “ha ido hasta el lecho en que yacía moribundo su padre a insultarlo”. Y como si todo esto no fuera suficiente: “Es culpable de torpe y escandaloso incesto con su hija Manuelita a quien ha corrompido”.
Es ese el catecismo que siguen recitando quienes se niegan a aceptar que, con sus claroscuros, Rosas es una figura fundamental en nuestra historia y por lo tanto merece el debate y no la denostación.

Luego de rechazar la invasión de las armadas de las mayores potencias de su época, Gran Bretaña y Francia,  Rosas tenía en 1848 una preocupación y una obsesión: el expansionismo del imperio del Brasil, por cuya hostilidad habíamos perdido el Paraguay y el Uruguay.  Tampoco olvidaba su colaboración con los invasores europeos, que fuera enfatizada por el primer ministro británico Peel cuando confesó que “en 1844 el gobierno brasilero pidió un esfuerzo por parte de Inglaterra y de Francia para intervenir”.
Pero entonces, insólitamente, se producirá la defección del jefe del ejército argentino, Justo José de Urquiza, quien buscará una alianza con el país en beligerancia con su patria. Nuestra historia oficial argumentará que el entrerriano lo hizo para defenestrar al tirano y dictar una constitución y que ello justificaba cualquier pacto con el diablo. Sin embargo uno de sus secretarios privados, Nicanor Molinas, lo explicará años después y sin ánimo de crítica, por móviles económicos: “Al pronunciamiento se fue porque Rosas no permitía el comercio del oro por Entre Ríos”. También el brasileño Duarte da Ponte Ribeiro, delegado ante la Confederación, escribe en el mismo sentido a su primer Ministro Paulino el 23 de octubre de 1850: “Urquiza no solamente es el gobernador (de Entre Ríos) sino también el primer negociante de su provincia y las negativas de Rosas lo perjudicaban enormemente como negociante”.
En los fogones de la pampa bonaerense se cantaría:
“¡Al arma, argentinos, cartucho al cañón!
Que el Brasil regenta
la negra traición.
Por la callejuela,
Por el callejón, que a Urquiza compraron
por un patacón.
¡El sable a la mano
al brazo el fusil,
sangre quiere Urquiza,
balas el Brasil!”.

Es, insólitamente, el nombre de quien lo traicionara y lo venciera el que se desea unir al del Restaurador en la estación de subte. El mismo criterio estúpido y vengativo que erigió la estatua de Juan Lavalle en el solar de la familia Dorrego.


1 comentario:

  1. eL SABADO PASADO,EL HISTORIADOR HUGO CHUMBITA,NOS Alertó,DESDE RADIO NACIONAL FOLKLORICA,EN SU PROGRAMA DE "HACHA Y TIZA "lA MAYORIA TILINGA ,DE LA LEGISLATURA PORTEÑA ESTARá ESPERANDO EL DECESO DE "BALCARCE " O EL RENUNCIAMENTO "O QUIZAS(LO MAS SEGURO)EL DICTAMEN DEL GRAN DURAN BARBA,ELEGIR UNA Estación DE SUBTE,PARA LA SEPULTURA DEL PERRO....
    SALUDOS HUGO R. SCHAFFER

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